“El campesino que llamó amigo a su burro y descubrió, entre polvo, traiciones y milagros, que la lealtad también sangra”

CAPÍTULO 1: TIERRA SECA, CORAZÓN TERCO

En las afueras de un pueblito llamado San Miguel de las Lomas, allá por las tierras altas de Guerrero, vivía un campesino al que todos conocían como Don Evaristo. No era viejo del todo, pero el sol le había ido marcando surcos en la piel antes de tiempo. Tenía manos de corteza y mirada de agua tranquila, de esas que ya han visto demasiadas lluvias que nunca llegan.

Su casa era una construcción humilde de adobe, techo de lámina y unos cuantos árboles que daban sombra más por terquedad que por abundancia de agua. La milpa quedaba detrás, extendiéndose como un pedazo de esperanza reseca.

Pero lo que hacía diferente a Don Evaristo no era solo su paciencia con la tierra.

Era su burro.

El burro se llamaba “Bravío”.

La gente se reía del nombre.

—¿Bravío? —decían—. Si ese animalito es más manso que una hamaca.

Y era verdad: Bravío tenía ojos grandes, dulces, y una calma que contrastaba con el nombre. Pero el campesino lo llamaba así porque, según él, el burro tenía más valentía que muchos hombres del pueblo. Y también más aguante.

Una mañana, cuando el sol todavía era una promesa enrojecida detrás de los cerros, Don Evaristo colocó un arado sobre el lomo de Bravío. El animal, obediente y fuerte, se dejó cargar con el peso sin quejarse.
Los dos caminaban juntos, surco tras surco, rompiendo la tierra dura que parecía insistir en no dejarse sembrar.

El campesino apretó la mandíbula, tiró de las riendas, y el burro respondió, jalando el arado con paso firme.

En poco tiempo, la milpa comenzó a tomar forma. Los surcos se multiplicaron como líneas escritas en un cuaderno viejo.

Evaristo se detuvo un momento, limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y miró a Bravío.

—Eres mi mayor ayuda, sin ti no podría lograr nada —dijo, acariciando la cabeza del animal con una ternura que casi nadie le había visto dedicar ni a otro ser humano.

El burro movió las orejas y dejó escapar un rebuzno corto, como si respondiera.

Al caer la tarde, el campesino montó en su burro y juntos regresaron a casa.
El cielo se pintaba de naranja y morado, y el aire olía a tierra removida.

Evaristo abrazó el cuello de Bravío y murmuró:

—Admiro tu fuerza, amigo.

Si alguien los hubiera visto desde lejos, habría jurado que no era un hombre montando un burro, sino dos compañeros regresando juntos de la guerra.


CAPÍTULO 2: EL PUEBLO Y SUS LENGUAS

San Miguel de las Lomas era un pueblo pequeño, pero grande en chisme.
La tiendita de Don Chuy, la cantina de Doña Morayma, la plaza donde los viejos jugaban dominó y los niños correteaban, todo funcionaba como una especie de radio comunitaria sin antenas.

—Dicen que Evaristo está loco —comentaba Doña Morayma mientras servía una cerveza caliente en vaso de plástico—. Le habla a su burro como si fuera gente.

—Hay gente en este pueblo que no merece ni una palabra, y el burro ese seguro entiende más —respondía Don Chuy, acomodando los refrescos Tibet recién llegados.

No es que Evaristo fuera mala persona; al contrario, muchos sabían que, en silencio, ayudaba cuando podía. Pero no era de hablar mucho con otros. Con ustedes, humanos, casi nada.
Con Bravío, en cambio, se desahogaba.

—¿Sabes, amigo? —le decía mientras caminaban hacia el campo—. A veces me pregunto si vale la pena seguir sembrando. El maíz sube, el precio baja… y uno aquí, igual de pobre.

Bravío lo escuchaba, moviendo la cola para espantar a las moscas.

—Pero luego te veo a ti… —continuaba Evaristo—. Siempre jalando, siempre firme. Y me da vergüenza rendirme.

En el pueblo, sin embargo, no todos veían con buenos ojos a un campesino tan terco y tan independiente.

Especialmente uno: Don Ramiro Gallegos, el cacique no oficial del pueblo.


