En la fiesta de la empresa mi esposa eligió a su jefe para el “primer baile” delante de todos; herido, invité a su compañera… lo que pasó después dejó a mi esposa sin palabras y cambió nuestro matrimonio

Nunca pensé que una canción de salsa barata y unas luces de colores pudieran hacer tambalear diez años de matrimonio.

Pero supongo que así son las crisis de verdad: no llegan con rayos y truenos, sino disfrazadas de momento “divertido” en una fiesta de empresa.

Me llamo Marcos, tengo treinta y cuatro años, y siempre pensé que mi esposa Laura y yo éramos de esas parejas sólidas que no se dejan afectar por tonterías.

Creí eso hasta la noche del baile.

Hasta que vi a mi esposa levantarse, pasar de largo frente a mí, sonreír… y extenderle la mano a su jefe.

1. La fiesta de la empresa y el famoso “primer baile”

Laura trabaja en marketing en una empresa de tecnología llamada BrightLoop. Lo cuento porque, para ella, ese trabajo no es solo un empleo: es casi una identidad.

—Somos una familia —dice mucho cuando habla de sus compañeros—. No te imaginas lo unidos que estamos.

Durante todo el año, yo escucho nombres que se vuelven casi personajes secundarios en mi vida: Carla de diseño, Tomás de producto, y, desde hace unos meses, Sergio.

Sergio, el nuevo director de marketing.

Sergio, el que “viene de multinacionales”.

Sergio, el que “sabe llevar equipos”.

Sergio, el que “es súper exigente pero justo”.

Sergio por aquí, Sergio por allá.

—Te va a caer bien —me dijo ella mil veces—. Es muy carismático, no se parece al típico jefe.

No voy a mentir: cada vez que ella mencionaba la palabra “carismático”, una parte pequeña, infantil y celosa dentro de mí levantaba la ceja.

Pero confiaba en mi relación. Laura y yo llevábamos juntos desde la universidad. Habíamos sobrevivido a becas en ciudades distintas, a su etapa de prácticas eternas, a mi cambio de carrera. Pensaba que los “celos de jefe” eran cosa de telenovela.

Así que cuando nos llegó la invitación a la fiesta anual de la empresa, yo estaba incluso emocionado.

El correo decía:

“Cena de gala, pareja invitada, música en vivo, premios y sorpresas. Dress code: elegante, pero listos para bailar ;)”

Laura me enseñó el mensaje en el móvil, con ojos brillantes.

—Este año van a tirar la casa por la ventana —dijo—. Es la primera fiesta desde que llegó Sergio. Quiere hacer algo especial.

—Suena bien —respondí—. Así por fin conozco a la famosa “familia” de BrightLoop.

Ella rodó los ojos, sonriendo.

—Vas a ver que no exagero.


La noche de la fiesta, Laura salió del baño con un vestido rojo que no le había visto nunca. Ajustado, elegante, con la espalda medio descubierta.

Me dejó sin aire.

—¿Y ese vestido? —pregunté—. ¿Cuándo planeabas avisarme de que iba a salir con una modelo?

Ella rió, dando una vuelta sobre sí misma.

—Lo compré con el aguinaldo —dijo—. ¿Te gusta?

—“Me gusta” es poco —respondí, sincero—. Pero también me preocupa. ¿Sabes el poder de destrucción masiva que tienes con eso?

—Bobo —rió, acercándose a darme un beso—. Tú eres mi cita, ¿recuerdas?

Me puse mi mejor traje, nos tomamos unas fotos tontas en el espejo, y salimos.

El evento era en un salón de hotel, de esos que siempre huelen a mélange de perfume caro y alfombra recién aspirada.

Desde que entramos, me quedó claro que lo de “no escatimar” iba en serio: luces, escenario, banda en vivo, pantallas con el logo de BrightLoop, mesas decoradas.

—¡Laura! —gritó alguien.

Una mujer de pelo rizado, vestido verde, se abalanzó sobre mi esposa para abrazarla. Detrás venían un par de personas más, todos con la sonrisa amplia de quien está en noche libre pagada.

—Marcos, ellos son el equipo —dijo Laura, orgullosa—. Ella es Carla, él es Tomás, y esa de ahí, la alta, es Paula. Chicos, este es Marcos, mi esposo.

Me dieron la mano, me hicieron chistes, me preguntaron cosas de trabajo. Me sentí cómodo, como invitado bienvenido.

Hasta que lo vi.

Sergio.

Cuarenta y tantos, traje impecable, sonrisa automática. De esos hombres que entran y parece que el aire cambia un poco.

—¡Laura! —exclamó, acercándose a nosotros—. Qué guapa estás, por favor. Y tú debes ser el famoso Marcos.

