Contraté a una muchacha para limpiar el sótano, pero lo que encontró ahí me obligó a abandonar la casa para siempre
Yo nunca quise esa casa.
Me la dejaron a la mala, como esas herencias que parecen premio pero vienen cargadas de espinas. Era de mi tío Rogelio, el hermano raro de mi papá, el que se fue de joven a la Ciudad de México “a hacer dinero” y sólo regresaba al pueblo en camioneta del año, vestido de traje, repartiendo billetes como si fueran servilletas de taquería.
Cuando se murió, nadie lloró demasiado. “Vivió bien, murió rápido”, decía mi abuela, limpiándose las manos en el mandil. El parte médico decía “infarto masivo”, pero en el pueblo corrían historias de que lo habían encontrado con los ojos bien abiertos, la boca torcida como si hubiera querido gritar y no hubiera podido.
Lo que dejó fue un departamento en la Narvarte… y una casa vieja en la colonia Portales, con un sótano. Esa parte siempre la decían bajito, como si la palabra misma trajera mala suerte: “tiene sótano”.
—Vas a ver, Luis —dijo mi papá, la primera vez que fuimos a verla—. La arreglas tantito, la rentas en Airbnb y ya hiciste el negocio. Todo mundo quiere venir a la ciudad. Tú, que eres de la generación del Internet, sabrás cómo moverle.
Yo trabajo como diseñador gráfico freelancer: loguitos, páginas, campañas para marcas que pagan en “exposición” y, de vez en cuando, en pesos. La idea de tener una propiedad en CDMX sonaba bien. Pero esa casa…
Desde que la vi, algo en mí se apachurró.
Era de las que ya casi no se ven: fachada art déco medio derruida, reja de hierro forjado cubierta de polvo, vidrios esmerilados con diseños de flores. Un árbol de jacaranda en la banqueta le soltaba flores moradas al frente cada primavera, según el vecino chismoso que salió a ver quiénes éramos.
—Ah, eran familiares de don Rogelio —dijo, chupándose los dientes—. Ese señor sí que era raro. Nunca dejaba que nadie entrara. Y ese sótano… —bajó la voz—. A veces se oían cosas, ¿eh?
Mi papá hizo un gesto despectivo.

—Puras supersticiones, don —dijo—. Gente de pueblo.
Yo guardé silencio. Pero me fijé en algo: la puerta del sótano, en el lateral de la casa, estaba asegurada con dos candados y una cadena gruesa, además de una cruz de palma reseca clavada arriba.
Claro que tenía que ser de miedo.
Los primeros días me dediqué a lo básico: quitar telarañas, abrir ventanas, barrer polvo de quién sabe cuántos años. El olor a encerrado era tan fuerte que tuve que comprar un ventilador viejo en el mercado de Portales y dejarlo prendido todo el día. Entre el ruido de las combis, el vendedor de tamales oaxaqueños y el “se compran colchones, refrigeradores, estufas”, la casa fue volviendo a la vida a regañadientes.
Arriba, todo era manejable: piso de mosaico ajedrezado, cocina con azulejos verdes, dos recámaras con clósets empotrados que olían a naftalina. Lo feo, lo verdaderamente feo, estaba abajo.
El sótano.
La puerta lateral seguía ahí, con sus candados. La primera noche soñé que caminaba por el pasillo, la tocaba, y del otro lado alguien tocaba de vuelta, suavecito. Me desperté sudando.
No era sólo el miedo infantil. Era también que no tenía tiempo. Entre los trabajos que me llegaban y las idas al pueblo para llevarle medicinas a mi abuela, apenas podía dedicarle unas horas a la casa. Así que decidí hacer lo que hacen muchos chilangos: contratar a alguien.
Una señora que viniera una vez a la semana, barriera, trapease, tallara el baño y, si se podía, limpiara ese maldito sótano sin que yo tuviera que bajar.
Me recomendaron varias. Pero fue el anuncio pegado en una tiendita de la esquina lo que me llamó la atención: “Se hacen aseos generales, confiable, seria. Preguntar por Lupita”.
Lupita resultó ser Guadalupe Méndez, una mujer de unos cincuenta y tantos, bajita, morena, con un rebozo azul marino sobre los hombros aunque el calor de abril apretara. Tenía esas manos que ya traen grabadas las líneas del arduo trabajo: dedos gruesos, uñas cortas, piel reseca por el cloro.
—Cobro lo justo, joven —me dijo, sin rodeos, en la banca del parquecito donde quedamos de vernos—. No me gusta que me anden regateando. Si les parezco cara, mejor que consigan otra.
Eso me gustó. La franqueza. Además, sus referencias en el papelito eran buenas: “trabajó en casa de la señora Lucha 8 años”, “muy cumplida”, “de confianza”.
—Está bien, Lupita —acordé—. Nomás una cosa: la casa tiene sótano. También quiero que lo limpie.
Ella, que había estado viéndome directo a la cara, desvió la mirada al piso. Sus dedos apretaron el rebozo.