CAPÍTULO 3: EL CACIQUE DE LAS LOMAS

Don Ramiro era dueño de la tienda más grande, de dos camiones de carga, de un pedazo considerable de tierras y de varias conciencias. Tenía bigote recortado, camisa siempre fajada y botas de piel fina que nunca pisaban lodo si podía evitarlo.

No era político, pero mandaba más que el presidente municipal.

—Ese Evaristo es un desperdicio —decía, fumando un cigarro caro—. Con esa tierra que tiene, si trabajara conmigo ya sería alguien.

“Trabajar conmigo” significaba, en su idioma, “trabajar para mí”.

Evaristo ya había rechazado varias propuestas.

—No, Don Ramiro —le había dicho una vez—. Yo la tierra la trabajo por mi cuenta. Poco, pero mío.

Ramiro no estaba acostumbrado al “no”.

Menos de alguien que, según él, ni siquiera sabía vestirse sin parecer espantapájaros.

En el fondo, lo que más le molestaba era que Evaristo no le debía favores. Y en un pueblo donde todos le debían algo, ese pequeño foco de independencia le ardía como espina.


CAPÍTULO 4: LA SEQUÍA Y LA TENTACIÓN

Ese año, la lluvia se hizo la difícil.
Las nubes pasaban como turistas, sin dejar ni una gota.

La milpa de Evaristo empezó a sufrir.

Las hojas del maíz se enroscaban, pidiendo agua.
La tierra se cuarteaba, abriendo grietas como bocas sedientas.

—Si no llueve en una semana, se nos viene la desgracia, Bravío —murmuró el campesino, mirando el cielo.

El burro, como siempre, tiraba del arado con paciencia cuando era necesario, llevaba costales de semillas, cargaba cubetas de agua desde el pozo, hacía de todo. Pero ni toda la fuerza del animal podía traer la lluvia.

Una tarde, cuando el sol quemaba sin misericordia, llegó Ramiro a la milpa en su camioneta.

—Evaristo —dijo, bajando con sus botas limpias—. Vas a perder todo, hombre. Esa tierra ya está pidiendo auxilio.

El campesino se quitó el sombrero y se secó el sudor.

—Estoy haciendo lo que puedo, Don Ramiro.

—Lo que puedes no alcanza —respondió el otro—. Mira, yo tengo contactos, tengo acceso a créditos, a apoyos… Si trabajas conmigo, te aseguro que no vuelves a preocuparte por sequías. Yo te consigo riego, semillas mejoradas… hasta tractor si quieres.

Evaristo miró a Bravío.

El burro lo miró de vuelta.

Ramiro siguió hablando:

—Claro, habría que poner tus tierras a mi nombre… ya sabes, por los papeles, por los trámites. Pero tú seguirías ahí, trabajando. Solo que ya no serías un campesino jodido, sino un socio mío.

La palabra “socio” le sonó rara.

—No puedo decidir eso así nada más —dijo Evaristo.

—No te tardes mucho —respondió Ramiro, subiendo a la camioneta—. La lluvia no va a esperar a que tu burro se vuelva ingeniero.

La carcajada le quedó flotando en el aire mientras se alejaba.

Evaristo apretó los puños.

—¿Qué dices, Bravío? —preguntó en voz baja—. ¿Vendemos el alma o seguimos tercos?

El burro movió las orejas.
No había palabras, pero en esa mirada había algo parecido a un “no me vendas”.


CAPÍTULO 5: LA NOCHE DEL REZADO

En el pueblo, ante la sequía, se organizó un rezo.
El cura, don Hilario, propuso sacar al santo patrono, San Miguel, en procesión por las calles.

—Dios nos mandará lluvia —aseguró.

Evaristo, hombre de fe sencilla, fue a la iglesia. No por miedo al infierno, sino porque siempre había creído que, de alguna forma, allá arriba alguien veía el esfuerzo de los de abajo.

La procesión salió con velas, rezos y cantos.
Bravío se quedó amarrado afuera de la casa, masticando pacientemente unos manojos de pasto seco.

Entre los murmullos, Evaristo alcanzó a escuchar:

—Dicen que el gobierno va a dar apoyo, pero solo a los que estén en la lista de Ramiro.

—Pues ya nos ching… —dijo otro—. Si no estamos en su gracia, que Dios nos agarre confesados.

