La noche en que descubrí a mi esposa coqueteando con su compañero de oficina y todo nuestro matrimonio se incendió de verdad
La primera vez que escuché la palabra “posada corporativa” pensé en piñatas, ponche con caña y villancicos desafinados.
No en traición.
Pero así es la vida en la Ciudad de México: caótica, ruidosa, y a veces te rompe el corazón en el lugar menos esperado. En mi caso, fue en el salón de eventos del piso 30 de una torre de Reforma, con vista a la ciudad iluminada y un DJ mezclando reggaetón barato.
Me llamo Diego Márquez, tengo treinta y cuatro años, soy contador y nunca me gustaron mucho las fiestas de oficina. Pero esa noche, mi esposa insistió en que fuéramos.
—“Ándale, amor, va a estar padre” —me dijo Valeria, acomodándose el rímel frente al espejo—. Van a dar barra libre, rifas, y quiero que conozcas bien a mi equipo. Además, dicen que van a llevar mariachi.
Yo la veía desde la cama, desabrochando la corbata que no acababa de convencerme.
Esa noche se veía… distinta. No solo guapa. Siempre fue guapa. Pero esa noche tenía algo extra. El vestido rojo pegado al cuerpo, corto pero no demasiado, con la espalda descubierta. El labial carmesí, las pestañas largas, el cabello suelto en ondas. Y un perfume nuevo, más dulce de lo normal.
—¿Y ese vestido? —pregunté, medio bromeando, medio no—. No lo había visto, ¿eh?
Ella sonrió, clavando los ojos en el espejo, no en mí.
—Me lo compré con el bono —dijo—. ¿Te gusta?
La verdad, sí me gustaba. Me daba orgullo y miedo al mismo tiempo.
—Te ves… muy bien —respondí—. Tanto que me dan ganas de decirte que no vayas.
Se rió, esa risa ligera que yo siempre había amado.
—No exageres, celoso —me dio un beso fugaz—. Es la posada de mi chamba, no un antro de mala muerte.
No dije nada. Solo terminé de abrocharme los zapatos y traté de ignorar ese cosquilleo raro en el estómago, esa mezcla de nervios y desconfianza que, en ese momento, todavía no sabía interpretar.
Llegamos a la torre casi a las nueve, porque en esta ciudad el tráfico es una broma pesada que nunca se acaba. El lobby estaba adornado con luces navideñas, un árbol gigantesco lleno de esferas doradas, y un Santa Claus inflable más grande que mi coche.
En el elevador, Valeria saludaba a medio mundo. Era buena para eso: para caer bien, para sonreír, para adaptarse. Yo la conocí en la universidad, en una fiesta igual de ruidosa que esta, solo que con menos gente en tacones y más en tenis. Mientras yo me estresaba por los exámenes y el servicio social, ella siempre parecía flotar por encima de todo.
—Mira —me dijo, señalando a una pareja que entró al elevador—. Él es Álvaro, mi jefe. Y ella es su esposa, creo.
La esposa de Álvaro tenía la sonrisa forzada de quien preferiría estar viendo Netflix en pants. Nos saludamos con cortesía. Álvaro, un tipo alto, cabello engominado y camisa ajustada, le lanzó a Valeria una mirada que no me pasó desapercibida.
—Val, al rato te tengo que enseñar lo del nuevo cliente —dijo, casi ignorando que yo existía—. Pero hoy sí prometo no hablar de trabajo.
—Lo dudo —respondió ella, riendo—. Pero ándale, jefe, hoy venimos a tomar, no a sufrir.
Todos rieron. Yo hice una mueca que pretendía ser sonrisa.
El salón estaba espectacular, lo acepto. Mesas redondas con manteles blancos, centros de mesa con velas, una barra iluminada que parecía altar de vicios. Una pared con letras gigantes que decían: “Feliz Cierre 2024”, y una pista de baile donde algunos ya empezaban a sacar sus mejores pasos borrachos.
