Creí Que Era Solo Su “Esposa del Trabajo” Hasta Que Descubrí El Viaje Secreto De 15 Días Que Planeó


El día que supe del viaje de quince días no estaba buscando problemas.

Estaba buscando una receta de enfrijoladas.

Tenía el celular de Leonardo, mi esposo, porque el mío se había quedado sin pila y quería revisar una conversación de WhatsApp donde mi hermana me había mandado un video. Él estaba en la regadera, cantando una de Alejandro Fernández, como si la vida fuera una película romántica y no el drama barato en el que yo estaba a punto de entrar.

Desbloqueé su celular con el código que yo misma le ayudé a elegir: nuestro aniversario, 1206.

WhatsApp, chat de “Los Inge Locos”, su grupo de trabajo en la empresa de construcción donde llevaba ocho años. Deslicé rápido, buscando la foto del perrito que uno de sus compañeros había mandado, porque ahí estaba la receta de enfrijoladas en los mensajes de mi hermana.

Y ahí lo vi.

Un mensaje de Valeria, la famosa “esposa del trabajo” de Leo, en el grupo general:

“Ya casi salimos ✈️ 15 días de ‘convención’ juntos, ¿listos? 😂 #TeamObras”

Con una foto adjunta de dos maletas en el piso de un aeropuerto. Al fondo, se veía un letrero: “Terminal 2 – Aeroméxico”.

Arriba, otro mensaje, de uno de los compañeros, Toño:

“No se vayan a quemar, eh, que ya todos sabemos que ese viaje es luna de miel jajaja”.

Y la respuesta de Leonardo, que me taladró los ojos:

“Cállate, güey 😂 ya sabes que es puro ‘trabajo de campo’. Pero sí, 15 días sin jefes… no me quejo”.

Quince días.

Detuve el scroll. Sentí un zumbido extraño en los oídos, como si me hubiera metido a una alberca y todo sonara lejano.

Leonardo me había dicho que se iba tres días a una visita de obra a Guadalajara. Tres.

No quince. No “convención”. No “sin jefes”.

Tres.

Y jamás mencionó que Valeria fuera.

El agua de la regadera seguía corriendo. Escuché cómo Leo desafinaba en el coro: “si tú supieras lo que yo sufro por tiiii…”.

Yo sí sabía lo que iba a sufrir, pero todavía no alcanzaba a medirlo.


Regresé al chat de mi hermana con los ojos borrosos. Busqué rápido la receta, la reenvié a mí misma y cerré WhatsApp. Puse el celular de Leo en el buró exactamente donde estaba.

Cuando él salió del baño, con la toalla en la cintura y el cabello chorreando, yo ya estaba volteada hacia el clóset, fingiendo que buscaba una blusa que yo sabía perfectamente dónde estaba.

—¿Me prestaste el cel, amor? —preguntó, secándose el cabello.
—Sí, solo vi lo de mi hermana —respondí, sin voltear—. Estaba viendo unas cosas.

Silencio.

—¿Todo bien? —dijo él.

Tragué saliva. Sentí la respuesta en la punta de la lengua. Podía girar en ese momento, enseñarle el mensaje, reclamarle, gritarle, aventarle la toalla a la cara.

Pero algo dentro de mí dijo: todavía no.

—Todo bien —mentí—. ¿A qué hora te vas mañana?

Se tensó apenas perceptiblemente. Después de diez años casados, yo ya conocía los microgestos de su cara. La ceja derecha apenas se movió. Su ojo izquierdo pestañeó una vez de más.

—Salimos temprano —dijo—. Como a las siete. El camión a Guadalajara sale a las nueve, pero quedamos de vernos antes para desayunar enfrente de la terminal de autobuses.

Lo dijo tan seguro que, si no hubiera visto el mensaje, quizá le habría creído.

Quizá.

—¿Y Valeria va? —pregunté, lo más casual que pude.

Se rió, como siempre que yo mencionaba su nombre con ese tono.

—Ay, ya vas a empezar —dijo, sonriendo—. Sí, obviamente va Valeria. Es la supervisora del proyecto, ¿te acuerdas?

Me acordaba. Me acordaba de todo. De la primera vez que la mencionó, de las veces que la llamó “mi esposa del trabajo” riéndose, de mis celos disfrazados de chiste. Me acordaba de cuando le dije “un día esa bromita te va a explotar en la cara”.

—¿Te molesta? —añadió él, acercándose a darme un beso en la mejilla, con olor a jabón.

Sí. Sí me molesta. Me molesta tu risa cuando ella te manda memes. Me molesta cómo te arreglas más los lunes, cuando sabes que la vas a ver en juntas.

Pero no lo dije.

—Mientras sea trabajo —respondí, tragándome el enojo—. Nomás no te vayas a perder por allá.