Evaristo apretó los labios.

Al terminar el rezo, se acercó a la imagen del santo.

—San Miguel —susurró—, tú que sabes de peleas… dame una señal. ¿Me vendo o sigo solo con mi burro?

El santo, como siempre, se quedó callado.

Pero esa misma noche, algo pasó.


CAPÍTULO 6: LA TORMENTA QUE NO TRAJO LLUVIA

Casi a medianoche, el cielo se iluminó con relámpagos.
El viento comenzó a soplar con fuerza, levantando polvo y hojas.

Evaristo se despertó de golpe.

—¡La lluvia, Bravío! —dijo, corriendo a la puerta.

El burro rebuznaba inquieto, tirando de la cuerda.

El campesino salió al patio, levantó la cara y…
Nada.

Ni una gota.

Solo relámpagos secos, trueno sin agua.

Y, a lo lejos, un resplandor naranja.

No venía del cielo.
Venía de la milpa.

—¡La milpa! —gritó Evaristo.

Sin pensarlo, desamarró a Bravío, brincó sobre su lomo y se lanzaron hacia el campo a toda prisa, guiados por el brillo anaranjado que crecía en el horizonte.

Cuando llegaron, el corazón se le hizo pedazos.

Una parte del sembradío ardía.

El fuego se extendía rápido por el pasto seco de los bordes.

—¡No, no, no! —Evaristo se lanzó con una rama, intentando golpear las llamas, sofocarlas.

Bravío se acercó, nervioso, pero obediente, sin huir.
Entre los dos, con ayuda de unos vecinos que fueron llegando, lograron impedir que el fuego consumiera toda la milpa.

Cuando por fin las llamas murieron, Evaristo estaba cubierto de hollín, con los ojos irritados y las manos llenas de ampollas.

Alguien dijo:

—Huele a gasolina.

Otro agregó:

—Eso no fue accidente. Alguien lo prendió.

Evaristo levantó la vista, con los ojos llenos de rabia y miedo.

Sabía quién podía querer verlo rendido.

Al día siguiente, llegó Ramiro.

—Qué desgracia, Evaristo —dijo, con voz hipócritamente compasiva—. ¿Ves? Te lo dije. La tierra sin protección es puro riesgo.

Evaristo lo miró con rencor contenido.

—No necesito la protección de quien me quema la milpa —respondió.

Los presentes se voltearon a ver.

Ramiro se ofendió, pero sonrió.

—Ten cuidado con lo que dices —susurró—. No vaya a ser que un día hasta el burro se te pierda.

Ese día, por primera vez, Evaristo sintió miedo real.
No por él. Por Bravío.


CAPÍTULO 7: EL ROBO

Pasaron unos días más.

La milpa, aunque herida, seguía viva.
La parte quemada se veía triste, negra, pero había surcos que el fuego no alcanzó.

—Mientras haya una planta en pie, no me rindo —decía Evaristo.

Una noche, agotado, se quedó dormido sin amarrar bien la puerta del corral donde solía dejar a Bravío.

Cuando despertó, al amanecer, algo estaba mal.

Demasiado silencio.

—¿Bravío? —llamó, saliendo al patio.

No hubo rebuzno de respuesta.

Su corazón dio un brinco.

Corrió al corral.

La cuerda estaba tirada en el suelo.

La puerta, abierta.

No había huellas claras por la tierra tan pisada. Pero Evaristo sabía algo: su burro no se iba así nomás. Nunca.

—Se lo llevaron —murmuró, sintiendo que el mundo se le encogía—. Hijos de…

Se le quebró la voz.

Salió corriendo al pueblo, preguntando por todos lados.

—¿No han visto a mi burro?
—¿No vieron anoche alguna camioneta, algún ruido raro?

Nadie sabía nada.

O nadie quería decir.

En la cantina, Doña Morayma lo vio llegar pálido.

—¿Qué pasó, Evaristo?

—Se llevaron a Bravío.

La mujer dejó de limpiar vasos.

—Eso ya es demasiado —dijo—. Una cosa es la milpa, pero el animal… es como quitarle un brazo.

Ese mismo día, Evaristo se plantó frente a la casa de Ramiro.

