La noche que el viejo con el que me casé por dinero se quitó la máscara entendí por qué mi familia me había vendido

Si alguien me hubiera dicho, cuando estaba vendiendo gelatinas afuera del metro Hidalgo, que acabaría casada con un viejo millonario en Las Lomas, me habría reído en su cara.

Y sin embargo, ahí estaba yo, con un vestido de novia que valía más que todo lo que había tenido en la vida, un anillo que me pesaba en la mano como si trajera una cadena, y un esposo al lado que no me había dejado ver su cara completa ni una sola vez.

Don Ernesto.

El “benefactor” de la familia.

El viejo con el que me casé por dinero.

O por lo menos, eso creía.

Hasta la noche que se quitó la máscara.

Y entonces entendí todo.

1. Antes del viejo

Me llamo Daniela, pero todos en mi barrio de la colonia Morelos, en la Ciudad de México, me dicen Dani.

Soy la segunda de tres hermanos.

Mi papá se fue cuando yo tenía nueve años con una señora de la tienda de la esquina “porque con ella sí lo entendían”.

Mi mamá, Alicia, se quedó con tres chamacos, una casa a medio caer y una deuda enorme con una tanda que se había metido para “poner un negocio”.

El negocio nunca se puso.

La deuda se quedó.

Yo aprendí a trabajar desde los doce.

Primero ayudando a una señora en la quesadilla del mercado.

Luego vendiendo chicles en el metrobús.

Luego gelatinas afuera del metro.

A los diecinueve ya me sabía de memoria los horarios de los oficinistas, cuándo salían los albañiles, quiénes eran buenos clientes y quiénes solo querían platicar.

Mi hermano mayor, Luis, se metió a de chofer de microbús.

El menor, Toñito, todavía estaba en la prepa, intentando no seguir los pasos de los chavos que se iban de “halcones” con los narcos de la zona.

La vida era eso: sacar el día.

Hasta que mi mamá se enfermó.

Empezó con una tos rara que no se le quitaba.

Luego vino la fiebre, luego la falta de aire.

El IMSS estaba saturado.

La mandaban a su casa con pastillas de paracetamol y “mucho líquido”.

Una noche, se nos puso morada.

Luis la llevó cargando al Hospital General.

Yo me quedé con Toñito, rezando.

Al día siguiente, el doctor nos habló claro:

—Doña Alicia tiene un problema en el corazón —dijo—. Necesita una operación. No es la más cara, pero tampoco la cubre completa el seguro. Si no se hace en los próximos meses, el riesgo de un infarto es alto.

—¿Cuánto cuesta? —pregunté, con la voz seca.

El doctor dijo un número que en mi mente sonó a otro idioma:

Ciento veinte mil pesos.

Ciento veinte mil pesos.

Ni juntando todo lo que yo había ganado desde los doce años.

Ni vendiendo la casa, los muebles, al perro que no teníamos.

—Pueden meter un amparo, ver opciones en Fundación, juntar un expediente —agregó el doctor, más humano—. Pero… va a tardar. Y el corazón no espera.

Salí del hospital con una receta en la mano y la sensación de que alguien estaba apretando mi garganta.

—Algo vamos a hacer —dijo Luis, siempre terco—. Yo jalo más rutas. Tú trabajas más tiempo. Toñito puede… no sé. Algo.

—¿Y juntar ciento veinte mil pesos en cuánto? —le respondí—. ¿En diez años?

Nos quedamos callados.

Mi mamá, en la cama del hospital, respiraba con ayuda de un aparato.

—Yo no me quiero morir —nos dijo, con una sonrisita triste—. Pero tampoco quiero que se queden sin nada por mí.

Y ahí, como si fuera una oferta que se baja del cielo, apareció él.

Bueno, primero apareció su intermediaria.


2. La oferta

Su nombre era Mireya y era prima política de una vecina de mi tía.

Esas relaciones que en México siempre son de “es que la comadre de la prima de mi hermano conoce a…”

Era una señora de unos cuarenta y tantos, pelo lacio, bolsa de marca, uñas perfectas.

Llegó a la casa de mi tía Marta, donde nos habíamos juntado para ver qué hacíamos con lo de mi mamá.

—Yo puedo ayudarles —dijo, acomodándose en la silla como si estuviera en su oficina de Polanco y no en una cocina de lámina—. Trabajo con gente de dinero. Gente que hace obras de caridad. Hay un señor que a veces apoya casos así.

Luis y yo nos miramos.

—¿De veras? —pregunté, con una mezcla de esperanza y recelo—. Porque ya nos han dicho eso antes. Que hay fundaciones, que hay ayudas, y al final nada.

Mireya sonrió, pintándose de buena samaritana.

—Este señor no es fundación —respondió—. Es… un empresario. Tiene negocios, propiedades, casas. Es viudo, no tiene hijos. A veces… le gusta ayudar a familias necesitadas. Sobre todo… —y ahí me miró de pies a cabeza, evaluándome— cuando hay una muchacha trabajadora… de buenos valores.

No me gustó su mirada.

Me sentí como si estuviera revisando un producto.

Pero pensé en mi mamá.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

Don Ernesto de la Vega —dijo—. Tiene unos setenta años. Vive en Las Lomas. Es… muy respetado. Y muy solo.

Luis frunció el ceño.

—¿Y qué querría a cambio? —dijo, sin rodeos—. Porque aquí nadie da nada nomás porque sí.

Mireya se acomodó el pelo detrás de la oreja.

—No se asusten —empezó—. Pero… él suele proponer… arreglos. Mira, Daniela, ¿verdad? —se dirigió a mí—. Tú estás bonita, eres joven, se ve que eres buena muchacha. Él… ha dicho que le gustaría tener compañía. Alguien que… lo cuide. Una esposa que lo acompañe en sus últimos años.

Me reí, nerviosa.

