Veintitrés años después de perder a mi hija, una muchacha harapienta llamó a mi puerta con su misma pulsera… y la discusión que siguió rompió a mi familia antes de volver a juntarla

A veces creo que la vida se mide en antes y después de un solo momento.

Antes de que se me perdiera mi hija en el tianguis.

Después.

Todo lo que vino después fueron días que yo atravesé como en neblina, guiada nada más por la costumbre y por la culpa.

Hasta que, veintitrés años más tarde, una muchacha flaquita, con la ropa hecha trapos y los ojos del mismo color que mi niña, apareció en la puerta de mi fonda pidiendo un taco.

Y entonces todo volvió a empezar.

1. El altar

Me llamo Elena, pero todos en la colonia San Miguelito, en las afueras de Puebla, me dicen doña Lenita.

Tengo cincuenta y cinco años y un altar en la sala que parece altar de muertos, pero está ahí todo el año.

En el centro está la foto de una niña de cuatro años, con dos colitas chuecas, sonriendo con todos los dientes chuecos también. A un lado, un peluche de pelícano gris que fue lo único que no se llevó ese día. Veladoras, flores de plástico, un rosario colgado en el marco.

Abajo, en una repisa, una caja donde guardo recortes de periódicos amarillentos: “Niña desaparecida en tianguis”, “Familia busca a su hija desde hace tres meses”, “Se cumplen diez años del caso Valeria”.

Valeria. Mi niña.

—Buenos días, mi amor —le digo cada mañana, pasando un trapo para quitar el polvo—. Ya levanté, ¿eh? No creas que me quedé dormida.

Detrás de mí, en la tele, las noticias de la mañana hablan de otra niña perdida, otra madre llorando.

Cambio de canal.

No es que no me importe.

Es que si me pongo a oír casos, me hundo.

A Valeria se la llevaron un domingo. Yo me la llevé al tianguis, como siempre. Había puesto su vestido amarillo porque hacía calor. Ella quería de esos globos con luz que parecían planetas.

Yo vendía comida en un puesto de lámina. Mole en toppers, tlacoyos, arroz. Mi esposo, Rogelio, nos ayudaba a montar y desmontar. Nuestro hijo mayor, Mauricio, entonces de ocho años, se encargaba de cuidar las cubetas.

—No te vayas lejos —le dije a Valeria cuando un señor llegó a pedir un kilo de mole para llevar.

Ella asintió, jugando con el pelícano gris, y se puso a corretear una pelota a dos puestos de distancia.

No fueron ni cinco minutos.

Cuando volteé otra vez, el pelícano estaba en el suelo.

Y ella ya no.


2. La pérdida

El resto de ese día está roto en mi memoria como espejo.

Recuerdo correr por entre los puestos gritando su nombre, tirando canastas, empujando cajas. Recuerdo a Rogelio sujetándome de los brazos cuando me aventé a la avenida pensando que quizá se había ido hacia los cochecitos de feria. Recuerdo a Mauricio parado junto al pelícano, pálido, con los ojos muy abiertos.

—¡Valeria! —gritaba yo, como si el aire me la fuera a regresar.

Alguien dijo que había visto a una señora llevándosela de la mano, que la niña iba llorando.

Otro dijo que no, que la había visto subirse a una camioneta roja.

La policía llegó tarde.

Llevaban libretita, pero no ganas.

—Seguramente se fue con algún familiar —decía uno—. Ya va a aparecer en la casa.

—¡No tenemos familia aquí! —chillé—. ¡No conoce a nadie!

Nos llevaron a la delegación. Nos tomaron declaración, foto, nos dieron un número de oficio.

—Cualquier cosa, aquí nos marcán —dijo el ministerio público, bostezando.

Pasé tres días sin dormir.

Pegamos carteles con su cara por toda la colonia, por todo Puebla. Salimos hasta la autopista. Rogelio dejó de trabajar en la fábrica, yo dejé el puesto del tianguis.

—Hasta que la encontremos —decíamos.

Nunca la encontramos.

Los meses se convirtieron en años.

Fuimos a programas de televisión local, a marchas, a juntas con otras madres que también tenían altar en su casa. Nos inscribimos en listas, dimos muestras de ADN para el banco de datos de desaparecidos.

Todo.

Nada.

Al año tres, Rogelio empezó a decir que teníamos que “seguir adelante”.

Yo no entendía qué significaba eso.

—No puedo hacer como que no existe —le dije, una noche, cuando él intentó abrazarme y yo me aparté—. No puedo.

—No te digo que la olvides —me dijo—. Pero también está Mauricio. También estoy yo. También estás tú. Nos estamos quedando sin nada.

Discutimos.

Se puso muy seria esa discusión, como dicen.

Porque en el fondo, yo sentía que si dejaba de buscarla, si dejaba de hablar de ella, la mataba otra vez.

Mauricio creció en esa casa colgando carteles, oyendo su nombre todas las noches.

A los dieciocho, se fue a Monterrey a trabajar en una maquila.

