Tras el divorcio empecé a dejarle monedas a una viejita en la banqueta, hasta que descubrí quién era realmente

Nunca pensé que mi vida se dividiría en dos partes tan claras: antes del divorcio y después del divorcio.

Antes, yo era Daniel Herrera: diseñador gráfico freelance, esposo de Marcela, padre de Emiliano. Teníamos un departamento modesto en la Del Valle, un perro que destrozaba las plantas y una cafetera italiana que siempre estaba llena. Teníamos peleas, claro —que si yo fumaba demasiado, que si ella gastaba de más en Liverpool—, pero yo juraba que eso era “lo normal”.

Después del divorcio, yo era “el señor de la mochila”: un tipo de cuarenta, flaco por los nervios, con ojeras permanentes, que tomaba el Metrobús de Insurgentes Sur a Reforma todas las mañanas rumbo a un cubículo en una agencia de publicidad donde nadie sabía que yo alguna vez había sido feliz.

Y entre esos dos Danieles había una banqueta, un puesto de quesadillas que olía a aceite quemado, y una viejita sentada en una silla plegable con una bolsa de plástico a sus pies.

La vi la primera semana que empecé el nuevo trabajo.

Era lunes, de esos chilangos —cielo gris, llovizna fina, tráfico infinito. Llegué a la esquina de Xola con mi camisa recién planchada y la corbata mal puesta, más preocupado por no llegar tarde que por el mundo a mi alrededor. Entonces la vi: una mujer como de setenta y tantos, con rebozo color vino tinto, falda de flores y unos huaraches gastados que dejaban ver unos pies hinchados y morados.

Tenía frente a ella un vasito de unicel volteado con unas cuantas monedas. No vendía nada, no hacía malabares, no cantaba. Simplemente estaba ahí, mirando al piso, como si pedir fuera ya demasiado cansado.

La gente pasaba y la esquivaba como si fuera un poste de luz.

Yo también pasé de largo.

Una cuadra después, me cayó el golpe de la culpa. Pensé en mi mamá, en cómo hubiera odiado verme ignorar a una persona así. Pensé en mi abuela, en sus manos arrugadas contándome historias de Michoacán mientras yo hacía como que no me daba cuenta de que le dolían las rodillas.

Me detuve. Metí la mano a la bolsa.

Lo único que traía en monedas eran diez pesos.

Diez pesos que yo ya le había asignado mentalmente al café de la oficina porque el café de la oficina sabía a calcetín hervido.

Regresé.

La viejita ni siquiera me vio cuando me acerqué. Simplemente dejé la moneda en el vasito, tratando de no hacer ruido, como si estuviera cometiendo algún delito extraño.

—Gracias, m’ijo —murmuró sin levantar la vista—. Dios se lo multiplique.

Sentí un nudo en la garganta por una cosa tan simple como eso. Asenté, aunque ella no me estaba viendo, y seguí caminando.

Ese día tomé café soluble cortado con agua hirviendo y me supo menos culero que de costumbre.


La rutina se hizo costumbre.

Todas las mañanas, al bajar del Metrobús, calculaba mentalmente: renta, pensión de Emiliano, comida, Metrobús, cigarros (aunque estaba “dejándolos”), y Apartado “Doña de la esquina”: cinco, diez, a veces veinte pesos, si me iba bien con las horas extra.

Porque muy pronto, en mi mente, dejó de ser “la viejita” y se convirtió en “la doña”. Luego, en “Doña”.

—La sigues manteniendo, ¿eh? —se burló Tavo, mi compañero de Cubículo, cuando le conté sin querer un viernes, ya borracho, después de la salida—. Ya tienes nueva esposa: la señora de la esquina.

—Cállate, güey —le dije, pero con una sonrisa.

A veces, cuando podía, me acercaba a comprarle un taco de canasta o un cafecito de olla al puesto de junto, y se los dejaba también. Ella siempre decía lo mismo:

—Gracias, m’ijo. Dios se lo multiplique.

Nunca pedía mi nombre.

Yo tampoco pedía el suyo.

Había algo cómodo en ese anonimato compartido. Yo era el tipo de la mochila, ella la doña del vasito. Ninguno se metía en la historia del otro.

Hasta que el mundo decidió que ya era hora de meter drama.


La primera pelea fuerte con Marcela después del divorcio llegó, irónicamente, por treinta pesos.

Nos habíamos quedado de ver en el Vips de Félix Cuevas para hablar de la escuela de Emiliano. Ella llegó quince minutos tarde, con el pelo perfectamente lacio, uñas impecables y ojeras más profundas que las mías.

—Perdón, el tráfico —dijo, dejando caer su bolsa en la silla frente a mí. Ni siquiera me vio a los ojos.

Yo ya había pedido café.

—Tranquila —respondí—. ¿Cómo está Emi?

—Bien —dijo, automático—. Le dieron una estrellita en inglés.

Sonreí. Seguía siendo nuestro punto de unión: ese niño que había heredado su sonrisa y mis cejas.

—Qué chido —dije—. Luego le llamo por videollamada.

Hablamos de cuotas escolares, de útiles, de las benditas excursiones que ahora costaban más que unas vacaciones.

Entonces llegó la cuenta.

Una sincronizada de ella, un Molletes Placer Culpable mío, dos cafés. No era la gran cosa, pero mis números mentales ya estaban flacos.

—Yo pago —dije, por reflejo.

Marcela frunció el ceño.

—No —dijo—. Lo dividimos.

—Mínimo déjame el café —intenté bromear.

Ella no sonrió.

—Tú tienes nueva chamba, ¿no? —dijo, con ese tono pasivo-agresivo que se le daba tan bien—. Yo sigo freelance, y la pensión no alcanza para todo.

Me callé y saqué la tarjeta. Sentí la presión en el pecho, la misma de cada fin de mes.

