Mi madre nos invitó a su lujosa cena de Navidad en Polanco, pero dijo que “no había lugar en la mesa” para mi hijo y esa noche se le derrumbó la familia que tanto presumía

Si yo te digo “Navidad en casa de mi mamá”, a lo mejor te imaginas algo bonito: luces, ponche, primos corriendo, recalentado al día siguiente.

La realidad es que, en mi familia, la Navidad siempre había sido una obra de teatro donde mi mamá, Patricia, era la protagonista absoluta. Todo giraba alrededor de ella: su casa, su mesa, su pavo, su música. Lo demás, incluida una servidora, era escenografía.

Me llamo Lucía. Tengo treinta y cuatro años, un hijo de siete llamado Diego, y un divorcio a cuestas. Mi madre tiene cincuenta y tantos, un marido nuevo, un departamento enorme en Polanco con vista a Reforma y una obsesión con que “todo se vea perfecto”.

Diego tiene autismo.

Ahí empieza y ahí termina, en teoría, la parte que le complicaba la vida a mi madre.

Porque para ella, un niño que a veces alza la voz, que prefiere su tableta a las pláticas de sobremesa, que se tapa los oídos cuando la música está muy alta, no encaja en su foto de Pinterest.

Pero vamos por partes.

Cuando mi mamá se casó por segunda vez con Javier —un ingeniero cincuentón, amable pero medio snob—, decidió que su nueva vida merecía una casa nueva. Vendió la de la Narvarte, donde yo crecí oliendo a sopa de fideo y suavizante barato, y se mudó a un departamento de revista en Polanco.

Yo ya estaba casada con Carlos en ese entonces, embarazada de Diego. Me acuerdo que cuando vi por primera vez el nuevo depa, con su cocina abierta, isla de mármol, sala con sillones blancos y balcón con plantas caras, pensé: Esto no es mi casa.

Mi mamá estaba feliz, dando el tour como si fuera agente de bienes raíces.

—Mira, hija —decía—, aquí vamos a hacer las cenas de Navidad. Ya me imagino la mesa larga, los candelabros, el árbol en la esquina… ¡Va a ser espectacular!

Yo sonreí, pero por dentro había algo que se me apretaba.

La primera Navidad en Polanco fue, efectivamente, espectacular. Manteles de lino, vajilla nueva, un pavo que Javier mandó traer de no sé dónde. Mis tíos vestidos de gala, mis primos presumiendo carros y novias. Yo iba con la panza ya de siete meses; todos me tocaban la barriga como si fuera fuente de deseos.

—¿Y el nombre? —preguntaban.

—Diego —decía yo, sonriendo.

Mi mamá acariciaba la panza también, pero siempre con una frase que me daba como piquete:

—Este niño SÍ va a tener todo lo que tú no tuviste, m’ijita. Va a conocer Europa desde chiquito, va a ir a escuelas bilingües, nada de sufrir con la SEP como tú.

Yo apretaba los dientes y no decía nada.

Corte a: tres años después, mi matrimonio hecho trizas, Diego diagnosticado con Trastorno del Espectro Autista, y mi mamá preguntando, en voz baja, delante de Javier:

—¿No será que estás exagerando, Lucía? Todos los niños hablan tarde. A lo mejor Diego es nada más… distraído.

Tuve que ponerle un video de Diego en el pediatra, de las terapias, de los informes de la neuróloga, para que dejara de repetirme que “seguro se le iba a quitar”.

Se le quitó el gusto. Eso fue lo que se le quitó.

Y la Navidad dejó de ser tan espectacular.

Los años siguientes, Diego fue a las cenas, sí. Llevábamos su mochilita con audífonos, juguetes sensoriales, bocadillos que él sí comía (porque el pavo y el bacalao no entraban en la categoría “comestible” para su rigidez sensorial). Yo me sentaba en la orilla de la mesa, lista para levantarme si algo lo abrumaba. A veces todo salía bien: Diego alineaba los cubiertos, jugaba con un carrito en la alfombra, miraba las luces del árbol fascinado.

Otras veces no tanto.

Como aquella vez que un tío se puso a gritar el gol del América a todo pulmón, la música estaba a tope, la tía Laura soltó risotadas histéricas, Diego se tapó los oídos, empezó a gritar también y terminó escondido debajo de la mesa.