—Yo ya no aguanto aquí, ma —me dijo, antes de irse—. Esta casa está llena de fantasmas.

Lo vi subir al camión con una mochila, y sentí que otro pedazo de mi vida se me iba.

A los veinte años de la desaparición, Rogelio tuvo un infarto en el camión de la planta y se murió antes de llegar al hospital.

Me quedé sola.

Con el altar.

Y con una fonda.


3. La fonda

La fonda se llama “Comida Casera Valeria”.

Cuando puse el letrero, el del rotulador me vio raro.

—¿Es su nombre? —preguntó.

—El de mi hija —respondí.

No quise explicar más.

La fonda está en la esquina de la calle 7 Norte, enfrente de una secundaria. Atiendo desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde: desayunos, comida corrida, tortas. El menú está escrito con plumón en una tabla: “Hoy: milanesa, chicharrón en salsa verde, arroz, frijoles, agua de jamaica”.

Los chamacos de la secundaria a veces se ríen del nombre.

—¿Y quién es la Valeria? —preguntan.

—Mi patrona —respondo, secando platos—. A ver si se aparece a cobrar.

Los maestros me compran café, los albañiles piden fiado, el padre de la iglesia de la esquina me viene a bendecir el local cada diciembre.

La vida se volvió eso: picar cebolla, servir platos, encender y apagar el comal.

El altar está en mi casa, atrás de la fonda, en una sala que huele a comino y a veladora.

Todas las noches, al cerrar, paso a verla.

—Si andas por ahí, ya vente —le digo, como si fuera una muchacha que se fue de parranda—. Ya estuvo suave.

Y así iban a ser mis días, pensaba yo, hasta que Dios se acordara de recogerme.

Hasta esa tarde de agosto.


4. La muchacha de los trapos

Era agosto, como dije, y llovía a ratitos.

La fonda ya estaba casi vacía. Eran como las cinco y media, hora en que ya nomás llegan los que salen tarde del trabajo. Tenía la tele prendida con un partido aburrido del Puebla contra quién sabe quién.

Yo estaba limpiando las mesas cuando escuché un “buenas tardes” muy bajito en la puerta.

Volteé.

Era una muchacha.

Delgada, casi puro hueso, con una sudadera gris enorme, rota en los codos, y unos pantalones que en otro tiempo quizás fueron de mezclilla, pero ahora eran trapos. Traía un morral cruzado al pecho, chancletas de plástico y el cabello negro, enmarañado, pegado a la cara por la lluvia.

Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos.

Color miel.

Igualitos a los de Valeria.

Sentí como si alguien me hubiera jalado desde el pecho.

—Buenas tardes —la saludé, tratando de controlar la voz—. ¿Qué se te ofrece?

La muchacha dudó.

Miró el letrero de “Comida corrida $60” y luego a mí.

—¿No sobra… algo? —dijo, con un acento raro, como del norte—. Lo que sea. Lavo trastes, si quiere.

Mi primer impulso fue decirle que sí, que pasara, que comiera, que se quedara.

Mi segundo impulso fue sospechar.

Porque así es uno cuando vive en México: generoso de corazón y desconfiado por supervivencia.

—Siéntate —le dije—. Ahorita te sirvo algo. No tienes que lavar nada.

—No, no, de veras —insistió—. Aunque sea un taco y yo barro o algo. No quiero limosna.

Eso me tocó algo.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, sirviéndole un plato de arroz y frijoles, con un pedazo de milanesa que había sobrado.

Se sentó en la mesa más pegada a la puerta, como quien no confía tampoco.

Luna —dijo—. Me dicen Luna.

Jamie, el mesero que me ayuda en las tardes, me lanzó una mirada desde la barra.

Yo le hice una seña de “todo bien”.

La vi comerse la milanesa como quien no ha probado carne en días.

Entre bocado y bocado, la fui estudiando.

Tenía cicatrices en las manos.

Una cortada vieja en la ceja izquierda.

Y en la muñeca derecha, algo que me hizo soltar el trapo que traía en la mano.

Una pulsera.

De hilo rojo, con tres chaquiras azules y una campanita diminuta.

Yo misma la había tejido veintitrés años atrás.

Para Valeria.

La campanita sonó cuando Luna llevó el tenedor a la boca.

Tlin.

Un sonidito que yo conocía demasiado bien.

Sentí que las piernas se me aflojaban.

Tuve que apoyarme en la mesa.

Jamie se acercó.

—¿Todo bien, doña? —preguntó.

Asentí, sin despegar los ojos de la pulsera.

Luna notó mi mirada.

Se detuvo a medio bocado.

—¿Qué? —dijo—. ¿Tengo algo sucio o qué?

Negué con la cabeza.

—Esa pulsera… —susurré—. ¿Dónde la conseguiste?

Ella bajó la vista a su muñeca.

Se encogió de hombros.

—Siempre la he tenido —respondió—. Desde que me acuerdo. Dice mi tía que me la dieron de bebé.

“Mi tía”.

“Siempre la he tenido”.

El corazón me latía tan fuerte que me dolía.

Me acerqué, como en cámara lenta.