No me hizo gracia la velocidad con la que dijo “qué guapa estás”, pero a la vez reconocí que era la clase de comentario que hacen los jefes carismáticos.

—El mismo —respondí, alargando la mano—. Encantado.

Su apretón fue fuerte, medido de forma casi profesional.

—Tienes una joya de mujer —dijo, mirándome a mí, pero con un ojo todavía en Laura—. Es una de las razones por las que este equipo funciona.

No sé qué me molestó más: si el “tienes una joya” o el “una de las razones”.

Pero sonreí. No iba a ser yo el que arruinara la noche con neurosis.

Nos sentamos, comimos, bebimos. Los discursos empezaron: el CEO, el director de recursos humanos, los clásicos chistes sobre lanzamientos fallidos y presentaciones que se alargan.

Yo miraba a Laura y me alegraba de verla feliz, riendo con sus compañeros. Pensaba: “Todo el esfuerzo que hace vale la pena si ella se siente así”.

Entonces la banda salió a tocar.

Y el maestro de ceremonias, con micrófono en mano, dijo la frase que empezó todo:

—¡Y ahora, como en toda buena fiesta, vamos con el primer baile! Pero no un baile cualquiera…

La gente murmuró, medio entretenida.

—Esta vez —continuó—, lo haremos con un pequeño juego. Cada persona del equipo va a elegir con quién quiere compartir su primer baile de la noche. Puede ser su pareja, su jefe, su mejor amigo de la oficina… ¡lo que su corazón diga!

Algunas mesas se rieron, otras aplaudieron. Yo pensé que era una dinámica tonta pero inofensiva.

La banda empezó a tocar una salsa suave.

Vi a varias parejas levantarse juntas. Un tipo de contabilidad sacó a su esposa casi arrastrándola, entre risas. Dos chicas de diseño se invitaron una a la otra.

Miré a Laura, sonriendo, con la mano ya medio extendida.

—¿Bailamos? —pregunté.

Ella me miró… y dudó una milésima de segundo.

Fue casi imperceptible, pero la conozco demasiado bien.

Su mirada se fue un microsegundo hacia Sergio, que estaba de pie al otro lado de la mesa, saludando a alguien.

Y en esa duda, algo se me cayó al estómago.

—Es que… —empezó ella—. Sergio me dijo que quería que bailáramos en el primer baile, como parte de la “energía del equipo” y no sé qué. Queda bien con recursos humanos, ya sabes, participación, integración…

La escuché como si me hablara desde el fondo de un túnel.

—¿Te dijo eso… antes de que viniéramos? —pregunté.

—Sí, pero… se me olvidó contarte. Fue en medio de una reunión, nada, una tontería.

Yo seguía con la mano a medio camino.

Ella no la tomó.

En cambio, se levantó, alisó su vestido y, con una sonrisa forzada, dijo:

—¿Te importa si este lo bailo con él? Después bailamos tú y yo todo lo que quieras, lo prometo.

Podría haber dicho mil cosas.

Que sí me importaba.

Que no me gustaba la idea.

Que era una falta de respeto.

Pero me vi rodeado de ojos, de música, de sonrisas. Sentí que, si decía algo, ella quedaría mal, yo quedaría como el marido celoso, y la noche se iría al traste.

Así que dije lo peor que podía decir en ese momento:

—Haz lo que quieras.

Ella pareció tomarlo como un “no pasa nada”.

—Te amo —susurró, rápido, dando un beso en mi mejilla—. Bailamos después, ¿sí?

Y se alejó hacia Sergio, que ya se dirigía hacia ella con la mano extendida, como si todo hubiera estado guionizado.

Yo me quedé de pie, con la mano colgando, el corazón atascado en algún punto entre el pecho y la garganta.


2. Yo, la compañera… y el golpe de efecto

Mientras veía a mi esposa sonriendo a su jefe en la pista de baile, sentí algo que no me había permitido sentir en mucho tiempo: humillación.

No celos simples.

Humillación.

No era que ella bailara con otros hombres. En otras fiestas lo había hecho, conmigo al lado, cambiando de pareja, sin problema. Yo también bailaba con amigas.

Era el contexto.

El primer baile de la noche.

La invitación a elegir a alguien “especial”.

La promesa no dicha de que ese momento era simbólico.

Ella había elegido a su jefe.

Delante de mí, delante de todos.

Y lo peor: con la excusa de “queda bien con recursos humanos”.

A mi lado, alguien carraspeó.

—Oye —dijo una voz femenina, tímida—. Si te sirve de consuelo, a mí también me dejaron plantada.

Me giré.

Era una chica delgada, de pelo recogido en una coleta alta, gafas, vestido azul oscuro. La había visto antes en fotos; si no me equivocaba, era Clara, una de las colegas de Laura.

—¿Clara, no? —pregunté, intentando concentrarme.

