Se burlaron de su “campo minado de juguete”, dijeron que sus pequeñas cargas improvisadas no detendrían ni una bicicleta, hasta que en una sola noche tres semiorugas alemanes quedaron clavados en la trinchera y sus tripulaciones fuera de combate

Al principio lo llamaban “el diseñador de petardos”.

Lo decían con media sonrisa, sin maldad, pero con ese tono condescendiente que los veteranos usan con el recién llegado que piensa demasiado.

—Morales y sus juguetes —mur­muraba el sargento Collins, moviendo la cabeza—. Si los alemanes los ven, nos mandan una carta dándonos las gracias por decorarles la carretera.

El cabo Antonio “Toni” Morales fingía no oírlo.

Tenía veintidós años, era hijo de un minero asturiano y de una costurera inglesa, y había pasado los últimos dos años aprendiendo a hacer con explosivos lo que su padre hacía con dinamita: mover la tierra a voluntad.

La diferencia —solía decirse en voz baja— era que ahora la tierra devolvía el golpe.

Era septiembre de 1944, en algún lugar entre los setos de Normandía y las vallas de la frontera belga. El mapa del regimiento llamaba a aquel trozo de mundo “Sector Charlie-3”. Los hombres lo llamaban “la hondonada” o, con menos cariño, “el maldito embudo”.

Una carretera secundaria bajaba ahí por una especie de garganta bordeada de árboles y matorrales, cruzaba un pequeño arroyo y volvía a subir por el otro lado. Un lugar perfecto para una emboscada.

O para una sorpresa.

Depende de quién llegara primero.


—Nos dicen que la 2.ª Panzer anda dando vueltas por estos bosques —explicó el capitán Harris en el briefing de la tarde—. No tienen tanques para lanzar otra ofensiva en condiciones, pero sí suficientes semiorugas con infantería como para darnos un buen susto si encuentran un hueco.

Golpeó el mapa con el nudillo.

—Este camino de aquí es ese hueco. Nuestra misión: cerrarlo. El mando dice que no hay minas suficientes para todo el frente, así que nos han dado… —miró la lista con gesto agrio— un par de cajas para todo el sector.

Hubo un murmullo de desaprobación.

—¿Dos cajas de minas para toda una maldita compañía? —murmuró Collins, en la última fila—. Van generosos hoy.

Harris siguió.

—Las desplegaremos en la curva principal, aquí —señaló—. El resto de obstáculos serán troncos, alambre y lo que se les ocurra. Los ingenieros, ya saben lo que les toca.

Antonio levantó la mano.

El capitán lo miró con cejas en alto.

—¿Qué, Morales? —preguntó—. ¿Una pregunta brillante o una que me va a dar dolor de cabeza?

Hubo una risita por detrás.

Antonio tragó saliva.

No le gustaba llamar la atención, pero llevaba tres días dándole vueltas a una idea.

—Señor, si me permite —dijo—, con esos dos cajones solo cubrimos bien la curva. La hondonada tiene más de doscientos metros aprovechables. Podríamos colocar un campo de minas “falso” encima y una trampa real donde ellos crean que ya han pasado lo peor.

Harris lo miró a medias intrigado, a medias cansado.

—Explíquese —pidió.

Antonio señaló en el mapa el pequeño puente sobre el arroyo.

—Si colocamos las minas reglamentarias aquí —dijo—, las tripulaciones de los semiorugas verán enseguida las explosiones, pensarán “campo minado”, sacarán a los zapadores o tratarán de rodear. Es lo que esperan. Pero si damos la impresión de que aquí —marcó un tramo más adelante, donde el camino se estrechaba— el terreno está “solo” lleno de obstáculos de madera, ellos bajarán la guardia. Podemos sembrarlo de cargas pequeñas, caseras, de esas que dicen que son “de juguete”, con detonadores de presión o cables de tracción ajustados a la altura del eje.

Hizo una pausa para ver si seguían.

Todos lo miraban.

—No tenemos explosivo para cubrir todo el tramo como si fuera un campo minado clásico —continuó—. Pero sí tenemos cajas de TNT, cabezas de mortero que ya no sirven para la pieza y unos cuantos detonadores de sobra. Con eso y algo de imaginación, podemos crear un corredor que no detone todo a la vez, pero que vaya mordiendo poco a poco el avance de los semiorugas. Lo suficiente para inmovilizarlos donde queremos.

Collins bufó.

—Suena muy bonito en el mapa —dijo—. Luego llegas allí, los “juguetes” explotan debajo de una rueda y los alemanes se ríen mientras avanzan.

