El Cártel del Horizonte lo Secuestró para Hacerlo Sicario, Pero Nunca Imaginaron Que la Persona que lo Liberaría Venía Desde su Propio Mando

I. LA NOCHE QUE SE LO TRAGÓ LA CAMIONETA

A Emiliano Torres, de diecisiete años, lo agarró la noche en la colonia Oblatos, en Guadalajara, cuando regresaba de jugar fútbol con sus amigos en una cancha medio jodida, con pasto sintético roto y porterías chuecas.

Era uno de esos chavos flacos, moreno, con mirada viva. Su sueño era llegar a jugar en primera división. Su realidad: vender aguas de jamaica y horchata con su mamá en un puesto los fines de semana, y hacer chambitas cargando cajas en la central de abastos.

Aquella noche, el aire olía a sudor, a polvo y a tacos al pastor de un carrito cercano. Emiliano caminaba con su mochila al hombro, todavía con los tachones puestos, cuando escuchó el rechinar violento de unas llantas.

Una camioneta negra, polarizada, sin placas, se le cerró de golpe.

—¡Eh, morro! —gritó una voz desde adentro—. Ven, una pregunta.

Emiliano siguió caminando, fingiendo no oír.

La puerta trasera se abrió con fuerza. Un brazo robusto, lleno de tatuajes, lo jaló del cuello de la playera.

—Te estoy hablando, cabrón.

Todo pasó rápido:
Un golpe seco en el estómago.
La mochila cayendo al pavimento.
El mundo volviéndose oscuro cuando le cubrieron la cabeza con una tela áspera que olía a gasolina y cigarro.

Escuchó risas, música de banda y el motor rugiendo.

Y después, nada más que miedo.


II. EL PRIMER INFIERNO: EL CAMPAMENTO

Cuando le quitaron la tela, estaba en un lugar que no conocía, con focos colgando sin foco protector, tierra suelta, tablas improvisadas y un olor raro mezcla de pólvora vieja, sudor y comida recalentada.

Frente a él, varios chavos de su misma edad —o incluso más pequeños— estaban sentados en fila, con la mirada perdida. Algunos tenían golpes, otros temblaban.

Un hombre robusto, con barba cerrada, cadena gruesa y tatuajes en los brazos, los miraba como si fueran ganado.

—Bienvenidos al curso intensivo del Cártel del Horizonte —dijo, con sorna—. Aquí van a aprender rápido, o se van a morir más rápido todavía.

Emiliano tragó saliva.

—No quiero estar aquí —dijo—. Yo no hice nada. Yo…

Un golpe lo calló.
El mismo hombre lo tomó del cabello.

—Aquí nadie preguntó qué quieres, morro. Te vieron con buen físico, con huevos, moviéndote rápido. Eso sirve. Y aquí todo lo que sirve, se usa.

—Yo sólo juego fútbol —insistió Emiliano, con la voz quebrada.

—Pues ahora vas a jugar otra cosa —se metió otro, más flaco pero con ojos fríos—. Vas a jugar a sobrevivir.

Emiliano escuchó a los otros murmurando.

—¿Cuánto duran aquí? —preguntó uno.

—Depende… —respondió un chavo con cara de tener quince—. A unos los “gradúan” rápido, a otros los desaparecen.

Los días siguientes fueron una pesadilla:

Despertaban de madrugada con gritos.

Los ponían a correr entre los matorrales, a hacer lagartijas, a cargar costales.

Les hablaban de “lealtad”, de “familia”, de “respeto al patrón”.

Les enseñaban a desarmar y armar armas, sin disparar, sólo en seco.

Emiliano temblaba cada noche, pensando en su mamá, en su hermana Luz, de diez años, que seguro lo estaba esperando, y en su padrastro, Tomás, al que nunca le cayó bien pero que, al menos, era quien traía algo de dinero extra a la casa.

Nadie sabía dónde estaba.
Nadie sabía que lo entrenaban para ser sicario.