Al salir del Vips, nos quedamos parados en la esquina, incómodos.

—Oye —soltó de pronto—. El otro día te vi.

—¿Ah, sí? —dije—. ¿Dónde?

—En Xola. Le dejaste dinero a una señora. Una viejita. Todos los días pasas por ahí, ¿verdad?

Sentí un pequeño escalofrío. No por lo que decía, sino por la forma en que lo decía.

—Ah —respondí—. Sí. Pues… sí.

—Qué bonito corazón, Daniel —dijo, y el sarcasmo se podía cortar con un cuchillo—. Para eso sí te sobra, pero cuando te digo que Emi necesita unos tenis nuevos, resulta que “Ando bien corto, Marce”.

La sangre se me subió a la cara.

—No es así —dije, tratando de mantener la calma—. Le he cumplido con la pensión puntualmente. Y esos diez pesos que le dejo…

—No son diez —me interrumpió—. Te vi sacar un billete. ¿Qué era? ¿Veinte? ¿Cincuenta?

—A veces —admití—. Cuando puedo.

—Cuando puedes —repitió—. Pues cuando puedas, acuérdate primero de tu hijo, no de una señora que ni conoces. O ¿ya es tu nueva familia?

Ahí algo tronó dentro de mí.

—No seas injusta —solté—. No tienes idea de las cuentas que traigo en la cabeza diario. Y si le dejo veinte pesos a la doña es porque me nace, porque me acuerdo de tu abuela, de la mía, de todas las señoras que nadie voltea a ver. Eso no me convierte en mal padre.

—Te convierte en irresponsable —rebateó—. Porque todo “te nace”: te nace fumar, te nace invitar unas chelas a tus cuates, te nace hacerte el héroe con la viejita. Lo único que no te nace es ser constante con tu propio hijo.

Sentí como si me dieran un trancazo en la boca del estómago.

—No vuelvas a decir eso —escupí.

Gente empezó a voltear.

—¿Por qué? —Marcela levantó la voz—. ¿Te duele la verdad?

—La verdad —dije, temblando— es que tú decidiste terminar esto. Que tú firmaste primero. Que tú fuiste la que se fue con tu mamá y te llevaste a Emi. Yo me estoy reconstruyendo como puedo. Y en ese proceso, si le dejo una limosna a alguien que lo necesita, no es un crimen.

—No —dijo—. El crimen fue casarme contigo.

La frase me golpeó más fuerte que cualquier cosa que ella hubiera dicho en diez años de relación.

—¿Sabes qué? —dije, con las manos sudando—. No voy a pelear aquí. Si tienes algo legal que reclamar, háblalo con tu abogada. Yo me voy.

Di media vuelta.

—Claro —escuché que murmuraba detrás de mí—. Como siempre: huyendo.

No regresé, ni volteé. Pero esa noche dormí en posición fetal, con la voz de Marcela taladrándome el cráneo: Nuevo héroe de banqueta, viejo papá de papel.


Al día siguiente, llegué a la esquina de siempre con la determinación estúpida de demostrarle algo a alguien. A ella, a mí, al universo, no sé.

Metí la mano en la cartera.

Lo único que traía en billete era un doscientos recién salido del cajero.

Me reí solo, amargo.

—Ni madres —murmuré—. Me va a costar el súper del fin.

Caminé.

Pasé frente a la doña.

No me miró.

No miró a nadie.

Sólo estaba ahí, con el vasito semivacío y la misma falda de flores.

Seguí de largo.

Diez pasos después, me detuve.

La imagen de Emi, en tenis viejos, jugando futbol con la suela rota, se mezclaba con la de esa mujer con los dedos amoratados.

Me di la vuelta.

—Chingue su madre —susurré, más para mí que para nadie.

Saqué el billete de doscientos y lo doblé en cuatro.

Cuando lo dejé caer en el vasito, la doña se sobresaltó.

Levantó la vista.

Por primera vez, vi sus ojos directamente.

Eran claros, de un color indefinible entre miel y verde. Hermosos y tristes, sembrados de arrugas alrededor.

—No, joven, ¿cómo cree? —dijo, alarmada—. Es mucho. No, no, no…

Intentó devolverme el billete, extendiéndolo temblorosa.

Negué con la cabeza.

—Quédese con él, Doña —dije—. Hoy… hoy sí puedo.

Ella me miró como si hubiera dicho algo absurdo.

—Dios se lo pague —susurró—. Y le dé el doble de lo que necesita.

Ese día, el café de calcetín sí me supo a calcetín.

Pero el nudo en el pecho se aflojó un poquito.


Las cosas se pusieron feas tres semanas después.

Primero fue la llamada de Recursos Humanos.

—Daniel, ¿tienes un minuto? —dijo la voz de Claudia, la de RH.

—¿Va a doler? —intenté bromear.

No se rió.

—Podríamos verlo en la sala chica, por favor.

Y ahí supe que no eran buenas noticias.

La agencia había perdido la cuenta grande, la de la empresa de telefonía que pagaba casi todas las cuentas. La dirección decidió “reestructurar”. Palabra bonita para decir “despedir”. Entre los sacrificados estaba yo.

—Lo siento, Dani —dijo Claudia, genuinamente apenada—. Sabemos que acabas de entrar, pero precisamente por eso…

—Claro —dije—. Menos antigüedad, menos costo en liquidación.

—Te conseguimos tres meses —añadió, como quien da un premio de consolación—. No todos tuvieron tanta suerte.

Salí con la cajita de clásicos: la planta, el mug de Batman, los plumones de colores.

En la esquina de siempre, la Doña seguía ahí.

Me paré frente a ella con la cartera flaca.

Lo único que tenía en efectivo eran unas monedas para el Metrobús.

Pensé en guardarlas.

En hacerme güey, simular que no la veía.

Ella levantó la cabeza.

—Buenas tardes, m’ijo —dijo, con esa educación que le salía por los poros.