Sin pedir permiso, tomé su muñeca con mis dedos.

Ella se tensó, pero no se apartó.

La campanita volvió a sonar.

Tlin.

La tela roja estaba gastada, pero era la misma puntada.

La misma que yo había aprendido de mi abuela.

—Yo hice esta pulsera —dije, con la voz ronca.

Luna frunció el ceño.

—No creo —respondió, desconfiada—. Mi tía dice que era de mi mamá.

—Yo soy tu mamá —se me salió.

Jamie abrió la boca, escandalizado.

Luna se apartó de golpe, tirando el tenedor al piso.

—¿Qué? —dijo, con mezcla de enojo y susto—. ¿Qué le pasa?

Me di cuenta de lo que había dicho.

De cómo sonaba.

De cómo me veía: una señora de mandil, temblando, agarrando a una desconocida por la muñeca en una fonda.

Respiré profundo.

—Perdón —me corregí—. Es que… esa pulsera era de mi hija. Mi niña se perdió hace muchos años. Yo se la había hecho igualito.

Se hizo un silencio raro.

Luna se soltó.

Miró la pulsera como si la viera por primera vez.

Luego me miró a mí.

—Mi “tía” —dijo, haciendo comillas en el aire—. Siempre dijo que mi mamá la dejó en el hospital cuando nací. Que yo no le importaba. Que ella, la tía Licha, me recogió “por buena gente”. Pero siempre sentí que era mentira.

Sus ojos se llenaron de algo.

No sé si de lágrimas o de rabia.

O de las dos.

—¿Cómo se llamaba tu hija? —preguntó.

No me había dado cuenta de que ahora era ella la que me interrogaba.

Tragué saliva.

—Valeria —dije—. Valeria López Ramos.

Luna se quedó callada.

Fijó la vista en el plato.

El partido de la tele siguió de fondo, los comentaristas gritando “¡fuera de lugar!” como si ese fuera el problema más grande del mundo.


5. La posibilidad

Esa noche, después de cerrar la fonda, Luna seguía sentada en la mesa, con una taza de café cargado delante.

Jamie se había ido.

No quedaba nadie más.

Yo había llamado a mi comadre Toña, que vive a tres casas, para que viniera “por si acaso”.

—¿Y si es? —susurró Toña, sentada junto a mí, con los ojos puestos en Luna—. ¿Y si de veras…?

No quería ilusionarme.

No quería meter a Luna en una historia que quizá no era la suya.

Pero había cosas.

Los ojos.

La pulsera.

Y algo más: una pequeña manchita café junto a la oreja derecha, casi escondida en el cabello.

Valeria la tenía.

Se la descubrí desde bebé cuando la bañé por primera vez.

Luna, de vez en cuando, se rascaba esa zona.

—¿Cuántos años tienes? —le pregunté, intentando mantener la calma.

—Veintitrés —respondió—. Cumplidos en abril.

Valeria se perdió en marzo de hace veintitrés años.

Me recargué en la barra.

El corazón me daba vueltas.

Toña me apretó el brazo.

—¿Y cómo llegaste aquí? —preguntó ella, más práctica que yo.

Luna se encogió de hombros.

—Vengo de Veracruz —dijo—. De un pueblito cerca de Poza Rica. Tía Licha dice que ahí nací, pero nunca me quiso mostrar mi acta. Cuando tenía como quince, me fui con un novio trailero. Acabó pegándome. De ahí me fui a Reynosa, luego a Monterrey, luego a quién sabe dónde. Al final, me vine pa’ acá porque una morra me dijo que en Puebla había mucha fábrica y que podía conseguir chamba. Pero está cabrón sin papeles.

Sin papeles.

Sin pasado.

Sin nombre más allá de “Luna”.

—¿Sabes si siempre te llamaste Luna? —pregunté.

Ella sonrió con amargura.

—Tía Licha me decía Pioja —contestó—. Luna me lo puse yo, cuando me salí de su casa. Porque me gustaba voltear al cielo y pensar que alguien más estaba viendo la misma luna que yo.

Sentí un nudo en la garganta.

Valeria, de niña, siempre señalaba la luna.

—Mira, ma, es un queso —decía.

Todo era coincidencia.

Podía serlo.

Pero también podía ser… otra cosa.

—Mira, muchacha —intervino Toña—. No sabemos si tú eres de veras hija de mi comadre. Pero hay cosas. Muchas cosas. Esto que te vamos a decir se va a poner muy serio. Y no te lo vamos a decir pa’ aprovecharte, ni pa’ engañarte, ni nada. Pero es la verdad.

Luna asintió.

Sus ojos color miel brillaron bajo la luz de neón de la cocina.

Le contamos.

Todo.

El tianguis.

La pulsera.

Los años de búsqueda.

La foto en el altar.

Ella escuchó con la boca entreabierta.

Cuando terminamos, estuvo un rato en silencio.

Luego se rió.

Una risa cortita, incrédula.

—Si fuera novela de la tele, dirían que es demasiado —murmuró—. Que ya se mamaron los guionistas.