—¿Perder? ¿En Guadalajara? —rió—. Si voy con la “esposa del trabajo”, ¿qué me puede pasar?

La palabra “esposa” me taladró el cerebro.


Esa noche no pude dormir bien.

Leo se durmió rápido, como siempre que tenía viaje. Roncaba suave, boca arriba, uno de sus brazos pesado sobre mi cintura.

Yo me quedé mirando el techo de nuestra recámara en el departamento de la colonia Narvarte, escuchando el ruido lejano de los camiones que pasaban por Xola.

Quince días.

Mi mente no dejaba de repetir el número como si fuera una maldición. ¿Qué clase de visita de obra dura quince días? Ni que fueran a construir la Torre Latino desde cero.

Tomé mi celular, ya cargado, y busqué en el correo compartido que teníamos para pagos de servicios. Leo era malísimo para la tecnología, así que todo lo que reservaba, lo hacía con el mismo correo que usábamos para Netflix y la luz.

Escribí en el buscador: “Aeroméxico”.

Me aparecieron varios correos viejos de viajes cortos que habíamos hecho juntos a Cancún, a Oaxaca, a Monterrey. Y uno nuevo, de hacía cuatro días:

“Confirmación de vuelo – Ciudad de México (MEX) – Bogotá (BOG) – Pasajero: Leonardo Reyes”.

SENTÍ QUE SE ME ROMPÍA ALGO ADENTRO.

Abrí el correo. Vuelo redondo. Salida: 7:55 am, CDMX-Bogotá. Regreso: 15 días después. Clase turista, asiento en ventanilla. Número de reserva para dos pasajeros.

Deslicé hacia abajo. Pasajero 2: Valeria Castañeda.

La razón de la compra decía: “Viaje de negocios – convenio internacional”.

Bogotá.

No Guadalajara.

Cerré los ojos, mareada. No solo me había mentido del tiempo. Me había cambiado el país entero.

Regresé al buscador y escribí “Hotel”. Un correo de una cadena colombiana, con foto de un lobby enorme, pisos brillantes, alberca en la azotea.

“Reserva confirmada – Habitación King Size – 1 cama matrimonial, 15 noches”.

Una cama.

Dos personas.

“Convenio internacional”.

En la esquina, un logo: Hotel Mirador de los Andes – Bogotá.

Me quedé viendo la foto de la alberca como si estuviera viendo mi propia tumba. Pensé en la ropa que yo le había ayudado a doblar para su “viaje a Guadalajara”: camisas bonitas, jeans, ese perfume que casi no usaba porque era “muy caro” y lo estaba guardando “para ocasiones especiales”.

Pues ya veía yo la ocasión especial.


No fui impulsiva. Eso me sorprendió incluso a mí.

Al día siguiente, fingí normalidad. Me levanté a las cinco y media, le hice café de olla, le calenté unas tortas de tamal que habíamos comprado el día anterior. Él estaba de buen humor, como niño de excursión.

—Te marco cuando llegue —dijo, dándome un beso en la frente—. Te amo, gorda.

Me quedé parada en la puerta del departamento, viéndolo bajar las escaleras con su maleta negra, esa que decía “Reyes Construcciones” en un bordado.

Lo vi subir al Uber, despedirse con la mano por la ventana.

En cuanto el carro dio vuelta en la esquina, dejé de respirar.

Prendí mi celular y abrí la app de Google Maps. Él nunca desactivaba la localización; decía que le daba igual, que “no andaba en nada raro”. Lo revisaba a veces solo por curiosidad, para saber si ya venía en camino cuando se tardaba en el tráfico.

Ahí estaba su puntito azul, moviéndose hacia el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.

No a la central de autobuses.

A las 7:10, me mandó mensaje:

“Ya en la terminal de camiones. Te aviso cuando me suba 😘”.

Vi el puntito azul cruzar el Viaducto.

Terminal 2, clarito en el mapa.

Las manos me temblaban tanto que tuve que sentarme en la orilla de la cama. Releí el mensaje varias veces, la palabra “camiones” brillando como una burla.

Estaba viendo en tiempo real cómo mi marido me mentía en la cara, desde la app de su propio celular.

A las 7:40, me llegó otro mensaje:

“Ya voy a guardar el cel, ya casi salimos. Te amo ❤️”.

El puntito azul se quedó quieto en la pista. Cinco minutos después, desapareció. Modo avión.

Ahí supe que ya no había marcha atrás. Que no era solo un coqueteo. No era solo una broma de “esposa del trabajo”.

Era un viaje de quince días con otra mujer a otro país, financiado con el mismo dinero con el que pagábamos la renta, el súper, los recibos.

Y eso, en un matrimonio, es una traición de otro nivel.


Yo no soy santa. Tampoco soy tonta.