Tocó la puerta con fuerza.

El cacique salió, acomodándose el cinturón.

—¿Qué traes, hombre? —preguntó.

—Mi burro —dijo Evaristo, con la voz temblando de coraje—. ¿Dónde está?

Ramiro soltó una carcajada.

—¿Crees que yo quiero tu burro pulgoso? Tengo camionetas, Evaristo, no necesito bestias.

—Tú fuiste —insistió el campesino—. Nadie más se atrevería a tocarlo.

Ramiro dio un paso hacia él.

—Cuidado —dijo en voz baja—. Estás acusando sin pruebas. Y en este pueblo, el que habla de más, a veces amanece callado.

Evaristo lo miró, con el puño cerrado.

—Si le pasa algo a Bravío… —dijo—. Juro que…

No pudo terminar.

Ramiro sonrió.

—No jures cosas que no puedes cumplir —respondió—. Ahora vete antes de que me canses.

Evaristo se fue, pero con algo diferente en la mirada.

El miedo se estaba convirtiendo en algo más oscuro.


CAPÍTULO 8: RASTROS EN EL MONTE

Durante días, Evaristo buscó a Bravío por los alrededores.

Subió al monte, caminó por barrancos, cruzó arroyos secos.

Cada vez que encontraba una huella en la tierra, se agachaba a verla.

Pero no hallaba nada claro.

Hasta que una tarde, en lo alto de un cerro cercano, encontró algo.

Un pedazo de cuerda que se parecía mucho a la que él usaba.
Y unas marcas de cascos que parecían ser de burro, mezcladas con huellas de botas.

Más adelante, restos de comida, ceniza de fogata.

Y en un árbol cercano… una marca de cuchillo con iniciales: R.G.

Ramiro Gallegos.

No era prueba legal, pero para Evaristo era suficiente.

Algo se rompió definitivamente dentro de él.

—Te lo llevaste al monte —susurró—. ¿Para qué? ¿Para matarlo? ¿Para venderlo como si fuera cualquier cosa?

El campesino apretó los dientes hasta que le dolió la mandíbula.

Miró al cielo, que seguía sin lluvia, y sintió que algo de su fe se iba cayendo como hoja seca.


CAPÍTULO 9: LA DECISIÓN

Esa noche, por primera vez en su vida, Evaristo entró a la cantina no a tomar una cerveza, sino a buscar algo más fuerte: valor prestado.

Se sentó en la barra.

—Tequila —le dijo a Doña Morayma.

Ella se sorprendió.

—Tú casi no tomas, hombre.

—Hoy sí.

Le sirvió.

Evaristo bebió de un trago. Tosió un poco, pero no parpadeó.

Al rato, se acercó Lalo, un joven del pueblo que de vez en cuando había trabajado con Ramiro.

—Supe lo de tu burro —dijo—. Está cabrón.

—¿Sabes algo? —preguntó Evaristo.

Lalo dudó.

Miró alrededor.

—Se dice… —bajó la voz— que Ramiro necesitaba bestias pa’ cargar cosas allá arriba, donde no entran las camionetas. “Pa’ mover mercancía”, ya tú me entiendes. Y que se llevó tres burros y un caballo de distintos lados. Entre ellos… dicen que el tuyo.

El corazón de Evaristo se apretó.

—¿Y dónde? —preguntó.

—En una vereda que lleva a una cueva, del otro lado del cerro de Las Cruces —respondió Lalo—. Yo fui una vez. Hay hombres armados. No es lugar para cualquiera.

Evaristo se quedó callado.

Lalo lo miró con compasión.

—No vayas, Don —le dijo—. No vale la pena morir por un burro.

El campesino bajó la vista.

—Para ti es un burro —respondió—. Para mí es mi amigo. Mi compañero de vida. Lo único que nunca me ha fallado.

Lalo suspiró.

—Entonces, si vas, no vayas solo —dijo—. Habla con Don Hilario, con Doña Morayma, con alguien. Ramiro no es cualquier hijo de…

—Ya me fallaron los hombres —interrumpió Evaristo—. Solo me queda confiar en mí… y en lo que siento.

Esa noche, bajo un cielo sin estrellas, Evaristo tomó una decisión que cambiaría todo.


