Mi vecina me llamó a la 1 de la mañana para que no abriera la puerta, pero entonces comenzaron los golpes


Nunca he sido miedosa.

O eso decía yo, hasta esa noche.

Vivo en la colonia Oblatos, en Guadalajara, en un edificio viejo de tres pisos que huele a tortilla recién hecha en las mañanas y a orines de perro en las noches. De esos donde las paredes son delgadas, las vecinas son chismosas y el ruido de la calle nunca se va del todo.

Me llamo Daniela, tengo 32 años, trabajo de diseñadora gráfica freelance, lo que en cristiano significa que paso más tiempo en pijama de lo que mi mamá considera aceptable. Vivo sola desde hace dos años, cuando por fin junté lo suficiente para salirme de la casa de mis papás. Mi orgullo más grande es tener mis llaves, mi refri medio vacío y mis plantas medio muertas.

Y mi vecina favorita siempre fue Martha, la del 4-B.

Martha tenía unos cincuenta y tantos, pero el cabello blanco y rizado la hacía verse mayor. Era maestra jubilada, viuda, con una risa escandalosa que se escuchaba hasta el tercer piso cuando veía sus novelas. Me llevaba tupido: cada viernes que cobraba, me tocaba la puerta con un toper de pozole, o de frijoles refritos, o de arroz con leche.

—Para que no viva de puro Uber Eats, m’ija —me decía—. Eso no alimenta el alma.

Me adoptó sin preguntarme. Yo, que siempre había sido media solitaria, acabé bajando para tomar café con ella más veces de las que quisiera admitir. Era la típica vecina mexicana: metiche, pero de buen corazón.

El edificio era un microcosmos: en el 1-A vivía Don Lupe, un señor que arreglaba todo a cambio de chelas; en el 2-C una pareja que peleaba diario; en el 3-A yo; en el 4-B, Martha, justo frente a mi puerta; y en el 4-A un departamento vacío que el casero llevaba meses intentando rentar.

Y luego estaba él: el nuevo vecino del 2-B, al que todos empezamos a llamar “el de la gorra”, porque nunca se la quitaba.


1. El vecino nuevo y la discusión que se salió de control

La primera vez que lo vi fue un martes, cuando yo regresaba del Oxxo con una bolsa de papitas y una Coca en la mano. Venía subiendo las escaleras cuando me topé de frente con un tipo alto, moreno, delgado, con sudadera negra y gorra roja bien ajustada. Llevaba una mochila colgada al frente, apretada como si cargara oro.

—Buenas noches —le dije, por educación.

Me vio de reojo, sin levantar bien la cara.

—Qué onda —murmuró, con voz ronca.

Pasó junto a mí sin más. Me dejó un olor a cigarro y algo raro, como a solvente o quitaesmalte. Apuré el paso.

Esa noche, el grupo de WhatsApp del edificio explotó. Lo administraba el casero, un señor llamado Ramiro, que casi nunca aparecía más que para pedir la renta.

Ramiro:
Buenas noches. Les aviso que ya se rentó el 2-B. Es un señor solo, se llama Samuel. Cualquier cosa, me dicen.

Martha:
Bienvenido, vecino Samuel 😊. Aquí lo que se ofrece.

Don Lupe:
No más que no haga fiestas, porque ya no aguanto esos ruidos 😒

Yo:
Sí, que no ponga banda a las 3 am y todo bien jaja

Samuel no respondió nada. Ni un sticker.

Los días siguientes, su presencia se volvió notoria no porque conviviera, sino por lo contrario. Salía tarde, regresaba tarde. Nunca prendía la luz de la sala; solo se veían sombras moverse cuando uno bajaba por las escaleras. De vez en cuando, unos tipos igual de flacos y con gorras distintas lo visitaban por unas horas. Bajaban la voz cuando alguien pasaba.

Martha lo olió desde lejos.

—Ese muchacho trae algo raro, Dani —me dijo una tarde mientras le ayudaba a tender ropa en la azotea—. No es por juzgar, pero se le ve en los ojos.

—¿Cuáles ojos, si nunca se deja ver bien? —respondí, tratando de quitarle hierro al asunto.

—Pues precisamente —alzando la ceja—. El que no mira a la cara siempre esconde algo.

Las cosas se pusieron feas una noche de viernes.

Yo estaba viendo Netflix con las luces apagadas cuando escuché voces fuertes en el pasillo. Luego, golpes. Me asomé por la mirilla justo para ver a Ramiro, el casero, parado frente al departamento de Samuel, con la cara roja de coraje.

—Te estoy diciendo que aquí no puedes estar haciendo tus negocios, cabrón —gritaba Ramiro—. Me van a aventar a la policía y el edificio es mío. ¡Lárgate!

Samuel estaba en la puerta, medio recargado, con la gorra puesta, fumando.

—Bájale, don —respondió, con calma inquietante—. Yo nomás vivo aquí. Lo que haga en mi vida es mi problema.

—Cuando tu problema huele todo el edificio, ya es problema de todos —se metió Martha, que estaba asomada desde el barandal de su puerta—. Aquí hay niños, joven. ¡Y yo soy alérgica al humo, por si fuera poco!

—Cállese, señora —soltó él, volteando de pronto, con los ojos encendidos—. Nadie le está hablando.

El tono me puso la piel de gallina.

—No me faltes al respeto, chamaco —tronó Martha—. Tengo más años viviendo en este edificio que tú caminando. Y si yo digo que tú traes cosas raras, es porque traes cosas raras.

Más vecinos empezaron a sacar la cabeza. Don Lupe, en pantuflas. La pareja del 2-C, en plena pausa de su pelea. Todos viendo el show.

—Ya estuvo, Samuel —Ramiro dio un paso adelante—. Yo ya te había dicho: no quiero problemas. Desde mañana, desocupas. No te regreso el depósito. Hazle como quieras.

Samuel tiró la colilla al piso, la aplastó con el tenis.