Trabajo como contadora en una pequeña empresa de alimentos en la colonia Roma, y sé perfectamente leer estados de cuenta, deducibles y “gastos de representación” que en realidad son botellas de whisky y cenas con “amigas”.

Así que lo primero que hice fue pedir en el banco los últimos tres meses de movimientos de nuestras cuentas. Lo había estado posponiendo porque me daba flojera ir a la sucursal. Ahora tenía todas las ganas del mundo.

La ejecutiva me atendió con sonrisa de manual.

—¿Todo bien, señora Reyes? —preguntó.

Mentí.

—Todo bien —respondí—. Solo quiero tener más control de mis finanzas.

Cuando me entregó los papeles, detrás del escritorio, vi mi reflejo en el vidrio: ojeras marcadas, boca apretada, una rabia fría en los ojos.

En la esquina de una hoja, vi la primera bomba: dos boletos de avión a Bogotá cargados a la tarjeta compartida, quince noches de hotel, cenas en restaurantes con nombres de restaurante fresa: “La Cava de Bacatá”, “El Jardín de los Sueños”.

Pero también vi depósitos que no reconocía. Dos, de Valeria Castañeda, con concepto “devolución”. Uno de 8,000, otro de 12,000.

Y ahí, en un renglón que casi se me pasa, un retiro grande: 50,000 pesos, dos semanas antes del viaje.

Cincuenta mil pesos.

Casi todo lo que teníamos en ahorros para arreglar la cocina, la misma cocina donde yo hervía frijoles cada semana.

Ahí empecé a entender que o era muy ingenua… o Leonardo llevaba tiempo armando su película.


Los primeros días de su “viaje de trabajo” fueron una mezcla de locura y silencio.

Por un lado, yo seguía mi rutina. Iba a trabajar, revisaba facturas, comía tortas de milanesa en el escritorio, regresaba a la Narvarte en un camión atascado, saludaba al señor de los elotes en la esquina.

Por otro, cada noche, cuando llegaba al departamento, prendía la computadora y revisaba todo lo que podía: redes sociales, correos, mensajes viejos.

Valeria no era tonta. Tenía su Instagram privado. Pero una compañera mía del trabajo la seguía porque hicieron un diplomado juntas. Le pedí, con toda la torpeza del mundo, que revisara sus historias “por chisme”.

—Sube muchas fotos de comida —me dijo Majo, mi compañera, riéndose—. Pobres, todo el día están “en juntas” y “probando platillos internacionales”.

Me enseñó el celular. En una de las historias se veían dos copas de vino y, al fondo, la silueta de un hombre con camisa blanca, de espaldas, en un balcón.

No le vi la cara.

No me hizo falta.

A las once de la noche, Leonardo me llamaba por WhatsApp.

—¿Qué tal el “camión”? —le pregunté la primera vez, con la voz controlada.

Se rió.

—Horrible —dijo—. Ya sabes, como siempre. Pero ya llegamos al hotel. Estoy molido.

No le dije que, en ese momento, yo estaba viendo en la pantalla de la laptop la foto del lobby del “Mirador de los Andes” con un letrero de “Bienvenidos, participantes del Congreso de Ingeniería Internacional”.

—¿Y Valeria? —pregunté, bajito.

—En su cuarto, supongo —respondió él, bostezando—. No la he visto desde hace rato. ¿Por qué?

Porque mi corazonada no se quita. Porque hay algo en tu tono cuando la mencionas. Porque la palabra “esposa del trabajo” nunca me pareció graciosa.

Pero dije:

—Por nada. Que descanses.

Colgamos. Me quedé mirando el techo, otra vez.

La rabia empezó a transformarse en otra cosa: en una especie de claridad. Si ya me estaba mintiendo a ese nivel, quedarme callada era complicidad conmigo misma.

La bronca era: ¿cómo lo iba a confrontar… sin que me volteara la tortilla?


El día diez del viaje fue el detonante.

Regresé del trabajo y encontré a mi mamá, Doña Teresa, sentada en el sofá, con las manos cruzadas sobre el bolso.

—Mamá, ¿qué haces aquí? —pregunté, dejando mi mochila en la silla.

Ella vivía en Iztapalapa, no solía llegar sin avisar.

—Te marqué y no contestabas —dijo, con la voz seria—. Fui a la casa de tu tía y me enseñó algo que… necesito que me expliques.

Sentí un frío en la espalda.

—¿Qué cosa?

Sacó su celular, de esos que tienen letras enormes.

—Esto —dijo.

En la pantalla, un video de Facebook. Alguien había subido una transmisión desde algún lugar con música de salsa de fondo. Se veía a un grupo de personas bailando. La cámara se movía entre parejas hasta que se quedaba fija en dos: Leonardo y Valeria.

Él, con una camisa azul que yo le regalé en su cumpleaños. Ella, con un vestido rojo pegado al cuerpo.

