Mi vecina me llamó a la 1 AM, llorando: «¡No abras la puerta!»… y entonces los golpes empezaron en mi casa
Si alguna vez has sentido cómo la piel se te eriza antes de entender por qué, sabrás más o menos cómo empezó esa noche.
Yo estaba despierta a la una de la mañana de puro coraje. El calor en la Ciudad de México estaba insoportable, el ventilador aventaba puro aire caliente y en el departamento de arriba alguien había decidido arrastrar muebles a esa hora. Otra vez.
—Pinche gente rara —murmuré, apagando la tele.
Mi nombre es Ana Karen, pero todos en el edificio me dicen Anita. Vivo sola en un departamento diminuto en la colonia Portales, con vista a una barda grafiteada y a un árbol de jacaranda que solo se pone bonito en marzo.
Esa noche de viernes, ya casi sábado, estaba en shorts y playera, el cabello hecho bola, viendo por enésima vez una serie tonta nomás para apagar la cabeza. Mi celular estaba en silencio, boca abajo, en la mesa de centro.
Hasta que vibró tan fuerte que casi se cayó.
Lo tomé sin ver quién era, convencida de que sería alguna notificación idiota de Instagram.
Pero no.
Era llamada.
Y el nombre en la pantalla me hizo fruncir el ceño.
Marta 501.
Mi vecina de al lado.
La misma que se quejaba siempre del ruido, del administrador, de los perros, del país, de todo. La que golpeaba mi puerta a las diez de la noche si ponía música tantito alta. La que, sin embargo, me había prestado azúcar cuando llegué a vivir ahí.
Esa Marta me estaba llamando a la 1:03 de la madrugada.
Algo no estaba bien.

Contesté.
—¿Bueno? —dije, con voz de dormida, por si era una tontería.
Se escuchó pura respiración al principio. Chiquita, cortada. Como cuando alguien corre y luego intenta hablar.
—Anita… —la voz de Marta sonó ahogada—. No abras la puerta.
Me enderecé en el sillón.
—¿Qué? —pregunté—. ¿Qué pasó?
—No abras la puerta, ¿me oyes? —repitió, casi sollozando—. Si tocan, no abras. Por nada del mundo.
Hubo un silencio cargado, apenas roto por el ruido lejano de un camión pasando por Calzada de Tlalpan.
—Marta, ¿qué tienes? —insistí—. ¿Estás bien? ¿Estás en tu depa?
Ella tragó saliva tan fuerte que lo escuché.
—Sí —dijo—. Estoy… estoy encerrada. Anita, hay alguien en el edificio.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Cómo que alguien? —pregunté—. ¿Quién? ¿El poli?
—No es el poli —susurró—. No hay nadie en la caseta. No salgas a ver. No abras. Te lo juro por mi madre, no abras.
Algo en su voz me puso la piel de gallina.
Marta era muchas cosas, pero no miedosa. Siempre confrontaba a quien fuera: al casero, a los repartidores, al del gas. Verla, bueno, escucharla, así de aterrada, me bajó el azúcar.
—¿Qué viste? —pregunté—. Dime qué viste.
En lugar de contestar, la escuché ahogar un sollozo.
—Están tocando puertas —dijo—. Primero la de Don Chuy… luego la de Lupita… Van piso por piso. Dicen que son de la policía, pero… Anita, no lo son. No lo son.
Abrí la boca para preguntar cómo sabía eso cuando se escuchó, clarito, por el teléfono, un golpe en su puerta.
TOC TOC TOC.
Fuerte. Insistente.
Ella se quedó callada.
Yo también.
Escuché, a través del aparato, una voz grave, masculina, que no reconocí.
—Policía —dijo—. Abra, señora. Traemos una orden.
Mi corazón empezó a latir como si fuera de alguien más.
Marta no respondió.
—Sabemos que está ahí —insistió la voz—. Abra por las buenas.
En mis propios oídos, en mi propio departamento, escuché también algo.
Leve.
Un roce fuera de mi puerta.
Miré hacia el pasillo y sentí la boca seca.
—Marta —susurré—. ¿Quieres que llame al 911?
—Ya llamé —respondió, apenas audible—. Dicen que ya viene la patrulla. Pero no llegan. Anita… no abras, aunque digan tu nombre.
Como si el universo tuviera ganas de chingarme, en ese momento, se escuchó ahora EL golpe.
En mi propia puerta.
TOC. TOC. TOC.
Pegado.
Los dos nos quedamos en silencio, como si el señor de la voz nos oyera respirar a través del concreto.