—¿Está diciendo que…? —empecé.

—Que te cases con él —soltó Mireya, sin más—. A cambio, él puede pagar la operación de tu mamá. Y, además, asegurarles un apoyo mensual. Para ti, para tus hermanos, para ella. Todo legal. Todo por bienes mancomunados y esas cosas.

Silencio.

Pesado.

Solo se escuchaba el reguetón de una motocicleta que pasó afuera.

Luis se levantó de la silla.

—Está loca —dijo—. Mi hermana no se va a casar con un viejo por dinero. No estamos tan desesperados.

Mireya se encogió de hombros.

—Es una opción —dijo—. No la única. Pero… piénsenlo. Los hospitales no esperan. Los doctores tampoco. Y el señor Ernesto… tampoco va a vivir cien años. No es como que se va a chutar cuarenta con él.

El golpe de realidad me hizo tragar saliva.

Mi mamá, desde el cuarto, preguntó:

—¿Quién llegó? ¿Es alguien de la iglesia?

Nadie le contestó.

La discusión se puso seria.


3. La discusión

Esa noche, después de que Mireya se fue dejando su tarjeta sobre la mesa (“Llámame, Dani. Pero pronto, ¿eh?”), nos quedamos los tres: Luis, Toñito y yo.

Mi mamá dormía, agotada por las medicinas.

La televisión estaba apagada.

El silencio pesaba como si fuera un cuarto lleno de agua.

Luis empezó.

—Ni lo pienses —dijo—. No te vamos a vender así, Daniela. No somos esa clase de gente.

Me dio coraje.

—¿Y qué clase de gente somos, Luis? —respondí—. ¿La clase de gente que deja morir a su mamá porque no tiene dinero? ¿La clase de gente que dice “ay, qué pena, se nos murió” y luego se va a vender gelatina como si nada?

Él apretó los puños.

—Yo puedo trabajar doble turno —dijo—. Meterme a Uber, a Rappi, a lo que sea. Tú también puedes buscar otra cosa. Toñito…

—Yo puedo dejar la escuela —dijo mi hermano menor, que hasta entonces había estado callado—. Puedo irme a una maquila, como mis amigos. Allá pagan más.

Me dieron ganas de abrazarlo y golpearlo al mismo tiempo.

—No —dije—. Tú vas a acabar la prepa. Y si se puede, la universidad. No te quiero ver de esclavo en una maquila sin prestaciones.

—¿Y tú te quieres ver de esposa de un viejo? —regresó Luis, duro—. ¿Tú? Has sido la más rebelde de la casa. La que siempre dijo “yo no me caso hasta que no me nazca”. ¿Ahora te vas a subir a una camioneta por dinero?

Las palabras me dolieron porque eran ciertas.

Yo había soñado con otras cosas.

Con estudiar enfermería.

Con irme un día al norte.

Con enamorarme de alguien que no fuera un viejo rico.

Pero el sueño más grande, el único que realmente importaba en ese momento, era que mi mamá viviera.

—Esto no es un cuento de hadas, Luis —dije—. Es la vida. Si yo puedo hacer algo, lo que sea, para que mi mamá se salve… lo voy a hacer.

—¿Aunque eso signifique acostarte con un viejo cada noche? —soltó él, crudo.

Toñito se tapó la cara.

Yo sentí que me quemaba.

—Yo decido con quién me acuesto —espeté—. Y si hacerlo con un viejo asqueroso salva a mi mamá, al menos será por algo. No como tantas morras que se acuestan con tipos igual de asquerosos solo por un trago.

La discusión se elevó de tono.

Luis se levantó.

—No me hables así —dijo—. Soy tu hermano.

—Y yo soy la que tiene el cuerpo en juego —respondí—. Tú no eres el que se va a despertar al lado de don arrugado. No me des lecciones de dignidad cuando tú mismo has tenido que bajarte los pantalones con la vida mil veces para sobrevivir.

Toñito nos vio, con lágrimas en los ojos.

—Ya —dijo, casi suplicando—. No se peleen. Por favor.

Nos callamos.

Él tenía razón.

Mi mamá, en la cama, se movió.

—¿Están ahí, hijos? —dijo, medio dormida—. No discutan…

Nos miramos.

Salimos al patio.

El aire fresco nos calmó un poco.

Luis encendió un cigarro.

Algo que hacía solo cuando estaba realmente tenso.

—Si te casas con ese viejo —dijo, sin mirarme—. Te vas a arrepentir.

—Si no lo hago —respondí—. Me voy a arrepentir cada vez que piense que mi mamá pudo seguir viva.

Se hizo un silencio largo.

Al final, él extendió la mano.

La puso sobre la mía.

—Lo que decidas… te voy a apoyar —dijo—. Pero si ese cabrón te hace algo… lo mato.

—Ya está viejito —contesté, intentando aliviar—. No creo que aguante.

Los dos nos reímos, pero sin ganas.


4. Don Ernesto

La primera vez que vi a don Ernesto fue en un restaurante de Polanco.

Mireya nos citó ahí.

A mí, con un vestido prestado por una prima.

A él, con una camioneta negra que olía a piel y a perfume caro.

Entró con bastón, traje gris, sombrero.

Y una mascarilla negra que le cubría la mitad inferior de la cara.

—Pandemia —susurró Mireya en mi oído—. Es muy cuidadoso. Casi no se la quita. Tiene miedo a enfermarse.

No estábamos en plena pandemia.

Ya había pasado lo peor.

Pero mucha gente, sobre todo mayor, seguía usando cubrebocas.

No me pareció tan raro.

Pensé que, quizá, tenía alguna condición.

Se sentó frente a mí.

Sus ojos eran claros, casi grises.

Eso me desconcertó.

Había imaginado a un viejo moreno, barrigón, de bigote.