CAPÍTULO 10: LA VEREDA PROHIBIDA

Con la madrugada apenas pintando el horizonte, Evaristo se lanzó hacia el cerro de Las Cruces.

Iba armado solo con un machete viejo, un lazo, y una terquedad que rayaba en locura.

La vereda era angosta, de piedra suelta.

El viento soplaba entre los matorrales, haciendo sonidos que parecían susurros.

Tras una hora de caminar, empezó a ver señales: colillas de cigarros frescas, huellas de botas, latas tiradas.

Se agachó, tocó la tierra.

—Por aquí —murmuró.

Más adelante, escuchó algo.

Un rebuzno.

Lejano, apagado… pero inconfundible.

El corazón se le aceleró.

Reconocería la voz de Bravío entre mil.

Se acercó sigilosamente, agachado entre los arbustos.

Y entonces los vio.

Tres hombres armados, dos burros y un caballo amarrados a un tronco.
En los lomos de los animales, costales cubiertos con lonas.

Y, entre ellos, con la cabeza gacha, estaba Bravío.

Tenía un costal vacío sobre el lomo, como si lo hubieran usado ya para llevar algo.

El burro levantó la mirada.

Lo vio.

Sus ojos se encontraron.

Evaristo sintió que el mundo se detenía un segundo.

Bravío rebuznó, suave, como llamándolo.

Uno de los hombres miró en esa dirección.

—¿Qué fue eso? —preguntó.

—Ha de ser un zorro —dijo otro—. O el viento.

Evaristo se pegó al suelo.

No sabía qué hacer.

No podía contra tres hombres armados.

Pero tampoco iba a irse sin intentar algo.


CAPÍTULO 11: EL GRITO QUE LO CAMBIÓ TODO

Mientras pensaba en cómo acercarse, escuchó otro ruido.

Pasos sobre la vereda, provenientes del otro lado.

Se pegó a una roca y observó.

Apareció Ramiro, con una chamarra cara y una pistola al cinto.

—¿Ya están listos los paquetes? —preguntó.

—Sí, patrón —respondió uno de los hombres—. Nomás falta revisar que no venga nadie.

—Nadie se atreve a subir aquí —dijo Ramiro, confiado—. Y si lo hacen, ya saben qué toca.

Evaristo sintió un odio como nunca.

Pero también vio una oportunidad.

Si armaba un escándalo, podían matarlo.
Si se quedaba callado, se llevarían a Bravío quién sabe adónde.

El burro lo miraba, esperando.

En ese momento, el campesino entendió algo: la vida que había llevado siempre, de aguantar, de agachar la cabeza, de dejar que otros decidieran… lo había traído hasta ahí. A perder lo único que de verdad amaba.

Y algo dentro de él se rompió.

Ya no quería ser el que solo decía “sí, patrón” o “ni modo”.

Tomó aire.

Se levantó, machete en mano, y gritó:

—¡Ramiro!

Los hombres se voltearon, sorprendidos.

Ramiro lo vio, y su rostro se transformó en una mezcla de enojo e incredulidad.

—¿Qué haces aquí, Evaristo? —preguntó—. ¿Te volviste loco?

Evaristo caminó hacia ellos, sin bajar el machete.

Tenía miedo, sí.
Pero lo escondió detrás de una determinación feroz.

—Vine por mi burro —dijo.

Los sicarios apuntaron sus armas.

Ramiro levantó la mano.

—Bajen eso —ordenó—. Quiero oír al valiente.

Los hombres obedecieron, aunque seguían listos.

—Te lo dije —continuó Ramiro—. Es solo un animal. Te consigo otro más joven, más fuerte… y se acaba el problema.

—No es “solo un animal” —respondió Evaristo—. Es mi amigo. Mi ayuda. El que ha trabajado la tierra conmigo cuando nadie más lo hizo. Devuélvemelo.

Ramiro sonrió, sin humor.

—No estás en posición de exigir nada —dijo—. Estás en medio de algo que no entiendes. Si te vas ahorita, me olvido que te vi. Si no…

Hizo una pausa.

—Si no, te quedas aquí pa’ siempre.

Evaristo apretó el machete.

—Si me voy sin él, ya estoy muerto —respondió.

El silencio cayó como piedra.

Bravío rebuznó, nervioso.

