Se burlaban de su maniobra del “cigarrillo”, juraban que era una locura suicida y que romper la formación así era casi delito… hasta que, con tres Corsairs contra nueve Zeros, aquel truco humoso convirtió una derrota segura en una cacería inesperada


La primera vez que el teniente Marco Navarro escuchó risas a su costa, fue con un cigarrillo en la mano.

No uno de verdad, de los que llevaba siempre colgando del labio en tierra, sino uno dibujado con tiza en la pizarra del briefing.

Alguien había dejado el mensaje:

“TÁCTICA DEL CIGARRILLO
— PREGUNTEN A NAVARRO, EL HOMBRE HUMO —”

El resto eran garabatos: un Corsair con una nube alargada detrás, un Zero con cara de idiota persiguiéndolo.

Marco se quedó mirando el dibujo, apoyado en la puerta de la sala de briefing, mientras detrás de él la humedad del Pacífico pegaba la camisa a la espalda.

El sargento Kline, su jefe de mecánicos, se acercó por detrás.

—Al menos ya tienes nombre de guerra —bromeó—. “Smoke Navarro”. Podría ser peor.

Marco apretó los labios alrededor del cigarrillo real que mascaba.

—Preferiría que no fuera mi propio personal el que me pusiera mote —dijo—. Pero supongo que podría ser peor. Podrían haber dibujado cómo nos derriban cada vez que aceptamos un giro con los Zeros.

Kline ladeó la cabeza.

—O podrías dejar de hablar de esa “maniobra del cigarrillo” hasta que alguien allá arriba nos diga que no acaba con tu Corsair en el fondo del mar —respondió—. No está escrito en ningún manual.

—Lo sé —contestó Marco—. Precisamente por eso funciona.


Era 1944, en un pequeño atolón del Pacífico que los mapas llamaban con un número y los pilotos con un apodo impronunciable y lleno de arena.

El Corsair, con su ala de gaviota invertida y su enorme hélice, había llegado a la guerra con fama de bestia indomable.

Los Zeros, ligeros, ágiles, con una década de victorias detrás, seguían siendo temibles.

En teoría, el Corsair tenía todas las de ganar en velocidad de picado y potencia.

En la práctica, en más de una ocasión, escuadrillas enteras se habían dejado arrastrar a giros cerrados, a combates lentos donde el Zero se sentía en casa, y la “bestia” había acabado siendo blanco.

Marco lo había visto demasiadas veces.

Por eso había empezado a pensar en humo.

No el del tabaco.

El del combustible.


La idea había nacido de un fallo, como tantas cosas en guerra.

Un mes antes, durante una misión de escolta a baja cota sobre una flota de desembarco, su Corsair había sufrido una pequeña fuga en la línea de combustible del tanque suplementario. Nada grave, pero lo suficiente para dejar un rastro fino de gotas y vapor que, al mezclarse con el aire caliente de la tarde, se convirtió en una cola blanca y azulada.

En la radio, uno de sus compañeros había bromeado:

—Navarro, estás fumando más que el sargento de intendencia —dijo—. ¿Seguro que tu Wright no se ha vuelto loco?

Marco había mirado por el retrovisor y había visto el rastro.

En ese momento, un par de Zeros, que hasta entonces rondaban la formación sin comprometerse, se habían lanzado de forma repentina sobre él, como tiburones olfateando sangre.

El combate posterior había sido caótico, pero Marco había logrado escapar con un par de giros verticales y un picado pronunciado, aprovechando la potencia del Corsair. En el debriefing, al recordar la secuencia, algo hizo clic en su cabeza.

Los Zeros no habían ido a por el líder de la sección, ni por el ala limpia.

Habían ido al “fumaor”.

Al que parecía estar dañando.

Se habían centrado en el que creían que iba a ser más fácil.

—Siempre buscamos al cojo en la manada —comentó en voz alta sin darse cuenta, mientras dibujaba en la arena con una rama.