Pero sus manos, cuando se quitó los guantes para saludar, eran arrugadas, con manchas de edad.

—Mucho gusto, Daniela —dijo, con voz grave pero suave—. Mireya me ha hablado mucho de ti.

Yo bajé la mirada.

—El gusto es mío, don Ernesto —respondí.

Él se acomodó el cubrebocas, como quien se esconde detrás de un muro.

—Mireya me contó de la situación de tu madre —continuó—. Y… con la edad que tengo, he aprendido que el dinero solo vale cuando sirve para algo. Me gustaría… ayudarlas.

—Le agradezco —dije—. Pero… también entiendo que nada es gratis.

La sinceridad le arrancó algo parecido a una sonrisa.

Sus ojos se hicieron más pequeños.

—Nada es gratis —coincidió—. Pero tampoco todo es sucio. Yo… —y ahí titubeó, como si le costara decirlo—. Estoy solo. Muy solo. Mi esposa murió hace diez años. Nunca tuvimos hijos. Tengo sobrinos, primos, pero… ya saben cómo es la familia cuando hay dinero.

Mireya asintió, como si supiera demasiado bien.

—He tenido… compañeras —confesó él—. Muchachas que han venido a “cuidarme”. Pero al final… —hizo un gesto de cansancio—. O se aburren, o quieren todo de golpe. No me interesa que alguien esté conmigo solo esperando a que me muera.

Yo pensé: “Pero justo eso quiere mi familia”.

Aunque no me atrevía a decirlo.

—Mireya me habló de ti —dijo—. Me dijo que eres trabajadora. Que te haces responsable de los tuyos. Que no eres una chiquilla de antro que se anda tomando selfies todo el día. Eso… me gustó.

Me sentí examinada.

Pero también visto.

No como un objeto, sino como alguien con historia.

—Sé que suena… raro —continuó—. Pero te lo voy a decir sin rodeos. A cambio de ayudar a tu madre, de asegurar un apoyo para tu familia, me gustaría que… nos casáramos.

La palabra cayó como piedra.

“Casáramos”.

No “vivir juntos”.

No “algo”.

Matrimonio.

Legal.

Iglesia.

Todo.

—Usted no me conoce —dije, casi como reproche.

—Por eso estoy aquí —respondió—. Para conocerte. Y para que me conozcas. No te voy a obligar a nada. Pero… el tiempo corre.

Pensé en mi mamá, en la cama, con oxígeno.

Pensé en los ciento veinte mil pesos.

Pensé en que, aun si me enamoraba de alguien algún día, siempre iba a estar el peso de no haber hecho todo por ella.

—¿Se puede… poner condiciones? —pregunté—. ¿Cosas que yo… quiera?

Él alzó las cejas, sorprendido, pero complacido.

—Claro —dijo—. Estoy pidiéndote que seas mi esposa, no mi esclava.

Ahí, la que se metió fue Mireya.

—¿Qué quieres, Dani? —sonrió—. ¿Una casa? ¿Un coche? ¿Estudiar?

Lo pensé rápido.

—Quiero que la casa donde vivimos mi mamá, mis hermanos y yo… —tragué saliva—. Este a nuestro nombre. Legalmente. Sin que nadie más la pueda reclamar. Quiero que él —señalé a Luis, que se había quedado afuera, porque no había querido entrar—. Tenga un trabajo en una de sus empresas. Legal, con prestaciones. Y quiero estudiar enfermería. No quiero ser solo la “señora de”.

Don Ernesto me miró con una mezcla de respeto y asombro.

—Tienes más claro lo que quieres que muchos hombres de cuarenta —dijo—. Está bien. Lo de la casa se puede. Lo del trabajo, también. Lo de estudiar… me gustaría que lo hiciéramos después de la operación de tu madre. Que no te satures. Pero no lo descarto.

Mireya casi aplaudió.

—¿Entonces? —preguntó—. ¿Hay trato?

Respiré hondo.

Pensé.

No tomé la decisión ahí.

La tomé esa noche, en la cama, viendo el techo, escuchando la respiración agitada de mi mamá.

A la mañana siguiente, marqué a Mireya:

—Acepto —dije.


5. La boda y la máscara

Todo pasó rápido, como suelen pasar las cosas cuando hay dinero de por medio.

En menos de un mes, mi mamá estaba operada.

Los doctores decían que había salido bien.

Yo firmaba papeles con un notario en una oficina de Reforma.

La casa de la colonia Morelos pasó a escritura con mi nombre y el de Luis.

Luis entró a trabajar de chofer en una empresa de mensajería que, según decían, era de Don Ernesto.

Toñito entró a la universidad con una beca.

Yo, en cambio, me fui a vivir a una mansión de Las Lomas.

La boda fue pequeña, según los estándares de los ricos.

Para nosotros, era el evento del siglo.

Mireya me vistió de blanco.

Me maquilló.

Me peinó.

Me puso un velo que me hacía ver como princesita de cuento barato.

—No puedo creer que estés haciendo esto —me susurró mi mamá, medio llorando, medio feliz—. Te lo juro, hija, si me muero, va a ser de coraje por lo que te sacrificaste.

—No diga eso —le contesté—. Si se muere, voy y la jalo de las patas.

Don Ernesto llegó al altar con traje negro, bastón, y el cubrebocas negro de siempre.

Yo supuse que se lo quitaría para la foto, para la ceremonia.

No lo hizo.

Ni en la iglesia.

Ni en el civil.

Ni en la fiesta.

—¿Nunca se lo quita? —le susurré a Mireya, ya en la mesa principal, cuando todos brindaban.

—Es muy cuidadoso —respondió—. Desde que empezó el Covid se traumó. Dice que no quiere enfermarse.

En la noche de bodas, la cosa fue igual de rara.

Me llevó a una habitación enorme, con cama king size, sabanas blancas, decoración minimalista.