—¿Sótano? —repitió.
—Sí —dije—. Está cochino, con cajas viejas y quién sabe qué más. Yo casi no estoy. Preferiría que alguien… pues que no le tenga miedo al polvo bajara.
Lupita tardó en contestar.
Cuando lo hizo, su voz había bajado medio tono.
—Yo… no bajo a sótanos, joven —dijo.
Pensé que era broma.
—Ay, Lupita, tampoco es para tanto —me reí—. No vive el coco ahí. Nomás hay ratas.
Ni una sonrisa.
—No bajo a sótanos —repitió, firme—. Y menos… a casas como esa.
Ahí fue donde debí decir: “gracias, con permiso” y mandarla a la chingada.
Pero el chilango que apenas empieza a serlo se cree invencible. Y yo estaba harto del polvo, de las cajas, de la puerta cerrada.
—Mire —dije, sacando el arma máxima—. Le pago el doble por limpiar el sótano. Nada más es una vez. Yo abro, usted barre, trapea, tira lo que esté hongo y ya. Fácil.
Ella me miró como se mira a un niño que está jugando con el enchufe.
—No es el dinero —dijo.
—Entonces, ¿qué es? —pregunté, empezando a irritarme—. ¿Le da claustrofobia? ¿Le da miedo ensuciarse la falda? Lupita, si no quiere el trabajo, dígame y ya, pero no me salga con…
—Hay cosas que no se mueven, joven —me interrumpió, seca—. Ni por doble ni por triple. Y hay casas que tienen sombra. La suya la tiene.
—¿Sombra? —bufé—. ¿Ahora resulta que es bruja o qué?
Sus ojos se encendieron un segundo.
—Bruja no —dijo—. Pero no soy ciega. Cuando pasa uno frente a ciertas casas… siente. Su tío Rogelio vino varias veces a la parroquia de San Simón, hace años. Pidió misas. Hablaba de ruidos. De pesadillas. De cosas que se movían en la noche. Y nunca quiso dejar que el padre fuera a bendecir el sótano.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—Eso son cuentos —repliqué, más para mí que para ella.
Lupita se levantó de la banca.
—Si quiere, le limpio la cocina, los cuartos, los baños —dijo—. Eso sí lo hago. Pero al sótano, yo no bajo.
Ahí, como en cualquier buena historia, la discusión se volvió seria.
—Es que justamente lo que necesito es que limpien el sótano —dije, levantándome también—. Lo demás yo lo puedo hacer después. Pero el sótano… está pesado. Y no tengo tiempo.
—Entonces búsquese otra, joven —respondió, girando para irse.
Le agarré el brazo, suave, sin apretar.
—Lupita, espere —dije—. Mire, si me empieza a cancelar trabajos así, yo no voy a poder confiar. Y necesito a alguien confiable. ¿No podemos… no sé… que baje conmigo? ¿Que esté usted pero no entre tanto? No sé. Algo.
Ella se soltó.
Sus ojos, negros y profundos, me taladraron.
—¿Usted se atreve a bajar solo? —preguntó.
La verdad: no.
Pero el ego es cabrón.
—Claro —mentí—. No creo en fantasmas.
—Los fantasmas son lo de menos —murmuró—. Hay cosas peor que los muertos.
La gente paseaba a los perros, los niños corrían detrás de un balón, un señor vendía algodones de azúcar. Nadie imaginaba que en esa banca se estaba decidiendo algo importante.
—¿Qué sabe de mi tío? —pregunté, exasperado.
Lupita dudó un segundo.
Luego suspiró, como si hubiera tomado una decisión a regañadientes.
—Lo vi dos veces, hace como veinte años —dijo—. Fue a buscar a mi comadre, que le leía las cartas. Ese tipo tenía cola que le pisaran. Traía cosas pegadas. Se le veía en los ojos. Esa mirada que parece que ve por encima de uno, como si detrás de usted hubiera algo más.
Recordé la única vez que vi a mi tío de cerca, en un velorio. Tenía esa mirada, sí. Como de alguien que siempre está escuchando un radio interno.
—Mi comadre le dijo que se saliera de esa casa —continuó—. Que ahí abajo había algo que no era suyo. Él se rió. Dijo que esas cosas traían suerte. Que gracias a eso estaba donde estaba.
—¿Gracias a qué? —pregunté.
Lupita me miró fijo.
—A un trato —dijo.
Sentí que el piso se me movía tantito.
—¿Qué trato? —insistí.
Ella negó con la cabeza.
—No me compete, joven —respondió—. Pero sí le voy a decir algo: si insiste en abrir ese sótano, tenga a la mano agua bendita. Y a alguien que rece por usted. Yo no voy a ser.
Se dio la vuelta.
Esta vez no la detuve.
Me quedé viendo cómo se alejaba, rebozo azul cruzando la calle, metiéndose entre puestos de tacos y verdulerías.
Pude dejarla ir para siempre.
Pude pensar “esta señora está loca” y buscar a otra.