—Anita —susurró Marta—. No contestes.
El celular me sudaba en la mano.
Otra vez: TOC TOC TOC.
Y ahora, la voz.
—Ana Karen —dijo el hombre, desde el otro lado de la madera—. Abra. Sabemos que está despierta.
Sentí como si me hubieran echado agua fría encima.
¿Cómo carajos sabía mi nombre?
1. El edificio
Antes de contarte qué hice, tengo que explicarte cómo era nuestro edificio, porque ese ladrillo viejo es un personaje más en esta historia.
Era un edificio típico de Portales: cinco pisos, dos departamentos por piso, fachada color crema despintada, puerta de herrería con combinación ya parchada, escalera de cemento que resonaba con cada paso. Abajo, junto a la entrada, una casetita de vigilancia donde se suponía que debía haber un vigilante 24/7.
Digo “se suponía” porque casi siempre estaba vacía o con un poli dormido viendo videos en el celular.
Los vecinos nos conocíamos de vista: Don Chuy, un viejito que vivía en el 101 con su nieto, repartidor de Rappi; Lupita y su marido en el 201, siempre peleando pero siempre juntos; una pareja de hipsters en el 301 que andaban hacen y deshacen con macetas y bicicletas; yo en el 401 y Marta en el 402.
Y arriba de nosotros, en el 501 y 502, casi no sabíamos quién vivía. Entraban y salían chavos de veintitantos, con hoodies y mochilas, a veces olor a mota en la escalera.
Marta siempre decía:
—Van a ver que un día de estos nos roban. Aquí entra cualquiera. El administrador nomás cobra la cuota pero no arregla nada.
Y no era exageración. La puerta principal llevaba meses sin cerrarse bien; la chapa estaba floja. Algunos vecinos habían comprado sus propias cerraduras adicionales “por si las moscas”.
Yo, en cambio, me confiaba.
—Pues estamos en comunidad —decía—. Si pasa algo, gritamos y todos salimos. No estamos tan solos.
Ilusa.
2. Los golpes
Regresemos a la una de la mañana.
La voz del hombre había dicho mi nombre completo, como si leyera una lista.
—Ana Karen, abra, por favor —repitió, ahora con un tono casi amable—. Solo queremos hacerle unas preguntas.
Tragué saliva.
Le hice señas al teléfono, como si Marta pudiera verme, de que me iba a mover.
—No vayas —susurró ella—. Quédate donde estás.
Me agaché, casi gateando, hasta quedar a un lado de la puerta, pegando la espalda a la pared. Desde ahí, extendí la mano con cuidado y alcancé la cadena de seguridad que mi papá me había insistido en poner cuando me mudé.
Ya estaba puesta.
Bien.
Pero eso no evitaba que me temblaran las piernas.
—¿Qué quieren? —pregunté, alzando la voz pero sin pararme—. ¿De parte de quién?
Hubo un breve silencio afuera.
—Señora, somos de la Policía de Investigación —dijo el hombre, ya más serio—. Traemos una orden de cateo. Es por su vecino del 501.
Mi corazón dio un brinco.
—¿El 501? —repetí—. ¿Qué tiene que ver conmigo?
—Hay una denuncia —dijo—. Necesitamos revisar las áreas comunes y preguntar si no ha visto movimientos raros.
Algo no me cuadraba.
¿Desde cuándo la policía tocaba puertas a la una de la mañana para preguntar por “movimientos raros”?
—En todo caso, vayan con el administrador —dije—. Yo no tengo nada que ver.
Marta temblaba del otro lado del teléfono.
—Son los mismos, Anita —susurró—. Tocaron aquí, igual. Dicen que son polis. Pero no traen uniforme. Yo vi por la mirilla. No traen nada.
La voz afuera se hizo más insistente.
—Abra, señorita —dijo—. No queremos tirar la puerta.
Esa palabra.
“Tirar”.
Me subió un escalofrío.
—Ya hablé al 911 —solté—. Si son policías, esperen a la patrulla. Si no, váyanse porque ya viene.
Hubo un murmullo afuera.
Se escucharon pasos y una voz distinta, más joven.
—Ya nos quemó, güey —dijo, en voz baja.
—Cállate —le respondió el primero.
Y entonces, otro golpe.
TOC TOC TOC TOC.
Más fuerte.
—Última vez —dijo la voz, ya sin amabilidad—. Abra.
No sé de dónde, pero me salió el valor idiota que a veces nos da el miedo.
—Chingue su madre —grité—. No voy a abrir.