—Usted no me puede correr así nomás —dijo—. Hay contrato.

—¿Contrato? ¿Quieres que saque el contrato? —Ramiro se encendió más—. El contrato dice que si haces cosas ilegales, te vas. ¿Qué traes en esa mochila? ¿Ah?

Samuel se agarró las correas, instintivamente.

Se hizo un silencio tenso.

—Neta no se ponga pendejo, don —soltó, y la palabra resonó en el pasillo como una bomba—. No sabe con quién se mete.

Martha soltó un bufido.

—¿Ah, muy bravo, no? —dijo—. Aquí nadie te tiene miedo, chamaco. Ya te vimos qué eres: puro hablador.

Los dos se quedaron midiendo con la mirada. Por un segundo, sentí un miedo distinto, más denso. Como si algo invisible se estuviera tensando.

Carlos —no, eso es de otra historia; aquí no hay Carlos, concéntrate, Dani, pensé—. Ramiro se cuadró.

—Tienes hasta el lunes —dijo—. Si no estás fuera, le hablo a la policía. Y no solo por lo de la droga. Ya me dijeron que hasta han entrado tipos raros armados. Yo no me voy a meter en pedos por ti.

Samuel sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.

—El que se va a meter en pedos es usted —contestó—. Y usted también, doñita —miró a Martha—. Por andar de lengua larga. Luego no diga que no se lo advertí.

Se metió al departamento y azotó la puerta.

Ramiro se fue refunfuñando, diciendo que “ya verían”. Los vecinos nos miramos con esa mezcla de morbo y preocupación que solo se entiende en México, donde todos tenemos una historia de “el vecino raro que luego salió en las noticias”.

Martha, en cambio, se quedó mirando la puerta del 2-B con los labios apretados.

—A los hombres así no hay que tenerles miedo, Dani —me dijo, cuando subí a despedirme de ella—. Hay que tenerles cuidado. Miedo da otra cosa.

—¿Qué cosa? —pregunté.

—El que no amenaza —respondió—. El que nada más actúa.

No le tomé tanta importancia.

Debería haberlo hecho.


2. La llamada a la 1 de la mañana

La noche en que todo pasó, yo me había dormido tarde.

Estaba entregando unos diseños para una taquería nueva de la colonia —logos de trompos felices y vacas sonrientes—, y cuando por fin mandé el archivo, eran casi las doce y media. Me lavé la cara, me puse mi pijama de “Frida Kahlo pero en versión meme” y me acosté con la tele en volumen bajo, solo para hacer ruido de fondo.

En Guadalajara no hace tanto frío como en el norte, pero esa noche la brisa se colaba raro por la ventana. Cerré bien. Me arropé hasta el cuello.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que el celular vibrara en la mesita.

Alcancé a ver la pantalla entre sueños: Martha.

Fruncí el ceño. ¿A esa hora?

—¿Bueno? —contesté, con la voz pastosa—. Martha, ¿estás bien?

Su voz del otro lado no sonaba ni parecida a la de siempre. No era la voz de la señora que me gritaba desde la puerta “¡baja por tamales!” ni la que cantaba las canciones de Juan Gabriel a todo pulmón.

Era una voz quebrada, baja, llena de pánico.

—Daniela… —susurró—. No abras la puerta.

Me enderecé en la cama, de golpe.

—¿Qué? ¿Cómo que no la abra? ¿Qué está pasando?

—No abras la puerta, mi niña —repitió, jadeante—. Pase lo que pase. ¿Me oíste?

Me levanté, tropezando con las chanclas.

—Martha, me estás asustando. ¿Qué pasa? ¿Está alguien ahí?

Se escuchó un ruido metálico del otro lado de la llamada, como si hubiera tirado algo.

—Estoy en mi cuarto —dijo, atropellada—. Hay alguien en el pasillo. Alguien raro. Tocó primero aquí… y luego… escuché cómo bajaba… y luego subía otra vez. No sé en cuál puerta está, pero no abras. Daniela, prométeme que no vas a abrir.

Mi corazón empezó a latir tan fuerte que sentí la sangre en las orejas.

—¿Llamaste a la policía? —pregunté—. ¿Al 911?

—No me da tiempo, estoy… —se cortó. Luego, un susurro—. Está afuera otra vez.

En ese momento, como si el universo quisiera hacer un efecto dramático barato, tocaron mi puerta.

Tres golpes secos, fuertes.

TOC. TOC. TOC.

Sentí que se me helaba el alma.

No era el típico toquido de Martha —rápido, desesperado por contar chisme—, ni el de Don Lupe, que golpeaba con los dedos como si estuviera tocando la puerta de la muerte. Era un golpe grave, con el puño, con intención.

—Daniela… —susurró Martha—. ¿Eres tú…?

Me tardé unos segundos en responder.

—No —dije, casi sin voz—. Están tocando aquí también.

Silencio en la línea.

Silencio en el pasillo.

TOC. TOC. TOC.

Otra vez.

Esta vez, más fuerte.

—¿Quién es? —alcancé a decir, sin acercarme, desde la sala.

No hubo respuesta.

Solo un roce leve, como si alguien pusiera la mano completa sobre la madera de la puerta.

—Daniela, aléjate —susurró Martha—. No te acerques a la chapa. No veas por la mirilla.

Sentí un escalofrío. ¿Cómo sabía que estaba a punto de hacer justo eso?

—Martha, ¿estás viendo algo? —pregunté, en voz baja, caminando de puntitas hacia la cocina, donde guardaba un cuchillo que de poco me serviría, pero me daba seguridad.

—Estoy viendo la sombra por debajo —dijo—. Se pasea frente a mi puerta. Es alta… se mueve raro. No le abras, por lo que más quieras. No es… —dudó—. No es normal.

Un ruido seco, fuerte, me hizo brincar. Algo había golpeado su puerta.

—¡ABRA! —se escuchó una voz masculina, amortiguada, desde el pasillo—. ¡ABRA, DOÑA!