Valeria me llevó de mesa en mesa, presentándome a sus compañeros:
—Este es Iván, el del área de sistemas, el que siempre me arregla la compu…
—Ella es Brenda, mi cómplice para chismear en las juntas…
—Él es Mauricio, el creativo de marketing, con el que siempre me ando peleando por los copy…
Cuando dijo “Mauricio”, escuché algo en su voz. Un tonito diferente. No fue solo lo que dijo, fue cómo lo dijo.
Y entonces lo vi.
Mauricio era de esos tipos que se saben guapos. Cámara en mano, camisa medio abierta, barba de tres días perfectamente medida, sonrisa fácil. Tenía el tipo de seguridad que a mí siempre me había faltado. Y la forma en que miró a Valeria fue la primera alarma real de la noche.
—¿Este es el famoso Diego? —preguntó, extendiéndome la mano—. Por fin, ya te conocía por todas las historias que cuenta Val.
—Buen… buenas noches —respondí, estrechándolo con firmeza—. Ojalá todas buenas, ¿no?
Él sonrió.
—La mayoría —dijo, guiñándole a Valeria.
Ella se rió, le pegó en el brazo, ese golpe “de juego” que uno se da cuenta cuando ya hay demasiada confianza.
—No le hagas caso —me dijo—. Es un payaso.
Yo sonreí, pero por dentro algo se apretó.
Las primeras horas fueron normales. Comimos el típico menú de fiesta: crema de alguna cosa que nadie supo, un medallón de res con salsa oscura, puré de papa. Hubo brindis, discursos del director, aplausos apagados. “Gracias a todos por su esfuerzo”, “somos una familia”, “el próximo año vamos por más”, lo de siempre.
Yo trataba de integrarme, de no ser el esposo serio y callado de la esquina. Conté alguna anécdota chistosa de la vez que casi pierdo un archivo de un cliente importante, me reí de los memes que Iván enseñaba sobre contadores y aguinaldos. Por momentos, hasta se me olvidaba la incomodidad inicial.
Hasta que empezó la música fuerte.
El DJ se aventó una mezcla extraña entre banda, reggaetón y cumbias. La pista se llenó. Valeria se levantó de inmediato.
—Vamos, Diego —me jaló de la mano—. No te hagas el aburrido.
—Ve tú —dije—. Ahorita voy, en serio. Me termino mi chela.
Ella torció la boca.
—Siempre lo mismo —murmuró, no muy contenta—. Nomás no te duermas.
Se fue hacia la pista, moviéndose con esa seguridad que siempre había tenido. Sus caderas seguían el ritmo, las luces de colores se reflejaban en su vestido rojo. A los dos minutos, ya tenía a media oficina a su alrededor, todos bailando, girando, riendo.
Yo la veía desde la mesa, tratando de convencerme de que todo estaba bien. Era una fiesta. Eran sus compañeros. No pasaba nada.
Hasta que apareció Mauricio.
Lo vi acercarse por detrás. Le dijo algo al oído. Ella se volteó, se rió, le puso la mano en el pecho. Él tomó esa mano y la giró, acomodándola en su hombro. Empezaron a bailar más cerca, muy cerca. No era un baile cualquiera.
Era ese tipo de baile que yo conocía muy bien, porque alguna vez, hace años, así bailábamos ella y yo en las fiestas de la universidad, antes de que las cuentas por pagar, la renta y la rutina hicieran más fuerte el cansancio que el deseo.
Sentí la primera punzada seria de celos.
Tomé el vaso de cerveza y di un trago largo. Me dije a mí mismo: Relájate. Es una fiesta. No seas paranoico. Pero mis ojos no podían dejar de mirar.
La música cambió a una bachata sensual. Los cuerpos en la pista se acercaron aún más. Mauricio y Valeria parecían en su propio universo. Ella se reía, lanzaba la cabeza hacia atrás, dejando su cuello expuesto. Él se inclinaba, le decía algo al oído. Sus manos se movían en lugares que, siendo amable, diré que eran “zona gris”.