—No te preocupes —dijo, como si leyera mis miedos—. No voy a obligarte a nada hoy. Ni mañana. Ni nunca. Cuando tú estés lista.

Me sorprendió.

Había imaginado lo peor.

—Gracias —dije, sin saber qué más.

Se sentó en un sillón.

Se quitó el saco.

Se acomodó el cubrebocas, pero no se lo quitó.

Yo, en camisón, me senté en la orilla de la cama.

—¿Por qué no se lo quita? —me atreví a preguntar—. ¿Tiene… una enfermedad? ¿Le falta algo?

Él se quedó callado unos segundos.

—Digamos que… —respondió—. Me siento más tranquilo con él.

No insistí.

Pensé que, tal vez, debajo de esa tela, había cicatrices.

Quemaduras.

Algo que él no quería que viera.

—Cuando esté listo… —agregó, como si dejara abierta una puerta—. Te lo mostraré.

Nos fuimos acostumbrando a esa vida rara.

De día, don Ernesto se encerraba en su despacho a hacer llamadas.

Recibía gente.

Firmaba papeles.

Yo, al principio, no sabía qué hacer.

Mireya me empezó a enseñar cosas.

—Tienes que aprender a ser señora de casa de Las Lomas —decía, riendo—. No es lo mismo que ser señora de la vecindad.

Me enseñó a tratar con el personal: la señora que limpiaba, el chofer, el jardinero.

Me enseñó a distinguir entre un vino barato y uno caro.

A saber qué cubierto iba primero en una cena formal.

Yo iba por la casa con una mezcla de extrañeza y culpa.

Extrañeza porque, de repente, tenía un clóset lleno de ropa que no había elegido.

Culpa porque, entre todas esas cosas, yo seguía siendo la muchacha que vendía gelatina.

Don Ernesto, por su parte, era… amable.

Me preguntaba por mi mamá.

Preguntaba por mis hermanos.

A veces nos sentábamos a ver noticieros en la noche.

—¿Qué opinas de los políticos? —me decía, casi divertido.

—Que son menos honestos que los de la vecindad —respondía.

Se reía.

—¿Y de la gente rica? —insistía.

—Que son como la gente pobre —contestaba—. Solo que con más cosas encima.

Él parecía disfrutar mis respuestas.

Pero siempre, siempre, traía la máscara puesta.

Había días en que me preguntaba si no sería mi destino: esposa del Hombre sin Cara.


6. La otra cara de la familia

No todos estaban contentos con mi matrimonio.

Mis tíos, por ejemplo.

El día que fui a la vecindad, ya como señora de Las Lomas, a dejar unos papeles, mi tía Marta me recibió con cara de “ya llego la que se cree mucho”.

—Mira nada más a la señora fina —dijo, sarcástica—. Ya ni saluda. Ahora puro WhatsApp, ¿no?

—Apenas he tenido tiempo —dije, sincera—. Ha sido… mucho.

—Claro —respondió—. Mucho dinero. Mucho lujo. Mucha cama con anciano.

Sentí que me quemaba.

—Tía, no sea así —dije—. Yo hice esto por mi mamá.

Ella resopló.

—Tu mamá está feliz —contestó—. Porque tú te sacrificaste. Porque ahora tiene seguro. Pero… ¿y tú? ¿Te preguntaste qué querías?

Antes de que pudiera contestar, mi primo Chucho se metió a la conversación.

—¿Y para cuándo los hijos, prima millonaria? —se burló—. A ver si todavía funciona el viejo.

Nunca me habían dado tantas ganas de soltar una cachetada.

Pero me contuve.

—Mi cuerpo, mi decisión —respondí—. Ni ustedes ni nadie más.

—Ay, ya se siente feminista —dijo otra prima—. Pero bien que se vendió.

Acabé saliendo de ahí llorando.

En la noche, en la mansión, don Ernesto me encontró en la cocina, con una taza de café, los ojos rojos.

—¿Todo bien? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Mi familia… —dije—. Me tratan como si me hubiera subido a un coche lleno de drogas. Como si me fuera a olvidar de dónde vengo.

Él se recargó en la barra.

—Es lo malo del dinero —dijo—. Que siempre saca lo peor de la gente.

—También de usted —contesté, sin poder evitarlo.

Él alzó las cejas.

—¿De mí? —preguntó, intrigado.

—De usted, que pudo haberse casado con alguien de su mundo —dije—. Y no con una muchacha que viene de vender gelatina. Y que ahora tiene a toda su familia dividida por su culpa.

Lo dije y me arrepentí al instante.

Pero ya estaba hecho.

La discusión se puso seria.


7. La discusión con don Ernesto

Don Ernesto se quedó en silencio unos segundos.

Luego, caminó hacia la puerta.

Pensé que se iría.

Pero la cerró.

Con seguro.

Me dio una punzada de miedo.

—¿Te sientes secuestrada, Daniela? —preguntó, con voz calmada pero firme.

—A veces —confesé—. No por usted… exactamente. Por la situación. Por todo.

Él se acercó a la mesa.

Se quitó los guantes.

Se sentó frente a mí.

—Yo no te puse una pistola en la cabeza —dijo—. Te di una opción. Difícil, sí. Pero opción al fin. Tú la tomaste.

—Porque no había otra —repliqué—. Porque sabía que si no lo hacía, mi mamá se podía morir.

—Hay gente que, en tu lugar, hubiera dicho que no —respondió—. Gente que hubiera preferido dejarlo en manos de Dios. Tú decidiste… hacer trato con el diablo.

La palabra me picó.

—¿Usted es el diablo? —pregunté, alzando la barbilla.

Él soltó una risa amarga.

—Para algunos, sí —dijo—. Para otros, soy el milagro. Depende de a quién le preguntes.

Nos miramos.

Yo sentí ganas de llorar y de gritar.

