“Están aquí por mí”, susurró la directora ejecutiva con la voz temblorosa… Quince segundos después, la verdadera identidad del padre soltero que trabajaba como su chofer la dejó paralizada: no era solo un empleado, ni un aliado, ni un desconocido; era el hombre al que había condenado sin saberlo años atrás, y ahora venía a cobrar una verdad enterrada bajo millones de dólares y una mentira mortal.
Historia: “El silencio del padre soltero”
El reloj del despacho marcaba las 2:17 de la madrugada.
El edificio de Helix Corporation, una torre de vidrio que rozaba las nubes de Madrid, parecía dormido. Pero en el piso 57, Alicia de la Vega, directora ejecutiva y la mujer más temida del mundo financiero, seguía despierta, observando un archivo encriptado que no debía existir.
En la pantalla, una frase parpadeaba:

“Proyecto Estrella – Confidencial – No abrir.”
Alicia sabía que si hacía clic, todo cambiaría. Pero la curiosidad fue más fuerte que el miedo.
El archivo se abrió.
Dentro, una sola línea de texto:
“Él lo sabe todo. Y está más cerca de lo que imaginas.”
En ese instante, la puerta del despacho se entreabrió suavemente.
Era Gabriel Ruiz, su chofer. Un hombre de unos cuarenta años, de mirada serena y voz tranquila. Padre soltero, siempre discreto, siempre puntual. Llevaba dos años conduciéndola a todas partes, escuchando sus llamadas, viendo su mundo sin pertenecer a él.
—Señora, ¿necesita que la lleve a casa? —preguntó con su tono habitual.
—No… —Alicia dudó—. No aún.
Mientras él esperaba en silencio, la ejecutiva sintió algo diferente. No era solo cansancio; era miedo.
Había recibido una llamada anónima esa misma noche: una voz masculina, distorsionada, le había dicho tres palabras que la habían hecho temblar.
“Están aquí por ti.”
Y ahora Gabriel estaba allí, mirándola con esos ojos profundos que parecían saber más de lo que decía.
—¿Dónde está su hijo, Gabriel? —preguntó ella de pronto.
El hombre parpadeó, sorprendido.
—En casa. Durmiendo, supongo. ¿Por qué?
Alicia no respondió. Solo guardó silencio mientras el reloj seguía avanzando, marcando un segundo tras otro como si el tiempo se fuera agotando.
Horas antes, a las 20:00, Alicia había recibido un informe interno sobre una serie de desvíos financieros en la empresa. Cifras manipuladas, transferencias a cuentas fantasma. Todo apuntaba a un proyecto llamado “Estrella”, clausurado hacía ocho años después de una tragedia en Marruecos. Un accidente químico que mató a 43 personas. Oficialmente, fue culpa de un proveedor.
Pero Alicia recordaba lo que firmó.
Sabía que no fue un accidente.
Lo que no sabía era que entre los muertos había estado la esposa de Gabriel.
Mientras el silencio dominaba la oficina, el móvil de Alicia vibró.
Un mensaje desconocido:
“No confíes en el chofer.”
Ella alzó la vista.
Gabriel seguía allí, inmóvil, con las manos en los bolsillos del abrigo.
—¿Todo bien? —preguntó él, con calma.
—Sí —mintió ella—. Todo bien.
Pero su pulso decía otra cosa.
Decidió marcharse. Bajaron juntos en el ascensor. El reflejo en el espejo metálico los mostraba como dos extraños atrapados en una cápsula de tensión.
Alicia observaba el rostro de Gabriel. Había algo en él que ahora le resultaba distinto: una serenidad demasiado perfecta, una paciencia peligrosa.
El ascensor se detuvo en el nivel -3, el garaje privado.
Cuando las puertas se abrieron, la oscuridad los envolvió.
El coche estaba allí, el Mercedes negro de siempre. Gabriel abrió la puerta trasera para ella, pero Alicia no subió.
—¿Dónde estuvo antes de venir a buscarme? —preguntó, con voz fría.
Él levantó una ceja.
—En casa. Con mi hijo.
Ella encendió la linterna de su móvil y apuntó al asiento del copiloto.
Sobre el cuero, una gota seca de sangre.
—¿Qué es esto? —susurró.
Gabriel miró la mancha y sonrió, casi con tristeza.
—Nada que le preocupe.
—Responda.
Entonces él dio un paso atrás.
Y por primera vez, Alicia vio algo en sus ojos: una sombra de ira contenida.