Mi mamá, en lugar de bajar el volumen, se acercó a mi oído y dijo, con la sonrisa congelada:

—Lucía, por favor. No hagas escena. Saca al niño. Se está notando demasiado.

Yo agarré a Diego, me lo llevé al cuarto de visitas, y me quedé ahí con él, en el piso, haciendo respiraciones profundas mientras allá afuera seguían brindando como si nada.

Esa noche, en el Uber de regreso a mi depa en la Del Valle, con Diego dormido en mis piernas, me juré a mí misma que si un día tenía la mínima señal de que mi hijo no era bienvenido, me iba a ir.

No esperaba que el rechazo fuera tan directo.


La historia de esta última Navidad empezó a finales de noviembre, cuando el grupo de WhatsApp familiar “Navidad Torres 2023 🎄” revivió después de once meses de silencio.

Mamá: ¡Familia! Como cada año, la cena de Navidad será en mi casa 😍. OJO: este año será algo más íntimo y elegante. Cupo limitado. Confirmar asistencia antes del 10 de diciembre, porfa 🙏🏻

Tía Laura: Yo obvio voy con Raúl y los niños!

Primo Luis: Nosotros también! 4 en total 😅

Yo no contesté de inmediato. No por falta de ganas, sino porque mi mente ya estaba haciendo la lista de chequeo: ¿diego podrá? ¿habrá espacio tranquilo? ¿música fuerte? ¿la tía Laura con su risa? ¿el tío del América?

Tres horas después, mi mamá me marcó.

—Lucía —dijo, sin saludar—. ¿Ya viste el Whats?

—Sí —respondí—. Justo lo estaba viendo.

—¿Y? —esperó.

Tragué saliva.

—Mamá, no sé —le dije—. Diego últimamente ha estado muy sensible. La última vez que fuimos a Liverpool, con las luces y la música, terminó haciendo meltdown. Tiró una torre de suéteres y casi me sacan los de seguridad. No sé si sea buena idea meterlo a una casa llena de gente.

—Ay, m’ija —suspiró—. Es que siempre es lo mismo contigo: “que el niño, que la terapia, que el ruido”. Tú también necesitas vida. No te puedes encerrar con él todo el tiempo.

—No es encerrarme —expliqué, ya desgastada—. Es cuidarlo. O que los demás adapten un poquito las cosas. No mucho. Solo… bajar tantito el volumen, buscarle un espacio donde pueda estar tranquilo, cosas así.

Silencio al otro lado.

Podía imaginarla, en su cocina de mármol, con el Bluetooth en la oreja, rodando los ojos.

—Justo eso te iba a decir —soltó al fin—. Este año quiero hacer algo diferente. Más… no sé, sofisticado. Javier va a invitar a unos colegas. No quiero que parezca guardería. Y tú sabes cómo se pone Diego.

La frase cayó como piedra en el estómago.

—¿Cómo que “guardería”? —repetí, helada.

—Ay, no te ofendas —dijo ella, rápidamente—. Es una forma de hablar. Solo digo que, si Diego va, tienes que estar consciente de que no voy a poder organizar toda la fiesta alrededor de su condición. Va a haber música, va a haber gente, va a haber risas. No le puedo pedir a Laura que no se ría, ni a Javier que no ponga su playlist. Es Navidad.

—Mamá —intenté mantener la calma—. Nadie te está pidiendo que organices toda la fiesta alrededor de él. Solo preguntaba si podrías… ya sabes, hacer un pequeño espacio, un rincón tranquilo, algo. Para que si él se satura, tenga a dónde ir. Yo me encargo. Yo estoy con él.

Mi mamá se quedó callada.

—Mira, Lucía —dijo, con ese tono de “ya tomé una decisión”—. Te lo voy a decir directo para que no hagas ilusiones. Este año la cena es solo para adultos.

Me reí, nerviosa.

—¿Solo adultos? —repetí—. ¿Y mis primos? ¿Los hijos de Laura?

—Ellos ya son grandes —respondió—. El más chico tiene trece. No es lo mismo. Ya no hacen berrinche. Ya pueden comportarse. Van a estar en la mesa, conviviendo, como gente normal.

Me ardieron los ojos.

—¿“Gente normal”? —dije despacio—. ¿Te estás escuchando?

—Lucía —perdió la paciencia—. No me vengas con tus discursos políticamente correctos, por favor. Tú sabes a qué me refiero. No quiero pleitos, ni crisis, ni escenas. Quiero una cena tranquila. Ya bastante complicado es coordinar todo como para estar también pensando si el niño va a aguantar o no.