Pero algo en su forma de decir “trato” se me quedó pegado en la piel.
La llamé esa noche.
—Lupita —dije, cuando contestó—. Limpiamos todo menos el sótano. Pero quiero que esté usted ese día. No tiene que bajar. Nomás… estar en la casa.
Hubo un silencio largo al otro lado de la línea.
Luego, ella aceptó.
—Una sola vez —aclaró.
—Una sola vez —prometí.
3. El día que abrimos la puerta
Ese martes amaneció nublado.
En la Ciudad de México eso no significa gran cosa, pero para mí fue como si el cielo mismo hubiera dicho: “hoy no”.
Lupita llegó puntual, con su rebozo, su cubeta, sus guantes de hule y una bolsita de plástico del mercado. Al abrirla, vi que traía algo que no habíamos acordado: una botellita de plástico con agua, un ramo de ruda y unas estampitas de la Virgen de Guadalupe y San Miguel Arcángel.
—Eso no lo voy a pagar, ¿eh? —intenté bromear.
Ella no se rió.
—No lo va a pagar usted —dijo—. Lo pagué yo.
Empezó por lo normal: sacudir, barrer, tallar el baño. Yo me inventé unos pendientes para no estar encima de ella, pero en realidad me quedé en la cocina, revisando correos sin leerlos.
El murmullo de la escoba contra el piso me calmaba.
Hasta que llegó la hora.
—Joven —dijo Lupita, asomándose a la cocina—. Ya acabé de arriba. Si va a abrir… que sea ahorita, mientras hay luz.
La miré.
Tenía el rebozo cruzado al pecho, apretado. En la mano izquierda, la botellita de agua, en la derecha, la ruda.
—Está bien —dije, haciéndome el valiente—. Vamos.
Bajamos por el pasillo lateral.
Nunca había notado lo estrecho que era.
La puerta del sótano nos esperaba, con su cadena, sus dos candados y la palma vieja, ahora casi negra.
Lupita se persignó.
—Santa María, Madre de Dios —susurró.
Yo saqué las llaves del llavero que me había dejado el notario. Había dos que no sabía de qué eran. Probé la primera en el candado más grande.
Giró.
El metal crujió, ofendido por los años de desuso.
Probé la segunda en el otro.
También cedió.
Quité la cadena.
El sonido de los eslabones cayendo al piso me hizo pensar en serpientes.
Lupita se puso a mi lado.
—Antes de abrir —dijo—, yo voy a echar agua bendita en el marco. Usted… si no cree, no importa. Pero no diga nada feo. No se burle. No le falte al respeto a lo que sea que esté adentro. A veces eso basta.
—¿A lo que sea que esté adentro? —repetí.
—Nunca estamos solos, joven —dijo, sencilla—. Ni nosotros ni las casas.
Abrió la botellita.
El olor a cloro me golpeó.
Agua bendita con cloro. Muy mexicano.
Empapó la ruda, la roció sobre la puerta, murmurando una oración que no alcancé a entender.
Luego asintió.
—Listo.
Puse la mano en la perilla.
Estaba fría, más fría de lo que debería para una mañana de abril.
Me acordé de todas las películas de terror donde gritas “no abras” a la pantalla.
Abrí.
El olor fue lo primero.
No era sólo a humedad.
Era algo más espeso, agrio, como metal mojado y carne echada a perder. Me cubrí la nariz con el antebrazo.
Lupita retrocedió.
—¿Siente? —preguntó.
Sentir.
Sí.
Una pesadez en el pecho, como si alguien se hubiera subido un poco sobre mí.
Una presión en los oídos, como cuando uno se mete al Metro en hora pico.
El primer escalón crujió.
—Nomás voy a ver —dije.
—No baje más de cinco escalones —advirtió ella—. Si siente que le zumba la cabeza… se regresa.
Me reí, nervioso.
—¿Y si siento que me hablan? —pregunté, queriendo rebajar la tensión.
Lupita no sonrió.
—Diga “no puedo ayudarles” —respondió, en serio—. Y suba.
Bajé.
Los escalones eran de concreto, húmedos. El barandal, de metal, estaba pegajoso. La luz que entraba desde la puerta apenas alcanzaba a iluminar un cuadrado del piso.
A los tres escalones, el olor se intensificó.
A los cinco, la cabeza me dio un vuelco.
No fue desmayo.
Fue como cuando te levantas muy rápido y la vista se te llena de puntitos negros.
Agarré el barandal.
Algo se movió a mi izquierda.
No lo vi.
Lo sentí.
—¿Lupita? —llamé.
Mi voz sonó rara, apagada.
Como si hablara bajo una cobija.
—Aquí estoy —contestó, desde arriba—. ¿Todo bien?
Me quedé inmóvil.
En ese silencio, escuché algo.
Un murmullo.
Como de muchas voces hablando bajito.
No se entendía qué decían.
Sólo que estaban ahí.
Y no eran las de nosotros.
El aire estaba pesado. Quise hacerme el valiente.
Di un paso más.