Luego, otro golpe. Y otro.

En mi puerta, mientras tanto, los golpes se volvieron más insistentes. Pero el que tocaba no hablaba. Eso era lo que más me helaba. No decía “vecina”, ni “abra”, ni nada. Solo golpeaba. Como si supiera que el sonido era suficiente.

TOC. TOC. TOC.

—Voy a llamar a la policía —dije, apretando el celular con la otra mano—. No cuelgues, Martha. No cuelgues.

—No… —su voz sonó lejos—. No le gusta que hablemos.

—¿Qué? —fruncí el ceño.

Y entonces la llamada se cortó.

Martha desapareció de la línea.

El silencio del departamento me cayó encima como un cobertor pesado. Afuera, los golpes continuaban. Más suaves. Más espaciados. Como si la cosa —la persona— tuviera todo el tiempo del mundo.

Mis manos temblaban tanto que casi no podía marcar.

9…
1…
1…

El tono de llamada pareció eterno. Cuando por fin contestaron, sentí que iba a llorar de alivio.

—¿Emergencias? —dijo una voz femenina.

—Sí, buenas noches —hablé tan rápido que tuve que repetir—. Soy… soy del edificio ubicado en la calle tal, colonia Oblatos. Hay alguien tocando las puertas, mi vecina me llamó asustada, dijo que había alguien afuera, escuché golpes muy fuertes. No sé si estén intentando entrar…

El ojo de mi mente se imaginó la escena: un hombre con gorra roja, mochila en el pecho, golpeando puertas. O algo peor.

—¿Esa persona intenta forzar la entrada? —preguntó la operadora.

Miré la puerta. El seguro estaba puesto. La chapa, en su lugar. No veía la perilla moverse. Solo los golpes.

—No lo sé —admití—. Solo golpea. No habla. Mi vecina dejó de contestar.

—¿Se escuchan gritos? ¿Ruidos de pelea? —siguió.

Negué, como si ella pudiera verme.

—No… solo golpes. De momento.

—Vamos a mandar una patrulla —dijo—. No abra la puerta. No confronte a la persona. Permanezca en línea si se siente más segura.

Otra vez los golpes.

Esta vez, tres en mi puerta… y tres en la de enfrente.

TOC. TOC. TOC.
TOC. TOC. TOC.

Sentí náuseas.

—¿Cuánto tarda la patrulla? —pregunté, casi suplicando.

—Depende de la zona, pero ya di aviso —respondió ella—. ¿Cuántas personas viven en esa casa?

—Es un edificio, varios departamentos —dije—. Aquí en el piso de arriba somos dos: yo y mi vecina Martha. Ella fue la que me llamó…

Me callé.

Porque, justo en ese momento, mi celular vibró con otra llamada entrante.

Martha.

Miré la pantalla, confundida. Pero si estaba yo ya al teléfono…
Otra llamada. De su número. Y yo seguía con la operadora.

Tragué saliva.

—Me está entrando otra llamada de mi vecina —le dije a la operadora—. ¿Puedo contestar?

—No cuelgue, solo póngame en espera —respondió—. Voy a intentar mantenerse en la línea.

Hice lo que me dijo, con manos temblorosas, y contesté a Martha.

—¿Martha? —susurré—. ¿Estás bien?

Susurró una voz. Pero no era la suya.

O no sonaba como la suya.

—Daniela… —dijo, arrastrando las sílabas—. Ábreme la puerta.

Se me paró el corazón.

—Martha… —murmuré—. Estoy al teléfono con el 911. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

La voz soltó una risita leve, rara.

—Soy yo, m’ija —dijo—. Tu vecina Martha. Ábreme. Tengo miedo. Déjame pasar.

Mi piel se erizó. Algo en la entonación no cuadraba. Las palabras eran las que ella diría, pero el tono, la cadencia… no.

Además, si estuviera en el pasillo… ¿por qué no la oía ahí? Solo la oía en el teléfono.

—¿Dónde estás, Martha? —insistí—. ¿En tu cuarto? ¿En el baño?

Silencio. Luego una respiración que sonaba más… espesa. Como si viniera de una garganta distinta.

—Estoy… contigo —susurró—. Ábreme.

Los golpes, afuera, se detuvieron.

Podía escuchar mi propio corazón.

—Martha… —dije, con la voz quebrándose—. Dime cómo se llamaba tu perro.

No sé por qué pregunté eso. Fue instinto. Martha había tenido un perro callejero años atrás, Canelo, que murió atropellado frente al edificio. Ella siempre hablaba de él con un cariño que dolía.

Si era ella, sabría la respuesta en automático.

La voz del teléfono tardó un segundo.

Dos.

Tres.

—Qué importa el perro —dijo, al fin—. Ábreme, Daniela. Tengo frío. Me estoy… me estoy mojando.

¿Mojando?

Miré debajo de mi puerta. Nada. El piso estaba seco.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Tú no eres Martha —susurré.

Fue como si algo se hubiera roto en la línea.

Se escuchó un ruido extraño, como de interferencia, un chillido lejano. Luego, el tono de llamada: me había colgado.

Los golpes regresaron de inmediato. Esta vez, con más fuerza. Como si el que estuviera afuera se hubiera encabronado.

TOC. TOC. TOC. TOC. TOC.

—¡Ya viene la patrulla! —escuché a la operadora, a la que acababa de volver de la espera—. No se acerque a la puerta, por favor.

Yo solo podía pensar en Martha.

—¿Puede mandar a los policías al tercer piso, por favor? —dije—. Tengo miedo por mi vecina. Creo que… creo que alguien se metió a su departamento.

No sabía de dónde sacaba eso. No lo había escuchado. No había ningún ruido que lo indicara. Solo la sensación de que la voz que me había hablado no estaba en la calle. Estaba adentro.

Del otro lado.


3. Sirenas y silencio

Las sirenas tardaron menos de lo que esperaba.