El capitán Howard, jefe de escuadrón, lo vio.

—¿Qué murmuras, Navarro? —preguntó.

Marco levantó la vista.

—Solo pensaba… —empezó, dudando si decirlo—. Los Zeros fueron directamente a por mí cuando vieron el rastro de combustible. ¿Y si pudiéramos usar eso a nuestro favor? Forzar que se obsesionen con uno de nosotros mientras los otros dos les entran por arriba. Como un toro que ve solo el capote rojo.

Howard lo miró, escéptico.

—¿Quieres volar con una fuga a propósito? —preguntó—. Me parece una forma rápida de conversión en antorcha.

—No una fuga —aclaró Marco—. Podemos liberar a propósito una pequeña cantidad de combustible del depósito suplementario, crear una estela visible pero no peligrosa, durante unos segundos. Como un cigarrillo. Ellos lo verán, pensarán “motor averiado”, se lanzarán. Mientras persiguen al “cojo”, los otros dos se colocan en la posición correcta para disparar. El truco está en no dejar que el “cojo” se convierta en desayuno.

Howard resopló.

—Eso no es una táctica —dijo—. Es un número de circo. Y, por cierto, está prohibido jugar con las válvulas de combustible en vuelo. Lo dice el manual. En mayúsculas.

Marco se encogió de hombros.

—El manual también decía que no se podía usar el Corsair desde portaaviones porque era demasiado “difícil de aterrizar” —recordó—. Y mírenos ahora.

Howard le clavó una mirada fría.

—¿Estás comparando mis órdenes con las de un almirante? —preguntó.

—Estoy diciendo que, a veces, lo que está escrito no ha visto aún lo que vemos nosotros —respondió Marco, con más franqueza de la que a algunos les habría parecido prudente—. No hablo de desobedecer por capricho. Hablo de tener un recurso más cuando tres de nosotros nos encontremos con nueve de ellos y no haya nadie más cerca.

La conversación quedó en el aire.

Hasta que la discusión se hizo oficial.


Dos días después, en el briefing matutino, Howard proyectó en la pared de madera un esquema simple: tres Corsairs, nueve Zeros.

—Esta es la situación teórica —dijo—. Nos ha pasado. Nos volverá a pasar. No siempre tendremos a otra escuadrilla a cinco minutos. A veces, la mejor opción será salir por piernas. A veces, tendremos que pelear.

Marco sintió que alguien lo miraba.

Varias cabezas, de hecho.

Howard continuó:

—El teniente Navarro ha presentado una… —buscó la palabra— “propuesta táctica” para estos casos: lo que él llama la “maniobra del cigarrillo”. Antes de que empiecen los chistes, quiero que la explique él mismo.

Marco tragó.

Se levantó.

Se acercó a la pizarra, tomó una tiza.

Dibujó tres Corsairs en formación escalonada.

Luego, nueve puntitos que representaban Zeros aproximándose.

—Los japoneses —dijo— no son tontos. Pero tampoco son inmunes a la psicología. Llevan años practicando la táctica del “ataque al rezagado”: buscan al que se aleja de la formación, al que parece más débil, al que fuma más. Lo hemos visto. Lo han pagado varios de los nuestros. Si conseguimos que ellos crean que uno de nosotros está en problemas, irán a por él. Eso es casi instinto. En su doctrina, eliminar al enemigo “dañado” es asegurar una baja rápida.

Dibujó un trazo detrás del Corsair de la derecha.

—Este sería el “cigarrillo”: una estela breve de combustible evaporándose, generada abriendo unos segundos la válvula del depósito externo y luego cerrándola. A la vez, el piloto puede hacer que el motor tosa momentáneamente con un cambio brusco de mezcla. Desde lejos parece humo de avería. Cuando ellos lo vean, se centrarán en él. Mientras tanto… —dibujó flechas desde los otros dos Corsairs hacia los flancos de los Zeros—, los otros dos ganan altura y se colocan en posición para caerles desde arriba, donde el Corsair es rey.