Nosotras también nos reímos, por pura tensión.

Después, se puso seria.

—Yo… no sé si creerles —dijo—. No es por mala onda. Pero mucha gente me ha dicho cosas. “Yo te ayudo”, “yo te doy trabajo”, “yo te quiero”. Y al final… nada. O peor: golpes, insultos.

Mi corazón se apachurró.

—Se vale dudar —dije—. Pero… ¿te gustaría saber? ¿Te gustaría… averiguar si…?

No pude terminar la frase.

Luna me sostuvo la mirada.

—Toda mi vida he querido saber de dónde vengo —dijo—. Si soy una basura, como dice la tía, o si un día alguien me quiso.

—Yo te quise —se me salió—. Te quiero.

Ella bajó la vista.

Se le escapó una lágrima.

Toña metió su cuchara.

—Hay una forma de saberlo —dijo—. No es perfecta, pero… el ADN. Ya ves que a ti y a Rogelio les tomaron muestras cuando desapareció la niña. A lo mejor todavía tienen. Se puede hacer una prueba.

La palabra “ADN” flotó en la cocina como una medicina amarga.

Yo había dado muestra años atrás al banco de datos de la Fiscalía.

—¿Y si no soy? —preguntó Luna, con un hilo de voz.

La posibilidad me dolió tanto como la otra.

—Entonces… —dije—. Entonces serás Luna y ya. Una muchacha que un día llegó con hambre y se sentó en mi mesa. Y también te voy a querer. Nomás que con otra etiqueta.

Ella se rió entre lágrimas.

—Y si sí… —susurró.

No respondió nadie.

Porque esa pregunta se iba a poner muy seria.


6. El hijo y la discusión

Llamé a Mauricio esa misma noche.

Vivía en Monterrey, en un cuartito que rentaba cerca de la maquila, con su esposa regiomontana y dos niños.

Contestó con ruido de fondo.

—¿Qué pasó, ma? —dijo—. ¿Estás bien?

—Creo que encontré a tu hermana —solté.

Sé que no era la mejor forma de empezar.

Hubo un silencio del otro lado.

Luego, una carcajada amarga.

—¿Otra vez? —dijo—. ¿Otro “creo”?

Me dolió.

No era la primera vez que yo veía a niñas en la calle, en la tele, en fotos, y decía “se parece”.

Mauricio había crecido viendo a su madre perseguir parecidos.

También había crecido viendo el altar, las veladoras, los recortes.

Estaba cansado.

—No es “otra vez” —dije, tratando de sonar firme—. Esta vez… es diferente. Tiene la pulsera. Y la mancha en la oreja. Y la edad. Y… no sé cómo explicarte, hijo. Es… ella.

Él resopló.

—Ma —dijo—. Te lo digo con cariño, de veras. Pero te estás aferrando. Ya van veintitrés años. Yo también quisiera que Valeria apareciera. Pero no puedes creerle a la primera chamaca que trae una pulsera.

Me ardió.

—No es “la primera chamaca” —repliqué—. Es… una muchacha que tal vez vivió algo igual o peor que Valeria. ¿No te mueve eso?

—Claro que me mueve —contestó—. Pero también me mueve ver cómo te consumes cada vez que sale una. Te vas a enfermar, ma.

Ahí la discusión se puso muy seria.

—Ya estoy enferma, Mauricio —solté—. De tristeza, de culpa, de no saber. Llevo veintitrés años viviendo así. Si hay una posibilidad de saber, de verdad saber, la voy a tomar.

Él se quedó callado un segundo.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó, con tono derrotado.

—Nada —dije—. Solo… quería que supieras. Y que, si la prueba sale positiva… regreses.

Suspiró.

—Si sale positiva, ma —dijo, marcando el “si”—, me avisas. Y voy. Pero… hazlo bien. No te lleves por la intuición. Haz la prueba. Ve a la Fiscalía. No dejes que se te mete a la casa sin nada.

Eso último me dolió.

Porque en el fondo, yo ya estaba pensando en ofrecerle un cuarto, un plato, una cama.

—¿No te da curiosidad? —pregunté, con un hilito de esperanza—. ¿De conocerla?

—Me da miedo —respondió, honesto—. Miedo de ilusionarme. Miedo de que luego digan “ups, no era”. Miedo de que este tema vuelva a comernos.

La palabra “comernos” se me quedó pegada.

La desaparición de Valeria se había comido a mi matrimonio, a mi hijo, a mí.

Ahora amenazaba con abrir la boca.

—Ya estoy dentro de la boca —dije—. Prefiero que me trague sabiendo que hice todo lo posible.

Él no dijo nada.

La llamada terminó fría.

Me quedé con el teléfono en la mano, temblando.

Toña, que había escuchado desde la cocina, se acercó.

—No lo juzgues —me dijo—. Él también es víctima de esto.

Asentí.

Pero también sentí rabia.

Porque yo no había dejado de ser madre de Mauricio por buscar a Valeria.

Él, en cambio, parecía haber renunciado a su hermana para salvarse.