El sexto escalón.
Fue un error.
La cabeza me zumbó.
Pero más fuerte que el zumbido fue la sensación.
La sensación clarísima, inequívoca, de que algo me miraba desde el fondo.
No un animal.
No una rata.
Algo que sabía que yo estaba ahí.
Como cuando entras a un cuarto y hay alguien despierto en la oscuridad.
Respirando.
Puse un pie en el séptimo escalón.
—Luis.
Mi nombre.
Susurrado.
Pero no por Lupita.
Una voz de hombre.
Seca.
Grave.
La misma que había escuchado una vez, de niño, cuando mi tío me había dicho que no me acercara al coche.
Me congelé.
—Lupita… —susurré, sin voltearme.
—¿Sí? —respondió ella, desde arriba.
—¿Dijo usted algo?
—No —dijo—. Yo no.
Algo se movió al fondo.
Un roce de algo pesado contra el piso.
Yo no veía nada.
Pero sentía.
Tres cosas al mismo tiempo:
Que si bajaba un escalón más, algo iba a pasar.
Que si salía corriendo, ese algo me iba a seguir.
Y que, de alguna forma, esto tenía que ver con ese “trato” del que hablaba Lupita.
La voz volvió.
Más cerca.
—Luis —repitió—. Por fin.
Como si estuviera sonriendo.
Como si me hubiera estado esperando.
Sentí náusea.
Y, en medio de la náusea, una certeza absurda: esa voz no venía de algo muerto.
Venía de algo vivo.
Algo que nunca había sido humano.
—Arriba —susurró Lupita, con urgencia—. ¡Suba, joven!
Tardé un segundo en reaccionar.
Subí como pude, tropezando con mis propios pies.
Al llegar al último escalón, Lupita me agarró del brazo con una fuerza sorprendente. Me jaló hacia afuera y, de un tirón, cerró la puerta.
La casa, de vuelta arriba, pareció soltar el aire.
No me había dado cuenta de que lo estaba conteniendo.
Lupita estaba pálida.
Yo, peor.
—¿Oyó? —pregunté, con la voz temblorosa—. Dijo mi nombre.
Ella me miró como si se confirmara lo que ya temía.
—Por eso no bajo —dijo, seca—. Porque eso que está abajo no está dormido. Nomás estaba esperando que alguien le abriera.
4. La advertencia
Nos quedamos un buen rato en la cocina, sentados, con las manos temblando como si nos hubiera pegado una descarga. Lupita sacó de su bolsita una botellita de alcohol de caña, se sirvió un trago en un vasito de plástico y me dio otro.
—Tómese —ordenó.
Obedecí.
El alcohol me quemó la garganta, pero me ancló.
—¿Qué fue eso? —pregunté.
Lupita miró hacia la puerta lateral, como si pudiera ver a través.
—Cuando mi tío se murió —dije—, dijeron que le dio un infarto. ¿Usted cree que fue por eso?
Ella tardó en contestar.
—Los infartos no salen en las noticias, joven —dijo—. Pero a las enfermedades las puede llamar uno de muchas formas. Hay cosas que se te pegan y te exprimen hasta que el corazón ya no aguanta. Lo que está abajo… no empezó ahí. Algo trajo su tío. Y ahí lo dejó.
Mis manos seguían húmedas.
—¿Qué sabe del trato? —insistí.
Lupita suspiró.
—Mi comadre, la que le leía las cartas, en paz descanse, siempre decía que don Rogelio no hizo su dinero limpio —explicó—. Que le salía la carta del diablo bien derechita. Él decía que era “suerte”. Ella decía que la suerte así, de golpe, siempre viene con factura.
Tomó otro sorbo de alcohol.
—Hay gente —siguió— que se va a la Santa Muerte en Tepito, que hace mandas, que pide cosas que no debería. Otros se meten a cosas peores: santería torcida, brujería negra, invocaciones. Yo no sé cuál hizo su tío. Pero sí le puedo decir que no fue gratis.
Me acordé de las historias del pueblo: el rancho que de la noche a la mañana se llenó de vacas, la tienda que se volvió cadena. Siempre había “dineros negros”.
—¿Y qué tiene que ver conmigo? —pregunté, ya irritado—. Él ya se murió. El trato era suyo, no mío.
Lupita me miró con una mezcla de compasión y lástima.
—Las cosas que se pactan con saliva no siempre se mueren con el que las hizo —dijo—. A veces se quedan donde se abrieron. En la tierra. En las paredes. Esperando al siguiente de la sangre.
Se me heló la nuca.
—¿Está diciendo… que eso que habla… me estaba esperando?
Ella no lo negó.
—Cuando me dijo su nombre —murmuró—, una parte de mí quiso salir corriendo. Otra me dijo que si yo me iba y lo dejaba solo… usted iba a bajar.
Se cruzó de brazos.