Hubo un murmullo entre los pilotos.

Algunos parecían intrigados.

Otros, divertidos.

Howard cruzó los brazos.

—Suena muy bonito en la pizarra —comentó—. Ahora, las preguntas.

El teniente McKay, uno de los más veteranos, levantó la mano.

—¿Y qué pasa si, mientras jugamos al señuelo, uno de los Zeros decide que prefiere ir a por el “limpio”? —preguntó—. O si no caen en la trampa y se limitan a dividirse, como hicieron aquella vez sobre Rabaul.

—Entonces estamos donde estaríamos de todos modos: tres contra nueve —respondió Marco—. Ese riesgo ya existe. La maniobra no lo crea, solo intenta concentrarlo. Si no funciona, abortamos y aplicamos lo de siempre: picado y alejamiento.

Otro piloto, joven, intervino.

—¿Y cómo evitamos que el “cigarrillo” se nos convierta en fuego de verdad? —preguntó—. Jugar con combustible me pone nervioso.

—El depósito externo está diseñado para ser soltado en vuelo —explicó Marco—. Lo que propongo es usar unos segundos su válvula de emergencia para liberar una pequeña cantidad, no bastante como para empapar el avión, sí suficiente para dejar una estela visible. Después, se corta y, si hace falta, se suelta el tanque entero. Hemos hecho pruebas con Kline en vuelos de entrenamiento. No hemos visto peligro real si se hace con cabeza.

Todos giraron la vista hacia el jefe de mecánicos.

Kline se encogió de hombros.

—La teoría funciona —admitió—. No voy a decir que me entusiasme ver a mis Corsairs fumando combustible, pero tampoco me entusiasma verlos volver con agujeros porque el enemigo se pasó medio minuto extra simplemente apuntando al piloto equivocado.

Howard miró a Marco.

—Lo que propones está en el filo de la navaja —dijo—. Y, para ser claro, el manual prohíbe tocar la válvula de emergencia en vuelo salvo para tirar el tanque en caso de incendio. Eso pone tu idea en la categoría de “no permitida.”

—Hasta que alguien la ponga en un manual —contraatacó Marco, con cuidado—. Si funciona, claro.

La discusión subió de temperatura.

—Navarro, no me gusta la idea de autorizar táctica alguna que empiece con la frase “desobedezca esta instrucción” —dijo Howard—. ¿Tienes conciencia de lo que implica pedirlo? Si pierdo un avión porque alguien abrió mal una válvula siguiendo tu “truco”, es mi cara la que pondrán delante del almirante.

—Y si perdiéramos tres por aceptar un combate en condiciones que sabemos desfavorables, ¿quién se responsabiliza? —replicó Marco—. No le pido que lo use como estándar. Solo como último recurso cuando nos veamos superados en número y sin apoyo. Algo más en la bolsa de trucos.

Hubo un silencio tensísimo.

Finalmente, Howard exhaló.

—Esto es lo que voy a hacer —dijo—: la maniobra del “cigarrillo” no será táctica oficial. No se enseñará como parte del entrenamiento normal. Pero… —miró a Marco con severidad— en caso de que Navarro o cualquier otro de ustedes se encuentre en una situación límite, no voy a mandarlos a consejo de guerra por usar el cerebro mismo si sobreviven para contar el resultado. ¿Queda claro?

Se oyó un murmullo de alivio.

Marco asintió.

La puerta a la “ilegalidad tolerada” estaba abierta.

Solo faltaba, como siempre, que la realidad la empujara.


La oportunidad llegó más pronto de lo que nadie habría querido.

Tres días después, la escuadrilla “Blue Five”, formada por seis Corsairs, volaba en misión de caza libre al sur de un grupo de islas que, en el mapa, parecían dientes de tiburón.

El sol, alto, pegaba fuerte.