Se escuchó primero el motor, luego el pitido leve, luego los pasos apresurados en la banqueta. Por la ventana vi las luces rojas y azules tiñendo la fachada del edificio.

—Ya llegaron —dijo la operadora—. Voy a colgar, pero cualquier cosa, vuelva a marcar. No abra hasta que se identifiquen.

Asentí como idiota, aunque ella no me veía.

Alguien tocó la puerta del edificio, fuerte.

—¡Policía municipal! —gritaron desde abajo.

Escuché cómo Don Lupe, medio dormido, abría la reja de la entrada. Luego, pasos pesados subiendo las escaleras. Se escuchaban los radios, los “cambio”, las botas rebotando en el cemento.

Los golpes en mi puerta se detuvieron de golpe.

Como si nunca hubieran existido.

Me acerqué a la puerta, esta vez sin preguntar. Miré por la mirilla, con cuidado.

No vi a nadie.

Solo el pasillo vacío, con la luz del foco del techo titilando como en película de terror barata, y la puerta de Martha cerrada. El candado del 4-A, el departamento vacío, seguía puesto.

Tres policías subieron al rato. Dos hombres y una mujer. El más alto se acercó a mi puerta.

—Señorita Daniela —dijo—. Nos llamaron de este número. ¿Es usted?

—Sí —respondí, desatorando el seguro con manos temblorosas—. Esperen… —abrí apenas la puerta, lo suficiente para verlos enteros.

Eran policías de verdad: uniformes, placas visibles, radios, cara cansada.

Abrí del todo.

—Hay alguien en el edificio —dije—. Mi vecina me llamó asustada. Luego alguien tocó mi puerta. Muy fuerte. Y escuché golpes en la suya. Después… me llamó otra vez, pero… no sé si era ella.

Soné loca, lo sé.

La policía mujer, Oficial López, se adelantó.

—Vamos a revisar —dijo—. ¿Cómo se llama su vecina?

—Martha. Vive enfrente —señalé la puerta del 4-B—. Yo la escuché muy nerviosa. Luego se cortó la llamada.

El otro oficial, de barba incipiente, tocó la puerta de Martha.

— ¡Señora Martha, policía municipal! ¿Se encuentra bien? —preguntó.

Silencio.

Tocó de nuevo, más fuerte.

—¡Señora Martha!

Nada.

El oficial alto probó la chapa. Estaba cerrada, pero no con llave por dentro, porque cedió un poco. Se miraron.

—¿Tienen orden para entrar? —susurré, más por costumbre que por otra cosa.

—La prioridad es la integridad física —respondió el barbón—. Si hay riesgo, se puede forzar.

La oficial López se acercó.

—Señora Martha —intentó, por última vez—. Voy a abrir, ¿sí?

Esperaron un par de segundos. Nadie respondió.

El barbón tomó impulso y tiró la puerta con el hombro. El golpe resonó en todo el edificio. La chapa cedió con un crujido.

La puerta se abrió.

Lo que vi al asomarme me paralizó más que los golpes de hace rato.

La sala de Martha estaba en penumbras. El televisor apagado, algo raro, porque ella siempre se dormía con la tele prendida. Un vaso tirado en el piso. Una zapatilla junto a la alfombra.

Y en medio de la sala, entre la puerta y el sillón, una silueta en el suelo.

—¡Martha! —alcancé a gritar, intentando meterme.

La oficial López me detuvo con el brazo.

—No pase, señorita —ordenó—. Déjenos trabajar.

Pero ya la había visto.

El cuerpo de Martha boca abajo, con el cabello blanco revuelto, la bata de flores arrugada, una pierna doblada en ángulo raro.

Se me subió la bilis a la garganta.

—No, no, no… —susurré, agarrándome del marco de mi puerta.

Los policías se acercaron a ella. El barbón se agachó, le tocó el cuello.

—No siento pulso —dijo, tensándose.

La oficial sacó su radio.

—Centro, aquí unidad 314, tenemos posible persona inconsciente, se requiere ambulancia en… —empezó a decir, dando la dirección.

Yo, sin escuchar bien, miraba la escena como si no fuera mía. Como si estuviera viendo la noticia de otra persona.

La vecina chismosa del 2-C, que nunca me habló más que para pedir sal, subió en bata, tapándose la boca.

—Ay Dios mío —dijo—. ¿Qué pasó? ¿Le dio algo a la doña?

No podía responder. Mi mente trataba de unir puntos: llamada, golpes, voz rara, cuerpo en el suelo.

El oficial alto regresó hacia mí.

—¿Cuánto tiempo pasó entre la llamada de su vecina y su llamada al 911? —me preguntó.

—No sé… —me esforcé por recordar—. Tal vez… ¿dos minutos? ¿Tres? Estábamos hablando cuando alguien empezó a tocar. Ella dijo que había alguien afuera, y luego… colgó.

—¿Escuchó que se cayera? ¿Algún golpe dentro? —insistió.

Negué, confundida.

—Solo… golpes en las puertas. Y la voz… —dudé—. La voz que me pidió que le abriera.

Él frunció el ceño.

—¿Su vecina le pidió que le abriera? —preguntó.

—Sí… no… —me aclaré la garganta—. Me llamó primero para decirme que no abriera la puerta. Que había alguien afuera. Luego se cortó. Después me entró otra llamada de su número, y esa voz… me dijo que le abriera. Que tenía frío. Que estaba… mojándose. Pero no sonaba como ella. Por eso no abrí.

El oficial tardó un segundo en responder.

—A veces, cuando alguien está sufriendo un infarto, su voz cambia —dijo—. Se ahogan. Puede que la señora haya intentado pedir ayuda.

Sus palabras me golpearon.

¿Y si…?
¿Y si era ella, sí era ella, tratando de llegar a mí?
¿Y si mi paranoia de película de terror la dejó sola mientras se moría?

Sentí un vértigo brutal.

—No… —murmuré—. No, ella habló bien la primera vez. Estaba asustada, pero hablaba normal. La segunda… la segunda era… otra cosa.