Ahí fue donde me rompió algo.

—Entonces, ¿qué? —pregunté—. ¿Quieres que vaya yo sola?

Vaciló.

—Es lo ideal —respondió—. Te lo juro, hija, que lo hago pensando en ti también. Necesitas un respiro. Un rato de ser solo Lucía, no “la mamá de Diego el especial”.

Tomé aire.

—Diego es mi hijo —dije—. No un accesorio opcional que dejo o llevo según combine con tu mantel. Y si mi hijo no es bienvenido, yo tampoco.

—No seas dramática —dijo—. Estás exagerando todo.

Un silencio largo.

—No voy a ir, mamá —dije al fin, con la voz temblando—. Y si quieres vernos en Navidad, estás invitada a mi depa. No habrá mantel de lino, ni pavo, ni colegas de Javier. Pero habrá lugar para mi hijo.

Mi mamá soltó una risa incrédula.

—¿En tu depa? —se burló—. ¿Ese huevito donde apenas cabe la mesa de Ikea? Por favor, Lucía. No me hagas eso. ¿Qué va a decir la familia? Toda la vida hemos cenado aquí, juntos. ¿Vas a romper la tradición nomás por dar tu brazo a torcer?

—La tradición la rompiste tú —contesté, ya sin filtro—. El día que decidiste que tu mesa era más importante que tu nieto.

Y colgué.

Me quedé con el celular en la mano, temblando, entre rabia y miedo.

Diego, en el sillón, alineaba sus carritos por color. Me miró de reojo, como si supiera que el mundo se había movido, aunque él no lo dijera.

Me acerqué, le besé la cabeza.

—Vamos a tener nuestra propia Navidad, mi amor —murmuré—. Aunque sea con sándwiches de jamón.


Los días siguientes fueron un desfile de “¿así vas a dejar las cosas?” por parte de la familia.

Tía Laura, por mensaje de voz:

—Ay, Luci, tu mamá está tristísima. No seas dura, m’ija. Tú sabes que ella es así, media exagerada con las apariencias, pero en el fondo los quiere a los dos. Ve tú tantito, aunque sea un rato. No le quites la ilusión.

Mi respuesta, seca:

—Mi mamá tuvo la oportunidad de incluir a su nieto. La rechazó. La ilusión de Diego también cuenta.

Primo Luis, en el chat:

—Janet y yo estamos con casi nada de tiempo, pero si quieres nos lanzamos un ratito a tu casa el 25, te llevamos pan dulce. No prometo que mis hijos no destruyan algo, pero pues son “gente normal”, ¿no? 🙄

El único que realmente me apoyó sin peros fue mi hermano menor, Rodrigo, que vivía en Monterrey y casi nunca venía a la ciudad.

Rodrigo: Luc, estoy leyendo todo esto y me hierve la sangre. Me consta lo mucho que haces por Diego. Si mi mamá no lo quiere en su casa, es su pedo. Yo voy a estar con la familia política este año, pero el otro, si todo sale bien, organizamos algo acá y tú y Diego se vienen conmigo. Fin.

Sentí ganas de llorar al leerlo.

En terapia, mi psicóloga, la doctora Jiménez, me miró por encima de sus lentes negros.

—¿Qué es lo que más te duele de todo esto? —preguntó.

Pensé un momento.

—Que mi mamá hable de Diego como si fuera un problema, no una persona —dije—. Que lo vea como una mancha en su mantel. Que nunca se ha dado el tiempo de conocerlo de verdad, de fijarse en las cosas que sí hace, no solo en las que no. Que diga “cena solo para adultos” cuando sabe que nadie más tiene niños pequeños. Es como si arrancara su nombre del árbol.

Ella asintió.

—¿Y qué es lo que te da más miedo si mantienes tu decisión de no ir? —insistió.

Tragué saliva.

—Quedarme sola —susurré—. Que mi familia me dé la espalda. Que un día Diego crezca y me diga: “Mamá, por tu orgullo me quedé sin abuela, sin primos, sin Navidades con todos”.

—¿Y qué pasaría si, por complacer a tu madre, llevas a Diego a un lugar donde no es bienvenido, donde sabes que lo van a juzgar, donde tal vez termine escondido en un cuarto mientras los demás brindan? —cuestionó—. ¿Qué mensaje le estarías dando?