Bailaban pegados, riéndose. En un momento, él le besaba la mejilla y ella le agarraba la cara.

El título del video: “Noche colombiana con mis mexicanos favoritos ❤️🇨🇴”.

La persona que lo había subido era una tal “Carolina Event Planner”. El comentario de Toño, el compañero de trabajo, abajo:

“Ya mándale la solicitud de divorcio a la esposa oficialmente, Leo jajajaja”.

El “jajajaja” me quemó.

Mi mamá me miraba, con los ojos llenos de decepción y tristeza.

—¿Desde cuándo pasa esto, Mariana? —preguntó.

Se me quebró algo cuando dijo mi nombre completo con ese tono. Como cuando era niña y rompía algo de la casa.

Me senté a su lado.

—Desde hace tiempo, yo creo —confesé, con un hilo de voz—. Pero apenas lo vi claro.

Le conté todo. El mensaje de los “15 días”, el correo del vuelo, la reserva del hotel, los estados de cuenta.

Ella no lloró. Yo sí.

Cuando terminé, alzó la barbilla.

—Hija —dijo—. Tú no eres tonta. Y no eres una mujer que se quede viendo cómo la hacen menos. Yo no te eduqué así. Tu papá, en paz descanse, tampoco.

—No sé qué hacer —susurré—. No sé si esperar a que regrese, si marcarle, si…

—Vas a hacer lo que te haga dormir tranquila —dijo ella—. Pero una cosa sí te voy a pedir: no te culpes. Nada de “yo debí”, “yo no hice”, “yo dejé de…”. El que se subió al avión con otra es él.

Esa noche, por primera vez, pensé seriamente en divorcio. La palabra me daba miedo. En México, divorciarse sigue siendo, en muchas familias, una etiqueta: “la divorciada”. Pero la idea de seguir con alguien que era capaz de desaparecer quince días con su “esposa del trabajo”… me daba más miedo aún.


El día trece, Leonardo volvió a activar el celular.

El puntito azul en el mapa se movía de Bogotá al Aeropuerto de la Ciudad de México. Me mandó mensaje:

“Ya casi llego, amor. Te llevo un recuerdito de por acá. Te extraño 😘”.

Su cinismo ya era descaro.

Yo ya tenía un plan.

No un plan perfecto, no uno de telenovela, con mariachis y gritos. Un plan sencillo: confrontarlo con pruebas, sin gritos iniciales, sin darle espacio para hacerse la víctima.

Hablé con una amiga abogada, Claudia, que conocí en la universidad. Me dijo:

—Mira, Mari. Legalmente, lo que hizo es una joyita: desvío de recursos, infidelidad comprobable, abandono parcial del hogar. Si tú quieres pelear, hay con qué. Pero primero aclara qué quieres tú. ¿Quieres salvar el matrimonio? ¿Quieres que se vaya? ¿Quieres justicia, venganza, paz?

No supe qué contestar.

—Quiero saber por qué —dije al final—. Quiero que me diga a la cara qué estaba pensando.

Claudia suspiró.

—A veces no hay un “por qué” que te haga sentir mejor —advirtió—. A veces solo hay egoísmo y hormonas. No te enganches con lo que no tiene lógica.

Me ofreció acompañarme el día que él regresara. Le dije que no. Que esa primera escena la necesitaba vivir yo sola.


Leo llegó al departamento un martes por la tarde, con una playera de “Bogotá” y una bolsa de souvenirs en la mano.

—¡Ya llegué, gorda! —gritó desde la entrada—. Se cayó el vuelo de conexión y terminé llegando antes, pero mejor, ¿no?

Yo estaba sentada en la mesa del comedor, con los estados de cuenta, las capturas de pantalla y el video de Facebook abiertos en la laptop.

Cuando entró a la sala y me vio ahí, con los papeles, su sonrisa se desdibujó un poco.

—¿Qué onda? —preguntó—. ¿Hicieron auditoría o qué?

No respondí. Solo giré la laptop hacia él, poniendo en pantalla el video donde bailaba con Valeria.

La sangre se le bajó de la cara.

Se quedó quieto, con la bolsa de souvenirs colgando de la mano.

—¿Qué es esto, Leonardo? —pregunté, sin levantar la voz.

Tardó unos segundos en parpadear.

—No es lo que parece —soltó, el clásico.

Reí, una risa seca, casi sin humor.

—Ah, ¿no? —dije—. Entonces explícame. Porque yo no soy ingeniera, pero sé contar días. Esto no se ve como un viaje de tres días a Guadalajara.

Él dejó la bolsa en el sillón, se acercó un poco.

—Mari, de verdad… iba a contarte. Te lo juro. Todo se acomodó rapidísimo. Lo de Bogotá salió de improviso. La empresa quiso aprovechar el convenio y…

—¿La empresa también te dijo que mintieras sobre el tiempo? —lo interrumpí—. ¿Que me dijeras que eran tres días cuando sabías que eran quince?

