Una humilde vendedora de tamales fue presionada para pagar “cuota”, pero nadie imaginaba que bajo su pequeño puesto se escondía un túnel secreto que terminaría desenmascarando a dos grupos rivales

En el barrio de San Miguel, el aroma a masa cocida y hojas de maíz al vapor era casi un reloj.
No hacían falta relojes de pared ni alarmas en el teléfono: cuando el olor a tamales comenzaba a flotar al amanecer, todos sabían que Doña Rosa ya estaba lista, como cada día, con su enorme olla y su sonrisa cansada pero sincera.

Tenía más de veinte años vendiendo tamales en la misma esquina, justo frente a una pequeña plaza rodeada de jacarandas. Los vecinos decían que sus tamales verdes curaban tristezas, que los de mole ayudaban a cerrar tratos y que los de dulce daban suerte en los exámenes. Ella se reía, diciendo que el verdadero secreto era levantarse antes que el sol y no escatimar en el cariño con que preparaba todo.

La vida de Doña Rosa nunca había sido fácil. Viuda desde joven, había sacado adelante sola a su hijo, Darío, con la fuerza silenciosa de quien no tiene otra opción más que seguir. Él ahora era un joven de veintitrés años, delgado, serio, con una mirada más profunda de lo que su edad sugería. Trabajaba ayudando en la cocina, cargando las ollas, atendiendo clientes, y por las tardes estudiaba en una preparatoria abierta con la ilusión de entrar algún día a la universidad.

La esquina de los tamales era algo más que un puesto de comida: era un pequeño punto de encuentro. Ahí se cruzaban noticias, se compartían chismes, se daban consejos. Doña Rosa conocía los nombres de casi todos sus clientes, y ellos la conocían a ella. Sabían que, más allá de los tamales, ofrecía algo raro en tiempos difíciles: un espacio en el que, por unos minutos, la vida parecía normal.

Pero desde hacía algunos meses, esa normalidad se había vuelto frágil.

Empezaron los rumores.

Que en la colonia de al lado ya estaban cobrando “cuotas” a los comerciantes. Que unas camionetas oscuras habían pasado por la madrugada, despacio, como reconociendo el terreno. Que en el taller de Don Simón ya habían ido a “hablar” con él para explicarle que “no estaba solo”, que debía “aportar” para que lo dejaran trabajar en paz.

Doña Rosa escuchaba todos esos relatos con el corazón encogido.
Hacía como que no pasaba nada, pero por las noches dormía menos. Cada ruido que sonaba en la calle la hacía despertar, imaginando pasos que nunca llegaban, voces que no quería oír.

—Mamá —le decía Darío, al notar sus ojeras—, no te consumas con cosas que aún no pasan.

—Es que no quiero que pasen —respondía ella—. Este puesto es lo único que tenemos. Si nos lo quitan, ¿qué hacemos?

Darío se quedaba en silencio.
Él también lo pensaba, pero no quería añadir más peso a los hombros de su madre.


Una madrugada especialmente fría, mientras el cielo apenas insinuaba una banda pálida en el horizonte, Doña Rosa encendía el anafre y acomodaba los tamales en la olla cuando escuchó el motor de una camioneta acercarse.
No era el sonido alegre de los coches de los vecinos, ni el viejo taxi que siempre pasaba a la misma hora. Era un motor más pesado, más imponente, que avanzaba despacio, como si buscara algo.

Se le heló un poco la sangre, pero siguió con su rutina.
No podía mostrar miedo.
No sabía exactamente por qué, pero intuía que el miedo visible atraía problemas.

La camioneta se detuvo unos metros más allá de la esquina. Doña Rosa fingió que no veía nada, concentrada en limpiar la mesa de plástico donde pondría la salsa y las bolsas. A los pocos segundos, escuchó pasos. Eran tres, tal vez cuatro personas.

—Buenos días, Doña —dijo una voz masculina, joven, pero con una seguridad inquietante.

