Creí que el ordenador de mi hija tenía solo un fallo menor, pero el técnico descubrió algo tan inquietante que me pidió cancelar todas mis tarjetas bancarias y cambiar las cerraduras de casa antes de contarme lo que había visto.
“Cancele sus tarjetas y cambie las cerraduras”
Relato basado en hechos reales, contado desde la primera persona.
Nunca imaginé que un simple portátil pudiera cambiar mi percepción de seguridad. Era un martes cualquiera cuando mi hija, Sofía, de quince años, me dijo que su computadora portátil no encendía. “Papá, creo que se rompió el cargador otra vez”, me dijo mientras sostenía el aparato con cierta frustración adolescente.
La tomé con cuidado. El equipo era nuevo, apenas seis meses de uso. Lo encendí y efectivamente, no respondía. Pensé que tal vez era la batería o el cable, así que decidí llevarlo a una pequeña tienda de informática del centro, donde un técnico de confianza —Raúl— solía ayudarme con mis cosas de trabajo.

Cuando llegué, Raúl estaba atendiendo a un cliente, pero me saludó con una sonrisa rápida:
—Dame unos minutos, José, y lo reviso —me dijo.
Le dejé el portátil y aproveché para comprar un café en la esquina. Regresé quince minutos después, sin imaginar que mi día estaba a punto de dar un giro surrealista.
Raúl me esperaba detrás del mostrador, pero su expresión ya no era la misma. Se notaba tenso. Me hizo una seña para que me acercara y, con voz baja, me preguntó:
—¿Este equipo es de tu hija, verdad?
Asentí.
—Sí, ¿por qué?
Él respiró hondo, miró hacia la puerta —como asegurándose de que nadie más escuchara— y dijo despacio, casi susurrando:
—José, necesito que canceles tus tarjetas bancarias, cambies las cerraduras de tu casa y no enciendas este portátil hasta que te diga lo que he encontrado.
Me quedé helado.
—¿Qué estás diciendo?
—Hazlo ahora —repitió con una firmeza que me puso la piel de gallina—. Y después te explico.
Algo en su tono me hizo obedecer sin pensar. Llamé a mi banco desde el mostrador y cancelé las tarjetas. Luego envié un mensaje a mi esposa para que llamara al cerrajero. Mientras tanto, Raúl trabajaba frente a la pantalla del portátil, con la mandíbula apretada.
Cuando finalmente levantó la vista, me pidió que pasáramos al taller de atrás. Cerró la puerta y me mostró el monitor.
—Mira esto —dijo.
En la pantalla aparecía un escritorio aparentemente normal, pero detrás del sistema operativo se ejecutaba un programa que nunca había visto. Un código verde parpadeaba, y entre las líneas se leía algo como: “Captura de dispositivo remoto activo — transmisión segura iniciada.”
—¿Qué significa eso? —pregunté.
Raúl giró el monitor hacia mí.
—Significa que alguien, desde fuera, estaba controlando este ordenador. No solo eso… estaba accediendo a tu red doméstica, copiando datos de los dispositivos conectados, y según los registros… también a tus cámaras y micrófonos.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Mis cámaras? ¿Cómo?
—No lo sé —dijo—, pero alguien instaló un software de control remoto extremadamente sofisticado. No es el típico virus que descarga un adolescente por accidente. Este programa fue implantado manualmente y tenía un acceso con privilegios de administrador.
Me quedé sin palabras.
Raúl continuó:
—He rastreado las direcciones de conexión. Varias provienen del extranjero, pero una… una viene de una dirección muy cercana. De tu propia ciudad.
Tragué saliva.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que alguien que conoce a tu familia, o al menos vive cerca, tenía acceso constante a todo lo que hacían en ese portátil. He visto registros de captura de pantalla cada dos minutos, y… —se detuvo, evitando mi mirada— algunas grabaciones activadas por sonido.
Me quedé de piedra.
—¿Grabaciones?
—No te alarmes, ya las he eliminado y he cortado la conexión, pero lo inquietante es que el programa fue instalado hace más de tres meses. José… todo este tiempo alguien los estuvo observando.
El aire en el taller se volvió denso. Podía oír el zumbido de los ventiladores y el latido en mis sienes.