Ella sonrió, sorprendida.

—Sí, y tú eres Marcos, el famoso esposo paciente —dijo—. Perdona, sé que no es momento de bromas. Solo… me pareció injusto.

—¿El qué? —quise saber.

Señaló con la barbilla hacia la pista.

—Lo que pasó ahí —dijo—. Laura moría de ganas de bailar contigo. Lo sé porque lleva semanas diciendo “por fin Marcos va a venir y vamos a bailar toda la noche”. Pero Sergio empezó con su discurso de “tenemos que mostrar unidad”, “sería bueno que la gente viera a su líder cercano”, bla, bla… y ella se dejó convencer.

Tragué saliva.

—Ya veo —dije—. ¿Y tú? ¿También tenías un “primer baile” comprometido?

Clara se encogió de hombros.

—Nah. Yo vine sola. Pero igual da rabia ver cómo el jefe usa estas cosas para quedar bien y poner a sus empleados en situaciones raras. No eres el único que se ve desplazado esta noche.

Miré a la pista.

Sergio y Laura bailaban bien. Demasiado bien, para mi gusto. Él la giraba, ella reía, sus manos se deslizaban por su espalda en una forma que quizás hubiera sido inocente en otro contexto, pero que ahora me taladraba.

Sentí algo dentro de mí endurecerse.

No quería quedarme ahí parado, como parte del decorado. No quería ser el marido que aplaude desde la mesa mientras su esposa hace de figurante en el show de su jefe.

Volví la vista hacia Clara.

—¿Sabes bailar salsa? —pregunté.

Ella parpadeó.

—¿Yo? Más o menos… ¿por?

—Porque —dije, ofreciéndole la mano—, si mi esposa puede usar esta canción para quedar bien con su jefe, yo puedo usarla para recordar que no vine solo.

Clara me miró dos segundos, como calibrando la situación. Luego sonrió, una sonrisa difícil de leer, y aceptó mi mano.

—Pues vamos, “famoso esposo paciente” —dijo—. Demostremos que no eres de cartón.

Fuimos a la pista.

No voy a mentir: en parte, mi decisión fue una pataleta de ego herido. Pero también había algo más: una necesidad casi visceral de no quedarme fuera, de reclamar un poco de dignidad.

La banda seguía con la misma canción. Había varias parejas alrededor. Nosotros nos hicimos un hueco.

—Aviso —dijo Clara—: si me pisas, grito.

—Si yo te piso, tú písame de vuelta —repliqué—. Yo también tengo derecho a sufrir.

Eso la hizo reír.

La tomé de la mano, puse la otra en su hombro, y empezamos a movernos.

Al principio, mi cabeza estaba demasiado ocupada con la idea de que Laura podía verme. Veía a Sergio, a tres metros, girándola. Veía la luz sobre el vestido rojo. Sentía una mezcla de rabia y dolor.

Pero, poco a poco, el cuerpo empezó a seguir la música. No bailo mal; siempre me gustó. Clara se soltó también, y nos vimos improvisando giros, pasos, guiños a la banda.

—No está mal —dijo ella—. La fama no era exageración.

—¿Qué fama? —pregunté, curioso.

—La de que eres “demasiado bueno para ser verdad” —respondió—. El esposo fiel, el que lleva a Laura a todas partes, el que la apoya… Algunos aquí dicen que no existes.

—Vaya —reí, un poco amargo—. Pues aquí estoy, de carne y hueso, y con un orgullo bastante lastimado, por cierto.

Ella me miró un segundo, seria.

—Lo sé —dijo—. Y antes de que esto se ponga muy raro: gracias por invitarme, pero si lo estás usando solo para poner celosa a Laura, te aviso que no quiero ser herramienta de nadie.

Me gustó que lo dijera tan directo.

—Te lo prometo —respondí—. Estoy bailando para no sentarme en la mesa a beber como loco. Si ella se pone celosa, será problema suyo.

Clara asintió, como aceptando la respuesta.

Seguimos bailando.

En un momento, sentí una mirada fija en mi nuca. Giré, como casualidad, y encontré los ojos de Laura clavados en nosotros, sobre el hombro de Sergio.

No sé qué vio ella en nuestra postura. Quizá la forma en que Clara se reía. Quizá la mano de Clara sobre mi brazo. Quizá la diferencia entre lo que esperaba (un marido resignado, sentado) y lo que encontró (un marido que también sabía bailar sin ella).

Sea lo que sea, su expresión cambió.

De disfrutando, a incómoda.

De cómoda, a tensa.

De tensa, a molesta.

Sergio dijo algo en su oído. Ella asintió, forzando una sonrisa, pero sus ojos seguían volviendo hacia nosotros.