Quizá era válido.

Quizá yo estaba mal.

Pero esa discusión con mi hijo me dejó claro algo: en este camino, iba a estar sola, otra vez.

Al menos al principio.


7. La Fiscalía

Al día siguiente, acompañada de Toña y de Luna, fui a la Fiscalía de Personas Desaparecidas.

El edificio gris olía a café recalentado y a papel húmedo.

En la entrada, un guardia nos pidió identificación.

—Ella no tiene —dije, señalando a Luna—. Pero está conmigo.

Nos hicieron pasar.

Nos atendió una licenciada joven, con cara cansada.

Le expliqué todo.

El caso de Valeria, los años, la pulsera, la muchacha.

Ella tomó nota.

Buscó en la computadora.

—Sí, aquí está su expediente —dijo—. Caso 98-453. Desaparecida en 1999. Muestra de ADN de madre y padre depositadas en 2005.

Sentí una mezcla de alivio y dolor al escuchar el número.

Era como escuchar el número de teléfono de una tumba.

—¿Qué se puede hacer? —pregunté.

La licenciada suspiró.

—Podemos tomarle una muestra a… —miró el formulario— a la señorita Luna —dijo—. Mandarla al banco de datos. Ver si hay coincidencia con la muestra de ustedes. El resultado tarda unas semanas.

—¿Semanas? —casi lloro—. ¿No puede ser más rápido?

Ella me miró con empatía.

—Ojalá —dijo—. Pero hay muchas muestras, pocos recursos. Hacemos lo que podemos.

Luna estaba callada, sentada a mi lado, mirando el piso.

—¿Usted quiere hacerse la prueba? —le preguntó la licenciada.

Luna levantó la vista.

Sus ojos miel brillaban.

—Quiero saber si tengo mamá —dijo—. De veras.

Se le quebró la voz al final.

La licenciada asintió, suave.

—Pase conmigo —dijo—. Es solo un hisopo en la boca. No duele.

Luna me miró, como preguntando permiso.

Yo asentí.

Ella entró al cuartito blanco.

Toña me apretó la mano.

—Estás haciendo lo correcto —susurró.

Yo quería creerle.


8. Entre tanto, la casa

Mientras esperábamos el resultado —esas semanas que se hicieron eternas—, Luna se quedó en mi casa.

No tenía dónde más.

Era extraño.

En mi sala, junto al altar de Valeria, ahora había una colchoneta donde dormía una muchacha casi de mi talla, con los pies fríos y el hábito de despertar sobresaltada con cualquier ruido.

La primera noche, cuando fui a apagar la luz, ella se incorporó de golpe.

—¿Qué pasó? —dijo, lista para correr.

—Nada, hija —se me salió—. Perdón. Apenas voy a apagar.

Ella se relajó.

—Es que… —murmuró—. En otras casas donde he dormido… a veces en la noche llega gente. Mejor estar lista.

Me dolió.

Le presté ropa.

La vi bañarse con cuidado, como si el agua caliente fuera un lujo.

Le enseñé a hacer arroz, aunque ya sabía.

—Yo cocinaba en la casa de tía —contó—. Pero si quedaba mal, me aventaba la olla.

Yo aguantaba.

De día, me ayudaba en la fonda.

Lavaba platos, limpiaba mesas, servía aguas.

Los chamacos de la secundaria la miraban entre fascinados y desconfiados.

—¿Es tu hija, doña? —me preguntó un maestro.

Sonreí.

—Todavía no sé —dije—. Pero actúa como si lo fuera: ya me contesta igual.

Luna se reía.

Empezó a familiarizarse con la colonia.

Conoció al señor de la tiendita, a la señora del puesto de jugos, al padrecito, al de las tortillas.

Algunos la vieron raro.

En México, una muchacha harapienta trae encima el prejuicio por default.

Otros la saludaron con normalidad.

La vida siguió, pero con una especie de “modo espera”.

Todo lo demás estaba suspendido hasta que llegara la llamada.

Una tarde, Mauricio llamó.

—¿Ya te dijeron algo? —preguntó.

—Todavía no —respondí.

Se hizo un silencio.

—¿Y cómo es? —añadió—. La muchacha.

Sonreí.

—Terca —dije—. Como yo. Y chistosa. Dice que si resulta que sí es, se va a poner “Valeria Luna” y va a decir que nació en un eclipse o algo.

Mauricio rió, por primera vez.

—Suena a ti —dijo.

Eso me dio esperanza.


9. El día del resultado

Tres semanas después, la licenciada de la Fiscalía me llamó al celular.

—Señora Elena —dijo—. Ya tenemos el resultado de la prueba.

Yo estaba en la fonda, sirviendo un caldo de pollo.

Se me cayó el cucharón al piso.

—¿Y? —pregunté, con el corazón en la boca.

—Preferiría que viniera —respondió ella—. No doy resultados por teléfono.

Su respuesta me cayó como agua fría.

—¿Es malo? —pregunté—. ¿Es que no es?

Ella dudó.

—No puedo adelantárselo —dijo—. Pero sí le sugiero venir acompañada.