—Por eso le voy a decir algo, joven Luis —dijo, con esa seriedad que usan las personas que han enterrado a muchos—: no vuelva a abrir esa puerta. Y si puede, no vuelva a esta casa. Véndala, regálela, quémela si hace falta. Pero no se quede a dormir aquí. Eso de abajo ya le conoce la voz.
Ahí, la discusión entre nosotros se volvió todavía más seria.
—A ver, no exagere —reaccioné, defensivo—. Sólo escuché… algo. Puede ser mi cabeza. El olor, el encierro. Yo no voy a quemar una propiedad en la ciudad porque a usted le da mala espina. Además, ¿cómo la voy a vender? ¿Qué le digo al comprador? “Ah, sí, trae su propia cosa pegada, ideal para pactos”.
Lupita apretó los labios.
—Si no me quiere creer, no me crea —dijo—. Pero no diga luego que nadie le avisó.
—Lo único que necesito es limpiar —insistí, necio—. Tirar cajas. Quitar humedad. Poner un deshumidificador. Lo racional. Usted misma dijo que no se mete con brujerías. Entonces, ¿para qué trae esas cosas? —señalé la ruda, las estampas—. Puras supersticiones.
Sus ojos ardieron un segundo.
—Lo racional —repitió—. Lo racional no explica por qué mi comadre se enfermó de la noche a la mañana después de leerle las cartas a su tío. Lo racional no explica los gritos que escuchaban los vecinos cuando él no estaba. Lo racional no explica que usted haya escuchado su nombre sin que nadie se lo dijera.
Me puse de pie, de golpe.
—¿Y qué quiere que haga? —solté—. ¿Que deje de venir? ¿Que renuncie al único patrimonio que he tenido en mi vida porque una señora que ni conozco me dice que hay “sombra”? Es fácil decir “quémela” cuando no es suya.
Lupita también se levantó.
Era más baja que yo, pero en ese momento se sintió más grande.
—Yo no le estoy diciendo lo que haga con sus escrituras —dijo, firme—. Le estoy diciendo lo que haga con su vida. Si se queda, si se obsesiona con arreglar ese sótano, si decide ignorar lo que pasó… no va a terminar bien.
—“No va a terminar bien” —me burlé—. ¿Y eso qué significa? ¿Que en la noche me va a jalar las patas? ¿Que me voy a volver loco? Lupita, con respeto, yo crecí escuchando historias de la Llorona y el Charro Negro. Y me encantan. Pero son eso: historias.
Ella me sostuvo la mirada.
—Cada quien escoge su manera de aprender —dijo—. Hay quien cree en el fuego hasta que se quema.
Agarró su bolsa, su cubeta, su ruda y su botellita.
—Ya le dije lo que tenía que decirle, joven Luis —concluyó—. Yo no regreso. Ni por el triple. Ni aunque me ruegue. Si le quedan ganas de seguir aquí, es cosa suya. Pero se lo voy a repetir clarito, para que no diga que no entendió: no vuelva a esa casa.
—Pero si estoy aquí —repliqué, desconcertado—. Vivo aquí. ¿Cómo que no vuelva?
—Mudarse se hace de muchas formas —respondió—. A veces el cuerpo llega después que la mente. O al revés. Nomás no deje el alma aquí.
No supe qué contestar.
La dejé ir.
Su rebozo azul desapareció por la puerta.
Me quedé solo, con la casa, con el olor tenue que seguía filtrándose desde la puerta del sótano, aunque ya estuviera cerrada.
Y con la sensación de que algo, en algún lugar ahí abajo, se reía.
5. La noche
Al principio, ignoré la advertencia de Lupita como uno ignora la fecha de caducidad del yogurt: “es una sugerencia, no una regla”.
Seguí yendo a la casa.
Dormía en un colchón inflable en la recámara principal. Llevaba mis cosas poco a poco: ropa, computadora, mi cafetera. Tenía trabajos que entregar, llamadas que atender, cuentas por pagar.
El sótano seguía cerrado.
Me prometí que no volvería a abrirlo hasta tener “herramientas”: lámparas, tapabocas, tal vez otro par de manos.
Traté de convencer a un amigo de venir conmigo a explorar.
—Nel, wey —dijo por WhatsApp—. A mí ni me gustan los edificios viejos. Luego te salen con que ahí vivió un asesino y no duermo un mes. Tú ve y me cuentas. O mejor no me cuentes.
Así que pospuse.
Pero la casa no.
La segunda noche que dormí ahí, me despertó un ruido.
De abajo.
No era rata.
No era tabla crujiendo.
Era… como arrastrar algo pesado.
Un mueble.
Una cadena.
Algo.
Me levanté, aturdido, miré el reloj: 3:11 a.m.
La hora de las brujas, según los memes.
Me repetí que era la casa asentándose.
Me repetí que era mi imaginación.
“Lo racional”.
Al día siguiente, en la tarde, cuando estaba sentado en la cocina editando unas fotos, escuché un golpe.
Un “pam”.
Fuerte.
Venía de la puerta lateral.
Me asomé.
Nada.
La puerta del sótano, cerrada.
La cadena, en el piso, donde la habíamos dejado.