—¿Y quién podría hacer algo así? —pregunté con la voz apenas audible.
Raúl se encogió de hombros.
—Podría ser cualquiera. Un vecino curioso con conocimientos técnicos, alguien que tuvo acceso físico al equipo, incluso un ciberdelincuente que consiguió una vulnerabilidad en tu red Wi-Fi. Pero el nivel de acceso que tenía esta persona… no es común.
De repente recordé algo.
Semanas antes, un joven desconocido había ofrecido a Sofía “optimizar” su portátil en el instituto, alegando que podía hacerlo más rápido. Ella me lo había mencionado, y yo, sin pensarlo mucho, le había dicho que no pasaba nada si lo hacía.
Le conté a Raúl.
—Entonces todo encaja —dijo—. Ese chico probablemente instaló el programa. Pero lo más extraño es que los registros muestran intentos de acceso no solo a tu red, sino a dispositivos de otras casas cercanas. Como si alguien estuviera usando tu conexión como punto intermedio para cubrir sus huellas.
Tomó un respiro.
—Por eso te pedí que cancelaras tus tarjetas. Vi que parte de la información sustraída incluía formularios de pago y archivos PDF de tus facturas. Y cambiar las cerraduras… bueno, encontré indicios de intentos de sincronizar dispositivos inteligentes, como tus cerraduras digitales.
Me llevé las manos a la cabeza.
—No puede ser…
Raúl me miró con seriedad.
—Puede. Pero ya he aislado el equipo. Voy a extraer toda la información y te pasaré un informe completo. Lo importante es que actúes rápido.
Aquella noche casi no dormí. Mi esposa estaba aterrorizada. Sofía lloraba, culpándose por haber dejado que aquel chico “arreglara” su portátil. Le aseguré que no era su culpa, que cualquiera podría haber caído.
Al día siguiente volví a la tienda. Raúl tenía el informe listo. Lo leí con atención: el software había sido diseñado para copiar datos, registrar contraseñas y activar micrófonos. Lo más escalofriante era que el programa tenía un nombre inofensivo en apariencia: “sys_update.exe”.
—Lo he visto antes —me dijo Raúl—, pero nunca tan personalizado. Este estaba configurado específicamente para este equipo.
—¿Y qué puedo hacer ahora?
—Ya formateé todo y cambié los identificadores de red. Pero te recomiendo denunciarlo. Puede haber más víctimas.
Seguí su consejo. Fui a la policía con el informe en mano. Me atendió un inspector de delitos informáticos que, al leerlo, frunció el ceño.
—Hemos tenido varios casos parecidos últimamente —me dijo—. Siempre el mismo patrón: adolescentes, ordenadores “reparados” por conocidos, y accesos remotos desde direcciones locales.
Le di toda la información posible, incluido el nombre del chico.
Días después me llamaron para decirme que lo habían localizado. El joven —de apenas diecisiete años— formaba parte de un pequeño grupo que practicaba hacking por “diversión”. Lo inquietante era que uno de ellos, según la investigación, vendía los accesos a terceros en la red oscura.
No supe más detalles, pero al menos supe que el peligro había pasado.
Hoy, cada vez que enciendo un ordenador, reviso tres veces las conexiones, las contraseñas, las cámaras. Sofía ya no confía en nadie con su tecnología, y yo tampoco.
A veces me despierto pensando en lo que Raúl me dijo aquel día, con su voz grave y seria:
—José, hay dos tipos de personas: las que piensan que están seguras, y las que ya se dieron cuenta de que nunca lo estuvieron.
Desde entonces, cada clic que hago en mi computadora tiene ese eco silencioso.
🔚 EPÍLOGO
Han pasado seis meses. La vida volvió a la normalidad, aunque la sensación de vulnerabilidad sigue ahí, como una sombra invisible. El portátil de Sofía ahora tiene pegatinas cubriendo la cámara, y el router de casa está protegido con autenticación doble.
A veces pienso que el mayor virus no estaba en el ordenador, sino en la confianza ciega con la que dejamos que otros entren en nuestras vidas digitales.
Y cada vez que alguien me pregunta por qué soy tan desconfiado con la tecnología, solo sonrío y repito las palabras que iniciaron todo:
“Cancele sus tarjetas. Cambie las cerraduras.”
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