III. LA MADRE QUE NO SE RINDE

En la casa de lámina y block, al otro lado de la ciudad, Doña Rosa lloraba frente a una foto arrugada de Emiliano, con el uniforme del equipo llanero, sonriendo.

—No fue de parranda, Tomás —decía—. Mi hijo no es así.

Tomás, un hombre de manos callosas y ojos cansados, fumaba en la puerta.

—Ya fuimos al MP, vieja. Ya preguntamos en hospitales. Dicen que hay que esperar.

—¿Esperar qué? —gritó ella—. ¿Que lo encuentren tirado por ahí?

La niña Luz abrazó la pierna de su mamá.

—Mami, a lo mejor Emi sí se fue con sus amigos y se quedó dormido…

Rosa se agachó, acariciando el cabello de la niña.

—Tu hermano no es de andar sin avisar —susurró—. Algo le pasó.

Tomás dudó un segundo antes de hablar.

—Mira, Rosa… —dijo, en voz baja—. No es por asustarte, pero… últimamente han andado levantando morros en la zona. Dicen que para llevarlos a los cerros a entrenarlos pa’ cosas malas.

Ella lo miró con furia.

—¿Y tú por qué sabes tanto?

Tomás desvió la mirada.

—Porque en la central se escuchan cosas. Y porque… —se calló antes de tiempo.

—¿Porque qué? —lo presionó Rosa.

—Porque hace años yo también me metí con gente que no debía —confesó, bajito—. Y sé cómo se mueve esa raza. No lo digo por gusto.

Rosa se quedó helada.

—¿Estás diciendo que a mi hijo se lo llevó un cártel?

—No lo sé —respondió Tomás—. Pero si fue así… sólo hay una persona que puede ayudarnos.

—¿Quién?

Tomás tragó saliva.

—Un compa que yo tuve antes… ahora le dicen “El Zurdo”. Ahorita anda metido hasta el cuello con el Cártel del Horizonte.


IV. EL CONTACTO: “EL ZURDO”

Encuentros como ese no se hacen por WhatsApp ni por mensaje.
Tomás tuvo que ir a una cantina olvidada, en una colonia donde nadie preguntaba nada. Pidió una caguama, se sentó en una mesa del fondo y esperó.

A la media hora, entró un hombre alto, delgado, con barba rala, gorra y una chamarra vieja. Caminaba cojeando un poco.

—Siempre tarde, cabrón —dijo Tomás, levantándose.

El recién llegado sonrió sin alegría.

—Siempre vivo, que es lo importante —respondió—. ¿Qué tranza, Tomás?

Se abrazaron rápido, como dos fantasmas que se encuentran después de años.

—Zurdo… necesito un paro —dijo Tomás—. No para mí. Para el hijo de mi mujer.

El Zurdo frunció el ceño.

—¿Qué le hicieron?

Tomás explicó lo que sabían: la desaparición, la última vez que lo vieron, los rumores de levantones.

—Tú ya sabes cómo está la vuelta —dijo—. No tengo feria, no tengo palancas. Nomás tengo huevos pa’ venir aquí a pedirte esto: checa si los del Horizonte se lo llevaron. Nomás dime si sí o si no. Si ya está… —no terminó la frase.

El Zurdo se quedó callado.
Sabía que meterse entre un campesino y el cártel era jugar con fuego.

—Mira, Tomás —dijo—. Yo ya no soy libre. Pero… te debo una. Si lo tienen, no te prometo sacarlo. Pero al menos sabrás dónde está.

—Con eso me conformo —mintió Tomás. No se conformaba. Pero era un inicio.


V. EL ENTRENAMIENTO QUE QUERÍA ROMPERLO

En el campamento, los días se mezclaban.

Al tercer día, ya les gritaban por apodos, no por nombre:

—¡Gafas, más rápido!
—¡Greñas, deja de llorar!
—¡Flaco, sube ese costal o te lo ponemos en la panza de balazo!