Del teléfono, Marta soltó un “Jesús, María y José”.
Afuera, otro silencio.
Entonces se escucharon pasos alejándose, bajando la escalera.
Uno, dos, tres peldaños.
Y luego, los golpes empezaron a sonar en otro piso.
Más abajo.
TOC TOC TOC.
Mi corazón intentaba salir por la garganta.
—Se fueron —susurró Marta—. Bajaron. Están en el tercer piso.
Los dos nos quedamos escuchando.
Se oía todo, como en eco.
Primero, la voz fingiendo formalidad en otra puerta.
—Buenas noches, policía…
Luego, la duda de algún vecino, una voz masculina somnolienta.
—¿A estas horas?
Y luego, la discusión.
—Abra, por favor.
—Enséñeme su identificación.
—No tenemos que…
—Pues yo no voy a…
Luego, un golpe más duro.
Como de hombro contra madera.
Y algo que me heló:
Un grito.
—¡No! ¡Qué hace! ¡Suélteme!
Y luego, silencio.
Marta gimió en el teléfono.
—Le pegaron a alguien —susurró—. ¡Anita, hay que hacer algo!
Yo sentía las piernas como gelatina.
—¿Qué quieres que haga? —dije—. ¿Que baje con mi chancla a enfrentarme a quién-sabe-quién?
—¡Pues no quedarnos aquí como mensas! —soltó ella, y por un momento sonó como la Marta de siempre, la que se pelea con medio mundo.
Ahí empezó la otra pelea: la nuestra.
—Ya llamaste al 911 —dije—. Dijeron que viene la patrulla. Lo mejor que podemos hacer es quedarnos aquí, con la puerta cerrada.
—¡No llegan! —gruñó—. Llevan veinte minutos que “ya van en camino”. ¡Y mientras, esos cabrones están bajando piso por piso!
Los escuchábamos moverse.
Tocando.
Pateando.
Alguien gritó “¡Auxilio!” una sola vez.
Luego, nada.
—¿Y si se meten al de Don Chuy? —dijo Marta—. Él ni oye bien. Capaz que abre.
La imagen de Don Chuy, con sus bastones y su sudadera viejita, me pegó directo al estómago.
Él siempre me saludaba cuando coincidíamos en la entrada.
—Buenos días, güerita —me decía—. Dios la bendiga.
Pensé en él, quizás ahora mismo arrastrando los pies hacia la puerta.
La culpa empezó a rascar dentro.
—¿Intentaste marcarle? —pregunté.
—Sí —dijo Marta—. Pero no contesta.
—¿Y al grupo de WhatsApp del edificio? —pregunté.
—Ya escribí —respondió—. Solo leyó Lupita, puso unos ojos de 👀 y no dijo nada más.
Siempre igual.
Mucho chisme por WhatsApp, poca acción en la vida real.
Los golpes habían llegado al primer piso.
Y entonces… silencio.
Esa clase de silencio que no es paz, sino algo que se esconde.
—A lo mejor ya se fueron —dije, sin creerlo.
Marta no contestó.
Se escuchaba su respiración, rápida.
Y de pronto…
TOC.
TOC.
TOC.
Otra vez en mi puerta.
No acompañados de voz.
Solo golpes.
Más suaves.
Más insistentes.
Como si quisieran convencerme con paciencia.
Marta ahogó un grito.
—Siguen ahí, Anita —musitó—. No les abras… No me vas a decir que vas a abrir, ¿verdad?
Algo en su tono se volvió acusador.
Como si fuera mi culpa que tocaran mi puerta.
—¡Pues claro que no! —le solté, irritada—. ¿Crees que soy idiota?
—Es que tú siempre quieres quedar bien —dijo—. Te conozco. Eres de las que abre “por no hacer sentir mal al otro”.
Me sorprendió que, en medio del terror, tuviera ganas de mentarle la madre.
—No me conoces tanto —dije, con el orgullo picado—. Sí, soy buena onda, pero no pendeja.
Los golpes siguieron.
Ya no fuertes, sino constantes.
TOC. TOC. TOC. TOC.
Como un reloj, pero más desesperante.
Tenía ganas de llorar.
De gritar.
De llamar otra vez al 911 y decirles “¡apúrense!” como si fuera a servir de algo.
Una parte de mí, la más absurda, pensó que quizás sí eran policías.
Que quizá había alguna bronca de narcos en el 501 y yo estaba entorpeciendo una investigación.