—¿Por qué conmigo? —solté—. Seguro Mireya le presentó a otras. Más guapas. Más jóvenes. Más… dóciles.

Él ladeó la cabeza.

—¿Quieres de verdad que te diga? —preguntó.

Asentí.

—Porque cuando Mireya me habló de ti —dijo—. Me dijo: “es una muchacha que, aún en la miseria, no se deja manosear de cualquiera. Que trabaja. Que cuida a los suyos”. Luego, cuando te vi por primera vez, vi algo en tus ojos. Coraje. Orgullo. No deslumbramiento. Y pensé… que si alguien podía enfrentarme sin miedo… era bueno tenerla cerca.

—¿Enfrentarlo para qué? —me burlé—. ¿Para decirle que se quite el cubrebocas?

Eso lo tocó.

Lo vi.

Su mano derecha subió instintivamente al borde de la mascarilla.

—¿Te molesta tanto? —preguntó, casi dolido—. Que no me la quite.

—Me molesta no saber quién es en verdad el hombre con el que me casé —respondí—. Me molesta que no sé si confío en usted. Me molesta que todas las fotos de la boda parezcan comerciales de sanitizante.

Él se echó hacia atrás.

Suspiró.

—Tengo mis razones —dijo.

—¿Cuáles? —insistí.

—Cuando esté listo, te las diré —contestó.

Me levanté, frustrada.

El corazón me latía en la garganta.

—A lo mejor nunca lo está —le dije—. Y yo me muera sin conocer la cara de mi esposo.

—¿Y eso es lo más importante para ti? —preguntó, con tono retador—. ¿La cara?

—No sé —dije, bajando la voz—. Pero ver la de mi mamá viva… sí fue importante. Y eso se lo agradezco. Aunque lo odie al mismo tiempo.

Se hizo un silencio raro.

Él se levantó también.

—Pues si te sirve de consuelo —dijo, y se tocó la mascarilla otra vez—. Yo tampoco me he mostrado así nada más por capricho. Hay cosas que… si te las digo ahora, te vas a ir. Y todavía no estoy listo para que te vayas.

No supe qué contestar.

Él salió del cuarto.

Me quedé sola, con mi café frío y la sensación de que, detrás de la tela, había algo más que arrugas.


8. La fiesta de máscaras

Un mes después, Mireya anunció que habría una gala de beneficencia de una de las fundaciones de Don Ernesto.

—Es de esas cosas fresas —dijo—. De máscaras y trajes largos. Tipo carnaval de Venecia, pero con gente de Interlomas.

—¿Máscaras? —pregunté, irónica—. Qué conveniente.

—Es marketing —respondió—. El concepto es “Mostremos el alma, ocultemos el rostro”. Ridículo, pero pega. La gente paga más cuando siente que está en un cuento.

Me dieron un vestido verde esmeralda.

Una máscara con plumas.

Don Ernesto, por su parte, se puso un antifaz negro… y su mascarilla negra de siempre.

Parecía salida de película de terror.

—Hoy —me dijo, antes de bajar al salón—. Quiero que observes. Nada más observes.

El salón del hotel en Reforma estaba lleno de gente rica con máscaras.

Mujeres con vestidos brillantes.

Hombres con trajes de diseñador.

Champán.

Meseros.

Un grupo de jazz.

Todos reían.

Don Ernesto caminaba conmigo del brazo, saludando.

—Licenciado, qué gusto verlo.

—Don Ernesto, gracias por la invitación.

—¿Y esta belleza quién es? ¿Su novia?

—Mi esposa —respondía, sin dudar.

La palabra me hacía eco.

Esposa.

Yo.

En un momento de la noche, un hombre se acercó a nosotros.

Tenía un traje azul marino, una máscara dorada, la barba recortada, el porte de alguien que siempre ha sabido que es guapo.

—Don Ernesto —dijo—. Siempre tan misterioso.

—Julián —respondió Ernesto, y sus ojos se hicieron más brillantes—. Qué sorpresa verte aquí.

El hombre me miró.

Sus ojos, detrás de la máscara, eran claros.

—¿Y esta hermosa señora? —preguntó—. ¿No la presenta?

—Mi esposa, Daniela —dijo Ernesto—. Dani, él es Julián de la Vega. Mi… sobrino.

La palabra se atasco en el aire.

Sobrino.

No lo había mencionado antes.

Julián me extendió la mano.

La tomé.

Su tacto era firme.

—Un gusto, Daniela —sonrió—. Bienvenida a la jaula de los locos con dinero.

Me hizo reír.

El resto de la noche, lo vi de lejos.

Bailando con una modelo.

Hablando con empresarios.

Sonriendo.

Era el tipo de hombre que yo, de adolescente, habría pegado en una portada en mi cuarto.

No pensé que tendría nada que ver conmigo.

Hasta que, más tarde, buscando el baño, lo encontré en un pasillo, discutiendo con Mireya.

La discusión se estaba poniendo seria.

—No puedes seguir con este juego, tía —decía él—. Es cruel.

—No es juego —respondió ella—. Es protección.

—¿Protección para quién? —insistió—. ¿Para él o para ti?

Me detuve, sin hacer ruido.

—Para todos —dijo Mireya—. No entiendes. Tu tío ya sufrió mucho. Esa muchacha puede ser la diferencia entre que muera solo o acompañado.

—¿Y por qué no le dice la verdad? —preguntó él.

—Porque si se la dice de golpe, lo manda a la chingada —contestó ella—. Y con razón. Hay que ir poco a poco.

Me sentí intrusa.

Pero también furiosa.

¿De qué verdad hablaban?

Volví al salón, con la cabeza hecha bolas.

Esa noche, en la casa, no pude dormir.

A las dos de la mañana, bajé a la cocina por agua.

Don Ernesto estaba ahí, sin saco, con la mascarilla puesta, sirviéndose un whisky.