Abrió la boca, la cerró.

—No quería preocupar… —empezó.

—¿Preocuparme? —subí un poco el tono—. ¿Te preocupaba decirme que ibas a pasar quince días en otro país con una mujer a la que tú mismo llamas “esposa del trabajo”?

—Es una broma —respondió, automático—. Tú lo sabes. Todos lo dicen.

—¿Una broma que baila contigo pegada, que se besan en la mejilla en un video público? —apunté a la pantalla—. ¿También es broma la cama matrimonial que pagaste con la tarjeta donde depositan mi sueldo?

Sus ojos se oscurecieron.

—No te metas con mi trabajo —dijo—. No entiendes cómo son las cosas en la empresa.

Me dieron ganas de aventarle la laptop a la cabeza.

—No me estoy metiendo con tu trabajo —respondí—. Me estoy metiendo con tu falta de respeto. Y con el dinero que sacaste de los ahorros sin decirme.

Le enseñé el estado de cuenta, el retiro de cincuenta mil pesos, los cargos del hotel.

—¿Esto también es “trabajo”? —pregunté.

Se pasó la mano por el cabello, desesperado.

—Necesitaba impresionar al cliente —dijo—. Ya sabes cómo son esos cabrones. Si los llevas a un hotel feo, se ofenden.

—¿El cliente se llama “Valeria”? —ataqué—. Porque yo no vi ningún otro nombre en la reservación.

Se quedó callado. Se sentó frente a mí, en la otra silla.

Por primera vez en toda la discusión, me sostuvo la mirada.

—Entre Valeria y yo no pasó nada —dijo, despacio.

Silencio.

—¿Esperas que te crea eso? —pregunté, incrédula.

Se encogió de hombros.

—Puedes creer lo que quieras —respondió—. Pero no pasó nada. Coqueteamos, sí. Bailamos, sí. Dormimos en la misma habitación, sí. Pero no pasó nada.

Me reí. Una risa rota, casi histérica.

—¿Quieres una medalla? —dije—. ¿Por decir que no te la cogiste? Perdón si ya no me trago tus definiciones de “nada”.

—No uses esas palabras —se quejó.

—¿Qué palabras quieres que use? —repliqué—. ¿“Trabajo”, “convenio”, “networking”?

Él golpeó la mesa con la palma abierta.

—¡Estoy harto de que siempre pienses lo peor de mí! —gritó—. No puedes ver más allá de tus celos. Te dije que iba a un viaje de chamba, te traje cosas, te marqué diario. ¿Qué más quieres?

El tono, el gesto, la escena: todo era un intento de voltear la tortilla. De convertirme a mí en la loca. En la exagerada.

Esta vez no iba a funcionar.

—Quiero que dejes de verme la cara —dije, firme—. Quiero que seas capaz de decir la verdad, aunque sea una verdad culera. Quiero que, si decidiste tomarte quince días de luna de miel en Bogotá con tu “esposa del trabajo”, al menos tengas los huevos de admitirlo.

Él se puso de pie de golpe.

—Ya, estás dramatizando —dijo—. Mira, si tanto problema tienes, doy de baja la tarjeta esa y listo. ¿Sí? No vuelvo a usarla. Ya.

—No es la tarjeta —respondí, también levantándome—. Eres tú.

Nos quedamos frente a frente, a un metro de distancia. Lo vi bien. Tenía ojeras, la barba crecida, la piel más morena por el sol. Hacía apenas dos semanas dormía a mi lado, me hacía cosquillas en la espalda, me preguntaba qué quería cenar.

Ahora era un desconocido defendiendo un viaje con otra mujer.

—¿La amas? —pregunté, de pronto.

No lo había planeado. La pregunta salió sola, como un reflejo.

Él parpadeó, sorprendido.

—¿Qué?
—A Valeria —insistí—. ¿La amas?

Se rió, nervioso.

—Ay, no mames, Mariana —dijo—. ¿Cómo crees? Es una compañera de trabajo. Me cae bien. Me entiende en algunas cosas que tú a veces… no.

Ahí estaba. La puñalada envenenada.

—¿En qué cosas “no te entiendo”? —pregunté, cruzándome de brazos.

Se sobó la nuca.

—En el estrés del trabajo, en lo que implica ser jefe de obra, en las presiones de los clientes… —empezó—. Ella está ahí. Puede ver todo eso. Tú… tú nomás ves que llego cansado y te enojas porque no quiero salir los fines de semana.

Quise gritarle que yo también llegaba cansada. Que yo también trabajaba. Que también tenía clientes, jefes, estrés. Pero me detuve.

—Entonces —resumí—, ¿ella te entiende y yo no? ¿Por eso decidiste irte a otro país con ella sin decirme la verdad?