Ella levantó la mirada. Frente a su puesto estaban tres hombres. No exhibían armas a la vista, iban vestidos con pantalones de mezclilla, sudaderas y gorras. A simple vista podrían parecer cualquier grupo de muchachos del barrio. Pero había algo en su postura, en sus ojos, en la forma en que uno de ellos miraba a todos lados como si hiciera un cálculo invisible, que decía lo contrario.

Doña Rosa tragó saliva, pero sonrió.

—Buenos días —respondió—. ¿Les sirvo unos tamales?

El que había hablado primero sonrió también, pero no como un cliente.

—Claro que sí, ¿por qué no? —dijo—. Pero antes, venimos a platicar.

Darío, que estaba acomodando sillas plegables unos pasos atrás, los observó con atención. No dijo nada, pero se acercó un poco más, intentando situarse al lado de su madre.

—Mire, Doña —continuó el muchacho—. Nosotros somos gente que viene a poner orden en la zona. Usted sabe cómo está todo, mucha inseguridad, mucho desorden, nadie respeta nada…

Doña Rosa asintió, sin saber qué decir.

—Entonces —siguió él—, nosotros cuidamos a la gente que trabaja. Pero, claro, el cuidado tiene un precio. Nada exagerado, algo simbólico, una ayudita cada semana para que todos sigamos tranquilos.

La palabra que no decía estaba flotando en el aire: “cobro”.

Ernesto, el más alto del grupo, sacó una libreta pequeña del bolsillo.

—Aquí apuntamos a los que cooperan de buena manera —dijo—. Negocios, tiendas, puestos… La idea es que todos participen, así nadie carga solo. Y si alguien se hace el difícil, pues… ya sabe, se complica la cosa.

Doña Rosa sintió que la garganta se le cerraba.
No era una sorpresa completa: había imaginado ese momento muchas veces, pero imaginarlo y vivirlo eran cosas muy diferentes.

—Yo solo vendo tamales —logró decir—. No soy un gran negocio, muchacho. Apenas me alcanza para salir al día.

El joven inclinó un poco la cabeza.

—Lo sabemos, Doña —dijo—. Por eso no le pedimos nada exagerado. Usted va a estar en el grupo “bajo”: una cuota pequeña… digamos, una cantidad fija cada semana. Y, a cambio, nadie la va a molestar. Ni otros, ni nosotros.

Esas palabras le dolieron más que la idea del dinero.
“Ni otros, ni nosotros”.
Era como si se proclamaran dueños de la tranquilidad, como si el simple hecho de no hacer daño se volviera un lujo que había que pagar.

Darío dio un paso adelante.

—¿Y si no podemos pagar? —preguntó, con el tono más controlado que pudo.

Los tres hombres lo miraron. Uno de ellos sonrió sin humor.

—Tú debes ser el hijo —dijo—. Mira, muchacho, nosotros no venimos a negociar si pueden o no. Venimos a informar cómo van a ser las cosas. Y si algo no les gusta, pues… siempre hay formas de “convencer”. Pero mejor que no lleguemos a eso, ¿verdad?

Doña Rosa sintió que Darío se tensaba a su lado. Lo tomó del brazo, apenas, como un recordatorio silencioso.

—No queremos problemas —dijo ella, con voz firme pero temblorosa—. Déjenme hablar con mi hijo. Vengan en la tarde, cuando ya haya vendido. Vemos qué podemos hacer.

El líder del grupo la miró un momento, midiendo sus palabras.

—Está bien —concedió—. Regresamos más tarde. Pero acuérdese, Doña: aquí todos cooperan. El que no se suma, se queda solo.

Dicho eso, tomaron un par de tamales, dejaron unas monedas sobre la mesa —demasiadas, desproporcionadas, casi como una burla— y se marcharon. La camioneta arrancó de nuevo, desgarrando el silencio de la madrugada.

Solo cuando se alejaron, Doña Rosa dejó escapar el aire que había estado conteniendo.