Eso me asustó más.

—Voy —dije—. Ahorita.

Colgué.

—¿Qué pasó? —preguntó Luna, que estaba secando platos.

—Ya está el resultado —le dije.

Se puso pálida.

—¿Ahorita? —dijo.

Asentí.

—Vamos.

Llamé a Toña.

Llamé a Mauricio.

—No puedo ir, ma —dijo él, desde Monterrey—. No llego. Pero… háblame en cuanto salgas. Por favor.

De Rogelio solo me acordé un segundo, con dolor.

Habría querido que estuviera.

Pero no estaba.

Fuimos Luna, Toña y yo.

La Fiscalía olía igual de mal.

Nos sentamos en unas sillas de plástico.

La licenciada nos hizo pasar a una oficina pequeña.

Tenía un sobre en la mano.

Lo puso sobre el escritorio.

—Señora Elena, señorita Luna —dijo, formal—. Este es el resultado de la prueba de ADN. Se hizo comparando la muestra de la señorita con las que obran en el banco de datos a nombre de usted y del señor Rogelio López.

Asentí.

Luna apretaba el borde de la silla.

—El resultado muestra una compatibilidad del 99.98% —continuó—. Lo que significa que… genéticamente, es prácticamente seguro que ustedes son madre e hija.

Sentí que el mundo se me fue.

Literal.

Se me puso todo negro por un segundo.

Tuve que agarrarme del escritorio.

Toña me sujetó.

—Respira, comadre —susurró—. Respira.

Luna no lloró.

Se quedó como en shock.

—¿Entonces…? —dijo, en voz bajita—. ¿Sí soy…?

La licenciada sonrió, por primera vez desde que la conocíamos.

—Sí —dijo—. Eres Valeria.

Luna —Valeria, Luna, mi hija— se tapó la boca con las dos manos.

Y ahí, en esa oficina chiquita, con tubos fluorescentes parpadeando, mi vida se partió otra vez en antes y después.

Antes de saber.

Después.


10. La discusión final

Cuando salimos de la Fiscalía, con la copia del resultado en la mano, Toña insistió en que fuéramos directo a mi casa.

Yo, en cambio, quería gritarlo a todo el pueblo.

—Hay que marcarle a Mauricio —dije—. Ahorita.

Luna caminaba a mi lado, como si flotara.

—¿Te sientes bien? —le pregunté.

Ella asintió, pero no me veía.

—Me siento… rara —dijo—. Como si alguien hubiera cambiado mi nombre en mi acta de nacimiento y yo no me hubiera enterado.

—Es que así fue —respondí, medio riendo, medio llorando.

Al llegar a la fonda, cerramos temprano.

Toña puso el café.

Yo marqué a Mauricio por videollamada.

Cuando contestó, tenía cara de desvelado.

—¿Y? —dijo, sin saludos.

Puse el papel frente a la cámara.

—Es —dije—. Es tu hermana.

Mauricio se quedó congelado.

Luego, rompió en llanto.

—No mames —dijo, limpiándose la cara—. No… No puedo creerlo.

—Yo tampoco —respondí.

Luna se acercó a la cámara, tímida.

—Hola —dijo, entre dientes.

Mauricio la miró en la pantalla.

Se le cortó la voz.

—Hola —respondió—. Te pareces… a mi mamá.

Ella se rió, nerviosa.

—Me dijeron que antes me parecían a ti —contestó.

Hubo un silencio raro.

De esos silencios que están llenos de cosas no dichas.

—Voy a Puebla —dijo Mauricio—. Ya. No me importa el trabajo. Que me corran. Llego mañana.

Colgamos.

Yo estaba en una nube.

Hasta que alguien aterrizó esa nube a golpes.

La puerta de la fonda se abrió de golpe.

Entró Mauricio.

No, claro que no.

Era Óscar, mi cuñado, hermano de Rogelio, que vivía a dos calles.

Traía el papel en la mano.

Lo había visto en algún descuido.

—¿Se puede saber qué chingados estás haciendo, Elena? —soltó, sin saludar.

Toña se puso en guardia.

—Bájale, Óscar —dijo—. No vengas a gritar.

Él levantó la hoja.

—¿Ahora vas a decir que esta muchacha es Valeria? —dijo, señalando a Luna—. ¿Así nomás? ¿Porque un papel dice 99.98?

Luna se encogió.

Yo me enderecé.

—No “un papel” —respondí—. Una prueba de ADN hecha por la Fiscalía. El banco de datos. Los mismos que tomaron la muestra a Rogelio cuando… —se me atoró el nombre—. Cuando él estaba vivo.

Óscar negó con la cabeza, furioso.

—¿Y si es un error? —dijo—. ¿Y si alguien se equivocó? ¿Ya viste cómo es el gobierno? ¿Y si esta niña nomás viene a sacarte dinero? ¿A quedarse con la casa? ¡Veintitrés años desaparecida y justo ahora aparece, toda harapienta, cuando tú ya tienes fonda y casa propia! Está muy conveniente, ¿no?