Ramiro suspiró, molesto.

—Eres más terco que una mula —dijo—. Y eso me cae gordo. Me sirves más de ejemplo que de problema.

Se giró hacia sus hombres.

—Enséñenle qué pasa con los que se meten donde no deben —ordenó.

Los hombres alzaron las armas.

Todo pasó en segundos.


CAPÍTULO 12: SANGRE Y POLVO

El primer disparo sonó como un trueno cerrado.

Evaristo sintió cómo la tierra explotaba cerca de sus pies.

Corrió hacia Bravío, sin pensar.

Los hombres disparaban, algunos al aire para asustarlo, otros cerca.

—¡Quieto, cabrón! —gritó uno.

Pero la adrenalina hace que el miedo se vuelva borroso.

Evaristo llegó hasta el burro, cortó con el machete la cuerda que lo ataba.

—¡Corre! —le gritó—. ¡Vete!

Bravío se quedó un segundo, confundido.

Otro disparo.

Sintió un golpe fuerte en el hombro.

Cayó de rodillas.

El burro rebuznó con desesperación.

Evaristo se levantó como pudo.

Había sangre en su camisa.

—¡Llévate al burro! —gritó uno de los sicarios a otro—. ¡Antes de que alguien más llegue!

En ese momento, algo impensable sucedió.

Bravío, en vez de huir, se abalanzó hacia uno de los hombres, tirándolo al suelo al chocar con él.

El arma del sicario salió volando montaña abajo.

El otro, sorprendido, dudó.

Evaristo aprovechó para lanzar un machetazo a la mano que sostenía el rifle.

El hombre gritó, soltando el arma.

Ramiro, al ver el caos, sacó su pistola.

Apuntó a Evaristo.

—Hasta aquí llegaste —dijo.

Pero no disparó.

Porque, en ese instante, se escuchó otro ruido.

Otro tipo de motor.

Más voces.

—¡Alto ahí! ¡Suéltala arma!

Era la Guardia Nacional.


CAPÍTULO 13: LA IRONÍA DE LOS TIEMPOS

Lo que ni Ramiro ni Evaristo sabían era que, desde hacía semanas, la Guardia Nacional tenía vigilada esa zona por reportes de movimiento extraño.

Un dron, en algún momento, había captado sombras de hombres y animales subiendo cargados.
Un reporte anónimo había llegado al cuartel.
Y ese día, justamente, habían decidido hacer un operativo.

La camioneta de la Guardia llegó por la vereda contraria.
Los agentes bajaron, armas listas.

—¡Tiren las armas! —gritó el comandante.

Los sicarios, sorprendidos y heridos, las soltaron.

Ramiro levantó las manos, furioso.

—No saben con quién se meten —dijo.

—Sí sabemos —respondió el comandante—. Por eso estamos aquí.

Evaristo cayó de rodillas, agotado, sangrando.

Bravío se acercó a él, empujándolo con la cabeza, como queriendo levantarlo.

—Tranquilo, amigo —susurró el campesino—. Lo logramos. No sé cómo… pero lo logramos.

Los agentes se acercaron a Evaristo.

—¿Está bien? —preguntó uno.

—He estado peor —respondió, apenas sonriendo—. Solo… ayúdenme a bajarlo. No quiero que se lo lleven a él.

El comandante miró la escena.

—¿Ese burro es suyo? —preguntó.

—Es mi compañero —dijo Evaristo.

El militar observó a Ramiro, a los costales, a las armas, y luego al campesino.

—No vinimos por usted —dijo—. Vinimos por ellos.

Señaló a los hombres de Ramiro.

—Usted, por lo que veo, es víctima… y algo más.

—¿Algo más? —preguntó Evaristo, aturdido.

—Nadie se mete así, solo, en un sitio como este, si no es por amor o por locura —respondió el comandante—. Y en ambos casos se necesita valor.

Lo ayudaron a ponerse de pie.

Bravío se quedó a su lado, fiel.

Ramiro fue esposado.

Mientras lo bajaban, gritaba:

—¡Evaristo! ¡Esto no se acaba aquí! ¡Te voy a…!

El comandante le dio un empujón.

—Ya tuvo suficiente micrófono, señor —dijo—. Lo demás lo discute con el juez.