A Emiliano le pusieron “El Chiva”, porque traía una playera del equipo del Guadalajara cuando lo levantaron.

—Óyelo, “El Chiva” —se burlaban—. A ver si corres igual que tus troncos de jugadores.

El jefe del entrenamiento se hacía llamar “El Mayor”, aunque nadie sabía si realmente había sido militar. Tenía una mirada seca y una voz que helaba.

—Aquí no son niños —les decía—. Son herramientas. Los que no sirvan, se desechan. ¿Quedó claro?

Emiliano aprendió rápido a leer el ambiente. Algunos compañeros se rompían en llanto, otros se endurecían, otros se volvían peligrosamente fanáticos, repitiendo lo que les decían: “el patrón es familia”, “la ley somos nosotros”.

Por las noches, acostado en una colchoneta delgadísima en una bodega adaptada como dormitorio, Emiliano se tapaba la cara con las manos.

Pensaba en el balón, en la cancha, en la sensación de correr sin cadenas invisibles.
Pensaba en su mamá.
Y un odio silencioso empezaba a crecerle, pero no sabía bien hacia quién: hacia los que lo secuestraron, hacia el sistema que no hacía nada, hacia la vida que lo había puesto ahí.

Una madrugada, mientras todos dormían, escuchó un murmullo.

—Oye… Chiva —susurró el chavo de la colchoneta de al lado.

—¿Qué?

—Si lográramos escapar… ¿tú a dónde irías?

Emiliano dudó.

—A mi casa. Con mi mamá.

—Yo no —dijo el otro—. Yo ya no puedo regresar. Mi jefe fue el que me vendió. Le pagaron por mí. ¿Te imaginas?

Emiliano sintió un hueco en el estómago.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Aquí me dicen “El Dany” —respondió el chavo—. Afuera… ya ni sé.

Se quedaron en silencio.
Ambos sabían que hablar de huir era casi un chiste cruel.


VI. LA CONFIRMACIÓN

El Zurdo tardó tres días en llamar a Tomás.

La voz le llegó cortada, en un lugar donde la señal iba y venía.

—Ya pregunté con la gente indicada —dijo el Zurdo—. Sí, lo tienen.

Tomás sintió como si alguien le hubiera metido un puñal en el pecho.

—¿Dónde?

—En uno de los campamentos de entrenamiento, por el rumbo de los cerros de Tepatitlán. No te voy a decir exactamente cuál, porque ni yo me puedo acercar tanto. Pero sé que está vivo. Lo vieron hace dos días.

—¿Lo están entrenando?

—Sí. Como a muchos otros —respondió el Zurdo—. Escúchame bien, Tomás: no vayas a hacerte el héroe. No subas, no preguntes, no nada. Te van a matar a ti y ni siquiera van a parpadear.

Tomás apretó los dientes.

—¿Y ya? ¿Eso es todo lo que puedes hacer?

Hubo un silencio pesado.

—No —dijo el Zurdo, al fin—. Puedo hacer algo más. Pero eso me va a costar caro. Muy caro.

—Lo que tengas que hacer, carnal. Es el hijo de la mujer que amo.

—Justo por eso te aviso —respondió el Zurdo—. Si me meto en esto, puede que nos vaya mal a los dos. Pero… ya estoy hasta el cuello. Que se hunda el barco completo.

Tomás sintió pánico y esperanza al mismo tiempo.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a hablar con alguien —dijo el Zurdo—. Con alguien que no debería ayudarte… pero tal vez lo haga.


VII. QUIÉN ERA REALMENTE “EL ZURDO”

El Zurdo no era un gatillero cualquiera.
Había empezado desde abajo, sí, como halcón, como chofer, como repartidor. Pero con los años, demostró tener una habilidad rara para organizar, para recordar rutas, para detectar traidores.

El patrón, al que todos llamaban simplemente “El Señor”, le tenía cierta confianza. No la máxima, porque en ese mundo nadie confía al cien, pero sí la suficiente para mandarlo en encargos delicados.