En la mesa, Brenda me miró de reojo.
—¿Todo bien, Diego? —preguntó.
—Sí —mentí—. Todo chido.
Ella bajó la mirada hacia la pista, luego volvió a verme con una incomodidad evidente. Carraspeó.
—Es que… Val y Mau siempre han sido muy llevados —dijo, como si quisiera justificar algo—. Pero bueno, es su forma de llevarse, ¿no?
No respondí.
En mi cabeza, una voz insistía: No hagas una escena. No aquí. No así.
Otra voz, más oscura, susurraba: Ya la están haciendo ellos, nada más que tú eres el que parece idiota.
Pasó una hora. Luego dos.
La música seguía, las luces bailaban, el alcohol corría. Valeria iba y venía de la pista a la barra. Cada vez que regresaba a la mesa, me plantaba un beso rápido en la mejilla o en la boca, pero su cuerpo ya estaba orientado hacia otro lado, sus ojos buscaban otra cosa. Mauricio siempre estaba a menos de dos metros.
Yo trataba de no quedarme solo. Bailé un par de cumbias con Brenda, un reggaetón mal bailado con una chava de Recursos Humanos que no paraba de hablar de su ex. Me reí cuando Iván intentó hacer un paso de breakdance y casi se revienta la rodilla. Hice lo posible por no ser el esposo celoso típico.
Pero todo tiene un límite.
El punto de quiebre llegó cuando salí al baño.
El pasillo que llevaba a los sanitarios estaba medio oscuro, solo iluminado por unas lucecitas navideñas y el reflejo lejano del salón. Al dar vuelta en la esquina, escuché risas apagadas. Una femenina, que conocía mejor que mi propia voz. Otra masculina, que ya empezaba a detestar.
—Ay, Mau, ya, qué oso —dijo Valeria, tratando de contener la risa.
—No te hagas, te encanta —respondió Mauricio, en un tono que me hizo apretar los puños.
Me detuve a medio paso.
Estaban en un rinconcito al lado del elevador de servicio, parcialmente cubiertos por una columna. Ella recargada en la pared, él frente a ella, demasiado cerca. No se estaban besando. No todavía. Pero el lenguaje corporal… era otra cosa.
Él le agarró un mechón de cabello, lo enredó en su dedo.
—Con ese vestido matas a cualquiera, ¿sabías? —dijo—. Si yo fuera tu marido, no te dejaría salir de la casa.
—Pues mi marido confía en mí —respondió ella, sonriendo ladeado—. Además, no seas exagerado.
—No es exageración, es la verdad —él se acercó un poco más—. Desde que entraste a la empresa todos se traen ganas de invitarte a salir. Pero tú nomás me haces caso a mí, ¿o no?
—Eres un idiota —dijo ella, pero no sonaba enojada. Sonaba… coqueta.
Él dejó caer la mano, y la apoyó en la pared, justo al lado de su cabeza. La cercó con el cuerpo. Sus caras estaban a centímetros. El mundo entero desapareció para ellos.
Yo, desde la esquina, sentí que el piso se me movía.
Podría decir que fui prudente. Que respiré profundo, conté hasta diez, y decidí hablarlo en otro momento.
Pero estaría mintiendo.
Avancé.
—¿Se están divirtiendo? —pregunté, con la voz más fría de la que yo mismo esperaba.
Los dos se giraron a verme. Valeria se puso rígida. Mauricio, en cambio, sonrió como si nada.
—Diego —dijo ella—. Estábamos… estábamos platicando nada más.
—Sí, amigo —añadió Mauricio, alzando las manos ligeramente—. Aquí nomás, respirando un poco. El salón está muy lleno, ¿no?
—¿Ah, sí? —me acerqué un paso más—. Entonces, ¿por qué están respirando tan pegaditos?
Mauricio soltó una risita incómoda.