Marco lideraba uno de los elementos de dos, con McKay a su izquierda y un novato, el alférez Jiménez, detrás.

La radio estaba relativamente silenciosa, hasta que la voz del controlador en el barco nodriza rompió la monotonía.

—Blue Five, aquí Control —anunció—. Nuestros radares han perdido contacto con parte de un grupo enemigo que se dirigía hacia su sector. Podrían estar a baja cota. Mantengan ojos abiertos.

No pasó ni cinco minutos antes de que McKay cantara:

—Contacto. Nueve, repito, nueve aparatos al frente, ligeramente más bajos. Silueta Zero. Parecen estar en formación de caza, no de ataque.

Marco afinó la vista.

Los Zeros, por debajo de ellos, avanzaban en tres secciones de tres, como si patrullaran.

—Blue Five, aquí Blue Leader —la voz del capitán Howard, que estaba en otro elemento más al norte—. Atención: Blue Five, ustedes están más cerca. El resto tardaremos al menos diez minutos en llegar. Pueden evitar contacto, cambiando rumbo, o fijarlo y comprar tiempo. Su decisión.

El corazón de Marco latió más rápido.

—Tres contra nueve —dijo Jiménez, con un tono entre miedo y emoción—. Parece el ejemplo de la pizarra.

McKay soltó un resoplido.

—Y sin borrador —comentó.

Marco sintió la disyuntiva clavarse en la garganta.

Podían virar y alejarse, confiar en la velocidad del Corsair para evitar ser interceptados.

Pero los Zeros estaban entre ellos y la flota de desembarco que protegían. Si esos cazas seguían hacia el sur, podrían caer sobre los transportes como cuchillas.

—Howard —dijo por la radio táctica—, si los dejamos seguir, tendrán la flota a su alcance en media hora.

—Lo sé —respondió el capitán—. Lo vea o no el almirante, esa es nuestra responsabilidad. ¿Qué dice tu instinto?

Marco miró la formación enemiga, luego sus dos alas.

—Dice que si no los molestamos ahora, lo lamentaremos luego —respondió—. Pero tres contra nueve no es una ecuación bonita.

Hubo un silencio de un par de segundos.

—Pues cambia la ecuación —dijo Howard—. Tú eres el de los trucos con humo, ¿no? Haz que se arrepientan de ir en grupo. Blue Five, autoriza compromiso. Pero si esto huele a desastre, salid de allí sin mirar atrás. ¿Entendido?

“Autoriza compromiso”.

En la cabina, el aire pareció más denso de repente.

—Entendido —respondió Marco—. McKay, Jiménez, escuchen: vamos a intentar el “cigarrillo”.

Hubo un silencio en el canal interno.

—¿Estás seguro, Navarro? —preguntó McKay, con un punto de ironía—. ¿Quieres de verdad que me cuente luego como “Murió por hacer de señuelo”.

—Yo seré el señuelo —dijo Marco—. Tú y Jiménez subid otros mil pies. Manteneos al sol. Cuando veáis que su formación se ha estirado persiguiéndome, entráis desde arriba, en picado. Id a por el segundo grupo, no por los que vayan pegados a mí. Si derribamos a sus líderes de sección, se desorganizarán.

Jiménez tragó saliva.

—¿Y si no pican? —preguntó.

—Entonces improvisamos —contestó Marco—. Pero creo que uno o dos, al menos, vendrán. Nuestra mejor opción es que venga más de uno.

—Lo peor que se puede hacer con un cigarrillo es dejarlo a medias —masculló McKay—. Vamos allá.


Marco ajustó la mezcla, tomó aire.

Apretó el botón que liberaba el depósito de combustible suplementario.

No lo soltó; solo permitió que la válvula de emergencia se abriera durante unos segundos.

Un hilo de combustible empezó a salir por la parte trasera del tanque, atomizándose en el aire caliente y dejando una estela blanca, fina, detrás de su Corsair.