En algún punto, la canción cambió y se convirtió en un merengue más rápido. Las parejas se mezclaron, algunos se chocaban, otros se reían. Clara tropezó levemente y, por instinto, yo la sujeté por la cintura para que no se cayera.

Fue un gesto normal, automático.

Pero justo cuando lo hice, vi a Laura separarse de Sergio y salir de la pista, con el rostro frío.

—Y ahí va la bomba —murmuró Clara—. Creo que tu esposa no está muy feliz.

—Ya hablaremos en casa —dije, con el corazón acelerado.

Lo que no sabía era que la conversación empezaría antes incluso de llegar al coche.


3. Cuando la fiesta se rompió

La canción terminó. Clara y yo nos dimos un pequeño aplauso privado, entre risas.

—Gracias por el baile —dijo ella—. Al menos alguien más que yo se negó a ser extra en el show de Sergio.

—Gracias a ti —respondí—. Por no dejarme hacer el ridículo solo.

Regresamos a la mesa.

Laura no estaba.

Sergio tampoco.

Tomás y Carla charlaban de pie, con copas en la mano.

—¿Han visto a Laura? —pregunté, intentando sonar casual.

—Creo que salió un momento —dijo Carla—. Con Sergio. No sé si al baño, al fumadero o a la dimensión de los chismecitos, quién sabe.

Sentí un pinchazo.

Me disculpé y salí del salón.

El pasillo hacia los baños estaba medio oscuro. Había un par de personas de otras mesas riendo cerca del ascensor. No vi a Laura.

Fui hacia la zona de fumadores, una terraza lateral.

Y ahí estaban.

No estaban demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos. Sergio apoyado en la barandilla, copa en mano. Laura, frente a él, brazos cruzados, expresión dura.

Llegué justo a tiempo para escuchar:

—…te dije que esto iba a ser raro —decía ella—. Yo no quería que Marcos se sintiera así.

—Laura, no dramatices —respondió Sergio—. Es una fiesta. Un baile. Si tu marido se monta una película por una canción, el problema lo tiene él.

Mi pulso se aceleró.

—No es cualquier canción —replicó ella—. Y tú insististe en que fuera el “primer baile”. Sabes que eso tiene un simbolismo. Además, con lo que me dijiste de “quedar bien con la dirección”…

Sergio se encogió de hombros.

—Solo te sugerí algo que podía beneficiarte —dijo—. Están evaluando ascensos. No es mala idea que te vean cerca del liderazgo. Y al final, él también bailó con alguien. ¿Viste cómo se movía con Clara? No pareció sufrir mucho.

El comentario me cayó como un ladrillo.

—¿En serio le estás echando en cara que yo haya bailado con otra persona después de que tú le pidieras que manos para arriba porque querías tu show? —dije, avanzando.

Los dos se giraron.

Los ojos de Laura se abrieron grandes.

—Marcos… —susurró—. ¿Cuánto has escuchado?

—Lo suficiente —respondí—. Lo suficiente para saber que este plan fue idea de Sergio y tú te dejaste arrastrar porque te convenía.

Sergio se irguió, incómodo.

—No tienes derecho a ir por ahí espiando conversaciones ajenas —dijo—. Esto es un tema de trabajo, Marcos.

Reí, sin humor.

—No, Sergio —dije—. Un tema de trabajo es si hacen o no home office. Esto es un tema de respeto. Y ahí sí tengo algo que decir, porque afecta a mi matrimonio.

Laura dio un paso hacia mí.

—Marcos, por favor, no armemos un escándalo aquí —pidió, en voz baja—. No delante de todos. Te lo explico…

—¿Explicarme qué? —corté—. ¿Que tu jefe te “sugirió” que le regalaras el primer baile de la noche por si te suben de puesto? ¿Que no pudiste decirle que no porque “es bueno para tu carrera”? ¿Que mi lugar como pareja vale menos que quedar bien con recursos humanos?

Ella apretó la mandíbula.

—No es así de simple —dijo—. Sabes lo mucho que me ha costado llegar donde estoy. Tú mismo me animaste a aprovechar oportunidades.

—Te animé a crecer —respondí—. No a que sacrificáramos nuestra dignidad en el altar del carisma de Sergio.

Sergio resopló.

—Estás exagerando —dijo—. De verdad, los dos. Yo solo propuse una dinámica para cohesionar al equipo. Si tu ego no puede soportar que tu esposa baile con otra persona…

Y ahí fue el momento en el que la discusión se volvió realmente seria.

Sentí algo encenderse dentro de mí.

—Mira, Sergio —dije, dando un paso hacia él—. No es mi ego. Es tu incapacidad para entender límites. Yo no voy al trabajo de Laura a decirle con quién tiene que bailar. No la pongo en una situación en la que tiene que elegir entre su pareja y quedar bien con el jefe. Eso lo hiciste tú.