—Mamá… —empezó Darío.

—No digas nada —lo interrumpió ella, apretando los labios—. No aquí. No ahora.


El día transcurrió cargado de nervios.
Los clientes habituales notaron enseguida algo raro: Doña Rosa estaba más callada, Darío miraba a cada rato hacia la calle, como esperando algo.

—¿Todo bien, comadre? —le preguntó Doña Carmen, que compraba tamales cada domingo para sus nietos.

—Sí, sí —mintió Doña Rosa—. Solo estoy un poco cansada.

Pero el cansancio que sentía no era del cuerpo, sino del alma.

Al mediodía, cuando la olla ya estaba casi vacía, Darío cerró temprano y regresaron a casa con las pocas piezas que quedaban.

En la cocina, sin clientes ni curiosos, por fin hablaron.

—No podemos pagarles —dijo Darío, golpeando suavemente la mesa con el puño—. Si empezamos, nunca van a dejar de pedir. Y cada vez será más.

—¿Y qué propones? —preguntó Doña Rosa—. ¿Decirles que no y arriesgarnos? Tú sabes lo que dicen que les pasa a los que se niegan…

—Lo sé —respondió él, bajando la mirada—. Pero también sé que si todos nos seguimos doblando, esto nunca acaba.

Doña Rosa se sentó, cansada.

—Si fuera solo por mí, tal vez me arriesgaría —susurró—. Pero no quiero que te pase nada. Eres lo más importante que tengo.

Hubo un silencio pesado.

En ese momento, Darío tomó una decisión que llevaba tiempo rumiando.

—Mamá —dijo—, hay algo que necesito contarte. Algo que no te he dicho, porque pensé que así te preocupabas menos.

Doña Rosa lo miró, extrañada.

—¿Qué cosa?

Darío miró hacia la ventana, se aseguró de que estuviera cerrada, y bajó aún más la voz.

—Este puesto… esta esquina… no es solo una esquina, mamá —dijo—. Debajo hay algo que casi nadie sabe. Algo que puede complicarlo todo… o ayudarnos, si lo manejamos bien.

Los ojos de Doña Rosa se agrandaron.

—No me asustes, Darío —dijo—. ¿Qué quieres decir?


Años atrás, cuando Darío era adolescente, comenzó a notar movimientos extraños en la colonia. No eran solo los rumores de negocios “raros”, sino detalles concretos: coches que aparecían de madrugada, personas que caminaban como midiendo distancias, casas aparentemente vacías que, de pronto, tenían mucha actividad.

Por curiosidad, y también por miedo, Darío desarrolló una habilidad discreta: observar sin ser visto.

Una noche, mientras regresaba de ayudar en un trabajo temporal en una bodega lejana, notó que en el terreno baldío detrás de la esquina de los tamales había huellas frescas de llantas y marcas en la tierra, como si hubieran arrastrado algo pesado.
Se escondió entre unos arbustos y esperó.

Lo que vio lo dejó helado.

Un grupo de hombres trabajaba con linternas, abriendo lo que parecía ser una trampilla en el suelo. Debajo, se adivinaba un hueco amplio. Entraban y salían, cargando cajas, hablando en voz baja.

No eran los mismos hombres que ahora venían a cobrar cuotas. Eran otros. De otro lado. Otro grupo.

Darío comprendió que estaban usando ese terreno —y, por extensión, la esquina donde su madre vendía tamales— como punto de paso para algo más grande. Nunca supo exactamente qué era, pero no necesitaba mucha imaginación para intuirlo.

Durante meses, los vio regresar algunas noches, siempre en silencio, siempre con la misma rutina. Abrían la trampilla, descendían, salían al cabo de un rato por otro punto más lejos, al final de la calle. Era un túnel, un pasadizo subterráneo cuidadosamente construido.

Una vez, incluso, vio que uno de ellos se detenía justo donde su madre ponía la olla cada mañana.