A la vez, forzó momentáneamente el motor a una mezcla más rica, provocando un par de explosiones controladas en el escape.

Desde la posición de los Zeros, aquello parecía exactamente lo que pretendía: un avión cuyo motor empezaba a fallar, dejando un rastro azulado.

Un piloto japonés, debajo, señaló con emoción.

—¡Mira, uno se está averiando! —dijo por la radio—. ¡Es el momento de atraparlo!

El líder del grupo dudó.

Sabía que los americanos podían usar trucos.

Pero la visión de un enemigo “herido” era poderosa.

—Sección dos, conmigo —ordenó—. Vamos a acabar con ese.

Los tres Zeros de la segunda sección se separaron de la formación principal, subiendo en un ángulo que los llevaría detrás y por encima del “Corsair enfermo”.

El resto del grupo mantuvo rumbo, pero ya con una ligera dislocación: la formación empezaba a estirarse.

Desde arriba, McKay lo vio.

—Muerden —anunció—. Al menos tres van a por ti, Smoke.

Marco mantuvo el corsair en un descenso ligero, sin perder demasiada velocidad, como si estuviera luchando por mantener altura.

La estela seguía marcando su camino.

La tentación de cerrar la válvula de inmediato era grande, pero aguantó un poco más.

—Jiménez, ve con McKay —ordenó—. No os precipitéis. Cuanto más se estiren, mejor.

El joven alférez respondió con un simple “recibido”, concentrado.

Los Zeros, viendo la aparente debilidad, aumentaron potencia.

La distancia se acortó.

Marco sentía el peso de sus ojos en la nunca, aunque no pudiera verlos aún.

Un cuarto Zero, de otra sección, empezó también a desviarse.

El líder de grupo no lo detuvo.

Quizá pensó que cuatro contra uno eran mejor que tres.

Quizá no pensó.


En la cabina de Marco, los segundos parecían minutos.

Un vistazo rápido al bastidor de la válvula le indicó que el depósito suplementario estaba casi vacío.

Aquello, aparte del efecto visual, también significaba que su autonomía de regreso se reducía.

Otro compromiso.

—Smoke, tu cigarro se está acabando —bromeó McKay, desde arriba—. Nosotros ya estamos posicionados. Cuando digas.

Marco miró por el retrovisor.

Pudo ver, pequeños, los puntos de los Zeros acercándose.

Aún no tan cerca como para disparar, pero sí para comprometerse.

—Dos segundos más —dijo—. Quiero que estén tan “dentro” que les cueste romper.

Contó mentalmente.

Uno.

Dos.

Cerró la válvula.

El rastro se fue desvaneciendo.

Ahora tocaba la parte en que el “fumador” demostraba que el pulmón estaba más sano de lo que parecía.

Empujó la palanca hacia adelante, aplicó plena potencia.

El Corsair, libre ya del peso extra del depósito casi vacío, respondió con un bramido.

La aceleración fue instantánea.

A la vez, tiró ligeramente del timón hacia la derecha y comenzó un giro ascendente, buscando convertir su aparente vuelo agónico en un yo-yo vertical.

Los Zeros, que venían confiados en alcanzar a un objetivo que creían lento y con problemas, se encontraron de repente persiguiendo a alguien que subía.

Los primeros segundos eran críticos.

—Ahora, McKay —dijo Marco—. ¡Ahora, Jiménez!

Desde los dos mil pies de ventaja, McKay y Jiménez empujaron sus Corsairs en picado.

El sol, detrás, los disfrazaba.

En la radio japonesa, alguien gritó algo que sonó a “¡arriba!”

Demasiado tarde.

McKay alineó la mira con el Zero que iba más a la derecha de la sección que perseguía a Marco.

Apretó el gatillo.

Las .50 trazadoras dibujaron una línea que caminó por la parte superior del ala, cruzó la cabina, salió por el otro lado.