El oficial no discutió. Solo anotó algo en una libreta.

La ambulancia llegó minutos después, pero ya todos sabíamos lo que iban a decir. Los paramédicos entraron, revisaron, se miraron entre ellos, hicieron la pregunta de rutina —“¿en qué hora la encontraron?”— y luego cubrieron el cuerpo de Martha con una sábana gris.

La imagen me partió el alma.

Marta, a mi lado, me apretó el brazo.

—Ay, Dani —susurró—. La vecina… pobrecita.

Yo no podía hablar.

Algo dentro de mí decía que no era solo un infarto, que no era solo la edad, que no era solo la casualidad.

Algo había en esa llamada. En esa voz. En esos golpes.

Y en la sombra que Martha dijo haber visto.


4. El velorio, los chismes y el hombre de la gorra

El edificio se volvió un funeral durante los días siguientes.

El cuerpo de Martha lo velaron en la sala de su departamento, como a la antigüita. Llegaron sus hermanas de Michoacán, sus sobrinos, ex alumnos que lloraban al verla. Pusieron café, pan, rezos, veladoras. El olor a flores empezó a mezclarse con el de humedad.

Yo estuve ahí todo el tiempo que pude. Me sentía en deuda. Me sentía culpable. Me sentía vacía.

—No fue tu culpa, hija —me dijo una de las hermanas de Martha, Doña Chela, mientras acomodábamos sillas—. Diosito ya la había llamado. Ella siempre decía: “cuando me toque, me toca”. No puedes cargar eso.

No le conté lo de la voz. No podía. Sonaba demasiado loco.

En el grupo de WhatsApp, todos mandaban mensajes:

Ramiro:
Lo siento mucho. La señora Martha fue una gran inquilina. Vamos a ayudar a la familia en lo que se pueda.

Don Lupe:
Era la única que me saludaba diario. Se va a extrañar 🙏

Vecina 2-C:
Y justo después del pleito con el del 2-B… qué cosa, ¿no?

Ahí estaba otra pieza.

Samuel.

No lo había visto desde esa noche de la discusión con Ramiro.

De hecho, la misma madrugada de la muerte de Martha, mientras la ambulancia se llevaba el cuerpo, vi de reojo la puerta del 2-B: cerrada, sin ruido. Las ventanas, oscuras. Nadie salió a ver, nadie preguntó nada.

Como si no viviera nadie ahí.

Ramiro, que también fue al velorio, se acercó a mí con un café en las manos.

—Qué mala onda lo de la maestra, ¿verdad, Dani? —dijo, suspirando—. Me siento bien mal.

—Sí —respondí—. Ella… me llamó antes. Estaba asustada.

Él frunció el ceño.

—¿Asustada por qué? —preguntó.

Miré alrededor. Nadie parecía escuchar.

—Dijo que había alguien en el pasillo. Que no abriera la puerta. Luego… ya no pude hablar con ella.

Ramiro apretó los labios.

—¿Y si fue ese cabrón del 2-B? —murmuró—. Ese güey está raro. Ayer fui a tocarle porque ya pasó el lunes y ni sus luces. Nadie contesta. Pero su ropa sigue tendida en el patio. Y su moto, ahí abajo. ¿Quién se va así nomás?

Me dio un escalofrío.

—¿Crees que la asustó? —pregunté.

—Ese tipo es capaz de lo que sea —contestó—. Le dije que se fuera, que no quería problemas. Capaz que se quiso vengar. O “asustar” y le salió el tiro por la culata.

La idea me revolvió el estómago.

¿Y si sí?
¿Y si Samuel había estado tocando puertas esa noche, nada más para joder, y la vieja Martha, con el corazón ya cansado, se asustó tanto que le dio un paro?

Parecía posible. Horrible, pero posible.

Quise creerlo.

Era más fácil culpar a Samuel que a una voz sin cuerpo.

En el velorio, en pleno rezo del rosario, alguien me tocó el hombro.

—Hola —dijo una voz masculina.

Me volteé.

Era él.

Samuel.

Pero diferente.

Sin gorra, por primera vez. Tenía el cabello negro aplastado, las ojeras marcadas, la cara pálida. Traía una camisa de cuadros arrugada y los jeans medio sucios. Sus ojos, sin la sombra de la visera, se veían… tristes.

—Lamento lo de la señora —dijo, sincero—. Era buena gente. Siempre me saludaba.

Lo miré, desconfiada.

—No vino al rato —solté, más cortante de lo que quería.

Se encogió de hombros.

—Estaba fuera —respondió—. Apenas me enteré.

Ramiro, que lo vio acercarse, se levantó enseguida.

—Ah, mira qué milagro —dijo, con tono duro—. El señor del 2-B sí está vivo.

Samuel lo miró con fastidio.

—Ya vine a avisarle que ya me voy —dijo—. Mañana desocupo. No quiero problemas. Y menos ahorita.

—Más te vale —refunfuñó Ramiro.

Samuel volvió su atención a mí.

—De verdad, lo siento —repitió—. La señora Martha… era de las pocas que me trataban como persona aquí.

Eso me desconcertó. Sabía que Martha lo había olido, sí, pero también sabía que tenía esa manía de darle café al que fuera. Capaz que a él también lo había invitado alguna vez.

—Una pregunta —solté, sin pensarlo demasiado—. Samuel… ¿tú saliste anoche? ¿Como a la una?

Sus ojos se tensaron.

—¿Por qué? —preguntó.

Lo miré directo.

—Porque alguien estuvo tocando puertas en el piso de arriba —dije—. Muy fuerte. Martha me llamó, asustada. Y luego… pues.

Samuel apretó la mandíbula.

—Yo no fui —respondió—. Si me va a acusar, dígalo de frente.

—Estoy preguntando —me defendí—. Nada más.

Se quedó callado unos segundos, respirando hondo.