—Aquí nadie sospecha —dijo aquel hombre, creyéndose solo—. Nadie se fija en una tamalera. Es el mejor camuflaje.

Darío sintió rabia y miedo al mismo tiempo.
Su madre, sin saberlo, estaba parada todos los días encima de un secreto peligroso.

Pensó en hablar, en denunciar, en buscar ayuda. Pero, ¿a quién? ¿Y cómo?
Si se equivocaba de oído, su vida y la de su madre estarían en peligro.

Optó por el silencio, pero no por la pasividad.
Observó, memorizó, anotó mentalmente rutas, horarios aproximados, rostros.
Cuando los hombres dejaron de aparecer tan seguido, pensó que tal vez habían cambiado de ruta. Sin embargo, sabía que el túnel seguía ahí, bajo la tierra, como una serpiente dormida capaz de despertarse en cualquier momento.

Por eso, cuando aquel nuevo grupo llegó a cobrar cuota, una parte de Darío sintió que dos mundos estaban a punto de chocar… y que la esquina de los tamales era el punto de contacto.


—¿Un túnel? —repitió Doña Rosa, incrédula—. ¿Aquí? ¿Debajo de la esquina?

Darío asintió, serio.

—Sí —dijo—. Lo he visto con mis propios ojos. No sé si todavía lo usan, pero seguro no lo han olvidado. Y te aseguro que si este nuevo grupo se entera, va a querer aprovecharlo… o destruirlo.

Doña Rosa se levantó, nerviosa, caminando de un lado a otro de la cocina.

—¿Por qué no me dijiste nada antes? —reprochó—. ¿Te das cuenta del peligro?

—No quería asustarte más —respondió él—. Y no sabía qué hacer. No podía llegar con cualquiera a contar esto. ¿Y si terminaba hablando con la persona equivocada?

Ella no tuvo respuesta inmediata.
Sabía que su hijo no hablaba por cobardía, sino por prudencia.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó, finalmente.

Darío respiró hondo.

—Lo único que podemos hacer es usar esta información con cuidado —dijo—. No para ser parte de nada, sino para protegernos. Si ese grupo que vino hoy cree que solo somos una tamalera cualquiera, mejor. Pero si sospechan que aquí hay algo más… podríamos estar en medio de una guerra entre dos lados.

Doña Rosa se llevó las manos al rostro.

—No quiero que este puesto tenga nada que ver con esos asuntos —susurró—. Aquí se venden tamales, no secretos.

—Y así debe seguir —respondió Darío—. Pero, justo por eso, tenemos que pensar bien qué decirles cuando regresen. No podemos mentir de forma torpe, ni darles motivos para estar aquí más tiempo.

Se miraron en silencio, comprendiendo que lo que decidieran en las próximas horas podía marcar el rumbo de su vida entera.


Esa tarde, la camioneta regresó.

El sol comenzaba a bajar, tiñendo las fachadas de naranja. La esquina estaba casi vacía, apenas un par de clientes que terminaban sus compras. Darío y Doña Rosa habían dejado la olla en la banqueta, como cualquier día, pero su actitud era distinta.

Los tres hombres bajaron de la camioneta. Esta vez iban más relajados, como si ya consideraran ese espacio bajo su control.

—¿Qué pasó, Doña? —preguntó el líder, sonriendo—. ¿Ya platicaron?

Doña Rosa intercambió una mirada con su hijo y asintió.

—Sí, muchacho —dijo—. Hablamos. Usted sabe que el negocio es pequeño, pero… haremos un esfuerzo.

Los ojos del líder brillaron con satisfacción.

—Así me gusta —dijo—. Gente razonable.

—Solo pedimos algo —añadió Darío, antes de que su madre siguiera—. Que nos dejen trabajar tranquilos. Que no estén parados aquí todo el tiempo. La gente se asusta si ve camionetas todos los días.

El joven lo miró, y durante un segundo pareció molesto. Luego, su expresión cambió.