—No es tan simple —respondió—. No lo plané así. Las cosas se fueron dando. Ella estaba organizando parte del convenio, salió lo del viaje, el jefe dijo que solo podía pagar dos boletos, y…

—¿Y elegiste a tu “esposa del trabajo” sobre tu esposa de verdad? —completé.

Silencio.

Le tembló la mandíbula.

—No quiero pelear —dijo, bajando el tono—. Vengo cansado. Podemos hablar esto después.

—No —respondí, con la garganta cerrada—. Lo vamos a hablar ahora. Porque tú llevas quince días haciendo tu vida allá como si no pasara nada. Yo llevo quince días comiéndome esta rabia sola.

Él suspiró.

—¿Qué quieres que te diga, Mariana? —preguntó—. ¿Que sí, que la pasé bien? Sí. La pasé bien. Tomé, bailé, conocí gente. Me sentí… libre.

La palabra se me clavó como aguja.

—¿Libre de qué? —susurré—. ¿De mí?

No contestó.

Lo hizo con su silencio.


La discusión subió de tono. Y cuando digo “subió”, es que se volvió gritos, reproches, cosas que llevábamos años callando.

—Tú también has cambiado —me reclamó él en un punto—. Ya no eres la chava relajada de antes. Siempre estás enojada, cansada, regañándome por todo. Que si no saco la basura, que si gasto mucho en chelas, que si no barro bien.

—No me enojo porque no barras —respondí, casi a carcajadas—. Me enojo porque sentía que cargaba sola con todo mientras tú vivías en modo “soltero con sueldo”.

—¿Y eso te da derecho a revisar mi celular? —reviró—. A stalkear mis redes, a revisar mis estados de cuenta. ¡Eso es tóxico!

—¿Tóxico es descubrir un viaje de quince días a escondidas? —pregunté—. ¿O que te diga que me siento sola en un matrimonio donde tú tienes “esposa del trabajo”?

Se pasó la mano por la cara.

—Siempre te dio celo Valeria —dijo—. Desde el primer día.

—Porque desde el primer día noté cómo la veías —respondí—. Como no me veías a mí desde hace años.

Ahí se calló.

El silencio se hizo más denso.

Decidí que era momento de poner sobre la mesa lo que había hablado con mi amiga abogada.

—Leonardo —dije, bajando un poco la voz—. Te voy a hacer una pregunta muy seria. Y quiero que me respondas sin rodeos.

—Dale —murmuró, agotado.

—¿Estás dispuesto a dejar de verla? —pregunté—. ¿A cambiar de área, de proyecto, de lo que sea, si quieres que esto… —señalé entre los dos— tenga una mínima oportunidad de arreglarse?

Se quedó quieto.

En sus ojos vi la pelea interna. Lo que fuera que hubiera pasado con Valeria —fuera “nada” o fuera todo— no era solo un coqueteo. Era apego, complicidad, costumbre.

—No puedo dejar el proyecto —dijo al fin—. Es mi chamba. Es un contrato grande. Si yo me salgo ahorita, quedo como irresponsable.

—No te pregunté por el proyecto —respondí—. Te pregunté por ella.

Respiró hondo.

—No quiero tomar decisiones impulsivas —dijo—. No puedo prometerte que no la voy a volver a ver. Trabajo con ella. No es tan fácil como “la borro y ya”.

Ahí estuvo mi respuesta.


Esa noche, Leonardo durmió en el sofá. No porque yo lo corriera —aunque ganas no me faltaban—, sino porque ninguno de los dos quería seguir compartiendo cama.

Yo me acosté en la recámara, sola, con el lado de él intacto, frío.

Miré el techo y pensé en mi mamá, en mi papá, en las veces que escuché a mis tías decir “más vale aguantar un rato que quedarse sola”. Pensé en las mujeres que conocía que habían perdonado cosas peores: hijos fuera del matrimonio, golpes, humillaciones.

Pensé en mí.

En la niña que fui, corriendo en las calles de Iztapalapa, prometiéndose que no iba a repetir las historias de las vecinas que lloraban en el patio.

Lloré. Mucho. Como no lloraba desde que murió mi papá.

Pero en medio de ese llanto, una idea se fue haciendo espacio:

No quiero vivir así.

Ni con un hombre que se siente “libre” lejos de mí, ni con la duda constante de qué hará en el próximo viaje, ni con el miedo de que la próxima vez ya ni siquiera me avise.

Al día siguiente, hablé con Claudia.

—Quiero separarme —le dije, con la voz firme, aunque por dentro me temblaba todo.

—¿Segura? —preguntó ella, sin juicio.

Sí. No. No sé. Pero era lo más parecido a claridad que había tenido desde que vi el mensaje del “Team Obras”.