El Zero se inclinó, dejó un rastro de humo y comenzó una caída en espiral.

Jiménez, siguiendo la enseñanza al pie de la letra, ignoró al Zero que iba pegado a Marco y fue a por el siguiente de la fila.

Su dedo tembló sobre el gatillo, pero apretó.

Vio destellos en el motor enemigo.

El Zero, aún empujando hacia adelante, vomitó humo negro.

Dos de los cuatro cazas que se habían desviado estaban, en cuestión de segundos, fuera de combate o camino de estarlo.

El tercero, sorprendido, intentó frenar, girar, cambiar de plano.

Marco, que había terminado su giro ascendente, se encontró de frente con él por un instante fugaz.

Apretó el gatillo.

El intercambio fue brutal y breve.

Rafagas cruzadas.

Dos alas, dos conceptos de avión.

El Zero pasó a su lado con un ala baja.

Marco no esperó a ver si caía.

Se concentró en mantener a su propio aparato lejos de cualquier estela de restos.

—Tres menos —jadeó McKay—. Ya no es tres contra nueve.

La radio estalló en excitación contenida.

—Blue Five, aquí Howard —la voz del capitán sonó en el canal general—. Estamos a dos minutos. ¿Estado?

—Uno ligeramente “nicotinado” pero bien—respondió Marco, sin poder evitar el chiste—. Hemos sacado a tres del juego. Seis siguen ahí, pero ya no están en una formación limpia. Están buscando a quién seguir.

Eso era cierto.

Lo que la “maniobra del cigarrillo” había logrado no era solo atraer a tres o cuatro enemigos.

Había introducido caos en la estructura de ataque de los Zeros.

Los grupos restantes estaban ahora divididos entre quienes querían seguir a la sección de Marco y quienes dudaban si regresar a la ruta original.

Ese momento de indecisión valía oro.

—Blue Five, mantengan presión pero no se dejen arrastrar a giros horizontales —ordenó Howard—. Los tenemos.

Los Corsairs, ahora tres contra seis, pero con la moral reforzada, comenzaron a aplicar la táctica clásica: ascenso, picado, fuego, ascenso de nuevo.

Los Zeros, sin cohesión, respondieron como pudieron.

En pocos minutos más, dos quedaron en llamas, otros dos se retiraron hacia el norte.

Los últimos, viendo la llegada del resto del escuadrón de Howard, rompieron contacto.

El aire volvió a llenarse solo del ruido de los motores americanos.

Marco respiró por fin a fondo.

Miró el indicador de combustible.

La maniobra le había costado más de lo que habría querido, pero seguía teniendo margen para volver al portaaviones.

—Smoke —dijo McKay—, hoy sí que te has ganado el mote.

Jiménez rió, nervioso.

—Y yo que pensaba que lo del cigarrillo era solo un chiste de cantina —admitió—. Nunca pensé que lo vería funcionar así.


De regreso al portaaviones de escolta, el debriefing fue intenso.

Howard, con el informe de la misión en la mano, miró a Marco con seriedad.

—Esta vez, tu truco no fue solo espectáculo —dijo—. Estiró a los Zeros, rompió su formación y nos dio la oportunidad de caerles donde somos fuertes. No puedo ignorar eso.

Miró al oficial de operaciones, que tomaba notas.

—Quiero que se documente exactamente cómo demonios abriste esa válvula sin hacer de tu Corsair una antorcha —añadió—. Y quiero que se especifique que esto sigue siendo una táctica de “última opción”. No quiero a veinte idiotas soltando combustible alegremente cada vez que ven un Zero a cinco millas.

Hubo algunas risas contenidas.

Marco asintió, serio.

—Entiendo, capitán —dijo—. No es para jugar. Es para cuando la alternativa es huir y dejar sin protección a alguien, o quedarse y morir por cabezones. A veces hay un punto medio.

Howard suspiró.