—No se preocupen —dijo—. No queremos espantar la clientela. Solo vamos a venir una vez por semana a recoger la cooperación. Ustedes sigan con su vida normal.

Darío asintió, aparentando conformidad.
Por dentro, sin embargo, algo se movía distinto.

Mientras el líder hablaba, Darío notó que uno de los otros hombres —más joven, con mirada curiosa— observaba atentamente el suelo. No la olla, no la mesa, sino el piso, la esquina, los límites del terreno baldío de atrás.

Ese detalle le confirmó algo:
no eran ingenuos.
Tal vez no sabían del túnel todavía, pero sospechaban que la zona era importante por algo más que un puesto de tamales.

Cuando la conversación terminó y la camioneta se alejó, Darío habló en voz baja.

—No podemos quedarnos de brazos cruzados —dijo—. Si ellos empiezan a moverse mucho por esta esquina, tarde o temprano van a descubrir lo de abajo. Y si el otro grupo se entera que sus enemigos están cerca de su viejo túnel, también vendrán. Vamos a quedar en medio.

Doña Rosa lo miró, con una mezcla de miedo y determinación.

—¿Entonces? —preguntó—. ¿Qué hacemos?

—Vamos a hablar con la gente correcta —dijo Darío—. Pero esta vez, de verdad.


No fue fácil decidir con quién hablar.
Las autoridades locales estaban bajo sospecha: había demasiadas historias de filtraciones, de información que “se escapaba” hacia quien no debía.
Denunciar sin cuidado era casi como ponerse un letrero luminoso encima.

Darío recordó entonces a alguien: el profesor Ignacio, un hombre que había sido maestro suyo en la secundaria. Era de esos profesores que no solo daban clase, sino que se quedaban después de la jornada para hablar con quien necesitara orientarse. Conocía gente, participaba en grupos civiles, y, sobre todo, tenía fama de honesto.

Esa noche, Darío fue a buscarlo.
Lo encontró en la cancha de la escuela, recogiendo balones después de un entrenamiento con los chicos del barrio.

—Profe —dijo Darío, acercándose—. Necesito hablar con usted. Es… importante.

El profesor lo miró con atención.
Siempre había visto en Darío a un chico observador, diferente al resto, con una inquietud que iba más allá de las tareas escolares.

—Vamos a mi salón —dijo—. Ahí estaremos más tranquilos.

Se sentaron en las pequeñas bancas de madera.
Darío dudó un segundo, pero luego decidió contarle todo: el cobro de cuota, la esquina, el túnel que había visto años atrás, los nuevos movimientos.

El profesor lo escuchó sin interrumpirlo, frunciendo el ceño.

—¿Estás seguro de lo que viste con ese túnel? —preguntó, al final.

—Completamente —respondió Darío—. Lo vi varias veces. Nunca hice ruido, nunca me acerqué demasiado. Sé que está ahí.

El profesor suspiró.

—Has cargado con mucha información solo —dijo—. Te entiendo: no es fácil saber a quién acudir. Pero hiciste bien en hablar ahora.

Darío sintió un leve alivio.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó.

—Yo conozco a gente que trabaja en otro nivel —respondió el profesor, midiendo sus palabras—. Personas que no están involucradas en los problemas locales, que manejan investigaciones más grandes, discretas. No te voy a mentir: es arriesgado. Pero también es la única forma de que ese túnel se convierta en algo más que una amenaza.

—¿Se refiere a…? —Darío no terminó la frase, pero el profesor entendió.

—A gente que puede documentar esto, intervenir, cerrar rutas —explicó—. No van a aparecer con uniformes ni sirenas. Trabajan de otra manera. Pero si tú dices la verdad y ellos la comprueban, puede ser que esta esquina deje de ser un punto de interés para esos grupos.

Darío lo miró, esperanzado y temeroso a la vez.

—¿Y mi mamá? —preguntó—. ¿Nuestro puesto? ¿Qué va a pasar si se dan cuenta de que fuimos nosotros los que hablamos?

El profesor negó con la cabeza.