Pero luego veía la hora, la oscuridad del pasillo bajo la rendija y la forma en que habían dicho “güey” y se me quitaba la duda.
No.
No eran polis.
Eran ratas.
Y nosotros, ratones asustados detrás del queso.
3. La discusión que se puso seria
Los golpes pararon de repente.
Pero el miedo no.
Seguíamos pegadas al teléfono, como si nos sostuviéramos una a la otra por ese hilo de voz.
—¿Sigues ahí? —preguntó Marta.
—Sí —dije—. ¿Tú?
—Sí.
Hubo unos segundos de silencio incómodo.
Luego, Marta soltó:
—Esto es culpa del administrador.
Yo parpadeé.
—¿Qué tiene que ver? —pregunté.
—Que nunca arregla la pinche puerta —bufó—. Que deja entrar a cualquiera. Que no limpia. Que no hace nada. ¡Hace meses que le digo que cambie la chapa! ¡Meses, Anita!
No podía decir que no tenía razón.
—Pues sí —admití—. Pero ahorita de poco sirve echarle la culpa. Lo que necesitamos es que llegue la patrulla.
—Ya sé —dijo—. Pero me da coraje, carajo. ¡Estoy aquí con mi nieta de seis años y esos cabrones andan afuera tocando puertas!
Se me había olvidado.
Marta no vivía sola.
Vivía con su hija, que casi nunca estaba, y con su nieta, Sofi, una niña flaquita y tímida que siempre traía una muñeca pegada.
—¿Sofi está contigo? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—Sí —dijo—. Está dormida, gracias a Dios. No quiero que se despierte con esto. Ya bastante tiene con…
Se cortó.
Como si hubiera dicho de más.
—¿Con qué? —pregunté.
—Nada —respondió rápido—. Luego.
Los golpes no volvían.
Pero la ansiedad sí, en oleadas.
En una de esas, quizá porque el miedo a la situación ya no tenía a dónde ir, Marta decidió encaminar su coraje hacia otro lado.
Hacia mí.
—Oye, Anita —dijo, de pronto—. ¿Te acuerdas de la junta de vecinos de hace dos semanas?
Fruncí el ceño.
—¿La del domingo que no fui? —pregunté.
—Esa —dijo—. Tú nunca vas a las juntas. Siempre te haces mensa. “Ay, es que tengo cosas que hacer”. Pero bien que luego te quejas del ruido, del agua, del admin…
Me ardieron las orejas.
—No siempre puedo ir, Marta —dije—. Trabajo. A veces me toca ir a ver a mi mamá a Iztapalapa. No tengo tu tiempo para andar peleando cada domingo.
—No es “pelear” —replicó—. Es organizarnos. Si hubieras ido, sabrías que justamente hablamos de la seguridad. Que propusimos poner cámaras. Que dijimos que ya no abramos la puerta a cualquiera. Pero tú ni enterada. A tu mundo nadie le pasa nada.
Ahí se me reventó algo.
—¿Y ahora es mi culpa que nos estén tocando la puerta a la una de la mañana? —solté—. ¿Por no ir a tus pinches juntas?
—No digo que sea tu culpa —dijo—. Pero tampoco ayuda que la gente se haga pendeja. El edificio es de todos. La seguridad es de todos. No solo del poli.
Estábamos discutiendo. A gritos bajitos. Mientras quién sabe quién rondaba en el pasillo.
Era absurdo.
Y sin embargo, necesario.
Porque detrás de su reclamo había años de roces acumulados.
De sus “oye, baja tu basura”, de mis “Marta, bájale a la música de Juan Gabriel a medianoche”, de sus “ponle seguro a tu puerta” y mis “no me digas qué hacer”.
Y detrás del mío, había mis propias culpas.
—¿Y tú? —le regresé—. ¿Tú sí haces todo perfecto, no? ¿Tú sí nunca has abierto la puerta a desconocidos? ¿Por qué crees que esos tipos entraron tan campantes? ¿Quién les abrió la puerta de la calle?
Se quedó callada.
Demasiado.
—Marta —insistí—. ¿Quién les abrió?
Se escuchó su respiración agitada.
Y luego, muy bajito:
—Mi yerno.
Se me fue el aire.
—¿Cómo? —dije—. ¿El papá de Sofi? Pero si estabas diciendo que… ¿Qué tiene que ver él?
—Ya se fue —respondió, seca—. Pero alcanzó a abrir la puerta antes de irse.
Las piezas empezaron a acomodarse.
Recordé que a las once de la noche había escuchado una puerta azotarse y voces subiendo de tono.