Esa confianza era la que el Zurdo estaba a punto de traicionar a medias.

Buscó al segundo al mando, un hombre apodado “El Licenciado”, que realmente sí tenía estudios de derecho antes de venderse al mejor postor.

Se reunieron en un rancho, lejos de la ciudad, con olor a pasto y caballos.

—¿Qué tramas, Zurdo? —preguntó el Licenciado, limpiándose las botas con una piedra—. Tú no pides reuniones así nomás.

—Tengo un asunto delicado —respondió el Zurdo—. Un chavo, de los nuevos, que se llevaron en Guadalajara… Lo están entrenando.

—¿Y?

—Su familia es de barrio, gente sencilla. No están metidos en nada. Pero el padrastro del morro… es compa mío. Me pidió el paro.

El Licenciado alzó una ceja.

—¿Y desde cuándo somos DIF, o qué? —se burló—. ¿Vas a pedir que lo devuelvan con moñito?

—Sé que no trabajamos en beneficencia —dijo el Zurdo—. Pero te voy a decir algo: el chavo tiene potencial. Me dijeron que aguanta el entrenamiento, que corre como si trajera motor. Podría servir para cosas más finas, no nomás para mandarlo a lo bruto.

El Licenciado se quedó pensativo.

—¿Y qué quieres?

—Quiero que lo saquen del campamento —dijo el Zurdo—. Que lo manden a otra cosa, más controlada. O… que se “pierda” en el camino.

El Licenciado lo midió.

—Lo que me estás pidiendo es que mueva mis influencias para salvar a un morro que ni conozco, porque tú tienes cola sentimental con su familia.

—No te lo pido gratis —dijo el Zurdo—. A cambio, yo me encargo del asunto que traes pendiente con la gente de Michoacán. Ese que nadie quiere agarrar.

El Licenciado se volteó a verlo, interesado.

—¿Te crees muy valiente o ya te cansaste de vivir?

—Me cansé de no decidir por qué me juego el pellejo —contestó el Zurdo—. Si me voy a morir, que al menos sea haciendo algo que tenga sentido.

El Licenciado sonrió de lado.

—Qué dramático saliste, cabrón.
Pero pensémoslo…
Un morro menos no nos hace ni falta ni sobra. Pero si a través de ese morro te tengo a ti moviéndome un pendiente… quizá no sea mala oferta.

Encendió un cigarro.

—Está bien. Voy a mover unos hilos. Pero si algo sale mal, yo no te conozco. ¿Quedó claro?

—Siempre ha quedado claro —respondió el Zurdo.


VIII. LA “PRUEBA FINAL”

En el campamento, las cosas se endurecieron.

El Mayor anunció una noche:

—Mañana, algunos de ustedes van a demostrar que ya no son niños. Van a pasar una prueba. Los que no la pasen… ya saben.

Nadie se atrevió a preguntar en qué consistía.
Emiliano sentía un nudo en el estómago.

Al amanecer, los formaron. El sol apenas salía y ya caía como plomo.

—Estos tres —dijo el Mayor, señalando con un dedo sucio—: El Chiva, El Dany y El Güero. Ustedes vienen conmigo.

Los subieron a una camioneta. El camino fue de terracería, luego carretera, luego otra vez terracería.

Emiliano vio por la ventana: cerros, árboles, campos.

—¿A dónde nos llevan? —preguntó el Güero, nervioso.

—A ver si sirven para algo —contestó el Mayor.

Llegaron a una especie de bodegón cerca de un camino rural. Había otra camioneta estacionada. Varios hombres armados los esperaban.

Emiliano notó algo raro: esos hombres no llevaban la misma ropa, ni la misma actitud. Parecían… más serios. Más fríos.

Entre ellos estaba un hombre que nunca había visto: traje sin corbata, lentes oscuros, reloj caro. Era el Licenciado.