—No quiero hacerles cosquillas —replicó Antonio, controlando el tono—. Quiero romperles el tren de rodaje, hacerlos girar en espacios donde no puedan maniobrar, confundirlos. Nuestros morteros y las ametralladoras en la loma harán el resto.

El capitán intercambió una mirada con el teniente de artillería.

—Morales, el manual es muy claro respecto a “modificaciones no autorizadas en munición y detonadores” —dijo Harris—. Si metemos la pata haciendo inventos y alguien pierde una mano, será mi firma la que aparezca en el informe.

—Con respeto, señor, si no hacemos nada distinto, aparecerá su nombre igual en el informe de “unidad flanqueada por semiorugas enemigos” —replicó Antonio—. Quizá con una lista más larga de nombres debajo.

La frase cayó como una piedra en el agua.

Varios hombres removieron los pies, incómodos.

La discusión ganó filo.

—Escuche, Morales —intervino Collins, el sargento, cruzándose de brazos—. Llevamos desde África poniendo minas donde nos dicen y como nos dicen. No necesitamos un artista de petardos que se crea más listo que todos los ingenieros del Ejército.

Antonio sintió cómo le subía el calor al cuello.

—Con todo respeto, sargento —dijo—, los ingenieros del Ejército no han visto esta hondonada. Nosotros sí. Y usted mismo dijo hace dos días que “esas minas parecen hechas para una autopista, no para este laberinto de barro y árboles”.

Collins se sonrojó.

Harris levantó la mano, cortando el intercambio.

—Basta —ordenó—. Estamos todos nerviosos y no nos lleva a ningún sitio gritarnos unos a otros.

Miró de nuevo el mapa.

Miró a Antonio.

—Esto es lo que vamos a hacer —decidió—: las minas reglamentarias irán en la curva, tal como estaba previsto. No voy a arriesgarme a que su “inventito” deje un hueco evidente allí. Pero… —hizo una pausa— en el tramo estrecho, después del arroyo, usted tiene… —consultó su reloj— cuatro horas hasta que oscurezca. Haga lo que tenga que hacer con cargas pequeñas siempre que respete dos condiciones: uno, que su gente esté bien lejos cuando coloque detonadores; dos, que no haya posibilidad de que nuestras propias patrullas las activen por error. Si veo una sola trampa mal señalizada, lo pongo a limpiar letrinas en Southampton de por vida. ¿Entendido?

Antonio sintió una mezcla de alivio y presión.

—Entendido, mi capitán —dijo.

Collins resopló, pero no protestó.

—Y no toque ni una sola mina reglamentaria sin consultarlo conmigo —añadió Harris, señalando con el dedo—. “Juguetes” en su tramo, sí. “Juguetes” con minas oficiales, no.

—Considérelo hecho —aseguró Antonio.


El tramo estrecho de la hondonada era, en persona, aún más angosto de lo que sugería el mapa.

El camino de tierra, encajonado entre taludes de un par de metros de altura, bajaba tras el puentecito porque la erosión del agua durante años había comido más de un lado que del otro. Los árboles, encaramados en las orillas, formaban un techo irregular.

—Parece un maldito tobogán —murmuró uno de los zapadores, mirando hacia arriba.

—Un tobogán para semiorugas —corrigió Antonio—. Vamos a ponerle dientes.

Tenía a su disposición a cinco hombres, dos mulas, una carreta con material y el tiempo que tardara el sol en rozar la línea de los árboles.

Sacaron del carro las cajas de TNT, las cabezas de mortero Duds que habían apartado, un puñado de granadas, rollos de cable fino, clavos, estacas y sacos de tierra.

Antonio se movía entre ellos como director de orquesta.

—Aquí —señaló un punto donde el camino hacía un ligero quiebro— pondremos las primeras. No demasiado fuertes. Solo quiero hacerles saltar el eje delantero, que el semioruga se incline y los siguientes se vean obligados a frenar o sortear. Nada de craterazo enorme; si ven algo así, se paran a estudiar.

Cavaron pequeños huecos, del tamaño de un casco, justo donde el peso de una rueda era más probable que pasara.

Antonio metió en cada uno una carga equivalente a media barra de TNT, bien envuelta, con un detonador de presión casero encima —una pequeña lata deformable cubierta con tierra que, al aplastarse, pincharía el fulminante—.

—¿Estás seguro de esos cacharros? —preguntó Evans, uno de los veteranos, mientras colocaba la lata con delicadeza—. No tengo ganas de perder la pierna probando tu tesis.

Antonio ajustó el ángulo del cable del fulminante.

—Por eso he probado todas en el claro de allí atrás antes de traerlas —dijo—. Ninguna ha detonado con menos peso que una rueda de camión. Ni siquiera con tu culo encima, Evans.