—Insomnio —dijo, al verme.

—Lo mismo —respondí.

Nos quedamos un rato en silencio.

Hasta que no aguanté más.

—¿Quién es Julián? —pregunté.

Él se tensó.

—Ya te dije. Mi sobrino —respondió.

—¿Qué tanto juego hay aquí, Don Ernesto? —insistí—. ¿Qué tan vieja es su máscara? ¿Cuántas verdades me está escondiendo?

Él me miró.

Largo.

Profundo.

—¿Quieres que te las diga todas de golpe? —preguntó—. ¿Estás lista?

—Llevo lista muchos años —respondí—. Solo que no me daban la oportunidad.

Se tomó el whisky de un trago.

Respiró hondo.

—Entonces ven —dijo—. Vamos al despacho.


9. La máscara

El despacho de Don Ernesto era un cuarto con libreros de pared a pared, una chimenea falsa y un escritorio enorme.

Nunca había pasado de la puerta.

Esa noche, me hizo pasar.

Cerró.

Se sentó detrás del escritorio.

Yo, frente a él.

—Te voy a decir algo que cambia todo —empezó—. Y probablemente… me odies.

—Ya lo hago un poco —respondí—. No se preocupe.

Esbozó una media sonrisa triste.

—Yo no tengo setenta años, Daniela —dijo.

Me reí.

Pensé que era broma.

—Claro que no —dije, sarcástica—. Tiene ochenta.

—Tengo cincuenta y dos —respondió, serio—. La mitad de lo que crees.

Me quedé muda.

Lo miré.

Sus manos, arrugadas.

Su cuello.

Su voz.

—No tiene sentido —dije—. Su piel, sus manos…

Se llevó las manos a la mascarilla.

Por primera vez desde que lo conocía, la tomó por las orillas.

Temblaban.

—Este cubrebocas no es por Covid —dijo—. Es… parte del personaje.

Y, con un movimiento lento, casi ceremonioso, se la quitó.

Debajo no había un viejo arrugado.

Había un hombre.

No joven-joven, pero mucho más joven de lo que yo había creído.

Sus labios no tenían las comisuras caídas.

Su mandíbula era fuerte.

Tenía barba de dos días.

Una cicatriz pequeña en el mentón.

Las manchas de edad en las manos… eran maquillaje.

Lo supe porque, cuando se las frotó, se empezó a correr.

—¿Qué…? —atiné a decir—. ¿Qué demonios…?

Sentí que el piso se me iba.

Él respiró hondo.

Sus ojos, que siempre habían sido lo más vivo de su cara “de viejo”, ahora tenían sentido.

—Mi nombre completo es Ernesto Julián de la Vega —dijo—. Ernesto por mi padre. Julián por mi… verdadero yo.

—No entiendo nada —dije, mareada—. Explíquese.

Se recargó en el respaldo.

—Vengo de una familia de dinero —comenzó—. Pero un dinero viejo, de esos que se pegan más a las apariencias que a la realidad. Mi padre, Ernesto padre, era un cabrón, con todas sus letras. Misógino, controlador, amante de las apariencias.

—Qué raro en familia rica mexicana —murmuré, sin poder evitarlo.

Sonrió un poco.

—Tuvo muchos negocios turbios —siguió—. Lavado de dinero, evasión de impuestos, cosas que yo fui descubriendo cuando empecé a trabajar con él. Cada vez que yo lo enfrentaba, me decía: “tú cállate, tú no sabes nada”. Cuando quise denunciar, me desheredó. Me borró de las actas, literal. Dijo que no tenía hijo.

Tragué saliva.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Un día, hace unos ocho años, le dio un infarto —contó—. Se murió. Dejó un testamento donde decía que sus negocios, sus casas, sus empresas… serían para “su hijo Ernesto”. No especificó cuál. Los abogados, que eran unos tiburones, dijeron que, legalmente, yo seguía siendo “su hijo Ernesto”. Pero la familia, mis tíos, mis primos, querían disputarlo.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con hacerse viejo falso? —dije, desesperada.

—Mi padre tenía fama de ser un viejo desconfiado y enfermo —respondió—. Siempre con cubrebocas, incluso antes del Covid. Siempre escondido. Yo me aproveché de esa imagen. Para el mundo, para los negocios, para Hacienda, dejé que siguieran creyendo que “Don Ernesto” seguía vivo, retirado pero vivo. Mejores tratos, menos problemas. Pero para poder hacerlo… tenía que convertirme en él.

Me quedé boquiabierta.

—¿Está diciendo que la gente cree que usted es su padre —resumí—. Y que usted ha jugado ese papel… todo este tiempo?

Asintió.

—Para protegerme —dijo—. Y para poder sacar a flote lo que él dejó en ruinas. Pagué deudas. Legalicé empresas. Saqué a la familia del cieno en el que él la había metido. Si me presentaba como “Julián, el hijo desheredado”, nadie me iba a hacer caso. Como “Don Ernesto”… todos se cuadraban.

Me pasé la mano por la cara.

—¿Y yo qué pintaba en su obra de teatro? —pregunté—. ¿Tenía que casarse con una muchacha pobre para completar el personaje?

Él se tensó.

—Ese es el punto donde quizá me odies —dijo—. Empecé a ayudar a familias a través de Mireya, sí. Es cierto. Gente en situaciones como la tuya. Operaciones, deudas, estudios. A algunas… solo las apoyé económicamente. Pero otras veces… Mireya aprovechaba para proponer “arreglos” que yo no pedí.

—¿No pidió casarse conmigo? —cuestioné, enojada.

—No al principio —confesó—. Mireya me habló de tu caso. Me conmovió lo de tu madre. Acepté pagar la operación. Punto. Pero ella —y lo sé porque ya la enfrenté— fue la que le dijo a tu familia que yo quería… algo más. Que quería esposa. Que yo ponía condiciones.