Ahí, la discusión se puso muy seria.

No solo por las palabras.

Por el tono.

Por lo que implicaban.

Luna apretó los puños.

—Yo no quiero casa de nadie —dijo—. Ni dinero. Ni nada. Ni siquiera sabía que existían hasta hace un mes.

Óscar la miró con desprecio.

—Sí, cómo no —dijo—. Las historias en la tele no enseñan eso. “Soy tu hija perdida, dame todo”.

Me ardió la sangre.

—No vuelvas a hablarle así —le solté—. Es tu sobrina.

—Mi sobrina está enterrada en algún cerro —escupió él—. No me vengas con cuentos. A Rogelio lo mató tu obsesión, Elena. Tu altar, tus veladoras, tus carteles. Ahora quieres revivir a Valeria con quien sea.

Sentí que me daba un infarto.

—¿Obsesión? —repetí—. ¿Te parece “obsesión” buscar a una niña que se perdió mientras yo vendía mole y tú te ibas a pistear con tus amigos?

Toña intervino.

—Óscar, ya —dijo—. Estás cruzando la raya.

Él la ignoró.

Se me acercó.

—Sí, obsesión —dijo—. Rogelio me lo dijo varias veces. “No puedo más con esto”, decía. Tú dejaste de ver todo lo demás. Al hijo que tenías aquí, al marido. Para ti solo existía un altar y un fantasma. Y ahora, tú crees que por meter a esta muchacha en la casa, se te va a quitar la culpa.

Sus palabras eran puñaladas.

Porque una parte de mí sabía que había algo de verdad.

Yo había descuidado a Mauricio.

Había descuidado a Rogelio.

Pero otra parte de mí se rebelaba.

—Pues sí —le dije, con lágrimas en los ojos—. Me obsesioné. Porque tú no fuiste capaz de ayudar a tu hermano cuando se le cayó la vida. Porque tú nunca pegaste un cartel, nunca fuiste a una marcha. Para ti, Valeria murió el día uno. Para mí, vivió en cada niña que veía en la calle. Y ahora… ahora está aquí.

Señalé a Luna.

Que nos veía, entre asustada y enojada.

—¿Nada más por el ADN? —insistió Óscar—. ¿No te basta que dicen que hay errores? ¿Que luego se mezclan las muestras?

—¿Y qué quieres? —dije—. ¿Que la mande a la chingada? ¿Que le diga “gracias por la visita, ya vete a seguir viviendo en la calle”? ¿Eso quieres? ¿Esa versión de mí te dejaría más tranquilo?

Él se quedó callado un segundo.

No porque estuviera convencido.

Porque, por primera vez, se dio cuenta de Luna.

La vio, de verdad.

La ropa, las ojeras, las cicatrices.

No era una actriz de telenovela.

Era una morra que había dormido en banquetas, que tenía hambre de sopa y de historia.

Óscar suspiró, fuerte.

—Solo… tengo miedo —dijo, más bajo—. De que te lastimen otra vez. De que te vuelvas a romper. De que al rato salga en las noticias que estos resultados eran falsos y tú te hayas encariñado.

Sus palabras bajaron el volumen del pleito.

Entendí, de golpe, que detrás de su enojo también había amor.

Torpe.

Pero amor.

Me acerqué.

—Me voy a romper de todas formas —dije—. Con o sin ella. Ya estoy rota. Lo único que me puede pasar es que, por una vez, me rompa por algo que valga la pena.

Luna soltó una risita nerviosa.

—Yo no pedí ser “algo que valga la pena” —murmuró—. Nomás quería un taco.

Nos reímos los tres.

Porque a veces, cuando la discusión se pone muy seria, lo único que queda es reír.

Óscar bajó la mirada.

—No sé si lo creo del todo —admitió—. Pero… tampoco sé cómo decirle que no a tu cara, Elena. Hagan lo que les dicte el corazón. Solo… cuídense. Y si esta muchacha te hace algo, yo sí le parto su madre.

Luna levantó las manos.

—¿A mí? —dijo—. ¡Si yo soy la que necesita que la cuiden!

Nos reímos otra vez.

La tensión se fue deshilando.

Óscar se fue, todavía rezongando pero menos.

Quedamos, otra vez, Luna, Toña y yo.

—¿De veras te obsesionaste tanto? —preguntó Luna, cuando nos quedamos solas en la sala.

Miró el altar.

Las veladoras.

El pelícano.

—Sí —respondí—. Y me voy a seguir obsesionando contigo. Nomás que ahora… en vida, si me dejas.

Ella se acercó al altar.

Tocó la foto de la niña de cuatro años.

—¿Esa soy yo? —preguntó.

—Eras —dije—. Ahora eres esa y esta —la señalé a ella—. Y quién sabe cuántas más que vamos a ir descubriendo.

Se quedó viendo la foto.

Luego a mí.

—No sé ser hija —dijo, honesta—. Sé ser Luna. Sobreviviente. Pero hija…

Se le cortó la voz.

Yo la abracé.

Fue raro.