—Sí —respondí—. No puedo seguir con alguien que no es capaz de elegirnos. A mí. A esto.


El proceso no fue fácil. Ni rápido.

México no es amable con las mujeres que deciden no aguantar. Mi suegra me dijo que era una exagerada. Mi cuñada puso cara de “ya sabía, eres muy orgullosa”. Una amiga de Leo me mandó un mensaje diciendo que “todas las parejas pasan por crisis” y que “no tiremos diez años a la basura”.

Pero también hubo quien estuvo de mi lado: mi mamá, mi hermana, Majo, la de la oficina, que me trajo pan dulce y café cada vez que me veía con ojos hinchados. Claudia, que me acompañó a la primera cita con el abogado de familia.

Leonardo, por su parte, vivió su propio drama. Primero me rogó.

—Podemos ir a terapia —dijo, con ojeras y olor a cigarro—. Te prometo que fue la primera y la última vez. Borré a Valeria de todos lados. Mira.

Me enseñó su celular. Efectivamente, ya no estaba su contacto en WhatsApp. Ni su Instagram. Ni sus fotos. Un borrado quirúrgico.

Era demasiado tarde.

—No puedo confiar en ti —le dije—. Y sin confianza, lo demás es decoración.

Luego se enojó.

—Te encanta hacerte la víctima —escupió—. No eres perfecta, Mariana. Tú también tienes tus cosas. Tú también me has fallado.

—Te he gritado —admití—. Te he reclamado. Me he callado cosas que debí decir. Pero nunca me he ido quince días a otro país con alguien más y te he mentido en la cara al respecto.

Se calló.

Más tarde intentó la culpa.

—¿De verdad vas a ser de esas que se divorcian por un viaje? —dijo—. ¿Qué va a pensar la gente?

—Que no soy de esas que aguantan todo con tal de no estar sola —respondí.

La palabra “divorcio” empezó a hacerse real. Se habló de bienes, de deudas, de quién se quedaría con qué.

El departamento estaba a nombre de los dos. El coche, de él. Los muebles, mitad y mitad. No teníamos hijos; ese era el único alivio en medio de todo el caos.

Mi mamá me ofreció irme con ella a Iztapalapa mientras se resolvía lo del departamento.

—No voy a dejarte en la calle —dijo.

Le agradecí. Al final, decidí quedarme en el departamento mientras el proceso avanzaba y Leo se iba a rentar un cuarto con un amigo.

El día que se llevó sus cosas fue raro. Lo vi meter su ropa en maletas, agarrar su colección de playeras de fútbol, su Xbox, sus herramientas. Cada objeto era un recuerdo. Un mundo que ya no iba a existir.

Se detuvo en la puerta.

—¿De verdad no quieres que intentemos más? —preguntó.

Lo miré. Lo vi como si fuera un personaje de una historia que me contaron alguna vez. Ya no como el hombre que había amado.

—No quiero vivir esperando tu siguiente “viaje de trabajo” —respondí—. No quiero convertirme en policía de tus pasos. No quiero odiarte más de lo que ya me duele.

Asintió, derrotado.

—Te amé —dijo, en pasado.

—Yo también —respondí, sin corregirle el tiempo verbal.

Cerró la puerta.

El silencio que quedó fue atronador.


Los meses siguientes fueron una mezcla extraña de libertad y duelo.

Había días en los que me despertaba, veía solo una almohada en la cama y sonreía. Podía dormir en diagonal, dejar mi ropa tirada, no tener que preguntarle a nadie si quería cenar.

Había noches en las que el eco del departamento se sentía enorme y yo me abrazaba las rodillas en el sofá, sintiéndome más sola que nunca.

En el trabajo, traté de seguir como si nada. Alguna vez, en la hora de la comida, una compañera dijo:

—Vi unas fotos en Insta de un tal Leo con una chava etiquetada… creo que ya las quitó. ¿No es tu ex?

Mi estómago se apretó.

—Sí —dije, comiendo un pedazo de quesadilla—. Es él.

—Pues ya la vida dirá, amiga —comentó ella—. Los hombres se creen muy vivos, pero todo se les regresa.

No quería basar mi paz en la idea de que “se le iba a regresar”. Quería basarla en algo más sólido: en mí.

Volví a terapia. Había ido de joven, cuando murió mi papá, y me había servido. Regresé con la misma psicóloga de la colonia Roma, la doctora Arlette, una señora de voz suave y ojos filosos.

—Lo que viviste es una traición doble —me dijo en una sesión—. No solo afectiva, también económica. No estás exagerando al sentir que te movieron el piso completo.

—Siento que fui muy ingenua —confesé—. Que debí haber sospechado antes. Que yo misma me reí cuando él decía “mi esposa del trabajo”. Que lo dejé crecer.