Me quedé callada.

La respuesta era clara.

—Que su incomodidad no importa tanto como la comodidad de los demás —dije, bajito—. Que él siempre será el que se acomoda.

—¿Eso quieres enseñarle? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Entonces ya tomaste una decisión —concluyó ella—. Ahora toca sostenerla. Y duela en donde duela, pon la seguridad emocional de tu hijo por encima de las expectativas sociales. Es de las cosas más difíciles que puede hacer una madre mexicana. Pero también de las más valientes.

Salí de esa sesión con algo parecido a la determinación… mezclado con náuseas.

Porque otra cosa es pensarlo y otra vivirlo.


El 24 de diciembre amaneció frío y despejado, de esos días que engañan porque el cielo está azul pero el aire corta.

En mi WhatsApp, el grupo “Navidad Torres 2023 🎄” estaba encendido: fotos del pavo, de la mesa puesta, de mis primos uniformados en rojo y verde.

Mamá: ¡Ya casi listos! Los esperamos a las 8 😘

Varios “😍😍😍”, “Se ve hermoso, tía”, “¡Qué emoción!” siguieron.

Yo no contesté.

En vez de eso, me puse a preparar la versión humilde pero honesta de nuestra cena: espagueti con crema y jamón (porque Diego ama el espagueti, aunque sea rosado y lleno de carbohidratos), pechugas de pollo empanizadas, puré de papa de caja, ponche de sobre. Compré un arbolito natural chiquito en el súper, lo decoré con luces que conseguí en el mercado de Medellín y con unos adornos de fieltro que Diego y yo hicimos en terapias ocupacionales.

En la mesa de lado, dejé un espacio para una videollamada. Tenía la esperanza ingenua de que mi mamá, al menos, nos marcara para saludar.

Diego estaba emocionado.

—¿Hoy viene Santa? —preguntaba cada cinco minutos.

—Sí, mi amor —respondía—. Pero Santa viene más tarde, cuando estés dormido. Ahorita vamos a cenar rico, tú y yo. Y a las doce, si quieres, podemos ver fuegos artificiales por la ventana.

A las siete, cuando estaba sirviendo el espagueti, sonó mi celular.

Era mi mamá.

Respiré hondo.

—Bueno —contesté.

—Lucía… —se le oía el ruido de fondo, voces, copas—. ¿Ya lista? ¿Vienes? Te puedo mandar un Uber si quieres.

Cerré los ojos un momento.

—No voy a ir, mamá —repetí, con calma—. Ya te lo dije.

—Ay, hija —sonó molesta—. Haz un esfuerzo. Aunque sea tú sola. El niño ni se va a dar cuenta. Son solo unas horas.

Miré a Diego, sentado a la mesa, moviendo sus manos en el aire, siguiendo un patrón invisible que solo él entiende.

—Sí se da cuenta —dije—. Claro que se da cuenta. Y aunque no se diera, yo sí me doy. No voy a dejarlo solo en Navidad por ir a una fiesta donde no es bienvenido.

Silencio.

—Eres cruel —sentenció—. Toda la familia me está preguntando por ti. ¿Qué quieres que les diga? ¿Que preferiste quedarte encerrada en tu departamentito con un niño que ni siquiera va a recordar esta noche?

Me tembló la mano.

—Diles la verdad —contesté—. Diles que hiciste una fiesta “solo para adultos” y que tu nieto no entra en tu definición de persona.

—No manipules las cosas —explotó—. Mira, Lucía, esto se está saliendo de control. Yo solo quería una noche tranquila. Tú lo estás convirtiendo en un drama.

—El drama es todo tuyo —repliqué—. Nosotros estamos tranquilos.

Diego, desde la mesa, levantó la mirada.

—¿Quién es, mamá? —preguntó.

Tragué saliva.

—Tu abuela —respondí.

—¿Va a venir? —preguntó, esperanzado.

Sentí que el corazón se me hacía chiquito.

Tapé el teléfono un segundo.

—No, mi amor —le dije suave—. Ella va a tener su cena con mucha gente. Nosotros vamos a tener la nuestra aquí. Pero podemos llamarla más tarde para desearle feliz Navidad, ¿te parece?

Él se encogió de hombros.

—Okay —murmuró—. ¿Comemos ya?

Volví al teléfono.

—Nos vamos a sentar a cenar, mamá —dije—. Te deseo feliz Navidad. Ojalá algún día quieras conocer a tu nieto de verdad, no solo cuando se ajusta a tu foto perfecta.