Y no pude.

Saqué cinco pesos.

Se los dejé.

Ella sonrió, una cosa chiquita pero sincera.

—Gracias —susurró—. Que encuentre pronto trabajo.

Me quedé frío.

—¿Cómo sabe? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Iban muy apuradito en la mañana —dijo—. Y ahora viene con la caja… Ya me la sé.

Solté una risita triste.

—Es usted bruja, Doña —dije.

—Nomás soy vieja —contestó—. Lo mismo, pero con menos glamour.

Nos reímos los dos.

No me di cuenta de que ese fue el primer día que nos hablamos de verdad.


El desempleo me volvió más observador.

Cuando uno deja de tener un horario fijo, empieza a notar los ritmos de los otros.

La Doña llegaba todos los días a las ocho en punto, siempre con el mismo rebozo y la misma bolsita negra. Se sentaba, acomodaba el vasito y se quedaba ahí hasta las dos de la tarde. A veces una mujer más joven —¿hija? ¿nieta?— venía a dejarle un tamal. Otras veces un chavito de gorra y audífonos se acercaba, se quedaba un rato platicando con ella y luego se iba, las manos vacías.

Un martes, movido por esa curiosidad nueva o por el exceso de tiempo libre, me acerqué sin monedas.

—Doña —dije—. ¿Le puedo invitar un cafecito?

Ella me vio como si le hubiera dicho algo en chino.

—¿Sin obligación? —preguntó.

—Sin obligación —confirmé.

Le compré uno de olla al puesto de los tamales, con su pan dulce y toda la cosa. Me senté en la banqueta, a su lado, ignorando las miradas raras de los oficinistas de traje.

—Yo soy Daniel —me presenté, extendiendo la mano.

Ella dudó un segundo, pero me la tomó. Tenía la piel áspera, caliente.

—Yo soy Rosario —dijo—. Pero me dicen Chayo.

—Mucho gusto, Doña Chayo.

Tomó un sorbo de café, cerró los ojos un momento.

—Ay, qué rico —suspiró—. Ya hasta se me quitó el frío de los huesos.

Nos quedamos callados un rato, viendo pasar la vida.

—¿Y usted qué, joven? —preguntó al poco—. ¿Por qué siempre anda apurado, y ahora anda aquí sentado como si no tuviera nada que hacer?

Sonreí.

—Porque ahorita no tengo nada que hacer —admití—. Me corrieron de la chamba.

—Uy —hizo ella una mueca—. ¿Y eso?

Le conté, sin tantos detalles técnicos. La agencia, la cuenta perdida, el “no eres tú, es la economía”, el miedo al siguiente recibo de luz.

Para mi sorpresa, no soltó la típica frase de “Algo va a salir”. Me escuchó, nomás. Sin prisa. Como si de verdad le importara.

—Está cabrón —dijo al final—. Antes uno decía “Me pongo a vender tamales” y salía pa’l día. Ahora ni eso perdonan.

—¿Usted de qué vivía antes, Doña? —pregunté, con cuidado.

Ella se acomodó el rebozo.

—Antes planchaba ajeno —dijo—. Lavaba ropa. Cuando tenía mis fuerzas, me metía hasta de afanadora en unas oficinas. Pero luego la rodilla ya no quiso. Me caí de la banqueta, se me rompió no sé qué madre… y pues así llegué aquí.

—¿Y su familia? —solté.

Hizo una mueca.

—Una hija —dijo—. Y un nieto que nomás viene a verme cuando quiere feria.

—¿El de la gorra? —aventuré.

Asintió.

—Ese mero —respondió, con una mezcla de ternura y coraje—. Mi Juanito.

Juanito. El mismo que a veces le hablaba fuerte cuando pensaba que nadie veía. El mismo que una vez le arrebató el vasito con las monedas y se fue, dejándola con las manos vacías y la mirada clavada en el piso.

—¿Y su hija? —pregunté.

—Ella… —Chayo bajó la voz—. Ella anda, quién sabe dónde. Con un señor de esos que le pegan y luego les lloran. Le he dicho mucho: “Mira cómo terminé yo”. Pero las muchachas de ahora también se enamoran de los malos. La única diferencia es que ahora suben sus golpes al Facebook.

Nos quedamos un rato en silencio, sorbiendo café.

Algo dentro de mí, que llevaba tiempo hecho bola, empezó a desenredarse un poquito.


Las semanas siguientes, mis visitas a Doña Chayo se volvieron parte de mi terapia involuntaria.

Yo buscaba trabajos durante la mañana, mandaba CVs a diestra y siniestra, asistía a entrevistas donde jóvenes con tenis blancos me preguntaban si sabía usar TikTok para marcas. A mediodía, como premio —o consuelo—, pasaba a Xola, dejaba algunas monedas y me sentaba a platicar con la Doña.

Hablábamos de todo y de nada.

Ella me contaba chismes de la colonia: que si el licenciado de la esquina había dejado embarazada a la chica del Oxxo, que si la muchacha de las quesadillas tenía marido nuevo cada seis meses. Yo le contaba de mi divorcio, de Emiliano, de Tessa.

—Se oye buena muchacha, esa Tessa —decía Chayo—. Si te acepta con todo y paquete, no la sueltes.

—¿Y Marce? —preguntó un día, con su franqueza de abuela—. ¿Es mala madre?

Negué con la cabeza.

—No —dije—. Eso es lo cabrón de todo: es buena mamá. Es buena hija. Solo que fue mala esposa… para mí.

Chayo asintió, como si entendiera bien ese matiz.

—A veces uno es bueno, pero no pa’ todos —dijo—. Yo, por ejemplo, soy buena vecina, pero fui mala esposa. Tuve un marido que se me fue con otra. Otro que se me murió. Y el último, que mejor ni te digo, porque luego ya no vas a querer volver a sentarte conmigo.