Hubo carcajadas.

La tensión se aflojó un poco.

Más adelante, colocó otras cargas distintas.

No buscaba volar el semioruga por los aires, sino morderlo donde más le dolía.

En algunos puntos, fijó al talud pequeñas placas metálicas, restos de chatarra, con explosivos orientados hacia el centro del camino.

—¿Y esto? —preguntó un zapador.

—Si un semioruga intenta arrimarse demasiado a la pared para esquivar las primeras explosiones, sus orugas rozarán aquí —explicó Antonio—. Esto no va a volarlo entero, pero puede arrancarle la rueda tractora o doblarle el eje lo suficiente como para que no avance.

También tendió un par de cables de acero a poca altura, casi invisibles, sujetos a sendas granadas modificadas que detonarían al ser tiradas bruscamente.

—¿Para infantería? —adivinó Evans.

—Para infantería que crea que puede pasar corriendo entre vehículos averiados mientras estos reciben fuego de mortero —asintió Antonio—. No quiero hacer carne picada; quiero romperles el ritmo.

Todo era pequeño, intencionado.

Nada de grandes minas que dejaran cráteres obvios.

—Es un campo minado de juguete —comentó uno de los hombres, agachado, sin mala intención.

Antonio sonrió a medias.

—Si funciona, será un juguete caro para ellos —respondió.


Al caer la tarde, el tramo estrecho estaba sembrado.

Antonio recorrió el camino una última vez, contando mentalmente cada carga, revisando cada cable.

—¿Seguro que los nuestros no lo activarán? —preguntó Collins, apareciendo a su espalda, con cara de perro viejo que no termina de fiarse.

—He puesto señales discretas en el borde, en lugares que solo reconocerán quienes sepan qué buscar —dijo Antonio—. Y usted mismo ha dado orden de que ninguna patrulla baje por este camino hasta nueva orden, ¿no?

Collins gruñó.

—Hay tipos a los que les gusta pensar que las órdenes son sugerencias —murmuró.

—Pues espero que esta noche no tengan ganas de pasear —replicó Antonio.


La noche cayó con una niebla ligera.

La compañía se colocó en posiciones en la loma norte de la hondonada.

Los morteros se emplazaron detrás, con coordenadas anotadas.

Harris y el teniente de artillería repasaban el plan a baja voz.

—Si ellos pisan tus minas “serias” antes del puente —dijo Harris—, ya habremos conseguido algo. Pero si, como sospecho, mandan a un grupo de zapadores a despejar y luego empujan semiorugas detrás, tu tramo va a ser la clave.

Antonio se recostó en su agujero de tirador, sin fusil —era zapador, su herramienta era otra— y con los oídos afinados.

Durante un par de horas, solo se escuchó el crujir de la maleza, el zumbido ocasional de un moscardón despistado y el murmullo de los hombres.

Luego, muy lejos, un rumor.

—¿Lo oyes? —susurró Evans.

Antonio asintió.

Era el típico ronroneo de motores en marcha lenta.

Semiorugas, probablemente.

—Prepárense —ordenó Collins en voz baja—. Nadie dispara hasta que el capitán dé la orden. Hoy queremos que sean las minas las que hablen primero.

El ronroneo se hizo más claro.

Luego se escucharon voces, en alemán, amplificadas por la concavidad de la hondonada.

—¡Minen! ¡Minen! —alguien gritó al fondo, señal de que las minas del primer tramo ya habían entrado en juego.

Un par de explosiones sordas sacudieron la noche hacia el sur.

Antonio imaginó la escena: los zapadores alemanes, prudentes, encontrando algunas de las minas oficiales, detonándolas, abriendo un pasillo.

—Van a pensar que ya han pasado lo peor —susurró para sí.

El murmullo metálico se acercó.

Los primeros semiorugas —“APCs” en la jerga moderna, entonces simplemente “half-tracks”— bajaron la cuesta hasta el arroyo, iluminados tenuemente por los faros cubiertos.

Uno cruzó el puentecillo.

Otro le siguió.

En la loma, los hombres de Harris contuvieron el aliento.

—Aguanten —susurró el capitán—. Aún no.

El primer semioruga entró en el tramo estrecho.

Sus ruedas delanteras rodaron sobre tierra aparentemente lisa.

Un par de metros más adelante, el eje derecho encontró la primera lata aplastable.

La ligera presión deformó la lata, que pinchó el fulminante.

La carga de TNT, enterrada bajo unos centímetros de barro, explotó con un trueno mucho menor que el de una mina antitanque clásica, pero justo donde debía.