—El almirante no está obligado a saber qué haces con las válvulas mientras los barcos que proteges no reciban visitas no deseadas —dijo—. Pero a partir de ahora, si algún oficial de táctica pregunta, le diré la verdad: tres Corsairs con un “cigarrillo” bien puesto hicieron retroceder a nueve Zeros. Y que habrá que pensar si conviene poner algo de eso en el siguiente manual.

Se volvió hacia todos.

—La lección de hoy no es “fumen combustible” —remarcó—. La lección es: conozcan al enemigo. Saben que buscan al débil. Úsenlo. Pero recuerden que el señuelo, si falla, no tiene repuesto.


Años más tarde, en un aula de una escuela de vuelo, un instructor mostraba una diapositiva con esquemas de tácticas de combate.

Entre “Thach Weave” y “Yo-Yo alto y bajo”, había una nota al margen:

“Variantes de señuelo basadas en simulación de avería (p.ej. “cigarette trick”, Pacífico 1944). Uso limitado. Requiere disciplina y coordinación.”

Un alumno levantó la mano.

—Señor —preguntó—, ¿de verdad alguien soltó combustible en vuelo para engañar a un enemigo?

El instructor, con el cabello ya entrecano y unas alas de piloto que habían visto varias campañas, sonrió.

—Digamos que un compañero mío en el Pacífico tenía la costumbre de hacer que su avión fumara más que él —respondió—. Y que, gracias a eso, alguna vez tres Corsairs salieron vivos de un encuentro donde nueve Zeros creían que iban a cazar fácilmente.

Otro alumno frunció el ceño.

—¿Y eso era… legal? —insistió.

—Legal es una palabra que depende mucho del lado en el que estás del reglamento —dijo el instructor—. En aquel momento, era, oficialmente, “desaconsejado”. Extraoficialmente, cuando funcionó, se convirtió en “trampa aprobada en circunstancias especiales”.

Al fondo del aula, un hombre mayor, invitado ese día como veterano de la Segunda Guerra, se ajustó la chaqueta.

Marco Navarro, ya sin cigarrillo en la mano —los había dejado años atrás, por ironías de la vida—, miró a los chicos jóvenes y sonrió.

Cuando le dieron la palabra, caminó hasta el frente con paso lento pero firme.

—Si algún día se encuentran en el aire con tres contra nueve —dijo—, una parte de ustedes querrá salir corriendo, otra querrá girar hasta que las alas se caigan. Si el manual tiene una respuesta, síganla. Si el manual no ha visto lo que ven ustedes, recuerden que, en mi época, un mecánico se atrevió a experimentar con las ametralladoras, y un piloto a experimentar con el combustible. No lo hicimos por diversión. Lo hicimos porque al otro lado también pensaban. Y la única manera de seguir vivos era pensar un poco más.

Hizo una pausa.

—Y si alguna vez ven una estela de humo salir de un ala —añadió, con un guiño—, no den por hecho que es un motor a punto de morir. Puede que sea solo un cigarrillo bien colocado.

Los alumnos rieron.

El instructor también.

En algún lugar, en un libro de tácticas que pocos leían entero, había ya una línea que decía:

“La imaginación táctica, cuando va acompañada de disciplina, puede convertir un vicio (como un cigarrillo) en virtud (como una maniobra que sorprende al enemigo).”

La historia no decía “Marco Navarro”.

Solo hablaba de un “piloto de Corsair” que, un día de 1944, se atrevió a jugar con humo en un cielo donde nueve Zeros engancharon el anzuelo.

Pero para él, eso era suficiente.

Sabía que, aunque se hubieran reído entonces de su “truco del cigarrillo”, aquella noche en que tres Corsairs habían salido vivos y con victorias frente a nueve enemigos había valido cada discusión, cada “eso es suicida”, cada bocanada de humo que aún recordaba claramente.

Porque, al fin y al cabo, en la guerra como en la vida, a veces el truco no está en lo que fumas.

Está en lo que haces creer que fumas.