—No te quieras malviajar, compa —dijo—. Es la fiesta, el alcohol, ya sabes.
—Lo que sé —respondí, mirándolo directamente a él— es que mi esposa está aquí acorralada entre la pared y su compañero de oficina, y que ninguno está actuando como si yo existiera.
Valeria intervino.
—Diego, bájale —dijo, con los ojos abiertos de par en par—. Estás haciendo una tormenta en un vaso de agua. Mauricio y yo somos amigos. Siempre bromeamos así.
—¿Así cómo? —pregunté, sintiendo cómo la rabia subía—. ¿Así de cerca? ¿Así de “tu vestido mata a cualquiera”? ¿Así de “si yo fuera tu marido”? ¿Así?
Ella se mordió el labio inferior, nerviosa.
—Estás borracho —declaró, como si eso invalidara todo.
—Ojalá —dije—. Al menos tendría excusa. Pero estoy sobrio. Completamente sobrio. ¿Tú?
No respondió.
Mauricio dio un paso atrás, quizá por instinto de conservación.
—Mira, Diego —dijo, cambiando el tono a uno más serio—. No quiero problemas, ¿ok? Val y yo nos llevamos bien desde hace tiempo. Pero no hay nada malo. Todos en la oficina lo saben.
—¿Todos en la oficina saben que coqueteas con mi esposa? —pregunté.
Mauricio frunció el ceño.
—Es broma, güey —dijo—. Relájate.
—No me digas “güey” —espeté—. Porque no eres mi amigo.
Valeria puso una mano en mi brazo.
—Diego, por favor. No armes un escándalo. Luego van a empezar los chismes.
Ahí sentí que algo dentro de mí se quebraba. No era solo celos, era algo más hondo: una traición silenciosa y prolongada que de pronto tenía foco.
—¿Te preocupa más el chisme que lo que estoy sintiendo? —pregunté.
Ella abrió la boca, pero no dijo nada.
Mauricio alzó los hombros.
—Voy a dejarlos hablar —dijo—. No quiero estar en medio. De verdad, Diego, no es lo que crees.
Quise responderle algo, pero se escabulló hacia el salón antes de que pudiera soltarle todas las maldiciones que ya se formaban en mi mente.
Nos quedamos solos en el pasillo, Valeria y yo. La música llegaba amortiguada, como un rumor lejano. El olor a perfume caro y sudor flotaba en el aire.
—No puedo creer que estés haciendo esto aquí —dijo ella al fin.
Yo solté una carcajada amarga.
—¿Que yo esté haciendo qué? —pregunté—. ¿Que venga al baño y me encuentre a mi esposa en modo “coqueteo intenso” con su compañero? No vine a buscar esto, Valeria. Ustedes me lo pusieron en la cara.
—Estás exagerando —insistió—. Solo estábamos bromeando. Así nos llevamos. Tú sabes que yo nunca…
—¿Nunca qué? —la interrumpí—. ¿Nunca cruzarías la línea? ¿Nunca me fallarías? ¿Nunca me mentirías?
Se quedó callada.
Yo di un paso atrás, como si necesitara distancia física para no desmoronarme.
—Val, yo no soy tonto —continué, más despacio—. Llevo meses notando cosas. Que si te arreglas de más para el trabajo, que si los mensajes a medianoche porque “urgía” algo del proyecto, que si te ríes sola viendo el celular. Y pensé que… no sé, que era mi inseguridad. Que eran ideas mías. Porque confío en ti. Confiaba.
—Sigues confiando —dijo ella, casi suplicando—. No ha pasado nada.
—¿Y tengo que esperar a encontrarlos besándose para que cuente como “algo”? —pregunté.
Nos miramos en silencio. Sus ojos estaban llenos de orgullo herido.
—No soy una cualquiera, Diego —dijo, muy bajito—. No me faltes al respeto.