—Fui a la tienda de la esquina como a las doce —dijo —. A comprar cigarros. Regresé como a las doce y veinte. Me dormí hasta tarde. No escuché nada. Y si hubiera ido a “asustar”, como seguramente ya chismearon, no estaría aquí dando la cara.

Había coraje en su voz, pero también algo como dolor. Como si estuviera cansado de ser el sospechoso siempre.

—Los muertos no hablan, ¿verdad? —añadió, bajito—. Entonces es más fácil culpar al que ya viste feo.

Se dio media vuelta y se fue.

Ramiro resopló.

—Ese güey tiene culpa de algo —dijo—. Pero ya me cansé. Que se vaya. A ver dónde se mete ahora.

Yo lo vi bajar las escaleras con las manos en los bolsillos. Por un segundo, se detuvo en el descanso del segundo piso y miró hacia arriba, como si sintiera mi mirada. Luego siguió.

Me quedé con una sensación rara. No podía quitarme la idea de la voz de la cabeza. No sonaba como Samuel. No sonaba como Martha. No sonaba… humana del todo.

Pero tampoco tenía pruebas de lo contrario.

Y en México, una aprende que hay cosas que es mejor no nombrar.


5. La grabación

Lo que terminó de romperme la cabeza vino días después del entierro de Martha.

Estaba yo en mi departamento, arreglando sus plantas —me había dejado dos macetas de geranios porque “a ti sí te van a durar, Dani”—, cuando sonó mi celular.

Era el sobrino de Martha, Luis.

—Hola, Dani —dijo—. Soy Luis, el de la troca roja. Oye… estoy revisando las cosas de mi tía, y encontré algo en su celular. No sé si ya lo viste.

Mi estómago se apretó.

—¿Qué cosa? —pregunté.

—Una grabación de voz —dijo—. Del WhatsApp. Tiene tu nombre.

Me quedé helada.

—¿Una nota de voz? —susurré—. No… yo hablé con ella por llamada.

—Sí, pero… parece que antes de eso, o durante… grabó algo —explicó—. Como si hubiera dejado abierto el WhatsApp. Se oye ruido, golpes… cosas. Yo la escuché, pero no entiendo bien. Quería saber si tú te acuerdas de algo que pueda explicarlo.

Sentí que el piso se me movía.

—¿Me la puedes mandar? —pedí.

—Sí, te la reenvío —dijo—. Nada más… escúchala cuando estés tranquila, ¿va?

El mensaje llegó segundos después. Una nota de voz de 00:48 segundos, con el nombre de Martha y la hora: 1:02 am. Justo cuando ella me había llamado.

Tragué saliva y le di play.

Al principio, solo se escuchaba el ruido típico de un celular guardado en la bata: fricción, un roce, una respiración leve.

Luego, la voz de Martha, agitada.

—Daniela… —se escuchó—. No abras la puerta.

Eran las mismas palabras que me había dicho al teléfono. Pero aquí sonaban… lejanas. Como si ella las hubiera dicho pensando en enviármelas, antes de decidir mejor marcar.

Se escuchó un golpe fuerte. Luego, respiraciones aceleradas.

—Ay Dios mío… —susurró ella—. ¿Quién es? ¿Qué quiere?

Luego, tres golpes en su puerta. El celular los captó con claridad: TOC. TOC. TOC.

La piel se me erizó.

—No, no… —murmuró Martha—. Váyase. No le voy a abrir.

Silencio. Se escuchaban sus pasos alejándose, como si hubiera retrocedido hacia el cuarto.

Y entonces, una voz. Lejana, profunda, como si viniera del otro lado de la puerta, pero extrañamente… hueca.

—Ábrame, doña.

Yo pensé que sería la voz de un hombre normal. Un vecino, un borracho, un ratero.

No.

Había algo apagado, sin entonación, como cuando un audio se reproduce a velocidad lenta.

—No le voy a abrir —repitió Martha, nerviosa—. Váyase o llamo a la policía.

Silencio.

Luego, un rasguño en la madera.

—Sé que está con la muchacha de enfrente —dijo la voz—. Con Daniela.

Sentí un latigazo de hielo.

¿Cómo…?

Martha se ahogó.

—Váyase —repitió—. No le voy a abrir.

La voz se volvió más insistente.

—Abra, doña. Nomás quiero hablar. Y que me abra la de enfrente.

El celular captó algo que yo no había escuchado esa noche: un golpe seco dentro de la casa. Como si algo cayera. El jadeo de Martha, el sonido de la bata restregándose contra algo.

—No… no… —balbuceó ella.

Los golpes en la puerta se detuvieron.

Y entonces, el sonido cambió.

No sé explicarlo bien. Fue como si el audio se hubiera distorsionado. Un zumbido grave, un chirrido, un golpe. Martha jadeando. Un “¡ay!” ahogado. El celular cayendo al piso.

La voz volvió a sonar. Pero ya no desde afuera.

Sonó… cerca.

—Daniela… —dijo—. Ábreme.

Y ahí se cortó.

Me quedé mirando el celular, con el corazón latiendo tan rápido que me dolía.

La nota de voz se había enviado sola, o quizá nunca se envió. Luis la había encontrado entre los borradores.

Le regresé la llamada, las manos frías.

—Luis… —dije, apenas—. ¿Dónde estaba esta grabación?

—En el chat contigo —respondió—. Pero con un iconito de “no enviado”. Capaz que la tía quiso mandártela y no tuvo dato, no sé. ¿Escuchaste lo que yo escuché?

Tragué saliva.

—Escuché a alguien pidiéndole que abriera —dije—. ¿Tú… reconoces la voz?

Luis dudó.

—No —admitió—. Suena… raro. Como si estuviera editada, no sé. Como las historias de miedo esas que ponen eco. Pero no creo que mi tía supiera hacer algo así. Apenas si sabía mandar stickers.

Reí, nerviosa.

—¿Y piensan hacer algo con esto? —pregunté—. ¿La policía…?