CAPÍTULO 14: EL REGRESO

Evaristo fue atendido en la clínica del pueblo.

La bala solo le rozó el hombro, dejándole una cicatriz más para la colección de recuerdos en la piel.
Nada que lo dejara inútil para el trabajo, según el doctor. Pero sí algo que le recordaría por siempre ese día.

El pueblo se llenó de murmullos.

—Dicen que Evaristo se enfrentó a los hombres de Ramiro —comentaban en la tienda.
—Dicen que fue por su burro.
—Dicen que la Guardia Nacional lo vio todo.

Doña Morayma, orgullosa, contaba la versión más adornada:

—Ese hombre, cuando vio que se llevaban a su amigo, se lanzó como león. Y que el burro también se aventó contra los malandros, como si fuera perro bravo. Nomás faltó que hablara.

Don Hilario, el cura, se acercó a la casa de Evaristo cuando ya estaba de regreso.

Encontró al campesino sentado en un banquito, acariciando a Bravío, que descansaba a su lado.

—Supe lo que hiciste —dijo el cura.

—No soy ningún héroe, padre —respondió Evaristo—. Solo fui por lo que es mío.

—A veces defender lo que es de uno es la forma más pura de heroísmo —contestó Hilario—. Y no hablo de posesiones. Hablo de afectos.

Se quedaron en silencio un momento.

Luego el cura agregó:

—Te iba a decir que cómo se te ocurrió ir solo. Que fue una imprudencia. Que podías haber muerto. Pero luego veo cómo te ve ese animal, y te juro que casi me convenzo de que Dios andaba también por esa vereda.

Evaristo sonrió, cansado.

—Si Dios andaba por ahí, padre —dijo—, le pido que ya deje de jugar con la lluvia.

Hilario soltó una pequeña risa.

—Uno le pide lo que puede —respondió—. Yo voy a pedir por ti en la misa. Y por Bravío. Ese burro se ganó su lugar en el cielo de los animales.

Bravío rebuznó, como si entendiera.


CAPÍTULO 15: LA LLUVIA Y LA SIEMBRA

Pasaron unas semanas.

Ramiro quedó detenido, esperando su proceso.
El pueblo, por un tiempo, respiró un poco más libre.

Ya no había camionetas sospechosas pasando de noche.
Ya no se veía a hombres armados en las orillas del camino.

Evaristo volvió a su rutina.

Colocó de nuevo el arado sobre el lomo de Bravío.

El animal, obediente y fuerte, trabajó la tierra como siempre.

Pero ahora, cada vez que alguien los veía, lo hacía con otros ojos.

—Mira, allí va el hombre que se enfrentó al cacique por su burro —decían los niños.

—No fue solo por el burro —respondía Doña Morayma—. Fue por demostrarnos que hay cosas que no se negocian: la lealtad, la amistad… y la dignidad.

La milpa, a pesar del daño anterior, comenzó a renacer.

Y, como si el destino hubiera estado esperando el momento correcto, una tarde, mientras Evaristo y Bravío abrían los últimos surcos, el cielo se nubló.

No con relámpagos secos.

Con nubes gruesas, pesadas.

El aire olía a promesa.

—¿Será, amigo? —preguntó Evaristo.

Bravío levantó el hocico, olisqueando.

Y entonces, cayó la primera gota.

Luego la segunda.

Y luego, un aguacero completo.

La tierra, al principio, crujió al recibir el agua. Luego, la absorbió con ansia.

Evaristo soltó las riendas, levantó los brazos al cielo y dejó que la lluvia le lavara el sudor, el hollín, la sangre fantasmal de la pelea, el cansancio acumulado.

El burro se sacudió el lomo mojado, rebuznando alegre.

El campesino se acercó y lo abrazó, empapado.

—Eres mi mayor ayuda, sin ti no podría lograr nada —repitió, igual que aquella tarde, pero ahora con un peso diferente en las palabras—. Admiro tu fuerza, amigo.

Por un segundo, le pareció que el burro apoyaba la cabeza en su hombro con algo parecido a un suspiro.

Si fue imaginación o milagro, daba igual.

En ese instante, eran dos almas cansadas celebrando el mismo regalo.