Su cuerpo era el de una adulta.

Pero en mi pecho, en mis manos, sentí el peso de la niña que cargué hace veintitrés años.

—Yo tampoco sé ser mamá de una adulta —respondí—. Apenas me estaba acostumbrando a ser “doña Lenita de la fonda”. Pero podemos aprender juntas.

Ella apoyó la frente en mi hombro.

Lloró.

Yo también.


11. Después

Mauricio llegó al día siguiente.

Cuando entró a la fonda y vio a Luna —Valeria— secando vasos, se quedó inmóvil en la puerta.

Ella también lo vio.

Los dos se midieron con la mirada.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó él, con la voz temblorosa—. Yo te cuidaba cuando eras bebé.

Ella negó con la cabeza.

—No me acuerdo de nada antes de los cinco, creo —dijo—. Pero… me gusta que digas eso.

Él se acercó.

La abrazó.

Ella se tensó al principio.

Luego aflojó.

Los vi.

Mis dos hijos.

Uno marcado por la ausencia.

Otra, por el robo.

Y ahí, en esa fonda chiquita, con olor a frijol refrito, algo se acomodó.

No perfecto.

No como antes.

Pero distinto.


No voy a mentir.

No todo fue mágico después del resultado.

Valeria —porque poco a poco empezó a aceptar que ese también era su nombre— tenía fantasmas propios.

Pesadillas.

Desconfianza.

Explosiones de enojo cuando no entendía algún límite.

Había días en que se encerraba en el cuarto y no quería hablar con nadie.

—No te vayas a ir otra vez, ¿eh? —le decía, medio en broma, medio en serio.

—¿A dónde? —respondía—. Si ya me encontraron. Sería una pendejada perderme sola ahora.

Nos peleábamos.

Nos reconciliábamos.

La discusión se ponía seria cada vez que yo le quería prohibir algo y ella me recordaba que no había sido parte de su vida durante veintitrés años.

—Tú no sabes lo que viví —me gritó una vez—. No sabes cuánto maté para que no me mataran. No vengas a enseñarme a hacerme respetar.

—No quiero enseñarte —le dije—. Quiero que no te mueras aquí, enfrente de mí, después de haber pasado tanto.

Luego nos abrazábamos.

Llorábamos.

Como si las lágrimas limpiaran años de mugre emocional.

Morty, el gato callejero que apareció después, se encargaba de poner comic relief aventando platos.

Mauricio se volvió más atento.

Empezó a venir más seguido a Puebla.

Traía a sus hijos a conocer a la tía.

Valeria se llevaba bien con ellos.

Les enseñaba a hacer grafitis y a cortar cebolla sin llorar.

Óscar, con el tiempo, dejó de gruñir tanto.

A veces, en la noche, pasaba por la fonda, pedía una chela y se sentaba a ver la tele con Valeria.

—Te parece a tu papá —decía, de repente—. Cuando frunces el ceño así.

Ella se reía.

—Pues a alguien tenía que parecerme —contestaba—. No iba a salir del aire.

El altar en la sala cambió.

Quité las flores de plástico.

Apagué las veladoras.

Dejé solo la foto, el pelícano y la pulsera.

Pero ya no como altar de difunta, sino como memorial de pérdida encontrada.

Valeria, un día, se paró frente a él.

—¿Te parece si ponemos otra foto? —preguntó—. Una donde esté yo grande, contigo. Para que no quede solo la niña.

Asentí, con lágrimas en los ojos.

Fuimos al fotógrafo del mercado.

Nos tomó una foto juntas.

La colgamos.

Dos Valerias.

La de cuatro.

La de veintitrés.

Una Elena.

La de antes.

La de después.


A veces, cuando cierro la fonda y paso frente al altar, me detengo.

Miro las fotos.

Miro a Valeria dormida en el sillón, con la boca abierta, después de haber servido veinte platos de enchiladas.

Miro la pulsera colgada ahora en un clavito, su campanita sonando apenas con la brisa de la ventana.

Y le digo:

—Ya estás aquí, mi amor. Ya no tengo que buscarte en todas partes. Ahora nomás tengo que buscarte cuando te pierdes en ti misma, como cualquier hija.

Ella se voltea, medio dormida.

—¿Hablaste conmigo? —balbucea.

—Sí —respondo—. Dije que te quiero.

Ella sonría, aún con los ojos cerrados.

—Yo también, ma —murmura.

Me voy a la cama con el corazón lleno y roto al mismo tiempo.

Porque así es esto.

No hay finales perfectos.

Solo vidas que siguen, con sus antes y después.

Pero cada vez que pienso en aquella tarde de agosto, cuando una muchacha harapienta cruzó la puerta de mi fonda, me doy cuenta de que, a veces, la vida sí se da la oportunidad de escribir giros de telenovela.

Nada más que aquí no hay maquillaje, ni sets, ni guionistas.

Solo una madre obstinada, una hija sobreviviente, un hijo cansado, un cuñado bruto, una comadre metiche.

Y un país que, a pesar de todo, nos dejó encontrarnos.

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