Seguro eran ellos.
—¿Se pelearon? —pregunté.
Marta soltó una risita amarga.
—Siempre nos peleamos —dijo—. Él toma. Tú sabes. Llega de madrugada y quiere entrar a ver a la niña, aunque esté borracho. Yo le dije que no hoy. Que así no. Empezó a gritar. A decir que era su casa. Que él pagaba la renta (que ni paga). Que yo no soy nadie para impedirle ver a su hija. Tuvimos una discusión muy seria. Me insultó. Lo corrí.
Escuchar “una discusión muy seria” en boca de Marta era decir poco.
Me la imaginé, pequeña pero fiera, empujando a ese tipo grandote hacia la puerta.
—¿Y? —apuré.
—Se fue dando portazos —siguió—. Pero, antes de irse, abrió la puerta de la calle de un jalón y la dejó así. Dijo “a ver si ahora sí haces algo”. No entendí entonces. Ahora creo que lo hizo a propósito. Para joder.
Sentí que me hervía la sangre.
—¿Estás diciendo que el papá de Sofi dejó la puerta abierta a propósito para que entraran estos tipos? —pregunté, incrédula.
—No sé —dijo ella, quebrándose—. No quiero creer eso. Pero… coincidencia no es.
Me recargué en la pared.
Ahora el miedo tenía nombre y apellidos.
No eran solo “unos rateros”. Eran una consecuencia de la violencia de alguien que ya conocíamos.
—Marta —dije—. Ese cabrón siempre fue un peligro. Te lo dije desde la vez que te dejó el ojo morado.
—No empieces —me cortó—. Ya sé. Ya sé todo. No me regañes ahorita, ¿sí? No estamos en terapia.
—No es regaño —dije—. Es que si él fue quien dejó entrar a esos tipos… ¡está cabrón! Y tú siempre lo metes de nuevo a tu casa.
Ella resopló.
—Es el papá de mi nieta —dijo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo desaparezca? ¿Que le diga a Sofi que su papá es un monstruo?
—Que lo denuncies —repliqué—. Que cuando te grite, llames a la policía. Que cuando te pegue, lo saques de tu vida. Que no le abras la puerta. Como me estás diciendo a mí.
Hubo un silencio largo.
Solo se oía, muy lejos, alguna patrulla que no era la nuestra.
Y, como telón de fondo, los chismes de antaño.
Yo sabía que no era tan fácil.
Que Marta vivía enganchada a la idea de que su hija y su yerno algún día se arreglarían. Que Sofi tendría una familia “normal”.
Pero también sabía que, por culpa de esas esperanzas rotas, ahora teníamos a unos hombres extraños tocando puertas.
—¿Sabes por qué te llamé a ti primero? —preguntó, de pronto, Marta.
—¿Por qué? —repondí, a la defensiva, aún con el resentimiento vivo.
—Porque tú me ayudaste la primera vez que él me pegó —dijo—. ¿Te acuerdas? Que saliste a tu puerta cuando me escuchaste llorar. Que le gritaste desde tu depa “¡Lárgate o hablo a la patrulla!”. Que él se fue hecho una furia y tú te quedaste conmigo, con hielo en la cara.
La imagen me vino como un flash.
—Sí —dije, más suave.
—Luego, cuando volvió —siguió—, me enojé contigo. Te dije que no te metieras. Que eran cosas nuestras. Que la familia no se mete. Y tú te retiraste. Pero hoy… hoy no quise estar sola. Porque, la neta, me arrepiento de no haber dejado que te metieras más. Me arrepiento de no haber hecho caso cuando me dijiste “denúncialo”.
Sentí el corazón apachurrado.
La discusión entre nosotras se había puesto seria, sí.
Pero detrás de los reproches estaba el miedo compartido.
Nos quedamos calladas otra vez.
Hasta que escuchamos algo que nos recorrió la espina dorsal.
Una sirena.
Lejana al principio.
Luego, más cerca.
Luego, luces rojas y azules filtrándose por la ventana del baño.
—La patrulla —susurré.
—Por fin —Marta soltó el aire—. Por fin.
4. La policía, de verdad
Se escucharon llantas sobre la banqueta, radio, pasos acelerados.
Luego, golpes en la puerta principal del edificio.
—¡Policía! —gritó una voz, esta vez sí claramente de afuera, en la calle—. ¡Abran!
Me asomé a la ventana de la sala con cuidado, levantando apenas la cortina. Vi una patrulla estacionada, dos policías bajando, uno hablando por radio.
En ese momento, sonó mi interfono.