—Con que tú eres el famoso “Mayor” —dijo el Licenciado—. Te mandaron a traer a tres piezas nuevas.

El Mayor asintió.

—Sí, patrón. Estos están aventados.

El Licenciado se acercó a los chavos, como si fuera un maestro revisando alumnos.

—¿Cómo te llamas? —le dijo a Emiliano.

—Me dicen El Chiva —respondió él, en automático.

—Yo te pregunté cómo te llamas —corrigió el Licenciado.

Emiliano dudó.

—Emiliano.

El Licenciado pasó al siguiente.

—¿Y tú?

—Dany.

—¿Y tú?

—Güero.

El Licenciado se volteó hacia el Mayor.

—Me dijeron que estos tres aguantan. Especialmente el flaco este… —señaló a Emiliano—. Que corre rápido, que no se raja fácil.

—Así es —respondió el Mayor—. Trae buena madera.

El Licenciado asentó.

—Está bien. Los tres suban a mi camioneta. Ustedes —miró a los del campamento—, regresen.

El Mayor frunció el ceño.

—¿Y la prueba?

—La prueba ya empezó —dijo el Licenciado.

Los chavos se miraron, confundidos.
Pero obedecieron.


IX. EL CAMINO HACIA LO DESCONOCIDO

Emiliano, Dany y el Güero se sentaron en la parte trasera de la camioneta del Licenciado. Adentro olía a cuero, a perfume caro, a aire acondicionado recién encendido.

El Licenciado se sentó frente a ellos, como si fuera juez y ellos los acusados.

—A partir de ahora, ustedes ya no están bajo las órdenes del Mayor —dijo—. Ahora van a trabajar en otra cosa.

—¿En qué? —preguntó el Güero, con un hilo de voz.

—En lo que yo les diga —respondió el Licenciado—. Mientras más obedientes, más tiempo respiran.

Emiliano sintió el peso de su propia respiración.

El camino se alargó. Pasaron por pueblos, por casetas, por caminos solitarios. Nadie decía nada. Sólo el ruido del motor.

En un punto, el Licenciado sacó su celular y mandó un mensaje.
A lo lejos, Emiliano alcanzó a leer un nombre en la pantalla: “Zurdo”.

No sabía quién era, pero la sola existencia de otro nombre en ese universo oscuro le produjo una chispa de curiosidad.

Después de un rato, la camioneta se desvió hacia un tramo de brecha arbolada. Se detuvo.

—Bájense —ordenó el Licenciado.

Los tres obedecieron. El calor los golpeó.

No había casas, no había gente. Solo árboles y tierra.

—A ver, muchachos —dijo el Licenciado—. Me dijeron que quieren vivir, ¿sí?

Nadie respondió, pero la respuesta era evidente.

—Bien. Les voy a dar una oportunidad única —continuó—. Volteen.

Los tres voltearon hacia el monte.

—Caminen derecho, hacia allá —indicó el Licenciado—. No se regresen, no miren atrás, no jueguen al chistoso. Si siguen caminando, van a encontrar un camino más adelante. Ahí… tendrán que decidir qué hacer con su vida.

Emiliano no entendía.

—¿Y… ya? —preguntó—. ¿No nos van a…?

—Si quisieran que estuvieran muertos, no estarían parados aquí —interrumpió el Licenciado—. Tienen diez segundos para empezar a caminar antes de que cambie de opinión.

El corazón de Emiliano empezó a latir con fuerza.

Dany y el Güero se miraron.
El miedo era una ola que casi los dejaba paralizados.

—¡Uno! —empezó a contar el Licenciado.

No esperaron al “dos”.
Los tres echaron a correr monte adentro, tropezando con raíces, con piedras, con sus propios miedos.


X. LA MANO INVISIBLE QUE LOS AYUDA

Mientras corrían, escucharon un solo disparo.

Los tres se tiraron al suelo, temblando.

Pero no había balas a su alrededor.
No los estaban cazando.