Reímos.

En esas tardes, la vergüenza de estar desempleado se me olvidaba un poco. No era el fracasado de cuarenta años, sino un tipo cualquiera compartiendo café con una señora cualquiera.

Hasta que un sábado, el drama decidió meter tercera.


Era quincena. Tessa me había convencido de que la acompañara al mercado de Portales a comprar verduras y el queso de su quesero de confianza.

—Nos va a salir más barato que el súper —insistió, jalándome de la mano—. Y de paso caminamos. Te hace falta sol, vampiro.

Yo trataba de no pensar en el correo que había recibido la noche anterior: “Gracias por tu interés; en esta ocasión decidimos continuar con otros candidatos”. Mi cuenta bancaria ya estaba en el punto de “o encuentras chamba o vendes tu hígado”.

Cuando regresábamos, pasamos por Xola.

Eran casi las dos.

La silla plegable de Doña Chayo estaba tirada de lado.

El vasito, aplastado.

Y ella, no estaba.

En su lugar, dos policías platicaban con un grupito de curiosos.

Sentí un jalón en el pecho.

—Espérame tantito —le dije a Tessa, soltando la bolsa de jitomates.

Me acerqué.

—¿Qué pasó? —pregunté, casi sin aire.

Uno de los policías me vio de arriba abajo.

—Nada que ver —respondió, con esa amabilidad institucional—. Usted siga su camino.

—¿Y la señora que se ponía aquí? —insistí—. La viejita del rebozo.

El poli frunció el ceño.

—¿Parienta suya o qué? —preguntó.

—Amiga —salté—. ¿Está bien?

El otro policía, más joven, intervino.

—Se la llevó la ambulancia —dijo—. Se desmayó. Dice la gente que le dio como un mareo.

—¿A qué hospital? —pregunté.

—Al General —respondió—. Ahí en Balbuena.

Sentí que la cabeza me daba vueltas.

—Gracias —murmuré.

Cuando me giré, Tessa estaba detrás de mí, con la bolsa de jitomates en una mano y el ceño fruncido.

—¿Vamos? —preguntó.

Asentí.

—Al hospital —dije.


En la sala de urgencias del General, el caos era casi reconfortante. Gritos, sillas de plástico, olor a cloro y a sudor. Después de veinte minutos regateando con enfermeras, supe que Doña Rosario estaba en observación, anexa geriatría.

No dejaban pasar a nadie que no fuera familiar.

—Soy su nieto —mentí, sin vergüenza.

La enfermera me encajó una mirada escéptica.

—¿Entonces por qué no trae ni una credencial? —replicó.

Tessa intervino.

—Es que nos avisaron apenas —dijo, con una fluidez que me hizo admirarla—. Él venía de la chamba. La señora vive sola, no hay nadie más. Netas.

La enfermera dudó.

Miró la fila de gente esperando.

Suspiró.

—Tres minutos —concedió—. Sin hacer ruido. Si me regañan, les echo la culpa.

—Se lo juro —dije, poniendo cara de niño de catecismo.

En el área de geriatría, Doña Chayo estaba en una camilla, conectada a un suero. Sus manos se veían pequeñitas, perdidas entre las sábanas.

Tenía la mirada fija en el techo.

—Doña —dije, acercándome—. ¿Cómo se siente?

Volteó lento.

Cuando me reconoció, sonrió, poquito.

—¿Ya encontraron chamba, joven Daniel? —bromeó—. Porque eso le dije a Dios: “No me lo vaya a dejar sin trabajo y sin viejita”.

Sentí que se me quebraba algo.

—Estoy en eso —respondí—. Pero vine porque me preocupé por usted.

—Nomás fue el sustito —dijo—. Que según el azúcar, que según la presión. Ya una a esta edad todo se lo toma personal.

Tessa se acercó detrás de mí.

—Hola, Doña —saludó, tímida—. Yo soy Tessa. La novia de este señor.

—Ay, pues un gusto, niña —contestó ella—. Nomás no se lo crea mucho, ¿eh? Que luego se ponen bien insoportables.

Reímos.

Un doctor entró y nos lanzó una mirada significativa. Tiempo cumplido.

—Doña —dije, apresurado—. ¿Tiene alguien que venga por usted? ¿Su hija? ¿Juanito?

Su expresión cambió.

—Mi hija ni sabe —dijo, resignada—. Y el Juanito anda quién sabe dónde. Pero ya me dijeron que nomás me van a dejar aquí tantito, en lo que se me baja lo necio.

—Si quiere —me aventuré—, yo puedo venir por usted. Nos vamos en taxi. La llevamos a su casa.

Se me quedó viendo, como midiendo algo.

—No va a poder —dijo al fin—. Yo ni casa tengo.

Sentí que el piso se me movía.

—¿Cómo que no? —preguntó Tessa, confundida—. ¿Y dónde vive?

Chayo suspiró.

—En donde caiga —dijo—. A veces en una vecindad por la Obrera, cuando me alcanza pa’ la renta. A veces con una amiga. A veces en el camión. Por eso me cuido mucho de no enfermarme: si me quedo aquí, ¿quién me guarda mi silla en la banqueta?

El doctor carraspeó.

—Ya se tienen que salir —dijo—. En serio.

Asentimos.

Antes de irme, tomé la mano de la Doña.

—Voy a regresar —prometí—. Mañana. Y vamos a ver dónde se va a quedar, ¿sí? No la voy a dejar sola.

Ella apretó mi mano con una fuerza sorprendente.

—Dios me lo puso en el camino pa’ algo —murmuró—. A ver si no se arrepiente.


Al salir del hospital, la discusión con Tessa fue inevitable.

No era una pelea de gritos, pero el tono estaba cargado de electricidad.

—Dani —dijo ella, mientras esperábamos el Metro—. ¿Qué exactamente quieres hacer?