—Ocho años, señora —dijo en voz baja—. Ocho años esperando esta noche.
Alicia retrocedió un paso.
—¿Quién es usted realmente?
Él respiró hondo, como quien decide dejar caer una máscara.
—Soy el marido de Laura Medina. Ella trabajaba en la planta de Tánger cuando estalló el “accidente”. ¿Lo recuerda? Ustedes dijeron que fue culpa del clima. Pero yo encontré los documentos que usted firmó. Usted aprobó los cortes de seguridad. Usted la mató.
Alicia se quedó sin voz.
Gabriel sacó un pequeño dispositivo del bolsillo: una grabadora.
—Esta noche usted va a decir la verdad.
Pero antes de que pudiera acercarse, un disparo retumbó desde el fondo del garaje.
Un cristal se rompió.
Gabriel se cubrió el hombro; la sangre comenzó a mancharle la camisa.
Alicia gritó y se agachó tras el coche.
De la oscuridad emergieron dos hombres con traje negro.
—Señora de la Vega —dijo uno de ellos—. Venga con nosotros, es por su seguridad.
Alicia entendió entonces: no estaban allí por ella. Estaban allí por él.
Gabriel, herido, intentó levantarse.
—¿Los contrató usted? —gruñó.
—No —jadeó Alicia—. No sé quiénes son.
Pero sí lo sabía.
Eran del Departamento de Seguridad Interna de Helix.
Y si estaban allí, era porque alguien dentro de la empresa había descubierto que ella abrió el archivo “Estrella”.
La balacera duró apenas segundos.
Gabriel logró derribar a uno de los hombres, pero el otro lo golpeó con la culata del arma. Alicia corrió, tomó el coche y lo encendió, gritando:
—¡Suba!
El motor rugió y los neumáticos chirriaron contra el suelo mojado.
Salieron del garaje a toda velocidad, dejando atrás el eco de sirenas y luces de emergencia.
Mientras conducía, Alicia trataba de contener el temblor de sus manos.
Gabriel respiraba con dificultad.
—Tiene que llevarme a mi hijo… —susurró.
—Primero hay que entender qué está pasando —replicó ella—.
Él rió débilmente.
—Lo que pasa… es que alguien no quiere que se sepa la verdad.
Llegaron a una casa modesta en las afueras de la ciudad. Allí, dormía un niño de unos diez años. Gabriel lo abrazó con lágrimas en los ojos.
—Te prometí que hoy todo cambiaría —le dijo al oído.
Alicia observaba desde la puerta.
Por primera vez en años, se sintió culpable.
No como ejecutiva, sino como ser humano.
—Gabriel… —dijo con voz temblorosa—. No sabía que ella…
—Claro que lo sabía. Solo eligió no mirar.
Alicia bajó la cabeza.
—Si habla, también me matarán.
—Entonces hable. Que al menos valga la pena morir.
Amanecía cuando subieron de nuevo al coche.
Gabriel había transferido los archivos secretos a una memoria que llevaba colgada del cuello.
—Si algo me pasa —le dijo—, entréguelos a la prensa.
—Lo haré —prometió ella.
Pero cuando el reloj marcó las 7:45, un camión negro se cruzó en su camino.
El choque fue brutal.
El coche quedó destrozado.
Gabriel protegió a su hijo con su cuerpo.
Alicia perdió el conocimiento.
Despertó en un hospital.
Dos días después.
En la televisión, las noticias hablaban de un “accidente trágico” en la autopista M-30.
El padre y el hijo estaban desaparecidos.
Solo se encontró un colgante con una memoria USB quemada.
Alicia lloró por primera vez en años.
Pero al revisar su bolso, halló algo que no debía estar allí:
una segunda memoria, idéntica a la del colgante.
Y un papel doblado.
“Ellos creen que me tienen. Pero la verdad está contigo ahora.
No olvides: Estrella nunca se apaga.”
Semanas después, Helix Corporation colapsó bajo una investigación internacional.
Cuentas ocultas, sobornos, muertes silenciadas.
Alicia testificó.
Y desapareció.
Dicen que se fue a vivir a un pueblo costero con otro nombre.
A veces, por las noches, jura escuchar una voz grave detrás de ella, susurrando lo mismo que aquella primera noche:
“Están aquí por ti.”
Y cuando se da vuelta, solo encuentra el reflejo de un niño con los mismos ojos que Gabriel.
Fin.
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