Los candados, en la mesa, donde los había dejado yo.
No había viento.
No había nadie.
“Es la madera”, pensé.
Excepto que no había madera.
Esa noche, fue peor.
Los ruidos empezaron a la una.
Golpes secos.
Como si algo o alguien pateara desde abajo.
Tres, cuatro, cinco veces.
Luego silencio.
Luego un murmullo.
Como el que había escuchado ese día, pero más claro.
Me fui al pasillo con el corazón en la boca, el celular en la mano, la linterna prendida.
Me paré frente a la puerta.
Los golpes se detuvieron.
El murmullo se convirtió en un hilo de sonido que se colaba por debajo.
No se entendía.
Pero estaba ahí.
—Ya basta —dije, al aire, sintiéndome ridículo—. Sea quien sea. Basta.
Nada.
Volví a la cama.
El teléfono vibró.
Mensaje de mi mamá: “¿Ya cenaste, mijo?”
Le respondí “sí, má” con un emoji de taco.
No le conté nada.
No quería preocuparla.
Al tercer día, empecé a oler cosas.
No siempre.
A ratos.
Olor a cigarro, aunque yo no fumo.
Olor a perfume de hombre viejo, de esos baratos, mezclado con sudor.
Olor a sangre.
Ahí sí me asusté.
Llamé a mi mamá.
No le conté todo.
Sólo lo suficiente para que me regañara.
—Te dije que no te fueras a vivir ahí solo —dijo—. Esas casas viejas… quién sabe qué guardan. ¿Por qué no esperaste? ¿Por qué no rentaste un cuartito mejor?
—Porque no tengo dinero, má —repetí, la frase conocida—. Además, no pasa nada. Son ruidos. La tubería. Los vecinos.
Mentía.
A ella.
A mí.
Esa noche, soñé con mi tío.
Estaba sentado en la cocina de Santa Tere, fumando un cigarro, la camisa desabrochada, los pies descalzos.
Me sonrió.
Tenía los ojos huecos.
—Te dije que no te acercaras al coche —dijo, la frase de años atrás—. Ahora te lo digo: no te acerques a lo que no puedes pagar.
Me desperté con el corazón agitado.
Intenté respirar.
Repetí los ejercicios de ansiedad que aprendí en terapia: inhalar cuatro, sostener cuatro, exhalar cuatro.
Funcionó.
Hasta que escuché, clarito, una risita.
Abajo.
Y una palabra.
Susurrada.
Luis.
No aguanté.
Al día siguiente, con el pretexto de ir al pueblo a ver a mi abuela, agarré mis cosas más importantes (computadora, documentos, un par de cambios de ropa) y me fui.
Dejé el colchón inflable inflado.
Dejé la cafetera.
Dejé, sobre todo, el sótano.
A medio abrir, en mi cabeza.
Mientras manejaba por Viaducto, el tráfico chillando, el sol pegando en el parabrisas, el pánico se me iba bajando.
“Todo está en tu mente”, me repetía.
“Es el estrés, el cambio, la responsabilidad”.
“Lupita te sugestionó”.
Llegué al pueblo.
La casa de mi mamá olía a jabón Zote y a frijoles de olla.
Mi abuela dormía en el sillón, la novela prendida, el volumen bajito.
Por primera vez en días, dormí bien.
Casi.
Porque a las 3:13 de la madrugada (la hora se movió dos minutos, como si jugara conmigo), mi celular vibró.
Un número desconocido.
Contesté medio dormido.
—¿Bueno?
Silencio.
Y luego, esa voz.
La misma.
Seca.
Grave.
—Te dije que por fin —dijo—. No debiste irte.
Se me heló la sangre.
—¿Quién habla? —pregunté, tratando de sonar valiente.
Una carcajada suave.
—Ya sabes quién.
La llamada se cortó.
Revisé el historial.
“Sin ID del llamante”.
Mi corazón latía como si hubiera corrido.
Me quedé mirando el techo de la recámara de mi infancia, donde todavía estaba pegado un póster de los Pumas que había puesto a los 14.
Sabía lo que eso significaba.
No estaba “todo en mi mente”.
No era sólo la casa.
Ya me había seguido.
6. No vuelvas a esa casa
Al día siguiente, fui con el párroco del pueblo.
No soy particularmente devoto, pero los miedos viejos te regresan a las costumbres viejas.
El padre Ignacio me recibió en su oficina, con olor a café y papel viejo.
—A ver, Luis —dijo, acomodándose los lentes—. ¿Qué traes? Porque te ves como si hubieras visto al mismísimo demonio.
Le conté.
Todo.
La casa, el sótano, Lupita, la voz, la llamada.
Él escuchó, sin interrumpir, jugueteando con un rosario entre los dedos.
Cuando terminé, se quedó pensativo.
—Mira —empezó—. Yo soy cura, no psiquiatra. Siempre tengo que preguntarme primero si hay una explicación natural antes de decirte que andas metido con cosas del otro mundo. Pero también he visto cosas que no se explican nomás con ciencia. Y tu tío Rogelio… —suspiró—. Ese hombre jugó a cosas que no entendía.