La rueda salió despedida, el semioruga se inclinó hacia ese lado, golpeando el talud.

El conductor, sorprendido, giró el volante instintivamente, clavando aún más el vehículo contra la pared de tierra.

El motor se ahogó, tosiendo.

Desde dentro, voces confundidas.

El semioruga que venía detrás frenó de golpe.

Demasiado tarde.

Sus ruedas pisaron otra de las cargas “de juguete”.

Esta vez, el eje central fue el que recibió el golpe.

El vehículo se hundió en la parte derecha, retorciendo su estructura.

Más atrás, el tercer semioruga intentó frenar y maniobrar hacia el centro del camino para esquivar los dos primeros.

Sus orugas rozaron demasiado el talud.

El detonador lateral, pegado a la pared, se activó.

La explosión golpeó de costado la cadena izquierda, arrancándola de la rueda tractora.

El semioruga cayó sobre su costado, clavándose como un insecto.

En menos de diez segundos, tres vehículos que la mañana anterior se habrían reído de cualquier “petardo” habían quedado inmóviles en el tramo más desfavorable de la hondonada.

Desde la loma, Collins no pudo evitar soltar un “¡joder!” casi admirativo.

—Pues parece que los juguetitos hacen cosquillas —murmuró Evans.

—Harris, ahora es suyo —susurró Antonio.

El capitán no necesitaba más avisos.

—¡Morteros, fuego sobre la hondonada! ¡Ametralladoras, apunten a las salidas de los semiorugas! —ordenó.

Las bocas de los morteros escupieron los primeros proyectiles, que cayeron esplendiendo entre los vehículos clavados y la infantería que intentaba salir.

Las ametralladoras comenzaron a crepitar, recortando cualquier silueta que se moviera en el claro.

Desde el punto de vista alemán, aquello debió de parecer un infierno diseñado con precisión.

Habían sorteado la primera zona de minas “serias” con habilidad.

Habían confiado en la vista para evaluar la siguiente.

No habían contado con un campo minado que no parecía tal.


Dentro del primer semioruga, el Unteroffizier Scharf había sentido el golpe bajo su asiento como si un gigante les hubiera dado una patada.

—¡Rueda! ¡Hemos perdido la rueda! —gritó el conductor, tratando de controlar el volante.

—¡Motor off! ¡Todos hacia fuera! —ordenó Scharf, aun aturdido.

Cuando asomó la cabeza por la parte trasera, una explosión lo cegó: era el segundo vehículo, que acababa de morder otra de las cargas.

El camino estrecho, en cuestión de segundos, se había convertido en una trampa perfecta.

Detrás, los semiorugas que aún estaban en la parte alta de la bajada intentaban frenar, maniobrar, retroceder.

En la boca de la hondonada, la disciplina se fue al caos.

—¡Emboscada! —gritó alguien.

Scharf quiso ordenar una retirada organizada por las laderas, pero el primer mortero que cayó cercano se llevó esa idea.

Las cargas “de juguete” habían hecho su trabajo: inmovilizar, confundir, atorar.

El resto lo hacía el fuego desde arriba.


La batalla nocturna duró menos de quince minutos.

Para quienes estaban en el barro, pareció una eternidad.

Cuando el capitán Harris ordenó cesar fuego, la hondonada estaba llena de humo, chispas y gritos lejano.

—Que nadie baje todavía —advirtió—. Puede haber más “sorpresas” ahí abajo.

Collins soltó el aire que llevaba conteniendo.

Se giró hacia Antonio, que seguía con los dientes apretados.

—Tus juguetes han hecho más ruido que todas las minas de reglamento juntas esta noche —admitió, con una mezcla de respeto y alivio—. No me acostumbro a decir esto, pero… bien hecho.

Antonio apenas asintió.

Sentía una mezcla extraña de orgullo y náusea.

Sabía que, allí abajo, cada semioruga inutilizado significaba a la vez hombres atrapados, algunos heridos, otros quién sabe.

No quería asomarse demasiado a esa parte.

—Mañana veremos si hay algo que pueda servir como ejemplo —dijo Harris—. Por ahora, que descansen. Han ganado sus horas de sueño.


Al amanecer, un grupo de reconocimiento bajó con cautela.

Antonio los acompañó, con las manos en los bolsillos para evitar la tentación de tocar nada.

Las señales discretas que había puesto la tarde anterior seguían allí: pequeños trapos rojos en ramas, marcas de tiza en piedras.

—Ahí estaba una de tus cargas —señaló, indicando un hoyo junto a un semioruga clavado—. Ha explotado justo donde quería.

El vehículo tenía el eje delantero doblado hacia dentro, una rueda ausente.