Ella soltó un suspiro cargado.

—No sabes lo que estás haciendo, Lucía —dijo—. Te vas a arrepentir.

Sonreí, aunque por dentro estaba hecha trizas.

—Tal vez —dije—. Pero también me arrepentiría de pasar una Navidad más escondida en un cuarto mientras todos brindan por “la familia unida”. Prefiero arrepentirme de esto.

Y colgué.

Me temblaban las piernas.

Me senté frente a Diego.

—¡A comer! —dije, con un entusiasmo un poco sobreactuado.

Diego dio una palmada.

—¡A comer! —repitió.

Tomó una cucharada de espagueti, se la metió a la boca y sonrió.

—Está rico —dijo, con su dicción perfecta en algunas palabras y atropellada en otras.

Se me aguaron los ojos.

—Sí —respondí—. Sí está rico.

Mientras comíamos, puse en mi bocina una playlist que había hecho especialmente para ese día. Villancicos suaves, guitarras, Natalia Lafourcade, Luis Miguel, el clásico “Burrito sabanero” en versión cumbia. Tenía el volumen bajo. Diego movía la cabeza al ritmo.

En algún momento, pasadas las ocho, mi celular vibró con fotos del grupo familiar. Los primos con gorritos rojos, el árbol gigante, el pavo espectacular.

No las abrí.

A las nueve, tocaron a mi puerta.

Diego y yo nos sobresaltamos.

—¿Quién? —grité desde la mesa.

—Soy yo —respondió una voz que no esperaba oír ahí—. Tu mamá.

Mi corazón se aceleró.

Diego corrió hacia la puerta.

—¡Abuela! —gritó.

Abrí.

Ahí estaba ella, envuelta en un abrigo caro, el maquillaje perfecto, pero con los ojos hinchados. Detrás de ella, Javier sostenía una botella de vino y una caja de galletas danesas. Más atrás, asomándose desde la escalera, estaban mi hermano Rodrigo (que había decidido venir de sorpresa a la ciudad) y mi tía Laura, con un rebozo de fiesta.

La escena era surreal.

—¿Qué…? —balbuceé—. ¿Qué hacen aquí?

Mi mamá resopló, con una mezcla de orgullo tragado y cansancio.

—Decir “feliz Navidad” —dijo—. Y ver a mi nieto.

Diego se le lanzó encima, abrazándola por la cintura.

—¡Abuela! —repetía, emocionado.

Ella, que siempre había sido medio rígida con los abrazos, se agachó —con sus tacones de aguja y todo— y lo apretó fuerte.

—Hola, Diego —dijo, con la voz quebrada—. Feliz Navidad, mi amor.

Rodrigo se acercó a mí, en voz baja.

—La tía se puso intensa en la mesa —susurró—. Que cómo era posible que no estuvieras, que Diego es familia, que ella no va a brindar en una mesa donde a un niño se le niega el asiento. Javier también le dijo algo a mi mamá. Y yo, pues, metí mi cucharota. Al final, se paró de la mesa, agarró el abrigo y dijo: “Vámonos a La Del Valle”.

Volteé a ver a mi tía Laura.

Ella se encogió de hombros, sonriendo.

—Alguien tenía que ponerle alto a tu madre, m’ija —dijo—. Ya ves que cuando se sube al ladrillo, no se baja sola.

Mi mamá me miró a mí.

—Lucía —dijo—. No voy a decir que me equivoqué, porque me conoces y sabes que me cuesta.

Rodrigo, detrás, soltó un “¡ah, bueno!” que le ganó un codazo de la tía Laura.

—Pero —continuó mi madre—. Ver la mesa sin ti, ver esa silla vacía, recibir el mensaje de Rodrigo, escuchar a tu tía, ver la cara de Javier cuando le dije que no íbamos a hacer como que no pasaba nada… Me cayó el veinte. Hice mal. No estuvo bien decirte que Diego no tenía lugar. Es mi nieto. Y tú eres mi hija. Y prefiero mil veces que mi mantel de lino se manche de catsup que verlos lejos.

Mi garganta se cerró.

No estaba acostumbrada a escuchar ese tipo de cosas de ella.

—Mamá… —susurré.