—Ayudarla —respondí, frustrado—. No puedo dejar que una señora de esa edad ande de cama en cama.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —insistió—. ¿La vas a meter a nuestro depa?

La idea me había cruzado por la mente, pero ni siquiera la había acomodado.

Nuestro departamento era un mini-loft en Portales, sin puertas, salvo la del baño. Ya compartíamos espacio con cajas de mis productos, el escritorio, la cama, la colchoneta de cuando Emiliano se quedaba. Agregar una persona más —y con necesidades médicas— no era una decisión menor.

—No sé —admití—. Tal vez hay un asilo del gobierno. O un programa. Yo qué sé. Pero algo.

Tessa respiró profundo.

—Te amo —dijo—. De verdad. Y una de las cosas que más amo de ti es tu corazón. Pero también me preocupo. Porque te das y te das y te das, y luego no te queda nada para ti. Ni para nosotros.

—¿Te molesta que la ayude? —pregunté, dolido.

—Me molesta —respondió— que ya estés planeando salvarla tú solito. Como si no hubiera instituciones, como si no hubiera otras personas. Tú no eres el DIF, Dani.

—¿Y tú qué harías? —rebatí—. ¿Voltear para otro lado? ¿Decir “Pobrecita” y seguir con tu vida?

—No —dijo, firme—. Pero tampoco me cargaría el mundo al hombro. Buscaría opciones. Preguntaría. Haría lo que pudiera… y aceptaría que tal vez no puedo arreglarlo todo.

Lo odio cuando Tessa tiene razón.

—Mañana voy a ir —dije—. Nomás a ver qué dicen los doctores. De ahí vemos.

Ella asintió, resignada.

—Voy contigo —dijo.

—No tienes que…

—Quiero —me interrumpió—. No te voy a dejar solo en esto.

La abracé en el andén del Metro, sintiendo que la vida me estaba pidiendo más de lo que yo sabía dar.

Y aun así, sabía que si no hacía algo, no iba a poder dormir nunca.


El día siguiente amaneció con un sol asquerosamente bonito, como si el cielo no estuviera enterado de mis problemas. Tessa se fue temprano a un casting (además de ser diseñadora, era actriz de comerciales; la reina del multitasking). Yo me encaminé al hospital con un termo de café en la mano.

En admisiones me dijeron que la paciente Rosario García sería dada de alta en unas horas.

—¿Y a dónde se va? —pregunté.

—Eso no es asunto del hospital —me respondió, seca, la señorita de la ventanilla—. Nosotros nada más la atendemos.

En geriatría, encontré a Chayo sentada al borde de la cama, doblando con cuidado su falda de flores.

—¿Lista para escapar? —pregunté.

Sonrió.

—Ya me quieren correr —dijo—. Que porque “no hay camas”. Pero ahorita a ver a dónde me aviento.

—No se va a “aventar” a ningún lado —dije—. Vamos a encontrarle un lugar.

Ella me miró con una mezcla de esperanza y desconfianza aprendida.

—¿Y su familia, joven? —preguntó—. ¿No se le va a enojar?

Pensé en Marcela gritándome en la esquina del Vips.

Pensé en Emiliano, con sus manitas llenas de plastilina, diciendo: “Papi, cuando sea grande te voy a comprar un coche nuevo para que ya no batalles”.

Pensé en Tessa y su preocupación razonable.

—Mi familia ya está acostumbrada a que me meta en problemas —bromeé—. Venga.

La ayudé a levantarse.

Su cuerpo era liviano, pero su dignidad pesaba.

En la salida, un trabajador social nos detuvo.

—¿Usted es familiar? —preguntó, ojeando unos papeles.

—Soy su… amigo —respondí—. La señorita vive sola.

Él suspiró.

—Mire, joven —dijo—. Hay un albergue del gobierno, pero está saturado. Tenemos lista de espera. Lo que podemos hacer es anotar sus datos, ver si en unas semanas se libera espacio…

—¿Semanas? —salté—. ¿Y mientras tanto?

El trabajador social se encogió de hombros.

—Ella firma una carta responsiva, usted se la lleva, y pues ya —dijo—. No es nuestro trabajo darle alojamiento.

Me hervía la sangre.

—¿Seguro que no hay otra opción? —insistí.

El hombre me miró cansado, como quien ha tenido esa misma conversación mil veces.

—La otra opción —dijo— es que usted la registre como dependiente y nos deje un domicilio. Pero eso implica compromisos legales, ¿me explico?

Me explicó: en caso de emergencia, me llamarían a mí. De no poder localizarnos ni a mí ni a otro familiar, podrían intervenir ciertas autoridades. Cosas así.

Sonaba como echarse la soga al cuello.

Miré a Chayo.

Ella miraba sus manos.

Entendí que estaba acostumbrada a que la gente se echara para atrás a la primera complicación.

Respiré hondo.

—Está bien —dije—. Yo firmo.

Chayo abrió mucho los ojos.

—No, joven —protestó—. No se meta en eso. Yo me las arreglo.

—Ya estoy metido —respondí—. Y si no lo hago yo, ¿quién?

El trabajador social levantó las cejas, sorprendido.

—¿Seguro? —preguntó.

No lo estaba.

Pero asentí.

—Seguro.


La noticia de que “había adoptado una abuela” no cayó precisamente bien en el chat de WhatsApp de mi vida.

Primero, Tessa.

—¿Registraste a una persona mayor como tu DEPENDIENTE? —tecleó, los mayúsculas casi audibles—. ¿Sin hablar conmigo antes?

Escribí y borré tres veces antes de contestar.

No me dio tiempo. Era eso o dejarla en la calle.

Entiendo que quisieras ayudarla, Dani, de verdad. Pero ahora LEGALMENTE eres responsable. Si le pasa algo, si un día se cae, si no puedes contestar, podrían hasta meterte en broncas.