—Mi mamá no quiere meterse en broncas —respondió—. Dice que nuestra tía ya está descansando, que para qué revolvemos las aguas. Yo… la neta tampoco sé. Nomás… quería que tú la oyeras. Por si te ayudaba a entender algo.

Colgamos.

Yo me quedé sola con el audio repitiéndose en la cabeza.

“Sé que está con la muchacha de enfrente.”
“Daniela… ábreme.”

El miedo que me había tenido despierta las últimas noches se transformó en otra cosa: una mezcla de culpa, coraje e incertidumbre.

Si había sido un hombre —Samuel, otro, quien fuera— el culpable, ¿por qué su voz sonaba así?

Si no había sido un hombre…

Me negué a terminar esa frase.


6. La última noche

No tardé en empezar a sentir cosas.

Al principio, pensé que era el duelo. Extrañaba a Martha. Extrañaba su voz, sus pasos, sus novelas a todo volumen.

Pero había más.

Pequeños detalles.

Una noche, mientras lavaba trastes, escuché claramente su risa en el pasillo. Me asomé rápido, ilusionada por un segundo idiota. El pasillo estaba vacío. La puerta del 4-B, con un listón negro colgado.

Otra tarde, al subir las escaleras con bolsas del súper, juraría haber tenido la sensación de que alguien caminaba detrás de mí, al mismo ritmo. Al voltear, no había nadie.

Las sombras del pasillo parecían más largas, más densas.

Y, sobre todo, a la 1 de la mañana, siempre me despertaba sin razón. Miraba el reloj. 1:00 am. Ni un minuto antes, ni uno después. Como si mi cuerpo se hubiera programado a esa hora.

Una de esas noches, ya harta, me levanté, me serví un vaso de agua y me senté en la sala, con las luces apagadas, viendo la puerta.

—Si vas a hacer ruido, hazlo ya —murmuré, en voz baja—. No quiero vivir con miedo toda la vida.

Nada.

Solo el refrigerador haciendo sus ruidos raros, la calle a lo lejos, un perro ladrando.

Faltaba un minuto para la 1:01 cuando empezó.

Primero, el celular vibró.

Un número desconocido.

No contesté.

Luego, otro mensaje: “Línea ocupada”.

Como si alguien insistiera.

Luego… el golpe.

TOC.
Solo uno.

Seco.

No en mi puerta.

En la de enfrente.

Donde ya no vivía nadie.

Se me erizó la piel completita.

El departamento de Martha estaba vacío desde el entierro. La familia se había llevado ya todo lo importante, dejando algunos muebles viejos que Ramiro prometió acomodar. Nadie tenía llaves más que él.

Y aun así, habían tocado ahí.

Me levanté despacio, por inercia más que por valor. Me acerqué a la mirilla. Apagué las luces del departamento, por si alguien me veía desde afuera.

Miré.

Y lo vi.

Al principio pensé que era un truco de la luz. Una sombra proyectada raro, un efecto de mis ojos cansados.

Pero no.

Frente a la puerta de Martha, de espaldas a mí, había una figura alta, delgada. Parecía un hombre, pero muy… alargado. Llevaba algo parecido a una gorra, o a un sombrero, no distinguía bien. El pasillo estaba medio oscuro, pero la figura se veía más oscura aún, como si absorbiera la poca luz de la lámpara del techo.

Levantó la mano. Golpeó de nuevo.

TOC.

No habló.

Solo se quedó ahí, inmóvil.

Sentí que me faltaba el aire.

Mi mente buscó explicaciones racionales: Samuel había regresado. Otro vecino estaba jugando una broma. Alguien se había perdido.

Pero algo en mi pecho, en esa parte animal que nos queda, decía que eso no era… normal.

Me alejé de la puerta, sin dejar de mirarla. Busqué mi celular a tientas y, en un acto que no sé si fue valentía o estupidez, marqué.

No al 911.

Al número de Martha.

Sabía que nadie contestaría. El sobrino habría cancelado la línea, la compañía habría reciclado el número, lo que fuera.

Pero lo marqué.

Sonó.

Una vez.

Dos.

Tres.

Del otro lado del pasillo, la figura se movió. Llevó la mano al bolsillo. Como si sintiera la vibración.

Mi corazón casi se detuvo.

Cuatro.

En la quinta, contestaron.

—¿Bueno? —dijo una voz.

Era la voz que había escuchado en la grabación. Plana. Grave. Vacía.

—Daniela… —añadió, con una entonación casi burlona—. Ábreme.

La figura, frente a la puerta de Martha, giró apenas la cabeza en dirección a la mía. No pude ver su cara, solo la sensación de que algo sin ojos me miraba.

Tragué saliva.

—No —dije, con la voz más firme que pude—. Aquí no tienes nada que buscar.

Hubo un silencio largo, pesado.

La figura se inclinó un poco, como si pegara la cabeza a la puerta del 4-B, escuchando.

—Ya no se abre —dijo la voz, desde el teléfono—. Está vacía.

Su tono cambió apenas.

—Pero tú sí estás —añadió—. Tu corazón… bien despierto.

Sentí ganas de vomitar.

—¿Qué eres? —pregunté, sin poder evitarlo—. ¿Qué quieres?

La risa que soltó no fue humana. No fue fuerte, ni de película. Fue apenas un suspiro… pero estaba tan vacío de calor que me hizo arder la piel.

—Lo que todos —susurró—. Que me abran.

La figura dio un paso, como si se moviera hacia mi puerta.

Me alejé.

—No —repetí—. No voy a abrir. Ni ahora, ni nunca.

La voz suspiró.

—Otros sí abren —dijo—. Una vez… dos… al final, todos.

Y colgó.

La figura, en el pasillo, se desvaneció.

No caminó, no bajó escaleras. Simplemente… dejó de estar. Como si apagaran una sombra.

Me quedé en la oscuridad, con el celular apagado en la mano, la respiración agitada, la mente en blanco.