—Déjame terminar, que si no, no me sale —dijo, intentando hacer un chiste para no llorar—. No te prometo que mañana ya voy a ser la abuela perfecta del anuncio de Sabritas. Me va a costar. Me va a dar inseguridad. Me va a dar miedo que los demás piensen cosas. Pero… —miró a Diego, que ahora estaba sacando sus carritos para enseñárselos a Javier—. Creo que ya estoy grandecita para dejar de vivir para lo que dicen los demás, ¿no?

Nos reímos, entre lágrimas.

—¿Podemos pasar? —preguntó Javier, levantando la botella—. Traemos vino. Y galletas. Y un poco de humildad, creo.

Me hice a un lado.

—Pasen —dije, con el corazón en la garganta—. Bienvenidos a nuestra humilde cena “solo para niños”.

Se rieron todos.

La sala, que normalmente se sentía chiquita, se llenó de cuerpos, de abrigos colgados en la silla, de voces. Saqué más platos, improvisé sillas con cajas y el banquito de Diego. Serví espagueti como si fuera alta cocina. Mi tía Laura le echó salsa Valentina al pollo y dijo que estaba “mejor que el de tu mamá, ¿eh? No le digas”.

Mi mamá, que siempre decía que la pasta engorda, se sirvió un plato generoso y le puso queso rallado sin culpa.

Diego se sentó en su sitio de siempre, con sus carritos alineados al lado del plato. De vez en cuando, hacía un pequeño ruido agudo cuando alguien hablaba fuerte. Yo iba a levantarme para preguntarle si estaba bien, pero mi mamá se me adelantó.

—Dieguito —dijo suave—, ¿quieres que baje la música? Está tantito alta, ¿verdad?

Diego la miró, sorprendido.

—Sí —asintió.

—Tú dinos —añadió ella—. Si en algún momento te cansas, te puedes ir al cuarto. Nadie se va a enojar. Yo a veces también me cansaba cuando era niña y me escondía en la azotea. Nada más que a mí nadie me preguntaba.

Me quedé boquiabierta.

No sé si esa frase fue fruto de la terapia que de pronto había decidido empezar (porque sí, me enteré después de que ya llevaba algunas sesiones) o de una revelación del Niño Dios. Pero ahí estaba, mi madre la de los manteles de lino, haciéndole espacio a su nieto, no solo en la mesa, sino en la dinámica.

Rodrigo me murmuró al oído:

—Anótalo en el calendario —bromeó—. 24 de diciembre: Patricia reconoce que tiene nieto neurodivergente. Milagro navideño.

Nos reímos.

A medianoche, cuando todos en el edificio estaban gritando y los cohetes tronaban en la calle, Diego se tapó los oídos, inquieto. Antes de que yo me levantara, Javier se acercó con un par de audífonos.

—Me los traje por si acaso —dijo—. Son míos, pero me los prestas, ¿eh? Son buenos. Cancelan el ruido.

Se los puso con cuidado a Diego, quien sonrió al sentir que el mundo bajaba de volumen.

—Gracias —dijo, claro.

—De nada, campeón —respondió Javier.

Mi mamá me rodeó con el brazo.

—El otro año —dijo—, si ustedes quieren, hacemos la cena acá otra vez. O en mi casa, pero con reglas nuevas. Y tú, Lucía —me miró—, tienes permiso de mandarme a la chingada si vuelvo a decir una pendejada sobre tu hijo. ¿Trato?

Solté una carcajada.

—Trato —dije—. Pero igual mejor no me des ideas.

Se rió conmigo.

Y ahí, entre espagueti recalentado, vino servido en vasos de plástico porque no tenía suficientes copas, galletas danesas y cohetes chinos, entendí algo que la doctora Jiménez había intentado explicarme muchas veces:

A veces, poner un límite no rompe la familia.

La obliga a reconfigurarse.

Mi madre invitó solo a los que combinaban con su mesa.

Yo puse otra mesa.

Ella, al final, decidió sentarse en la nuestra.

No sé cómo será la próxima Navidad. No sé si mi mamá se resbale y vuelva a decir “gente normal” alguna vez. No sé si yo vuelva a doblarme por miedo a quedarme sola. No sé si Diego, cuando sea adolescente, va a verme como heroína o como villana por elegir estas batallas.

Lo que sí sé es que, esa noche, cuando lo arropé en su cama, con su arbolito brillando en la esquina, me dijo:

—Mamá, me gustó la Navidad.

Y eso, para mí, valió más que cualquier mantel de lino en Polanco.

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