A lo lejos, la camioneta del Licenciado se encendió de nuevo y se fue.

Emiliano, con el pecho ardiendo, se incorporó.

—¿Ya… ya estuvo? —jadeó el Güero.

—No sé —contestó Emiliano—. Pero si nos dieron chance de correr, yo no la voy a desperdiciar.

Caminaron, tropezando, cansados, durante lo que pareció una eternidad. El sol los golpeaba, la boca se les secó.

Dany, agotado, se detuvo.

—Ya no puedo más —dijo—. Mejor que me hubieran matado allá.

—Ni madres —soltó Emiliano—. Si llegaste hasta aquí, sigues. ¡Párate!

Le tendió la mano.
Lo levantó casi a jalones.

—Mira, Dany —dijo—. Capaz que esto es una trampa, capaz que no. Pero si vamos a morir, que sea intentando algo. No tirados aquí como perros.

El Güero señaló al frente.

—Miren… ahí hay una carretera.

Efectivamente, a unos metros se veía un tramo de asfalto, con uno que otro coche pasando de vez en cuando.

Los tres se acercaron, con miedo de ser vistos por alguien del cártel. Pero no tenían opción.

Un tráiler pitó a lo lejos. Una camioneta vieja pasó levantando polvo.
Y luego, un carro gris se detuvo.

El conductor bajó el vidrio.
Era un hombre de unos cuarenta, con barba ligera y ojos cansados.

—¿Emiliano Torres? —preguntó.

Emiliano sintió como si el mundo se congelara.

—¿Quién pregunta? —respondió, tenso.

El hombre lo vio directo.

—Un amigo de tu padrastro —dijo—. Me dicen el Zurdo. Súbete, morro. No tengo todo el día para hacerme el héroe.


XI. LO QUE ARRIESGÓ EL ZURDO

El Güero y Dany se miraron, desconfiados.

—¿Y nosotros? —preguntó Dany.

El Zurdo los miró.

—Si quieren venir, súbanse. Si se quedan… aquí nadie los va a cuidar.

No era la forma más cariñosa de ofrecer ayuda, pero era realista.

Los tres subieron.
El carro olía a cigarro y gasolina.

—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó Emiliano.

—Porque tu padrastro se la jugó por ti —respondió el Zurdo—. Y yo, por pendejo o por buen compa, decidí ayudarlo.

—¿Eres… del cártel? —soltó el Güero, directo.

—Fui, soy y quién sabe hasta cuándo —dijo el Zurdo—. Pero hoy, por primera vez en años, estoy haciendo algo que no es por dinero ni por miedo. Aprovéchenlo.

Emiliano apretó los labios.

—¿Por qué no nos mataron, entonces? —preguntó.

—Porque convencí al Licenciado de que servirían para otras cosas. Y luego convencí al Licenciado de que me dejaran “perderlos” —explicó el Zurdo—. No te confundas: no fue por caridad. Fue una negociación. Yo saco a tres morros del radar, él gana un soldado dispuesto a hacer un encargo difícil. Todos pierden y ganan algo.

—¿Y si nos buscan? —preguntó Dany.

El Zurdo tomó aire.

—Créanme: si les digo que se pierdan un tiempo, se van a perder. Van a cambiar de ciudad, de hábitos, de nombre si es necesario. Porque si no lo hacen, todo lo que estamos haciendo aquí no va a valer nada.

El silencio llenó el carro.

—¿Y tú? —preguntó Emiliano—. ¿Qué vas a hacer?

El Zurdo sonrió sin alegría.

—Yo ya estoy muy adentro, morro. Pero a lo mejor, salvando aunque sea a unos cuantos, cuando me toque rendir cuentas allá arriba, alguien me hace un pequeño descuento.


XII. EL REGRESO QUE NO PODÍA SER TAN SIMPLE

No podían regresar directo a Guadalajara.
No podían aparecer así nomás en la colonia, como si nada.