—¿Bueno? —contesté, con la voz temblorosa.
—¿Habla la persona que reportó la presencia de intrusos en el edificio? —dijo una voz masculina, pero diferente a la de los tipos de antes—. Soy el oficial Ramírez, de la SSC.
Tragué saliva.
—Sí —dije—. Soy yo. Vivo en el 401.
—Ok, señorita —dijo—. Necesitamos que alguien nos abra la puerta del edificio. ¿Puede bajar?
Miré hacia el pasillo oscuro.
Mi mano se apretó en el teléfono.
Marta seguía en la línea, escuchando.
—Anita… —susurró.
—¿No hay nadie abajo? —pregunté al policía, con cautela.
—No hay vigilante —respondió—. La caseta está vacía. Y la puerta principal parece atorada. Necesitamos que nos abran desde adentro.
Miré hacia la puerta de mi depa.
Escuché.
Nada.
Ni golpes.
Ni pasos.
Ni voces.
Solo mi propio corazón.
Sentí que tenía que decidir en dos segundos: bajar y abrir, arriesgarme a toparme con los intrusos… o quedarme encerrada y esperar quién sabe cuánto.
Pensé en Don Chuy.
En Lupita.
En la gente de abajo que a lo mejor seguía encerrada y aterrada.
Pensé en Sofi.
En Marta, que tenía la mano fría al otro lado del teléfono.
—Voy —dije.
—¿Estás loca? —casi gritó Marta—. ¡Te dije que no abrieras!
—Son los policías —respondí—. De verdad. Si no les abrimos, no van a poder entrar. Y esos tipos quién sabe dónde estén.
—¿Y si los polis también…? —empezó Marta.
—Tenemos que confiar en alguien —corté—. Tú quédate ahí. No abras. Cualquier cosa, marca a mi mamá. Tiene las llaves de la reja de la azotea.
Corté antes de que pudiera detenerme.
Colgué también con la policía.
Me puse unos tenis sin calcetines, agarré la llave y, antes de salir, tomé algo que siempre estaba colgando detrás de mi puerta: un bat de plástico grueso, de esos promocionales que habían dado en un partido de béisbol al que me llevó un ex hace años.
Nunca pensé que lo usaría para otra cosa que no fuera espantar cucarachas.
Abrí mi puerta despacio.
El pasillo estaba a oscuras.
Solo la luz tenue que venía de la ciudad se colaba por la ventana del rellano.
Mi corazón latía tan fuerte que me parecía ruido.
Bajé un escalón.
Luego otro.
La escalera crujía.
Parecía que gritaba “aquí va alguien”.
—Tranquila, tranquila —me decía a mí misma—. Son dos pisos. Nada más dos pisos.
Llegué al tercer piso.
La puerta de Lupita estaba cerrada.
La de al lado también.
Todo silencioso.
Seguí bajando.
En el segundo piso, vi algo que me hizo sudar frío: la puerta del 201 tenía marcas de golpes, como si la hubieran pateado. El marco estaba astillado.
Pero seguía entera.
Cerrada.
Más abajo, en el primer piso, el 101 también tenía señales: la chapa medio rota.
Toqué suavemente.
—¿Don Chuy? —susurré—. ¿Está bien?
No hubo respuesta.
Me dieron ganas de llorar.
Seguí hasta la planta baja.
La puerta principal, de herrería, estaba trabada con una cadena por dentro.
En el vidrio esmerilado se veían las luces rojas de la patrulla.
—¡Soy la del 401! —grité—. ¡Ya voy!
Quité la cadena, destrabé la cerradura que siempre se atoraba.
Abrí.
Dos policías, con uniforme completo, chaleco antibalas y todo, estaban ahí.
Sus caras tenían ese cansancio crónico que se ve en la policía de la ciudad.
—Buenas noches —dijo uno—. ¿Usted es Anita?
Asentí, con el bat todavía en la mano.
Él levantó una ceja.
—Bien armada, ¿eh? —bromeó.
Yo no estaba en humor.
—Hay gente adentro —dije—. Tocaron puertas, intentaron tumbarlas. Dijeron que eran policías. Mi vecina escuchó que golpearon en otros pisos.
El oficial Ramírez asintió y habló por radio.
—Ya estamos adentro, Central —dijo—. Procedemos a revisar edificio.
Se volvió hacia mí.
—Quédese aquí —ordenó—. Cierre la puerta detrás de nosotros. Si escucha algo raro, no salga. Y por nada del mundo se suba sola. ¿Entendido?