No estaba destrozado; era reparable, quizá, en un taller con tiempo.

Pero en aquella hondonada, lo que importaba no era la destrucción total, sino el efecto inmediato: inmovilidad.

Los otros dos mostraban daños similares: orugas reventadas, ruedas tractoras arrancadas, cascotes de metal incrustados en la parte baja.

—No es bonito, pero es eficaz —dijo el teniente de artillería, examinando—. La mitad de la compañía enemiga sigue ahí dentro, atascada, incapaz de maniobrar.

Antonio se agachó, recogió un trozo de una de sus propias latas aplastadas.

La sostuvo entre los dedos unos segundos.

—No quería “mata­los” con esto —murmuró—. Solo sujetarlos.

Collins le dio un golpe suave en el hombro.

—A veces, sujetar es la mitad de ganar —dijo—. Lo demás lo hará la munición que manda el mando.

Harris, que había estado tomando notas, se acercó.

—Morales, voy a enviar un informe sobre su “campo minado de juguete” —anunció—. Con croquis, medidas y resultados. Si hay algo de justicia en los despachos, alguien allá atrás decidirá que esto merece un párrafo en el próximo manual.

Antonio sonrió, cansado.

—¿Y dejará de ser ilegal? —preguntó, medio en broma.

Harris se encogió de hombros.

—En esta guerra, muchas cosas empiezan siendo ilegales hasta que funcionan —dijo—. Luego pasan a llamarse “innovación”.


Meses después, en una sala de instrucción del Cuerpo de Ingenieros, un mayor con acento americano y apellido polaco explicaba a un grupo de reclutas el concepto de “campo de minas mixto y engañoso”.

En la pizarra, un dibujo esquemático de una hondonada se parecía sospechosamente al valle donde Antonio había pasado aquella noche de septiembre.

—Muchachos —decía el mayor—, el enemigo espera ciertos patrones. Espera que las minas estén siempre en los mismos sitios, con la misma potencia. Si sabemos que va a enviar vehículos blindados ligeros por un camino estrecho, no necesitamos llenar todo de explosivo. A veces basta con inutilizar la movilidad en puntos clave, crear embudos, sembrar dudas.

Señaló los pequeños símbolos que representaban las cargas.

—Este esquema viene de un informe de campo de una compañía en Francia —añadió—. Un sargento zapador con apellido hispano tuvo la osadía de fabricar sus propias “pequeñas” minas con cabezas de mortero y TNT. Su capitán tuvo la osadía de permitirlo. Resultado: tres semiorugas inmovilizados, contraataque desbaratado, manual reescrito.

Uno de los reclutas levantó la mano.

—Señor, ¿y no era… ilegal hacer eso? —preguntó, con genuina curiosidad.

El mayor sonrió.

—Lo era —respondió—. Hasta que dejó de serlo.

Risas.

—La lección —continuó— no es “rompan el reglamento por gusto”. La lección es: conozcan tan bien su material y su terreno que sepan cuándo una norma fue escrita para un tipo de guerra que ya no está pasando delante de ustedes. Y entonces, si el riesgo lo justifica y sus jefes tienen espina dorsal, quizá se permitan un “campo de juguete” que parezca poca cosa hasta que un semioruga enemigo lo pisa.

Al fondo del aula, un hombre mayor con bastón —invitado aquel día como veterano— asentía en silencio.

Antonio Morales, con las manos algo artríticas, apretaba un lápiz.

Habían pasado décadas desde aquella noche.

Ya no recordaba el nombre exacto de la hondonada.

Recordaba, en cambio, cada discusión, cada mirada de duda, cada latido mientras esperaba el primer “boom” de una lata bajo un semioruga.

Había sido, oficialmente, una “modificación no autorizada”.

Hasta que dejó de serlo.

Miró a los jóvenes, inclinados sobre sus cuadernos.

—Que nunca os dé miedo pensar —dijo cuando le ofrecieron la palabra—. Solo que os dé miedo hacerlo sin recordar quién va a pisar lo que diseñáis. Esa noche, mis “juguetes” hicieron su trabajo con los alemanes. Gracias a eso, algunos de mis amigos no tuvieron que descubrir qué se siente pisarlos desde este lado.

Se hizo un silencio respetuoso.

En alguna parte, tal vez aún oxidándose en un bosque francés, quedaban restos de latas aplastadas, cables y trozos de orugas arrancadas.

Relatos materializados de que, a veces, lo que parece un juguete en la mesa de briefing se convierte, en la noche apropiada, en la diferencia entre un camino abierto al enemigo y una hondonada llena de semiorugas inmóviles mirando al cielo sin poder avanzar.