El Zurdo los llevó primero a una casa de seguridad en un pueblo chico. Ahí les dio ropa limpia, comida caliente, agua.

—Ustedes dos —señaló a Dany y al Güero—, no regresen a donde los levantaron. Busquen otro estado, otra vida. Si vuelven a andar en lo mismo, ya es bronca suya.

—¿Y yo? —preguntó Emiliano.

—Tú sí vas a regresar —dijo el Zurdo—. Tu familia no está manchada. Te van a recibir. Pero vas a tener que ser más listo que nadie. Nada de presumir, nada de contar detalles. A partir de ahora, tu silencio vale más que cualquier chisme.

Emiliano asintió.

—¿Mi mamá sabe que estoy vivo?

—Todavía no —respondió el Zurdo—. Pero vamos a arreglar eso.

Pasaron una noche ahí. Dany y el Güero decidieron irse juntos hacia otra ciudad.

—Gracias, Chiva —dijo Dany, abrazándolo—. Si no fuera por ti, me quedaba tirado en el monte.

—Gracias nada —respondió Emiliano—. Nomás no te mueras rápido, güey.

Se separaron con bromas nerviosas, sabiendo que tal vez nunca se volverían a ver.

Al día siguiente, el Zurdo y Emiliano tomaron rumbo a Guadalajara, por caminos alternos.


XIII. EL REENCUENTRO

Doña Rosa estaba en la puerta de su casa, como todos los días, mirando la calle con ojos cansados. Ya no lloraba tanto; se había quedado seca por dentro.

Tomás se acercó, nervioso.

—Hoy… hoy tal vez tengamos noticias —dijo.

—No me des falsas esperanzas, Tomás —respondió ella.

En ese momento, un carro gris se estacionó un poco más abajo.
Salió el Zurdo.
Y del lado del copiloto, bajó Emiliano.

Rosa se quedó paralizada.
Tomás sintió que el corazón se le salía por la garganta.

Luz soltó un grito:

—¡EMI!

La madre corrió, tropezando casi, hasta abrazarlo. Lo tocaba la cara, el cabello, los hombros, como si no creyera que fuera de verdad.

—Mi hijo… mi hijo… —repetía.

Tomás se quedó unos pasos atrás, con los ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a soltar.

—Perdón, Rosa —dijo Emiliano—. No… no pude evitarlo.

—Tú no tienes nada que pedir perdón —contestó ella—. ¿Qué te hicieron? ¿Dónde estabas?

—Luego… luego te cuento —dijo Emiliano—. Ahorita nomás quiero estar aquí.

El Zurdo se acercó a Tomás.

—Ya cumplí, cabrón —dijo—. Ahora, cuídalos. Porque yo ya no sé hasta cuándo podré proteger este secreto.

Tomás lo abrazó fuerte.

—No sé cómo pagarte esto.

—No puedes —respondió el Zurdo—. Nomás vive diferente. No te metas otra vez con gente como yo. Si no, todo esto fue en vano.


XIV. CONSECUENCIAS INVISIBLES

El regreso de Emiliano no podía hacerse público. No hubo denuncia formal de rescate, no hubo nota de periódico. Oficialmente, había sido “un joven que se fue de la casa unos días”, nada más.

En la colonia, la gente chismosa decía:

—Ay, seguro andaba de vago. Eso les pasa a los chamacos.

Rosa apretaba los dientes para no gritar la verdad.

Emiliano, por su parte, no volvió a la cancha de inmediato. Se quedaba en casa, mirando el techo, recordando las voces del campamento, las órdenes, los golpes.

Las noches se llenaron de pesadillas:
—los gritos del Mayor,
—el disparo solitario en el monte,
—el rostro del Licenciado diciendo “caminen derecho”.

Luz era la única que lo “jalaba” a la realidad.

—Ven, Emi —le decía—. Pégame unos tiros al balón. No tienes que jugar en serio, nomás tantito.