Por fin alguien me decía que no subiera, no bajara, no hiciera nada.
Eso sí podía obedecerlo.
Los vi avanzar hacia la escalera, armas desenfundadas.
Cerré la puerta principal y me quedé pegada a la reja, viendo la sombra de sus cuerpos subir por las escaleras.
Minutos después, se escucharon gritos.
—¡Alto! ¡Policía!
Y luego, carreras.
Y luego, golpes.
Como de cuerpos chocando con barandales.
Yo me pegué más a la reja, el bat levantado como si pudiera hacer algo con él.
Escuché un “¡ay!” y luego unas mentadas de madre.
Después de lo que parecieron horas, el oficial Ramírez bajó, arrastrando a un tipo por el suéter.
Otro poli venía detrás con otro, esposado.
—¿Son ellos? —preguntó Ramírez, agitado—. ¿Reconoce sus voces?
Yo los vi.
Eran dos chavos, máximo veintidós años.
Uno tenía una gorra negra, el otro un hoodie gris.
Estaban sudados, despeinados.
El de la gorra tenía sangre en la ceja.
Me temblaban las manos.
—No les vi la cara —dije—. Solo los escuché.
El de la gorra me vio directo.
Sus ojos estaban llenos de odio y, al mismo tiempo, de miedo.
—Pinches viejas chismosas —escupió—. Nomás estábamos buscando dónde dormir.
—Cállate —le espetó Ramírez—. Ahorita vas a dormir bien, ya verás. En el Torito.
El otro se carcajeó, nervioso.
—Ni alcanzamos a abrir ninguna puerta —dijo—. Ni que hubiéramos hecho algo.
—Intento de robo —dijo el otro poli—. Y usurpación de funciones públicas. Ya con eso tenemos.
Yo apenas escuchaba.
Lo único que podía pensar era: “Ya pasó. Ya los agarraron”.
Pero, en el fondo, sabía que eso era solo una parte de la historia.
5. Las consecuencias
Esa madrugada no dormimos.
La patrulla se quedó afuera un rato.
Otro par de policías subieron, fueron de puerta en puerta, preguntando si alguien había visto algo, intentando tomar declaraciones.
Don Chuy estaba bien, gracias a Dios.
No había oído nada.
—Yo con mis aparatos, m’ija —dijo, enseguida del oficial—. Que si no, quién sabe.
Lupita abrió la puerta con cara de espanto y rímel corrido.
—Yo ni cuenta me di —alegó—. Estaba con audífonos viendo TikTok. Hasta ahorita que me tocaron, me enteré.
Marta, en el 402, no abrió.
No al menos al principio.
Cuando por fin lo hizo, lo hizo solo una rendija, la cadena puesta.
—Ya di mi declaración por teléfono —dijo al policía—. Estoy con mi nieta.
El oficial Ramírez me pidió que bajara al día siguiente a la agencia del Ministerio Público a ratificar la denuncia.
Fui.
Hice fila.
Firmé papeles.
Los chavos que detuvieron salieron bajo “reserva de ley” al poco tiempo.
“Sin antecedentes, sin violencia concreta, sin objetos robados”, dijeron.
Solo intento.
Solo un susto.
Solo una madrugada más en una ciudad donde a veces solo sobrevives porque alguien llamó a tiempo.
Pero la historia no terminó ahí.
Porque después de todo, quedábamos nosotros.
Los vecinos.
Y nuestra manera de digerir lo que pasó.
La semana siguiente, hubo —por fin— una junta de condóminos a la que fui.
El administrador, un señor gordito de camisa mal planchada, escuchó las quejas de todos.
—Que la puerta estaba mal —decía Lupita—. Que el poli nunca está. Que cualquiera entra.
—Yo tengo años diciéndole —intervino Marta, levantando la voz—. ¡Años! Y nunca hace nada. Solo cobra y ya.
El administrador intentó defenderse.
—Es que no alcanzan las cuotas —dijo—. Si todos pagaran a tiempo…
Sentí ganas de aventarle el bat.
Pero me contuve.
En cambio, levanté la mano.
Todos voltearon a verme, como si se sorprendieran de que hablara.
—Yo estuve en medio de la bronca —dije—. Mi vecina me llamó, oí a esos cabrones golpeando puertas. La neta… todos tenemos culpa. No solo el admin. Sí, la puerta está mal. Sí, el poli se duerme. Pero también nosotros: le abrimos a cualquiera, no organizamos vigilancias, no vamos a las juntas.
Vi a Marta, que desvió la mirada.