—Nunca debemos actuar sin pensar en las consecuencias sobre los más vulnerables —dijo—. Voy a hablar con estas personas, pero voy a dejar claro que su seguridad es lo primero. Si se hace algo, tendrá que ser rápido, eficiente y sin exponerlos innecesariamente.

Lo que siguió fueron días de espera.
Darío se iba a dormir sintiendo que había soltado una cuerda que llevaba años enredada en su interior, pero también sabiendo que, una vez soltada, ya no podía controlar hacia dónde se movería.


Dos semanas después, la esquina de los tamales amaneció igual… y distinta.

Doña Rosa colocó su olla, sus mesas, sus salsas.
Darío acomodó las sillas.
La vida parecía seguir como siempre.

Pero había detalles nuevos:
una camioneta vieja estacionada en la esquina opuesta, con dos personas leyendo el periódico;
un hombre que fingía pasear con su perro y, sin embargo, miraba discretamente cada vehículo que pasaba;
una señora que había ido a comprar tamales, pero se quedó más tiempo del habitual, observando el entorno.

Nadie lo diría en voz alta, pero la esquina estaba siendo vigilada. No por curiosos, ni por el nuevo grupo que cobraba cuotas, sino por ojos discretos que respondían a otro tipo de mando.

Los hombres que habían ido a cobrar la primera vez tardaron más en aparecer ese día.
Cuando por fin llegó la camioneta, el ambiente se volvió denso, aunque nada se notara en la superficie.

Se bajaron con su actitud confiada, como siempre.
El líder saludó a Doña Rosa, tomó un tamal, bromeó con Darío.

—Venimos por lo de la semana —dijo, sacando la libreta.

Pero esa vez, antes de que terminaran la frase, una serie de cosas sucedieron casi al mismo tiempo, como si el mundo hubiera sido ensayado varias veces:

La camioneta vieja de la esquina opuesta encendió, avanzó unos metros y se detuvo atravesada, bloqueando parcialmente la calle.
El hombre del perro tiró la correa y se acercó rápido, hablando por un pequeño dispositivo.
La “señora de los tamales” que se había quedado más tiempo sacó, de su bolsa, una placa que mostró fugazmente a otro hombre que acababa de llegar.

Lo demás fue una sucesión de movimientos calculados:
personas que parecían clientes resultaron ser agentes encubiertos,
coches que parecían casuales se convirtieron en barreras de contención,
voces firmes ordenando que nadie se acercara, que se guardaran los teléfonos, que se mantuviera la calma.

No hubo estruendo ni escenas de película.
Todo fue rápido, seco, preciso.

Para cuando el polvo se asentó, la camioneta del grupo que cobraba cuota había sido asegurada, y varios de sus integrantes estaban bajo custodia. No todos, no todo el problema, pero sí una pieza importante.

Darío y Doña Rosa miraban atónitos, intentando comprender la dimensión de lo que ocurría.

Uno de los agentes se acercó a ellos.

—Tranquilos —dijo, en voz baja—. Lo que aquí pase, no debe salir de sus bocas. No digan nombres, no comenten detalles. Por su seguridad. Solo quiero que sepan esto: la información que nos dieron ha sido clave. Y lo que hay debajo de esta esquina ya no está en manos equivocadas.

Doña Rosa lo miró, sin entender del todo.

—¿Debajo…? —susurró.

El agente bajó un poco la voz.

—Estamos clausurando lo que había ahí —dijo—. No puedo decir más. Solo… confíen en que este lugar, poco a poco, dejará de ser un punto de disputa.

Luego se alejó, uniéndose a otros que hablaban por radio.


En los días y semanas que siguieron, el barrio estuvo lleno de rumores.
Que si habían detenido a unos, que si otros se habían retirado de la zona, que si alguien “de arriba” se había interesado en ese tramo específico de tierra.
Pero nadie sabía con certeza qué había pasado.
Los detalles se diluyeron entre versiones contradictorias.