Peor bronca es vivir sabiendo que la dejé morir sola.

Nadie dijo que la dejaras MORIR. Solamente… que pensaras las cosas.

Pensé con el corazón.

Exacto. Y también hay que pensar con la cabeza.

La discusión se estancó en ese punto, como muchas nuestras últimamente: ella apelando a la lógica, yo a la tripa.

Luego, Marcela.

Porque, claro, en un descuido estúpido mío, Emiliano soltó frente a ella:

—Mi papá tiene una viejita nueva.

Y Marcela no perdió tiempo.

—¿Me puedes explicar? —escribió, acompañando el mensaje con un audio de sesenta segundos que NO quise escuchar.

Traté de explicarle, con la calma que los textos fríos permiten, lo del hospital, la falta de familiares, el trabajador social, el compromiso.

La respuesta fue inmediata.

Te encanta hacerte la víctima, ¿verdad? Ahora resulta que también eres héroe de ancianos. Mientras tanto, tu hijo tiene tenis rotos.

Le mandé foto del ticket de los tenis que le había comprado a Emiliano la semana anterior.

A tu hijo no le falta nada, Marce.

Le falta un PAPÁ presente. Pero claro, estás muy ocupado salvando viejitas.

Ahí fue donde la conversación subió de tono.

Los audios empezaron a ir y venir. Los reproches viejos salieron de su escondite. Que si yo siempre había sido un “salvador”, que si ella estaba harta de que mi vida girara en torno a personas rotas que no eran nuestra familia, que si por eso nos habíamos divorciado.

—Por eso nos divorciamos —dijo en un audio, con la voz quebrada—. Porque siempre necesitabas tener a alguien más que salvar. Tus amigos borrachos, tu hermano que nunca se levantó del sillón, ahora la señora de la esquina… Siempre hay alguien “peor” que tú para que no te quejes de ti mismo.

El golpe me dejó sin aire.

Yo había contado la historia del divorcio de otra manera en mi cabeza: que si nos habíamos desgastado, que si la rutina, que si el estrés. No como “Daniel el salvador compulsivo”.

—No voy a dejar de ayudarla —respondí, terco—. Lo siento si eso te molesta.

—Lo que me molesta —replicó— es que luego vas a llorarme cuando te metan en un problema. Y Emiliano va a ser el que pague.

Apagué el celular.

Por primera vez, entendí que este asunto no iba a ser solo yo y una silla en la banqueta. Era una piedra que podía abrir grietas en todos los muros que había construido a medias.

La noche siguiente, Tessa se fue a dormir temprano, sin tocar su plato de sopa.

Yo me quedé en la sala, con la luz del celular iluminándome la cara, viendo el número del abogado que me había recomendado un excompañero de la agencia y sin atreverme a marcar.

Ayudar tiene consecuencias, me repetía. No sólo para uno.

Pero, ¿acaso no también tiene consecuencias no ayudar?

Entre esas dos culpas me quedé dormido en el sillón, con la espalda hecha pedazos y la cabeza igual.


Lo que terminó de desatar la tormenta fue Juanito.

Yo ya había instalado provisionalmente a Doña Chayo en un cuarto de azotea que un vecino me rentó barato en la Portales. Nos organizamos: yo la llevaba y la traía a sus revisiones; Tessa, aunque a regañadientes al principio, acabó enseñándole a manejar el microondas y organizó un botiquín decente. Emiliano la conoció un fin de semana; le dijo “abu Chayo” desde el día uno, porque a los niños les salen solas esas palabras.

Parecía, por un momento, que lo difícil ya había pasado.

Hasta que, un jueves por la tarde, tocaron la puerta del cuarto de la azotea con una furia que hizo temblar los vidrios.

Yo estaba ahí, cambiándole las vendas a Chayo.

—¿Quién? —pregunté, desconfiado.

—Ábreme, abuela —gruñó una voz al otro lado.

Era Juanito.

Chayo me miró, pálida.

—No le quiero abrir —susurró—. Siempre viene a quitarme lo poquito que tengo.

Otro golpe, más fuerte.

—¡Ya sé que estás ahí! —gritó el muchacho—. ¡Alguien me dijo que andas viviendo con un güey rico!

Me reí, por no llorar.

—Eso no es exactamente cierto —murmuré.

Chayo apretó los labios.

—Si no le abro yo, tumba la puerta —dijo—. Mejor déjeme hablar con él. No quiero que le falte al respeto.

Suspiré.

Abrí.

Juanito estaba ahí, flaco, ojeroso, con la gorra al revés y ojos inyectados de una mezcla de marihuana, resentimiento y quién sabe qué más.

—¿Tú eres el ricachón? —me soltó, sin presentarse.

—Soy Daniel —respondí—. Mucho gusto.

—Uuuuy, qué educado —se burló—. Mira, Daniel, yo vengo por mi abuela. No voy a dejar que un extraño se aproveche de ella.

—¿Qué parte de “no tengo nada” no entiendes, Juanito? —lo cortó Chayo, desde la cama—. Si este joven no me hubiera ayudado, tú ni te hubieras enterado de que estuve en el hospital.

—Ay, sí, la víctima —replicó él—. Pues, ¿qué crees, abuela? A mí también me hace falta. Ando bien tronado de lana. Y resulta que todo mundo me dice “Tu abuela tiene depa nuevo, eh”. Que un señor la trajo, que quién sabe qué. No vaya a ser que la estén usando.

Sentí cómo se me subía la sangre.

—A ver —dije—. Tranquilo. Nadie está “usando” a nadie. Doña Chayo vive aquí porque lo necesita. Punto.

Me dio un empujón con el hombro para pasar.

—No te metas, cabrón —escupió—. Tú ni de la familia eres.

Ahí se me cruzaron los cables.

Lo agarré del brazo.

—No me vuelvas a empujar —le dije, en un tono que no me había escuchado desde mis años de bar.