—¿Usted cree en eso? —pregunté—. ¿En pactos y demonios?
Él se encogió de hombros.
—Creo en el mal —dijo—. Y creo que el mal se pega donde se le deja. En las personas, en los lugares, en las historias. Si esa casa fue escenario de cosas torcidas, hay memoria. Como una mancha.
Pausó.
—¿Tú qué quieres hacer? —preguntó después—. Más allá de si hay “algo” o no, ¿qué quieres hacer con esa casa?
No lo había pensado así.
Siempre había hablado de lo que “debería”: arreglarla, rentarla, venderla.
No de lo que quería.
Pensé en las noches sin dormir, en los ruidos, en la voz diciendo mi nombre, en Lupita diciéndome “no vuelva a esa casa”.
Pensé también en mis deudas, en mi trabajo inestable, en la realidad.
—Quiero… no estar ahí —admití—. Quiero venderla, olvidarla. Pero me siento… tonto. Como si estuviera huyendo. Como si le estuviera teniendo miedo a algo que a lo mejor no es nada.
El padre asintió.
—A veces, la valentía no es quedarse donde te hace daño —dijo—. Es saber cuándo irte. No veo cobardía en no forzarte a vivir en un lugar que te descompone el alma. Si fuera tu consultorio, tu taller, tu escuela, te diría que te lo tomes con calma, que veamos opciones. Pero es una casa. Y tú no eres un árbol. No tienes raíces ahí.
Se inclinó hacia mí.
—Si fuera mío —confesó—, yo no viviría ahí. La bendeciría, sí. Por ti. Por los vecinos. Por la memoria. Pero no me quedaría. Y si de por sí quieres vender… pues mira: dos por uno.
—¿Y si lo que sea que hay ahí… se enoja? —pregunté, sintiéndome ridículo incluso al decirlo.
El padre sonrió, cansado.
—Si hay algo ahí —dijo—, no te quiere por ti, Luis. Te quiere por lo que representas: la misma sangre, el mismo apellido, el mismo trato. Si no le sigues el juego, si no te enganchas, se va a quedar solo, revolcándose en sus propias sombras. Y tarde o temprano, la luz gana.
Sonaba bonito.
Sonaba mucho más fácil de lo que se sentía.
Me dio agua bendita, unas oraciones, y me dijo que, si lo decidía, él podía ir conmigo un día a la casa, echar una bendición general antes de ponerla en venta.
Salí de la parroquia sintiéndome un poco más ligero.
Decidido.
Llamé a un agente inmobiliario conocido de mi tío.
—La quiero vender rápido —le dije—. No me importa hacerle gran negocio. Nomás que salga.
Mientras él tomaba nota, mi celular vibró con otro mensaje.
Número desconocido.
Lupita: No se le olvide lo que le dije. No vuelva a esa casa.
Le respondí.
Yo: Voy a ir sólo una vez más. Para sacar mis cosas. Luego, la vendo.
Tardó.
Luego contestó.
Lupita: No vaya solo.
Me reí.
Yo: No voy solo. Va el padre. Con agua bendita, como usted quería.
No hubo respuesta.
El último día que fui a la casa lo recuerdo con una claridad que duele.
Fui en sábado.
El tráfico estaba insoportable.
El padre Ignacio venía conmigo, en el asiento del copiloto, con una mochila donde traía agua bendita, un crucifijo y un libro de oraciones.
—Nunca pensé que iba a hacer un exorcismo de casa en la Portales —bromeó, tratando de relajar el ambiente.
Yo sonreí, sin muchas ganas.
Al llegar, la casa estaba igual que siempre.
Polvo en la banqueta.
Flores moradas de la jacaranda pegadas a la reja.
Un perro flaco dormido en la sombra.
Abrimos.
Entramos.
El padre roció agua bendita en las esquinas, murmurando oraciones.
Yo subí por mis cosas: la cafetera, algunos libros, el par de tenis que había dejado.
Evité mirar hacia la puerta lateral.
Evité pensar en la voz.
Todo iba relativamente bien.
Hasta que bajamos al pasillo.
No pensábamos abrir.
Sólo pasar frente a la puerta.
Pero al llegar, nos detuvimos.
No por voluntad.
Por sorpresa.
La puerta estaba entreabierta.
Yo sabía, con certeza absoluta, que la había cerrado.
No sólo cerrada: la recordaba empujada con fuerza, casi azotada, la primera vez.
Ahora, un dedo de la oscuridad de abajo se asomaba por la rendija.
El padre se puso tenso.
—¿Tú la dejaste así? —preguntó.
—No —dije, sintiendo que el corazón se me iba a salir—. Yo… no.
Tragué saliva.
—Puede ser… un movimiento de la casa —intenté—. La humedad. El calor.
Ni yo me creí.
El padre se colocó frente a la puerta.