Lo que sí era evidente era otra cosa:
la esquina de los tamales volvió a ser solo eso… una esquina de tamales.

No más camionetas sospechosas,
no más hombres que se quedaban mirando el piso con demasiada atención.
Aún había problemas en la ciudad, aún existían grupos armados en otras zonas, pero el barrio de San Miguel había dejado de ser un tablero central en su juego.

Una tarde, mientras atendían a la clientela, Doña Rosa miró a su alrededor.

El profesor Ignacio hacía fila con dos niños, probablemente sobrinos.
Doña Carmen le contaba a otra señora un chisme inofensivo de la vecina del frente.
Un joven con uniforme de trabajo se comía un tamal de pie, apurado pero sonriente.

Todo parecía… normal.

—¿Crees que ya pasó lo peor? —preguntó, en voz baja, a Darío.

Él miró el cielo despejado y luego la calle.

—No sé si lo peor —respondió—. Pero al menos ya no sentimos ese peso encima de la cabeza cada vez que ponemos la olla. Y eso ya es mucho.

Ella sonrió, con los ojos humedecidos.

—Nunca me imaginé que debajo de mis tamales pasaba todo eso —dijo—. Si lo hubiera sabido antes… no sé si habría tenido el valor de seguir viniendo.

—Lo tuviste igual, sin saberlo —respondió Darío—. Y eso dice mucho de ti, mamá. Has sido valiente todo este tiempo, aunque no lo llamaras así.

Doña Rosa lo miró con cariño.

—Y tú —añadió—, con tus ojos abiertos y tu corazón inquieto, supiste cuándo hablar y con quién. Nos arriesgamos, sí, pero lo hicimos para recuperar lo que nunca debió perderse: la tranquilidad de vender tamales sin más.

En ese momento se acercó el profesor Ignacio, con una sonrisa discreta.

—¿Cómo van los mejores tamales del barrio? —preguntó.

—Ya casi se acaban —respondió Doña Rosa—. Eso es buena señal.

El profesor miró a Darío y le dio una palmada en el hombro.

—¿Listo para el examen de la prepa? —preguntó.

—Más listo que nunca —contestó Darío—. Después de todo esto, cualquier examen me parece sencillo.

Rieron suavemente.

Antes de irse, el profesor se inclinó hacia Doña Rosa.

—A veces —dijo—, las personas más humildes terminan siendo clave en historias que nadie se imagina. Lo importante es que, cuando el peligro pasa, uno pueda volver a lo que ama. Y usted ama hacer tamales.

—Y ver a la gente comerlos en paz —agregó ella.

—Eso —asintió el profesor—. En paz.


Con el tiempo, el túnel dejó de ser un secreto peligroso. Fue sellado, documentado, convertido en parte de un expediente que pocas personas verían.
El puesto de tamales, en cambio, siguió siendo un lugar abierto, visible, donde el único misterio era decidir si pedir verde, rojo o de dulce.

No faltaron quienes dijeran, en voz baja, que una vez un grupo vino a cobrarle a la tamalera y se encontró con algo que no esperaba.
Que no sabían lo que había bajo sus pies.
Que creyeron que dominar un barrio era solo cuestión de intimidar a los más pequeños, sin darse cuenta de que, a veces, la gente sencilla también tiene cartas que jugar.

Doña Rosa nunca se vio a sí misma como heroína.
Tampoco Darío.
Solo se veían como dos personas que hicieron lo que creían correcto para proteger su rincón del mundo.

Una mañana, mientras servía el primer tamal del día, Doña Rosa pensó en todo lo vivido.

Miró la esquina, el suelo, la plaza.

Respiró hondo.

El aroma a tamales recién hechos se elevó, llenando el aire.
Y por primera vez en mucho tiempo, le supo únicamente a eso:
a comida, a trabajo honesto, a vida que sigue.

Lo demás quedaba enterrado bajo tierra, en túneles que ya no pertenecían a las sombras, sino al pasado.