Juanito intentó zafarse.

—¿Y si no qué? —retó—. ¿Me vas a pegar? ¿Vas a llamar a tus amiguitos policías?

Chayo, desde la cama, lloraba en silencio.

Tessa, que había salido al súper y justo abrió la puerta del cuarto en ese momento, se quedó congelada con la bolsa de tortillas en la mano.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó.

Y ahí, claro, se armó la discusión fuerte, esa que uno siente que estaba esperando desde el primer capítulo de la novela.

Juanito empezó a levantar la voz, diciendo que yo lo quería dejar sin “herencia”. Yo le contesté que, hasta donde yo sabía, la única herencia que él se había ganado era una demanda por abandono. Mencioné, quizá demasiado alto, la palabra “policía”. Tessa me jalaba del brazo para que me calmara. Chayo lloraba, rogando que no hicieran escándalo porque “los vecinos son chismosos”.

En medio de todo, la vecina de al lado, Doña Petra, sacó la cabeza para ver.

—¿Qué tanto argüende traen? —gritó—. Ya cállense, parece que están en el mercado.

Eso, por supuesto, solo alimentó el fuego.

—¡Me está robando a mi abuela! —gritó Juanito, señalándome—. ¡Este güey se la quiere quedar pa’ que le firme la casa y la pensión!

—¿Qué casa? —repliqué—. Si no tiene ninguna. Y yo ni siquiera tengo pensión.

—Ya, Daniel —susurró Tessa—. No le contestes.

—¡Ustedes ni hijos tienen! —soltó Juanito—. ¡Qué saben de mantener familia!

Y ahí Tessa, que se había mantenido relativamente callada, explotó.

—¿Tú sabes lo que es mantener algo? —dijo, con la voz cargada de veneno—. Porque yo solo te he visto llegar a quitarle dinero a tu abuela. Ni un kilo de tortillas le traes.

Lip.

—No te metas, pinche vieja —escupió él.

Yo di un paso adelante.

—Te vas —dije, muy serio—. Ahorita. Y si vuelves a hablarle así a Tessa o a tu abuela, sí voy a llamar a la patrulla. Y no te va a gustar.

Nos quedamos frente a frente, los dos respirando fuerte, como gallos en palenque.

Tessa intercedió.

—Juan —dijo, tratando de sonar calmada—. De verdad. Nadie te quiere quitar nada. Si quieres ver a tu abuela, estás en tu derecho. Pero tienes que respetar. Y si lo que te preocupa es el dinero, hablamos todos. Aquí no se está haciendo nada a escondidas.

Él nos miró, uno por uno.

Algo en su mirada cambió. Tal vez fue el cansancio, tal vez la consciencia de que no ganaría nada a gritos.

—Está bien —murmuró—. Pero sepa que si a mi abuela le pasa algo, voy a venir a buscarte, cabrón.

—Que te apunte en la lista —respondí, cansado—. Eres como el quinto.

Se fue dando portazos, no sin antes aventar la bolsa de tortillas al piso. Las recogimos en silencio.

Chayo se tapó la cara con las manos.

—Ya se enojó mi niño —sollozó—. No quería que se pelearan.

Me acerqué a ella.

—No es un “niño”, Doña —dije, tratando de controlar el tono—. Es un adulto. Y tiene que hacerse responsable de cómo actúa. Igual que yo.

La vi mirarme, y en sus ojos vi algo que no esperaba: culpa.

—Si no fuera por mí… —empezó.

La interrumpí, suave.

—Si no fuera por usted —dije—, yo seguiría caminando por esa banqueta sintiéndome solo. Mejor no se quite mérito.

Tessa me abrazó por la espalda.

—Hay que hacer las cosas bien —susurró—. Legalmente. Antes de que esto se salga de control.

Tenía razón.

Otra vez.


La segunda visita al abogado fue más clara que la primera.

Había dos asuntos: el de mi desempleo (ya me habían llamado de un despacho chico, y todo apuntaba a que me iban a contratar) y el de Chayo.

—Si usted ya la registró como dependiente —dijo el licenciado Ramírez, con sus lentes de pasta y su voz pausada—, conviene formalizar lo demás. Un convenio simple: que la señora exprese su voluntad, que se nombre quiénes pueden tomar decisiones médicas por ella, esas cosas.

—¿Y el nieto? —pregunté—. ¿Puede meternos en problemas?

Ramírez se acomodó el bigote.

—Solo si la señora declara que la están manipulando —dijo—. O si hay indicios de abuso. Pero si todo está por escrito, con calma, delante de un notario… el muchacho podrá patalear, pero poco va a lograr. Más si tiene antecedentes de violencia o de consumo.

Tessa y yo nos miramos.

—No queremos dejar de verlo —dije—. Al final, es su familia. Pero tampoco queremos que la siga extorsionando.

—Entonces háblenlo —sugirió el abogado—. No desde el pleito, sino desde la responsabilidad. Tal vez, si se le ofrece participar en el cuidado de su abuela, cambia la dinámica.

Quise reírme.

Pensar en Juanito ayudando a bañar a la Doña era casi surreal.

Pero algo en la forma en que Ramírez lo dijo me hizo preguntarme si yo tampoco estaba dispuesto a darle oportunidad a nadie más de ser mejor.

Al salir del despacho, Tessa caminó en silencio un rato.

—Perdón —dijo de pronto.

—¿Por qué? —me sorprendí.

—Por enojarme tanto contigo cuando la registraste —respondió—. No digo que no me siga dando miedo. Pero… también entiendo que, si no hubieras hecho algo, te habrías traicionado a ti mismo.

La abracé.

—También perdón —dije—. Por no hablarlo contigo antes. Por salir corriendo a “salvar” como si estuviera solo.

Sonrió, triste.

—Pues ya no estás solo —dijo—. Eso también hay que aprenderlo.