Recordé la conversación con Mireya.

Fue ella quien habló de matrimonio.

Él nunca usó esa palabra hasta que nos sentamos frente a frente.

—¿Y usted por qué no la desmintió? —reclamé—. ¿Por qué no me dijo “oye, tu mamá está jugando con tus fichas”?

—Porque… —bajó la mirada—. Cuando te vi… pensé en egoísmo. Pensé: “tal vez sí quiero que esta mujer esté conmigo”. No como esposa arreglada. Como alguien con quien, con el tiempo, pueda… dejar de ser Don Ernesto y volver a ser Julián.

Me ardió.

—¿Es decir que me casé con un personaje? —dije—. ¿Que firmé papeles con un nombre que ni siquiera es suyo?

Sacó un folder del cajón.

Lo puso sobre la mesa.

—No firmaste nada ilegal —dijo—. Soy Ernesto legalmente, aunque me llame Julián de segundo. Los papeles, las escrituras, el matrimonio… todo es válido. No te tengo secuestrada en una mentira jurídica. Solo… te oculté quién soy de verdad.

—¿Y no es eso igual de grave? —pregunté.

Nos miramos.

La discusión se puso aún más seria.

—Te traje aquí esta noche —dijo, señalando el despacho—. Porque pensé que ya era hora. Que, si quiero algo real contigo, no puedo seguir escondido detrás de una máscara. Pero necesitaba estar seguro de que no estabas aquí solo por el dinero.

Me reí, incrédula.

—¡Claro que estoy aquí por el dinero! —solté—. ¿Qué cree? ¿Que me enamoré de usted a primera vista entre tlacoyos? Estoy aquí porque usted salvó a mi mamá. Punto.

Él asintió.

—Y sin embargo —dijo—. No has tocado ni un peso más que lo acordado. No has llenado tu clóset de bolsas de diseñador. No te has ido a Europa de shopping. Sigues mandando dinero a tu familia. Sigues preguntando cuánto cuesta todo antes de aceptarlo. Eso… me dice que no eres una interesada.

Me crucé de brazos.

—¿Y eso qué? —dije—. ¿Le da derecho a jugar conmigo como si fuera actriz en su teatro?

—No —respondió—. Me da la responsabilidad de decirte la verdad, aunque me odies y te vayas.

Nos quedamos callados.

Él, sin mascarilla.

Yo, con las manos hechas puños.

—¿Y ahora qué? —pregunté, al final—. ¿Qué espera de mí? ¿Que diga “ay, qué bueno, resulta que mi esposo no es tan viejo como pensaba, ahora sí me enamoro”? ¿Que me quite la ropa y le agradezca honestamente?

Él apretó la mandíbula.

—No espero nada —dijo—. Solo… que decidas. Con toda la información. Si quieres irte, te vas. Te dejo la casa de tu familia como está. No te quitaré nada. No te voy a cazar ni a perseguir. Serás libre.

Las palabras “serás libre” me sonaron a tentación.

La imagen de regresar a la colonia Morelos, al puesto de gelatinas, a mi cama con goteras, se mezcló con la de mi mamá viva, mis hermanos estudiando, Luis con su trabajo.

Lo miré.

Julián.

Ernesto.

Mi esposo.

Mi benefactor.

Mi verdugo.

Mi salvador.

Todo junto.

—Y si me quedo —dije—. ¿Qué? ¿Se va a quitar la máscara para siempre? ¿Va a aceptar que deje de decirle Don Ernesto y le diga…?

—Julián —contestó, con voz apenas audible.

—¿Y qué va a hacer con su vida de viejo? —insistí—. ¿Va a “morir” Don Ernesto?

Sonrió, triste.

—Algún día tiene que morir —dijo—. Y el día que muera, me gustaría que no haya nadie llorando por el personaje, sino por la persona.

Respiré hondo.

Sentí que llevaba veintitrés años sin respirar desde el pecho.

—Necesito pensarlo —dije.

Asintió.

—Está bien —respondió—. Solo… gracias por escuchar.

Se levantó.

Se puso la mascarilla otra vez.

Pero ahora yo sabía qué había debajo.

Y eso lo hacía distinto.


10. Mi decisión

Esa noche, no dormí.

Me fui al cuarto, me desmaquillé, me vi en el espejo.

No me reconocía.

La morra con ojos cansados, vestido caro y collar de perlas no era la Dani que vendía gelatina.

Pero tampoco era completamente otra.

Era las dos.

Lo llamé a las tres de la mañana.

—¿Te desperté? —pregunté.

—No dormí —respondió él.

—Yo tampoco —dije—. Estuve pensando.

Silencio.

—¿Y? —preguntó, al fin.

Me senté en la cama.

—Cuando tenía quince años —empecé—. Me enamoré de un chavo del barrio. El típico morro con moto y chamarra de cuero. Me prometió el cielo. Me dijo que nos iríamos juntos “a otros lados”. Le creí. Le di… todo. Al final, resultó que tenía otra en la colonia de al lado. Me dejó con el corazón hecho mierda. Desde entonces… decidí que el amor romántico no era para mí. Que yo iba a amar otras cosas: la familia, el trabajo, mi libertad.

Él escuchaba.

—Cuando usted apareció —seguí—. Lo vi como un trato. No como amor. Y así ha sido. No le miento. No estoy enamorada de usted. Aún.

Frunció el ceño.

—¿Aún? —repitió.

Asentí.

—Aún —dije—. Porque hoy, viéndolo sin máscara, sabiendo toda su historia, toda su mentira… me di cuenta de algo: que es tan humano y tan roto como yo. Y… —me dio pena admitirlo—. Eso… me mueve más que si fuera un viejo perfecto y honesto.

Se rio, por primera vez esa noche.