Él levantó la barbilla.

—Soy su jefe —respondió—. Y como líder, promuevo actividades para integrar al equipo. No tengo por qué pedirle permiso a nadie para eso.

—No —dije—. No tienes que pedirme permiso para una dinámica cualquiera. Pero sí puedes mostrar algo de sentido común. Porque ahora mismo no eres un gran líder integrando: eres un tipo de cuarenta y tantos años que insiste en bailar “el primer baile” con una subordinada casada. Y eso, Sergio, tiene otro nombre.

Su rostro se tensó.

—Cuidado con lo que insinúas —advirtió.

—No insinúo nada —dije—. Solo digo lo que vi. Y por suerte, no soy el único.

En ese momento, como si el banco de guionistas del universo se hubiera levantado, alguien más apareció en la terraza.

Clara.

—¿Todo bien aquí? —preguntó, mirando de uno a otro—. El ambiente huele a drama.

Laura la miró, sobresaltada.

—Clara, no es buen momento…

—Marcos solo está haciendo una escena —intervino Sergio—. Nada grave.

Clara me miró.

Yo la miré a ella.

Y algo en su expresión me dio valor.

—¿Una escena? —repetí—. Curioso, porque tú fuiste el primero en montar una cuando preguntaste por qué Clara no te eligió a ti para bailar.

Los ojos de Sergio se abrieron.

—Eso fue en tono de broma —dijo.

Clara cruzó los brazos.

—No sonó tan a broma cuando hiciste ese comentario en la mesa —dijo—. “Ah, Clara, parece que prefieres al esposo de tu compañera que a tu querido jefe, ¿eh?” Delante de todos. Algunos nos reímos por compromiso. Pero fue incómodo.

Laura me miró, confundida.

—¿Eso pasó? —preguntó.

Clara asintió.

—Sí, Lauris. Tú estabas en la pista con él. No lo oíste. Pero a varios nos pareció… inapropiado.

Sergio la fulminó con la mirada.

—Clara, no te metas donde no te llaman —gruñó.

—Sí me llaman —replicó ella—. Porque estoy harta de que uses este tipo de situaciones para quedar bien mientras incomodas a la mitad del equipo. Y de que metas a la gente en líos con sus parejas.

Hubo un silencio tenso.

Sergio miró a Laura, como esperando apoyo.

—Laura —dijo—, diles tú. Diles que no hay ningún problema, que todo es un malentendido.

Laura respiró hondo.

Y en esa respiración, vi el conflicto en su rostro.

Entre su lealtad a la empresa.

Su necesidad de agradar.

Y la realidad que se le estaba desmoronando en directo.

—Yo… —dijo, mirando al suelo—. Yo pensé que era solo una propuesta de dinámica. Pero ahora, viéndolo desde afuera… entiendo por qué Marcos está así. Y por qué Clara también.

Al decir eso, sus palabras eran como un hilo que se cortaba.

El rostro de Sergio cambió.

—Muy bien —dijo, frío—. Si así lo ven, no tiene caso seguir defendiendo mis intenciones. Disfruten la fiesta.

Dejó su copa en una mesa y se fue, con pasos rápidos.

Clara se quedó un segundo más, mirándonos.

—Perdón si me metí de más —dijo—. Pero honestamente, esto ya venía oliendo raro desde hace tiempo. Yo solo no quería ser parte.

Puso una mano en mi brazo.

—Marcos, tu baile fue agradable, pero no quiero ser motivo de más peleas. Hablen ustedes. Buenas noches.

Y se fue.

Quedamos Laura y yo, solos en la terraza, con la música de fondo y un montón de palabras atoradas.


4. La pelea en el coche

El camino de vuelta a casa fue un hervidero silencioso.

Yo con las manos tensas en el volante.

Ella mirando por la ventana.

La radio apagada, los movimientos mecánicos: cinturón, llave, cambio de marcha.

En algún momento, no pude más.

—Entonces —dije, sin quitar la vista de la carretera—. ¿Era cierto eso de que Sergio te pidió el primer baile en una reunión?

Laura tardó en responder.

—Sí —admitió—. Lo dijo como parte de una “sorpresa” que quería para la noche. Que sería divertido que algunos elegidos bailaran con él. Dijo tu nombre también, como posible opción. Que había oído que bailabas bien.

—Pero al final el “elegido” fuiste tú —dije.

—Insistió —respondió—. Yo… quise decir que no. Pero estaba todo el equipo, y ya sabes cómo es: si dices que no, quedas como la aguafiestas.

—Podrías haberme contado antes —dije—. Por lo menos para que no me enterara cuando ya tenías un guion con tu jefe.

Ella apretó los dientes.