Hizo la señal de la cruz.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo —dijo, fuerte.
Del otro lado, algo golpeó.
Dos, tres, cuatro veces.
El mismo sonido que había escuchado aquellas noches.
El padre no se movió.
—Esta casa está bajo el cuidado de Dios —anunció—. Cualquier cosa que aquí se haya invocado, yo la ato en nombre de Jesucristo. No tiene poder sobre los vivos. No tiene poder sobre Luis.
El aire se hizo pesado.
Yo empecé a marearme.
—Padre… —susurré.
Él siguió.
—Si hay almas en pena —dijo—, que encuentren descanso. Si hay presencia contraria, que se retire de aquí, de este lugar, de esta familia.
La puerta vibró.
No como si alguien la golpeara desde abajo.
Como si respirara.
—Vámonos —dije, tirándole del brazo.
Se resistió.
Abrió la boca para seguir orando.
Y entonces lo escuchamos.
La voz.
Mi nombre.
Luis.
Pero no sólo.
Otra palabra.
Clarita.
Casi dulce.
“Qué-da-te”.
El padre me miró.
En sus ojos, por primera vez, vi miedo.
Un miedo viejo.
No supo qué oración decir.
Yo tampoco.
Lo único que se me ocurrió fue lo que me había dicho Lupita.
—No puedo ayudarles —dije, en voz alta, sintiéndome idiota—. No puedo ayudarles.
Silencio.
Se lo repetí.
—No puedo ayudarles. No puedo. No quiero trato.
La presión en el pecho se aflojó un poco.
La puerta dejó de vibrar.
El padre aprovechó.
Roció agua bendita directamente sobre la rendija.
El agua chispeó, como si hubiera caído sobre aceite caliente.
Un olor a quemado llenó el pasillo.
No era madera.
No era plástico.
Era… algo más.
Algo que no quiero volver a recordar.
—¡Vámonos! —gritó el padre, ahora sí, sin pose—. ¡Ya!
Subimos casi corriendo.
Salimos por la puerta principal.
En la calle, el aire se sentía distinto.
Más ligero.
Más frío.
Nos quedamos un momento en la banqueta, jadeando.
El perro flaco nos miró, como preguntando si habíamos terminado.
—Eso no fue “nada” —dijo el padre, finalmente—. Sea lo que haya sido… no le gusta que lo ignoren.
Me reí, nervioso.
—Pues que se acostumbre —respondí—. Porque no voy a volver.
Y no volví.
El agente inmobiliario vino unos días después.
Tomó fotos.
Hizo preguntas.
—¿Y el sótano? —preguntó, más por costumbre que por otra cosa.
—Está ahí —dije—. Tiene humedad. No lo recomiendo.
Me miró raro.
—La gente le gusta usar sótanos —comentó—. Para bodegas. O para departamentitos. Podríamos decir que…
—No —lo interrumpí, con firmeza que me sorprendió—. No se menciona. Si el comprador quiere abrir, es su problema. Pero yo no le vendo eso.
Me encogí de hombros.
—Ya sé que baja el precio —añadí—. Me da igual.
La casa se vendió en menos de un mes.
Una pareja joven, con un bebé, la compró.
Sentí un nudo en la garganta cuando firmé.
Pensé en decirles algo.
Advertir.
Pero si algo había aprendido es que cada quien escoge su manera de aprender.
Como dijo Lupita.
Dejé algo, eso sí.
A escondidas.
Una notita, pegada con cinta adentro del clóset de la recámara principal.
Decía:
“No abran el sótano. No vale la pena. —L”.
Tal vez la encuentren.
Tal vez no.
Tal vez piensen que es una broma.
Tal vez un día, a las tres de la mañana, escuchen su nombre y se acuerden.
Yo me fui.
Regresé al pueblo un tiempo.
Luego me mudé a Querétaro, donde conseguí un trabajo en una agencia medio decente.
Empecé a dormir bien.
Casi siempre.
Porque, de vez en cuando, en noches raras, sueño con una puerta.
A veces está cerrada.
A veces, entreabierta.
Detrás, siempre, esa voz.
Mi nombre.
Su invitación.
“Qué-da-te”.
Y la de otra voz, la de Lupita, haciéndole eco, como recordatorio:
“No vuelva a esa casa”.
No he vuelto.
Ni pienso.
Y si algo aprendí de todo esto, además de hacerle caso a las señoras que dicen ver sombras, es que hay herencias que uno no tiene por qué aceptar.
Ni las de sangre.
Ni las de trato.
Ni las de casas con sótano.
Hay cosas, en este país, que se negocian.
El precio de los chayotes en el mercado.
El aguinaldo.
La renta.
Pero hay otras que no admiten regateo.
Tu vida, por ejemplo.
La mía.
Por eso, si alguna vez heredas una casa vieja en una colonia tranquila de la Ciudad de México, con jacaranda en la banqueta y una puerta de sótano cubierta de polvo…
Hazme caso.
Déjala ir.
Porque no todas las puertas se hicieron para abrirse.
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