—Te reíste porque confiabas —respondió ella—. Porque la cultura nos ha vendido esa idea del “casi amor” en la oficina como algo gracioso. Y porque nunca pensaste que iba a cruzar la línea así.

Asentí, secándome las lágrimas.

—Lo que más me duele —dije— es que cuando le pregunté si estaba dispuesto a dejar de verla… dudó. No lo pensó ni un segundo.

—Ahí estaba la respuesta que necesitabas —concluyó Arlette—. No porque ella valga más que tú, sino porque él no estaba dispuesto a hacer el esfuerzo que se requiere para reparar algo que rompió.

Salí de la consulta con el corazón pesado, pero la mente un poco más clara.


Un año después del viaje a Bogotá, mi vida era otra.

El divorcio se había concluido. Me quedé con el departamento, pagando yo sola la parte que faltaba del crédito, a cambio de que Leonardo se quedara con el coche y algunos ahorros que aún quedaban.

No volví a verlo en persona. Solo supe de él por chismes: que se cambió de empresa, que ahora trabajaba en Querétaro, que… sorpresa… Valeria se fue con él.

Que allá iban a “empezar desde cero”.

La noticia me llegó un domingo, en casa de mi mamá, mientras preparábamos enchiladas verdes.

—¿Ya supiste? —me dijo mi hermana, con el celular en la mano.

—No quiero saber —respondí, pero ya era muy tarde.

Me enseñó una foto: Leonardo y Valeria, en un restaurante de Querétaro, con un globo de “Felicidades, nuevo proyecto”. Ella sonreía, él también.

No sentí el golpe en el pecho que esperaba.

Sentí algo más parecido a… lástima.

Por mí, por lo que había pasado, sí. Pero también por él, por la ilusión fácil de creer que cambiando de ciudad, de empresa y de esposa del trabajo todo iba a ser diferente.

Apagué la pantalla con cuidado.

—Que les vaya bien —dije—. O que les vaya como les tenga que ir. Ya no es mi historia.

Mi mamá me miró con una mezcla de orgullo y tristeza.

—Mira nada más a mi niña —dijo—. Al final sí aprendió a ponerse primero.

Le sonreí.

No siempre me sentía tan fuerte como sonaba. Había días en los que aún dolía recordar cosas simples: una canción, una película, un lugar donde habíamos comido juntos.

Pero ya no dolían como antes. Ya no dolía con la mezcla de rabia y humillación del principio. Dolía como doler una cicatriz cuando cambia el clima: una molestia que te recuerda lo que viviste, pero que también te recuerda que sanaste.


Una tarde, de regreso del trabajo, pasé por el parque de la colonia. Me senté en una banca con un vaso de esquites, viendo cómo unos niños jugaban fútbol, cómo una pareja joven paseaba a su perro, cómo una señora mayor hacía ejercicio ligero.

Saqué el celular, abrí mis notas y escribí una frase:

“Nunca vuelvas a reírte cuando alguien llame ‘esposa del trabajo’ a otra frente a ti. Escucha el aviso”.

La guardé.

No como recordatorio de desconfianza absoluta, sino como lección personal. No iba a vivir desconfiando de todo hombre que tuviera una compañera cercana. Pero tampoco iba a minimizar mis intuiciones, ni a dejar que nadie hiciera chistes a mi costa.

Me puse los audífonos. Empezó a sonar una canción de Natalia Lafourcade. Sentí un nudo en la garganta, pero esta vez no de tristeza, sino de algo parecido a esperanza.

El mundo seguía: los camiones, la gente, los puestos de tacos. La Ciudad de México no se había detenido porque a mí me rompieran el corazón en Bogotá.

Y yo… yo tampoco me iba a detener por eso.

No sé qué venga después. No sé si volveré a casarme, si tendré hijos, si me iré a otra ciudad, si me enamoraré de alguien que no tenga “esposa del trabajo” ni “mejores amigas” sospechosas. No sé si a los cuarenta estaré sola en un departamento lleno de plantas, o acompañada en una casa con patio.

Lo que sí sé es esto:

El día que descubrí el viaje de quince días, pensé que mi vida se había acabado. Que nunca iba a poder mirar a nadie a los ojos sin sentir vergüenza. Que todo el mundo se iba a enterar de que “me pusieron el cuerno”.

Hoy, si alguien me pregunta por qué me divorcié, no abajo la mirada.

Digo, tranquila:

—Porque descubrí que mi esposo se fue quince días de viaje con su “esposa del trabajo”… y decidí que mi dignidad valía más que sus millas de viajero frecuente.

Y sí. La discusión se volvió muy seria. Hubo gritos, lágrimas, abogados, chismes de vecinos.

Pero al final, cuando apagas todo el ruido, lo único que importa es esto:

En un mundo donde a las mujeres nos enseñan a aguantar, yo elegí irme.

Y esa, para mí, fue la forma más grande de amor propio que he conocido.

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