Poco a poco, Emiliano volvió a la cancha.
Al principio, corría con miedo, como si alguien lo estuviera apuntando desde lejos.
Pero con el tiempo, el balón se convirtió en terapia.

No olvidó lo que vivió.
Pero tampoco dejó que eso fuera lo único que lo definiera.


XV. EL ZURDO PAGA SU PRECIO

Mientras Emiliano intentaba rehacer su vida, el Zurdo cumplía su parte del trato con el Licenciado: se metió en el asunto pendiente con la gente de otro estado, un movimiento peligroso.

En ese mundo, los favores se pagan caro.

En algún rancho lejano, se escucharon disparos.
Se corrió la voz de que un operador del Cártel del Horizonte había caído en una emboscada.

Tomás escuchó el chisme en la central.
Supuso que era el mismo Zurdo.
No había forma de comprobarlo.

Esa noche, encendió una veladora por él.

—No fue santo —dijo, mirando la flama—. Pero me ayudó como nadie.


XVI. LO QUE NADIE SABE, PERO PESA

Emiliano nunca contó los detalles completos a su mamá.
Le dijo lo básico: que unos hombres se lo llevaron, que lo llevaron lejos, que lo entrenaban para cosas malas, que un amigo de Tomás lo ayudó a regresar.

—¿Te hicieron…? —Rosa no pudo terminar la frase.

—Estoy vivo —respondió Emiliano—. Eso es lo importante. Pero no quiero que nadie se meta más en eso. Si preguntan, diles que me fui unos días, que fui un pendejo. Pero no nombres cárteles ni nada.

Rosa lo miró, con una mezcla de dolor y orgullo.

—Estás más grande, mijo —dijo—. Y no hablo de altura.

El tiempo pasó.

Hubo días buenos y días en los que el simple ruido de una moto lo hacía tensarse.
Había cosas que ya no podía oír sin que le temblaran las manos.

Pero también hubo nuevos partidos, nuevas risas, nuevas metas. Emiliano no renunció a su sueño del fútbol, aunque ahora lo veía con otros ojos.

—Si llego —pensaba—, será para sacar a mi familia de aquí. No para presumir carros ni relojes.


XVII. ¿QUIÉN LO AYUDÓ DE VERDAD?

Años después, cuando Emiliano ya era mayor de edad, platicando con Tomás una noche, se atrevió a preguntar:

—Oye… ¿tú crees que el Zurdo hizo eso nomás por ser tu amigo?

Tomás se quedó pensativo.

—Una parte sí —dijo—. Pero otra parte… quién sabe. A lo mejor él también necesitaba una razón para hacer algo bueno, aunque viviera entre tanta mierda.

Emiliano lo miró.

—¿Crees que… él también necesitaba que alguien lo ayudara a huir? —preguntó—. No del cártel, sino de sí mismo.

Tomás sonrió triste.

—Puede ser. A veces, ayudando a otros a escapar, uno siente que se escapa un poquito también.

Emiliano se quedó con esa idea dando vueltas en la cabeza.

El titular de su historia podría decir:

“Lo secuestraron para entrenarlo como sicario, y jamás imaginaron quién lo ayudó a huir”.

Mucha gente pensaría que fue un héroe anónimo, un policía encubierto, un agente especial.
Pero la verdad era más incómoda y más humana:

Lo ayudó a huir alguien que estaba del otro lado, manchado, roto, pero que, por una vez, decidió no ser sólo parte del problema.

Y eso, en un país donde la violencia está en todas partes, era casi un milagro.


Una tarde, mientras entrenaba solo, Emiliano le pegó al balón con todas sus fuerzas. La pelota voló y golpeó la portería con un sonido seco y limpio.

Se quedó mirando el cielo.

—Gracias, Zurdo —murmuró.

No sabía si el hombre estaba vivo o muerto.
Pero sabía que, sin él, no estaría ahí.

Y se prometió a sí mismo una cosa:
nunca más dejar que la violencia decidiera por él.


Pin