—No quería hacerte sentir incómodo —dijo—. Pensé que si lo mencionaba se iba a convertir en un problema antes de tiempo.

—¿Y crees que no se convirtió en problema igual? —repliqué—. Estabas literalmente ensayando mi reacción en tu cabeza, pero sin darme la oportunidad de reaccionar de verdad.

—No lo ves —dijo ella—. En tu mundo, los jefes son normales. En la oficina es distinto. Hay juegos de poder, hay expectativas. No es tan fácil decir “no”.

—Pues justo por eso deberías haberme tenido a tu lado, no enfrente —respondí—. Si te sentías presionada, podíamos haber armado algo juntos. Un chiste, una salida. Pero en vez de confiar en mí, me colocaste como espectador.

Ella suspiró, exasperada.

—¿Y tú? —lanzó—. ¿Qué fue eso de salir a bailar con Clara como si fuera tu cita? ¿Sabes lo ridículo que me sentí cuando te vi reír con ella, agarrarla de la cintura…?

—¿En serio me estás preguntando eso? —me giré un segundo, incrédulo—. ¿Después de que me dejaste con la mano extendida para irte con Sergio porque “era bueno para tu carrera”?

—Yo no estaba coqueteando —dijo—. Era un baile simbólico. ¡Todo el mundo lo sabía!

—Yo no —dije—. Yo solo vi a mi esposa eligiendo a otro hombre en un momento que se planteó como elección significativa. Si no querías que tuviera significado, podrías haber exigido que la dinámica fuera distinta. O haber dicho que preferías bailar conmigo primero.

Ella se calló.

En el semáforo, la luz roja nos envolvió.

—Lo peor —continué— es que encima Sergio hace chistes sobre Clara bailando conmigo y tú ni enterada. Porque estabas muy ocupada quedando bien con él.

—No es justo —dijo ella, con voz más baja—. Siempre me has apoyado. Siempre me has dicho que no quieres que renuncie a mis oportunidades. Y ahora me lo tiras en la cara.

—Te apoyé cuando se trataba de trabajar más, de estudiar, de viajar por proyectos —respondí—. Nunca dije que tenías que poner tu matrimonio en segundo plano para impresionar a tu jefe.

Ella se quedó mirando sus manos.

—Cuando te vi bailando con Clara —confesó—, sentí algo horrible. Como si estuviera viendo una versión de mí misma que no me gustaba.

—¿Qué versión? —pregunté.

—La que pone a otra persona en el centro de la escena y deja a su pareja en la periferia —dijo—. Me dolió. Y luego pensé: “Si esto me duele a mí, entonces lo que acabo de hacer debe haberle dolido el doble a él”.

Sus ojos se humedecieron.

—¿Y por qué no lo pensaste antes? —pregunté, suave.

—Porque estaba cegada —admitió—. Cegada por querer agradar, por querer ser la “empleada estrella”. No me di cuenta de que estaba actuando igual que mis compañeras cuando se ríen de chistes que no les hacen gracia para no quedar mal.

Guardé silencio.

Al llegar a casa, aparqué, apagué el motor, pero no bajamos.

Ella se giró hacia mí.

—Sé que te herí —dijo—. Lo vi en tu cara. Y vi tu orgullo cuando saliste a bailar con Clara. Y te juro que, en ese momento, sentí que te estaba perdiendo, no por otra mujer, sino por mi propia torpeza.

Yo me quedé mirando el volante.

—No te voy a mentir —dije—. Me dolió como el infierno. Me sentí pequeño, descartado. Y sí, cuando bailé con Clara fue, en parte, por orgullo. Pero también fue un recordatorio para mí. De que no tengo por qué quedarme sentado aplaudiendo.

Ella asintió, con la vista baja.

—Lo sé —repitió—. Y me da miedo. Me da miedo que esto haya roto algo que no sé si vamos a poder pegar.


5. Lo que dijo Clara después

Los días siguientes fueron fríos.

No nos gritábamos, pero había una distancia rara. Cada uno se movía en casa como si tuviera un mapa distinto del territorio.

Laura iba al trabajo con un nudo en el estómago. Yo la veía dudar frente al armario, escoger ropa menos llamativa.

—No quiero darle más motivos a Sergio para creer que puede opinar —dijo, un día—. Y tampoco quiero darle motivos a nadie para chismear.

Una tarde, cuando yo volvía del trabajo, mi teléfono sonó.

Era un número desconocido.

—¿Hola? —respondí.

—Marcos, soy Clara —dijo una voz al otro lado—. ¿Tienes un minuto?

Me sorprendió, pero dije que sí.

Ella suspiró.

—Solo quería pedirte disculpas —empezó—. Por haber estado en medio de todo esto. No me di cuenta de cuán tensa estaba la cuerda hasta que casi se rompe.