No volví a dormir esa noche.

No volví a dormir bien en muchos meses.


7. Lo que decidí hacer

Al día siguiente, me fui.

No fue de inmediato, claro. Primero hablé con mis papás, con el casero, conmigo misma. Me dijeron que estaba exagerando, que era el duelo, que “veía cosas”. Yo misma me cuestioné.

¿Había visto realmente esa figura? ¿O mi cerebro, alimentado por el miedo y la culpa, había construido algo con una sombra cualquiera?

¿Había escuchado de verdad esa voz? ¿O había sido interferencia, sugerencia, eco del audio de Martha?

Pero luego miraba mi registro de llamadas y veía:

1:00 am – Llamada saliente: Martha
Duración: 00:34

Y debajo:

1:01 am – Llamada entrante: desconocido
Número: el mismo que antes fue el de Martha.

Supe, por Luis, que la chip la habían dado de baja esa misma tarde después del entierro.

No había forma de que ese número siguiera activo.

No me quise quedar a averiguar.

Hablé con Ramiro.

—Me voy a mudar, don —le dije—. Le aviso con tiempo.

Él se preocupó.

—¿Pero por qué, Dani? —preguntó—. Si tú y yo nunca hemos tenido bronca. Te puedo bajar un poquito la renta…

Negué.

—No es por usted —dije—. Es… por mí. Y por este edificio.

No le conté todo. Solo le dije que no me sentía en paz, que después de la muerte de Martha ya no era igual. Que el pasillo se me hacía demasiado largo.

Finalmente, aceptó.

—Ni modo —dijo—. Se me van los buenos inquilinos y se me quedan los raros.

Yo pensé en Samuel. El departamento 2-B había quedado vacío al día siguiente de la visita al velorio. Nunca supe adónde se fue. Nunca supe qué traía en esa mochila, ni si alguna vez tuvo algo que ver con los ruidos. Una parte de mí cree que él solo era otro asustado más, tratando de sobrevivir.

Empaqué mis cosas. Me llevé mis plantas, mis libros, mis cuadros baratos. Dejé una carta en el 4-B, pegada a la puerta, aunque sabía que nadie la leería:

“Gracias, Martha.
Por el café, por el pozole, por decirme que me pusiera suéter.
Perdón por no abrir.
O gracias por no hacerlo.
No sé.

Dani.”

Mis papás me recibieron de vuelta con esa mezcla de alivio y “te lo dije” que solo los papás mexicanos manejan.

—Nunca me gustó ese edificio —dijo mi mamá—. Desde que me dijiste que había un vecino raro, supe que no era lugar para ti.

—El vecino raro no era el problema —pensé, pero no lo dije.

Empecé de cero en otra colonia, más alejada, más luminosa, con más ruido de niños y menos pasillos largos.

Aun así, a la 1 de la mañana, todavía me despierto a veces.

Miro la puerta.

No hay golpes.

Todavía.


8. Lo que aprendí a la mala

Cuando cuento esta historia, casi nunca menciono lo de la voz. La gente te mira feo cuando dices que un número cancelado te llamó, que una sombra tocó la puerta de un muerto, que un audio guardó algo que la lógica no alcanza.

Es más fácil decir:

“Mi vecina se asustó por un tipo raro, le dio un infarto, se murió. Yo me quedé con el trauma.”

Y sí. Esa es una versión.

Pero también hay otra: la que me susurra el pecho cuando despierto a la 1:00 am, la que me hace dudar cada vez que alguien toca la puerta y no se identifica.

La noche en que Mark —ay, equis, una vez un gringo, pero esa es otra historia—, en un hostal de Oaxaca, me dijo que en todos lados hay historias de “algo” que toca puertas pidiendo pasar, recordé la voz.

—En mi pueblo en Sonora —me contó— dicen que si te llaman por tu nombre desde afuera de la casa, de noche, no contestes. Y si contestas, no abras. Porque si abres, ya no cierra nada.

Le creí más de lo que quise admitir.

Yo nunca abrí.

No sé qué habría pasado si lo hacía.

Pero sí sé que esa noche, en un edificio viejo de la colonia Oblatos, alguien más sí abrió. Martha, quizá, entre el miedo y la costumbre de ayudar. O el corazón, por dentro, que le abrió la puerta a otra cosa.

A veces, cuando regreso a visitar a Don Lupe —porque todavía me pide que le arregle el WhatsApp—, paso frente al edificio.

El 4-B tiene ahora otro listón: uno rosa, de esos que ponen cuando hay baby shower. Ramiro rentó la casa rápido. Una pareja joven vive ahí, con una niña recién nacida. No conocen la historia completa. Mejor.

Mi antiguo departamento, el 3-A, tiene ahora unas cortinas amarillas feas y plantas colgando. Me da gusto saber que alguien más se siente en casa ahí.

El 2-B sigue vacío.

La puerta, cerrada. El letrero de “Se renta” ya descolorido.

A veces, cuando es tarde y la calle está medio vacía, juro que escucho, muy bajito, desde la escalera:

TOC. TOC. TOC.

No me acerco.

No pregunto.

Solo me voy.

Porque si algo aprendí es que en la vida hay puertas que una misma debe decidir no abrir.

La de la culpa eterna. La del miedo que paraliza. La del chisme que solo trae veneno. La de las cosas que nos llaman con voces que parecen conocidas, pero no lo son.

Y también, la de los vecinos peligrosos de carne y hueso, esos que sí salen en las noticias.

Sigo sin ser miedosa, digo.

Pero ahora, si el teléfono suena a la 1 de la mañana, primero veo el número.
Y si tocan la puerta y no escucho un “soy yo, tal persona”, no abro.

Aunque juren que son mi vecina.

Aunque juraran ser mi mamá.

Aunque dijeran mi nombre con la voz más dulce del mundo.

Porque ahí, al otro lado, podría estar cualquiera.

O… cualquier cosa.

Y yo ya tuve suficiente una vez.

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