—No soy ni viejo ni honesto —dijo—. Solo un tipo tratando de no ser tan mierda como su padre.

—Pues yo soy una chava tratando de no repetir lo que hicieron con mi mamá: dejarla sola —respondí—. Ella se sacrificó por todos. Yo me sacrifiqué por ella. Ahora… me toca dejar de sacrificar todo. No me voy a ir, pero tampoco me voy a quedar por obligación.

Guardó silencio.

—¿Entonces…? —dijo.

—Voy a quedarme —respondí—. Por ahora. Pero no como “la esposa del viejo” ni como “la protegida de Don Ernesto”. Me voy a quedar con una condición.

—Siempre tus condiciones —rió—. A ver.

—Quiero que muera Don Ernesto —dije—. Legalmente. Frente a tu familia, frente al SAT, frente a Mireya. Y que se quede Julián. Y que ese Julián, si quiere estar conmigo, se lo gane día a día. Como cualquiera.

Se quedó callado.

—Eso va a traer problemas —dijo—. Pleitos legales. Mi familia va a querer morder. Mireya… no sé qué hará.

—Pues que se armen los madrazos —contesté—. Yo ya viví una guerra en la pobreza. No me espanta una en la riqueza. Pero no quiero ser parte de una farsa.

Me miró como si nunca me hubiera visto.

—Tienes más huevos que cualquiera de mis socios —dijo.

—Huevos no tengo —respondí—. Pero ovarios, muchos.

Nos reímos.

La tensión se deshizo un poco.

—¿Me vas a dejar ayudarte…? —preguntó—. A estudiar. A poner tu negocio. A ser algo más que la esposa de alguien.

—Sí —dije—. Pero no porque me lo regales. Vamos a ponerlo en papel. Por contrato. Nada de “yo te sustento y tú me debes”. Quiero independencia. Aunque estemos casados.

Asintió.

—Trato hecho —dijo.

Nos quedamos en silencio un momento.

—¿Y la máscara? —pregunté.

Se la quitó.

La dejó sobre la mesa.

—Solo la usaré cuando sea absolutamente necesario —dijo—. Para el SAT, para algún banco, para los que crean que “Don Ernesto” sigue vivo. Para ti… no.

Lo vi.

Ya no como un viejo monstruo.

Ni como un benefactor.

Ni como un mentiroso.

Lo vi como un hombre con miedo.

Y por primera vez, sentí algo parecido a ternura.

No amor.

No aún.

Pero algo.


11. Epílogo

Pasaron meses.

Mireya casi se infarta cuando supo que “Don Ernesto” iba a “morir”.

Pero al final, aceptó.

Legalmente, hicieron un comunicado: “Tras una larga enfermedad, fallece el empresario Ernesto de la Vega”. Hubo misa, hubo obituarios, hubo artículos.

Todos lloraban al personaje.

Mientras tanto, en una notaría, Julián —sin máscara, sin maquillaje de viejo— firmaba papeles para tomar el control, ahora sí, como él mismo.

Hubo pleitos con la familia.

Tíos que se sintieron robados.

Primos que querían tajada.

Pero con abogados, con contratos, con paciencia, se fue acomodando.

Yo empecé a estudiar enfermería en una escuela del centro.

Iba en metro, como siempre, con mi mochilita.

En la tarde, ayudaba en una clínica que Don Ernesto… perdón, Julián, ayudaba a sostener.

En la noche, regresaba a la casa de Las Lomas, que ya no me parecía ajena.

Mi mamá, en la colonia Morelos, estaba más fuerte.

Había vuelto a hacer quesadillas en el mercado, porque no podía con la idea de no hacer nada.

Luis, en su trabajo, tenía seguro, prestaciones.

Toñito estaba a punto de terminar la carrera.

Un día, en la fonda de mi mamá, mi tía Marta me dijo:

—Nunca pensé decir esto… pero hiciste bien.

—¿Casándome con un viejo? —me burlé.

—Casándote con la oportunidad —respondió—. Pero… lo mejor que hiciste no fue eso. Fue obligar al viejo a quitarse la máscara. Si no, te ibas a quedar atrapada.

Tenía razón.

Hay muchos que se quedan en jaulas de oro, contentos.

Yo no.

Necesitaba aire.

Y, de paso, le di aire a él.

A veces, en la noche, cuando estamos en la sala, sin mascarillas, sin máscaras, Julián me pregunta:

—¿Algún día me vas a amar?

Yo me tomo mi tiempo.

—Te estoy amando distinto cada día —respondo—. No como en las novelas. No con mariachi afuera. Sino… con confianza. Si pierdes eso… ya valió.

Él sonríe.

—Entonces —dice—. Me quitaste la máscara, pero no la duda.

—La duda mantiene vivo —respondo.

Nos reímos.

La vida ya no se siente como un teatro.

Se siente como una obra en construcción.

Con planos, con errores, con cambios.

Cuando regreso a la colonia, a ver a mi mamá, las vecinas susurran.

—Ahí va la que se casó con el viejo —dicen.

Yo sonrío.

Pienso:

“Si supieran que el viejo era joven…”

Pero ya no me importa tanto lo que digan.

Porque sé que, al final, cuando el viejo que tuve que casarme por dinero se quitó la máscara, no solo entendí su historia.

Entendí la mía.

Entendí que, a veces, para salvar a otros, una se mete en laberintos.

Pero también entendí que tengo derecho a encontrar la salida.

Con dinero.

Sin dinero.

Con máscara.

Sin ella.

Y que, al final, lo que más vale no es la casa en Las Lomas.

Ni la clínica.

Ni el coche.

Es poder verme al espejo, sin máscara, y saber que, a pesar de las decisiones extremas, sigo siendo Dani.

La que vendía gelatinas.

La que se atrevió a vender su mano a cambio de una vida… y después, a reclamar su corazón para sí misma.

Pin