—No tienes nada que disculpar —respondí—. Al contrario. Gracias por hablar en la terraza.

—No lo hice por ti —dijo—. Bueno, no solo por ti. Lo hice porque llevo meses viendo cosas que me incomodan y nadie decía nada. Lo del baile solo fue la gota.

La dejé hablar.

—Sergio tiene esa manía de usar su “carisma” para cruzar líneas —continuó—. Comentarios sobre la ropa, peticiones de “hazte la simpática con el cliente”, cosas así. A muchas les hace sentir incómodas, pero como también abre puertas, se quedan calladas.

—¿Y Laura? —pregunté—. ¿También se siente incómoda?

—Con él, a veces sí —respondió—. Solo que también lo admira. Ve cosas que tú y yo no vemos: proyectos, negociaciones. Es fácil confundir admiración con tolerancia.

Hubo un pequeño silencio.

—Te cuento esto —dijo— porque el otro día hablé con ella. Le dije que, desde fuera, lo del baile se vio muy mal. No solo para ti, sino para nosotras. Como si Sergio pudiera “elegir” con quién bailar y todas tuviéramos que seguirle el juego.

—¿Y qué dijo ella? —pregunté.

—Se le cayó la venda —respondió—. Literalmente la vi caer. Me dijo que no se había dado cuenta de cuánto estaba cediendo para “encajar”. Y que tú se lo habías dicho en otras palabras. Y me pidió un favor.

—¿Cuál? —pregunté.

—Que te llamara —dijo—. Que te dijera que está intentando poner límites en la oficina, pero que tiene miedo de que ya sea demasiado tarde en casa.

Sentí un nudo en la garganta.

—No es tarde —dije, más para mí que para Clara—. No quiero que lo sea.

—Pues entonces hablen —dijo ella—. De verdad. Sin jefes, sin fiestas, sin terrazas de hotel. Ustedes siempre parecían la pareja más cercana del equipo. Sería una pena que un tipo como Sergio los quebrara.

Sonreí, triste.

—Gracias, Clara —dije—. Por todo. Y perdón por haberte arrastrado a mi mini venganza improvisada con ese baile.

Ella rió.

—No te preocupes —dijo—. Al menos bailé mejor que Sergio.


6. El baile que sí importaba

Esa noche, cuando Laura llegó, estaba agotada.

Se soltó el cabello, dejó el bolso en la silla, se quitó los zapatos.

Yo estaba en la sala, sin televisión, solo con una lámpara encendida.

—¿Podemos hablar? —pregunté.

Ella se detuvo un segundo.

—Siempre que no sea de Sergio —dijo—. Hoy ya tuve suficiente.

—No quiero hablar de él —respondí—. Quiero hablar de nosotros. Y del baile.

Sonrió, sin humor.

—¿Otra vez? —suspiró—. Pensé que ya habíamos… girado la página”.

—La hemos pasado demasiado rápido —dije—. Y hay algo que no hemos hecho.

Ella se sentó frente a mí.

—¿Qué cosa? —preguntó.

Me levanté, fui al mueble, puse música en el altavoz del salón. No salsa esta vez, sino una canción lenta que nos gustaba desde la universidad.

Una balada algo cursi, sí.

Le tendí la mano.

—El único “primer baile” de esa noche que me importaba era este —dije—. El que no hicimos.

Ella me miró, confundida, emocionada, con los ojos brillantes.

—Marcos…

—Sé que fue una tontería —continué—. Quizá a ojos de otros sea ridículo. Pero para mí, ese momento, ese gesto, significó algo. Y necesito que reconstruyamos ese algo los dos, no con excusas, sino con presencia.

Ella agarró mi mano.

Se levantó.

Nos acercamos, despacio, en medio del salón. Puse mis manos en su cintura. Ella enredó los dedos en la parte de atrás de mi cuello.

Empezamos a movernos, apenas, al ritmo.

Tardó unos segundos, pero finalmente habló.

—Hablé con Clara —dijo—. Me contó que te llamó.

—Sí —respondí.

—También hablé con recursos humanos —añadió—. Y con otras compañeras. No fui la única que se sintió presionada por lo del baile. Algunas dijeron que estaban hartas de este tipo de “dinámicas” que en el fondo son prueba de lealtad disfrazada de juego.

—¿Y qué vas a hacer? —pregunté.

Ella respiró hondo.

—Puse un límite —dijo—. Les dije que no me sentía cómoda con esas cosas, y que, si querían que la gente se integrara, buscaran opciones que no nos pusieran a elegir entre nuestra vida personal y la imagen de la empresa.

—¿Y qué dijo Sergio? —pregunté, casi temiendo la respuesta.