Acordé con ella no embarrar a su yerno frente a todos.
Al menos, no aún.
—Propongo —seguí— que hagamos algo más que quejarnos. Una vaquita para una chapa eléctrica. Un chat solo de emergencias. Un rol de vigilancia entre vecinos. No podemos esperar que nos salven siempre desde afuera.
Hubo murmullos.
Don Chuy levantó la mano.
—Yo ya estoy viejo pa’ vigilancias —dijo, riendo—. Pero mi nieto sí se apunta. ¿Verdad, cabrón?
El chavo del Rappi asintió.
—Yo jalo —dijo—. Soy de los que llega tarde, de todos modos.
Lupita habló.
—Yo… puedo poner un poco para la chapa —dijo—. No mucho, pero… algo.
Marta se cruzó de brazos.
—Yo lo que quiero es que cambien al poli —soltó—. Ese nomás viene a dormirse.
El admin suspiró.
—Eso sí se puede —dijo—. Pero el nuevo va a querer más dinero.
Se armó el típico debate mexicano: que si el dinero, que si la seguridad, que si “el gobierno tiene la culpa”.
La discusión se puso seria.
Al final, entre gritos y “no mames” y “ya cálmense”, llegamos a acuerdos mínimos.
Chapa nueva.
Un grupo de WhatsApp solo para emergencias.
Y, lo más importante, una cosa que nadie mencionó pero que yo sentí: la certeza de que, esa madrugada, alguna cadena invisible entre nosotros se había hecho un poco más fuerte.
En los días siguientes, Marta y yo hablamos varias veces.
A solas.
Sin golpes en la puerta.
Sin hombres borrachos dejando la reja abierta.
Me contó más de su yerno.
De los gritos.
De las veces que la tiró contra la pared.
—Yo también abrí la puerta muchas veces —admitió, llorando—. No solo la del edificio. La de mi casa. La de mi vida. Y mira.
No supe qué decir al principio.
Solo la abracé.
—Pues ciérrala —dije, al final—. Un día vas a tener que decirle “no abras la puerta” también, como me dijiste a mí. Y no solo a él. A todos los que vengan a pisarte.
Marta se rió entre lágrimas.
—Hablas muy bonito —dijo—. Debiste haber bajado a más juntas.
Yo también me reí.
—No me regañes —respondí—. Ya aprendí la lección.
La última vez que vi al yerno fue semanas después, intentando subir tambaleándose por la escalera.
Marta no le abrió.
Lo escuché tocar, gritar, insultar un rato.
Luego se fue.
Su voz se fue diluyendo.
La de Marta, en cambio, se fue haciendo más fuerte.
6. Epílogo: la puerta
Ahora, cuando me preguntan si tengo miedo de vivir sola en la ciudad, contesto la verdad:
Sí.
Claro.
Siempre.
Cuando pasa una patrulla lenta, cuando el poli de la esquina me mira raro, cuando algún desconocido se pega mucho en la fila de las tortillas.
Pero también digo algo más:
Ya no dejo que ese miedo me encierre.
Me hace estar alerta.
Me hizo ir a las juntas, aprender los nombres de mis vecinos, saber quién vive en el 501 y el 502 (son estudiantes de la UNAM, buena onda, por cierto).
Me hizo cambiar la chapa de mi puerta.
Y, sobre todo, me enseñó que “no abrir la puerta” a veces también significa no permitir que la violencia de otros te siga dictando la vida.
Marta ahora da talleres de prevención de violencia en la secundaria donde va Sofi.
Lupita organizó una colecta para poner cámaras.
Don Chuy todavía me bendice cada que paso.
Y yo, cada noche, antes de dormir, reviso que la puerta esté bien cerrada.
La empujo.
La jalo.
Escucho el clic del cerrojo.
Y, por un segundo, ese sonido me da paz.
Paz sabiendo que, si vuelven a tocar a la una de la mañana, yo sabré distinguir mejor a quién le abro y a quién, por nada del mundo, dejo entrar.
Porque esa noche aprendí que el peligro no siempre viene disfrazado de extraño.
A veces trae la voz de alguien que conoces.
O la excusa de alguien que “solo fue una discusión seria”.
Pero también aprendí que, al otro lado de la puerta, no solo hay amenazas.
A veces hay una vecina con miedo, una amiga inesperada, una comunidad dormida que puede despertar.
Y, de vez en cuando, una patrulla que llega a tiempo.
No siempre.
Pero esa noche, sí.
Y con eso, por ahora, me basta.
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