CAPÍTULO 16: LO QUE SE QUEDA EN LA TIERRA

Con el tiempo, la historia de Evaristo y Bravío se convirtió en anécdota, en ejemplo, en advertencia.

Los viejos, en la plaza, decían:

—Mira, muchacho, uno no vive solo de maíz y frijol. También vive de lo que defiende en la vida. Ese Evaristo estaba dispuesto a morir por un burro, dicen. Pero en realidad lo hizo por su propia alma. Para no venderla al miedo.

Los niños se acercaban a la milpa para ver al famoso burro.

—¿De verdad se enfrentó a hombres malos? —preguntaban.

Evaristo sonreía.

—Lo único que hizo Bravío fue ser fiel —respondía—. Lo demás lo hace la imaginación de la gente.

Pero cuando se quedaban solos, mientras el sol caía y la tierra respiraba todavía el olor de la lluvia reciente, Evaristo le hablaba a su burro:

—¿Sabes, amigo? —decía—. Aprendí algo en todo esto. Yo creía que tú eras mi ayuda, que sin ti no podía lograr nada. Pero la verdad es que tú me enseñaste a no dejarme. A no entregarme completo ni por miedo ni por necesidad.

Bravío lo miraba con esos ojos grandes, profundos.

—Y mientras tú estés conmigo, y yo esté contigo —continuaba Evaristo—, no hay cacique, ni sequía, ni fuego que nos saque de aquí. Porque esta tierra ya tiene grabado nuestro esfuerzo. Y eso no se borra fácil.

De vez en cuando, se le escapaba una lágrima.

No de tristeza.

De alivio.

Porque había estado a un paso de perderlo todo: la milpa, el burro, la dignidad.

Y, sin embargo, allí estaba.

Entero.

Herido, sí. Marcado.
Pero entero.


CAPÍTULO 17: EL ÚLTIMO RECUERDO

Pasaron los años.

La lluvia volvió a fallar algunas veces.
Otras, cayó de más y echó a perder cosechas.

Pero Evaristo aprendió a vivir con la incertidumbre, como todos los campesinos del mundo lo han hecho desde siempre.

En el pueblo, las cosas cambiaron.

Llegaron nuevos políticos, nuevos programas, nuevas promesas.
Algunos hasta se sacaron fotos con él y con Bravío, usando su historia como bandera de superación.

Evaristo los dejó hablar.

Sabía que, al final, los que se quedaban en la tierra eran él y su burro, no los discursos.

Una tarde, ya con el pelo encanecido y la espalda un poco más curva, Evaristo sintió que el cuerpo no le daba igual que antes.

Pero aún así, salió al campo.

Puso el arado sobre el lomo de Bravío.

El burro ya no era joven tampoco. Sus pasos eran más lentos, su pelaje más opaco.

Y, aun así, tiró del arado sin quejarse.

—Solo un surco más, amigo —dijo Evaristo—. Nomás uno.

Cuando terminaron, el campesino se apoyó en el arado.

Bravío se acercó y apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Sabes? —murmuró Evaristo—. Cuando yo ya no esté, la gente va a recordar lo que quiera. Unos dirán que fui valiente. Otros, que fui terco. Otros, que fui tonto por arriesgar la vida por un burro.

Se quedó en silencio un momento.

—Pero tú y yo sabemos la verdad —añadió—. Solo hicimos lo que se tenía que hacer.

Bravío cerró los ojos un instante, como si también lo supiera.

Regresaron a casa despacio, como al principio de la historia.

El sol se despedía, pintando el cielo de colores cálidos.

Evaristo abrazó al burro una vez más.

—Admiro tu fuerza, amigo —susurró, por última vez—. Y gracias… por no dejarme caer cuando todos esperaban que me doblara.

San Miguel de las Lomas seguiría teniendo sequías, chismes, caciques nuevos y viejos.
Pero en la memoria de esa tierra quedó, como huella invisible, la historia de un campesino y un burro que se negaron a ceder el alma a cambio de unos cuantos favores.

Y cada vez que alguien, en cualquier parte del mundo, se rehúsa a entregar lo que ama por miedo, un pedacito del espíritu de Evaristo y de Bravío vuelve a caminar sobre la tierra reseca, abriendo surcos para sembrar algo mejor.

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