—Se molestó —admitió—. Dijo que estaba exagerando, que no tenía maldad. Pero cuando vio que no estaba sola —que Clara y otras también lo respaldaban—, se calló. No sé si me va a afectar en la carrera, pero estoy dispuesta a cargar con eso.

—No debería —dije—. Decir que no a algo que te incomoda no debería costarte el crecimiento.

—Lo sé —respondió—. Pero si crecer implica tragarse siempre la incomodidad, entonces no sé si es el tipo de crecimiento que quiero.

Sentí orgullo.

Orgullo de ella.

Orgullo de que pudiera usar esa valentía en su mundo.

—Yo también tengo algo que decirte —añadí, buscando sus ojos—. Cuando invité a Clara a bailar, fue, en parte, por rabia. Por orgullo. Pero también fue porque necesitaba recordarme que no soy solo “tu esposo”, la figura de fondo. Soy una persona con límites, con dignidad. No fue justo hacerte daño así, aunque quisiera demostrar algo.

Ella negó con la cabeza.

—No voy a decir que no me dolió —respondió—. Me partió verlos reír, verte agarrarla, sentir ese pinchazo de celos que nunca había sentido contigo. Pero también fue como verme a mí misma en un espejo. Creo que necesitábamos ese choque para darnos cuenta de dónde nos estábamos descuidando.

—¿Dónde? —pregunté.

—En los pequeños gestos —dijo—. En pensar que el otro siempre va a entender, siempre va a perdonar, siempre va a estar ahí, aunque lo dejemos para “después” por el trabajo, los compromisos, los jefes.

Apoyó la cabeza en mi hombro.

—Te prometo algo —susurró—: nunca más voy a aceptar una “dinámica” que me ponga a ti en segundo plano solo para quedar bien con alguien que firma cheques. Mi carrera es importante, pero no tanto como lo que hemos construido juntos.

—Y yo te prometo —respondí— que, si algo así vuelve a pasar, no me lo voy a tragar en silencio solo para evitar conflictos. Te lo diré antes, cuando todavía sea un malestar, no cuando ya sea una herida.

Nos quedamos así, bailando, en nuestro salón pequeño, con nuestra lámpara apagándose poco a poco porque la bombilla estaba floja.

No había focos, ni compañeros, ni jefes. No había dinámicas ni premios.

Solo nosotros.

Y ese baile.


7. Lo que aprendimos (aunque nos costó el orgullo)

La historia del baile en la fiesta se convirtió, con el tiempo, en una especie de chiste privado.

Cuando alguien en la tele dice “primer baile”, nos miramos y nos reímos.

Cuando en el trabajo de alguno proponen una “dinámica divertida”, nos contamos el uno al otro de qué va, casi como ritual.

No somos perfectos. A veces la rutina nos come, a veces los resentimientos vuelven a asomar la cabeza.

Pero esa noche nos dejó dos lecciones que no olvidamos:

El respeto no se negocia por networking.
No importa cuán carismático sea el jefe, cuán brillante la oportunidad, cuán prometedor el ascenso. Nada de eso vale la pena si para conseguirlo tienes que tragar algo que va contra tu propia dignidad o contra la de tu pareja.

Los celos no son siempre monstruos irracionales.
A veces son alarmas. Cuando alguien que nunca ha sido celoso empieza a sentirse así, no siempre es porque “tiene problemas”, sino porque algo en la situación realmente cruzó una línea.

Laura lo entendió cuando se vio a sí misma en mi lugar. Yo lo entendí cuando vi lo fácil que era caer en el juego de “pagar con la misma moneda”.

Lo que “voló la cabeza” de mi esposa no fue verme bailar con Clara, ni escuchar mis reproches, ni siquiera enfrentarse a su jefe.

Lo que la realmente la desarmó fue darse cuenta de que había sido capaz de justificar algo que, si se lo hubieran hecho a ella, la habría destrozado.

Y lo que me desarmó a mí fue reconocer que mi forma de reclamar también puede herir, que no soy solo víctima en la historia.

Hoy, cuando alguien en la empresa de Laura propone algo raro, ella piensa en aquel vestido rojo, en la terraza del hotel, en la cara de Sergio, en la voz de Clara diciendo “estoy harta”.

Y piensa en mí, con la mano extendida, esperando un baile.

Y casi siempre, la elección le resulta más fácil.

Porque, al final, el jefe cambia.

Las empresas se venden, se reestructuran, desaparecen.

Los correos con invitaciones a fiestas se borran.

Los “carismas” pasan de moda.

Lo único que realmente se queda es la persona que, al llegar la noche, sigue bailando contigo en la sala de tu casa, con música barata y una lamparita floja.

Y ahí, en ese espacio pequeño, hemos decidido que el “primer baile” siempre sea nuestro.

Aunque a veces tengamos que perder el orgullo para recordarlo.