Mes y medio después, la vida se veía distinta.

Conseguí trabajo en el despacho pequeño, cerca de Parque España. El sueldo era menor al de la agencia, pero los jefes eran humanos y el café no sabía a calcetín. Tessa consiguió un comercial de yogurt que le dio para pagar de un jalón la luz y el internet. Emiliano pasó a segundo de primaria y dejó de escribir su nombre al revés.

Y Doña Chayo, aunque seguía con achaques, tenía su cuarto de azotea, sus plantas en latas de chiles, su televisión viejita con antena. Habíamos conseguido que el Gobierno de la Ciudad le otorgara una pequeña pensión de adulta mayor; logramos inscribirla a un comedor comunitario, donde ya tenía comadres nuevas.

Juanito… bueno, Juanito seguía siendo Juanito.

Pero algo sí cambió.

Una tarde, lo sorprendí llegando al cuarto con una bolsa del mercado.

—Traje nopales —dijo, evitando verme a los ojos—. Y jitomate. La señora Petra me enseñó a guisarlos.

Yo parpadeé.

—Qué milagro —comenté.

Se encogió de hombros.

—Pues… —gruñó—. Uno dice muchas pendejadas cuando está ardido. Pero… también extraño a mi abuela cuando no vengo. Y… —se rascó la nuca—. Dijo la señora del DIF que si yo “participaba activamente” en su cuidado, me podían considerar también responsable. Que eso “da puntos”. No entendí bien, pero… aquí estoy.

No era una disculpa.

Pero era un intento.

Chayo, desde la cama, nos veía a los dos con una sonrisa de esas que se guardan para los milagros pequeños.

—Ya ven —dijo—. De pleito en pleito se hizo la familia.

Y, de alguna forma torcida y muy mexicana, tenía razón.


La cosa con la vida es que nunca se siente suficientemente cerrada como para ponerle un “fin” bonito.

Siempre queda algo pendiente: una audiencia, una cuenta, un resentimiento.

Pero esa primavera, en la azotea de la Portales donde cabíamos apenas todos, decidí que, al menos para mí, había una especie de cierre.

Era 10 de mayo.

Habíamos armado una comida improvisada: arroz, mole de Doña Petra, tortillas recién hechas. Tessa y yo habíamos comprado un pastel de tres leches en la pastelería de la esquina. Emiliano había hecho una tarjeta con crayolas que decía: “Felis día Abuchayo” y se la había pegado a la pared con masking tape.

Chayo se sentaba en su silla favorita, con un rebozo nuevo que Tessa le había regalado.

—Nunca nadie me había celebrado el 10 de mayo —confesó, con los ojos brillando—. Al menos no así. Siempre ha sido pa’ las señoras bien. Yo, como tenía que trabajar, me lo pasaba planchando blusas ajenas.

—Pues hoy le tocó a usted —dijo Tessa—. Ya se lo debía el universo.

Marcela había aceptado, tras mucho dudar, dejar que Emiliano viniera. Pero no se había animado a subir a la azotea. Desde abajo, me mandó un mensaje: “Dile a la señora que gracias por querer a mi hijo”.

Yo miré el teléfono.

En otro chat, el abogado me había escrito días antes: “El caso de Chayo va avanzando. Tal vez podamos conseguirle un lugar fijo en un centro de día. Lo de Juanito se ve menos peligroso si sigue participando”.

En otro, más viejo, el mismo abogado me había dado una noticia que yo todavía no sabía dónde acomodar:

“La Comisión de Derechos Humanos aceptó revisar tu expediente, Daniel. No es garantía de nada, pero es más de lo que tenías. La declaración de tu hermana pesa. Falta camino, pero hay posibilidades”.

Había caminos abiertos por todos lados.

Y ahí, en medio de ese entramado —entre pleitos con mi ex, trámites, dramas familiares ajenos y propios— estaba yo, sirviendo arroz a una señora que un día fue sólo un vasito en una banqueta.

—A ver, Emi —dijo Chayo—. Venga a darle un abrazo a su abuchayo, que ya me voy a poner chiplona.

Emiliano corrió y se le subió a las piernas, con la confianza de quien ha decidido que alguien es parte de su equipo.

Juanito llegó tarde, con camisa planchada a medias y la cara limpia.

—Traje flores —dijo, apenado, mostrando un ramito de claveles comprados en la esquina.

Chayo casi se desmaya de la emoción.

—Ay, mi niño —lloró—. Hasta flores me trajo. Ahora sí ya me puedo morir.

—No se nos vaya todavía, Doña —bromeé—. Que todavía no aprendemos a hacer sus frijoles.

Rieron.

Tessa me tomó de la mano por debajo de la mesa.

—¿Estás bien? —preguntó, en voz baja.

Miré alrededor.

La azotea.

La abuela “adoptada”.

El nieto conflictuado tratando de arreglar su cagadero.

Mi hijo con los cachetes llenos de mole.

Mi novia con mancha de harina en la blusa.

Mi celular vibrando con mensajes de un mundo legal que apenas empezaba a moverse.

Yo, en medio, con las manos ocupadas y el corazón menos solo.

—Estoy… empezando a estarlo —respondí.

Ella sonrió.

—Feliz Día de las Madres sustitutas, entonces —dijo, levantando su vaso de jamaica hacia Chayo.

Todos la imitamos.

Chayo rió, se limpió las lágrimas y se acomodó el rebozo nuevo.

—Feliz día, mis hijos —dijo—. Y que nunca les falte qué discutir. Porque mientras haya pleito, hay vida.

Brindamos.

Y por primera vez desde el divorcio, pensé que tal vez el “después” no tenía que ser sólo un campo de ruinas. Podía ser otra cosa. Algo raro, imperfecto, hecho de decisiones impulsivas, discusiones duras y viejitas encontradas en la banqueta.

Algo nuestro.