—Entonces no actúes como si fueras soltera —respondí, sintiendo un sabor metálico en la boca—. Porque allá adentro, frente a todos, hoy parecías soltera. O peor: parecías la novia de Mauricio.
Ella apretó los dientes.
—No soporto que me digas eso —escupió—. Siempre has sido así, controlador, inseguro. Nunca te gusta que brille.
La acusación me quemó.
—¿Controlador? —repetí—. Te apoyé en todo. Cambié mis horarios para que tomaras tu curso de marketing digital, vendí mi guitarra para que pudieras ir al retiro ese de “empoderamiento femenino” en Valle de Bravo, te acompañé a todas las comidas de empresa, aunque me aburrieran. Nunca te dije “no uses esto, no salgas con fulano, no trabajes.” Nunca.
—Pero te molesta que me lleve bien con mis compañeros —contestó—. En especial con Mauricio. Desde que lo conociste, andas paranoico.
—Desde que lo conocí vi cómo lo mirabas —dije—. Y cómo te gusta que te mire. Y ahí fue cuando empecé a preocuparme.
Ella miró hacia el salón, como calculando si alguien nos estaría viendo.
—No voy a pelear aquí —dijo—. Si quieres hablamos en la casa.
—No —dije—. Hablamos hoy. Aquí empezó, aquí sigue. Y te pregunto algo claro, Valeria, y quiero una respuesta clara.
La miré directo a los ojos.
—¿Te gusta Mauricio?
Su respiración se aceleró.
—No es tan simple —murmuró.
Fue suficiente.
Esa frase, pronunciada en ese tono, fue como una confesión sin detalles.
Sentí que el piso se abría.
—Entiendo —dije, la voz rota—. Ya no tengo nada que hacer aquí.
Me di la vuelta, dispuesto a irme de la fiesta, de la torre, del mundo si era necesario. Pero ella me agarró del brazo.
—Diego, espera. No lo entiendes…
—Claro que lo entiendo —dije, soltándome—. Eres tú la que no se quiere escuchar.
Caminé por el pasillo hacia la salida de emergencia, ignorando la música que subía de volumen, los gritos de alegría, las risas. Todo el mundo celebrando mientras mi matrimonio se caía a pedazos entre luces navideñas.
Me fui de la fiesta sin despedirme de nadie.
Tomé un taxi de aplicación y, en el camino a nuestro departamento en la Narvarte, miré la ciudad desde la ventana: puestos de tacos todavía abiertos, gente cargando regalos envueltos en papel brillante, parejitas abrazadas en las banquetas. Todos con su propia historia, ajenos a la catástrofe muerta de miedo que iba sentado en el asiento trasero.
El chofer intentó hacer plática.
—¿Viene de fiesta, jefe? —preguntó.
—Sí —respondí—. Y creo que ya se acabó.
No insistió.
Al llegar al departamento, me temblaban las manos. Abrí la puerta, encendí las luces. Todo estaba igual que siempre: la sala pequeña, el sillón gris medio hundido, la planta que Valeria decía que “limpiaba la energía”, el refri con imanes de lugares a los que prometimos ir y nunca fuimos.
Me serví un mezcal en un vaso de vidrio que teníamos guardado para las visitas importantes. Esa noche, decidí que el invitado importante era mi dolor.
Pasaron veinte minutos antes de que se abriera la puerta.
Valeria entró sin hacer ruido, pero sus tacones la delataban. Traía el maquillaje corrido, el cabello revuelto. No sabía si era por la fiesta o por lo que acababa de pasar.
—¿Podemos hablar? —preguntó, dejando la bolsa sobre la mesa.
—Te estaba esperando —dije, sin levantarme del sillón—. Desde hace meses, en realidad.
Se quitó los tacones, como si necesitara sentir el piso frío para aterrizar.
—No me gusta cómo me hablaste —empezó—. Allí, frente a Mauricio. Me sentí exhibida.
Reí, incrédulo.
—¿Tú te sentiste exhibida? —pregunté—. ¿Delante de quién? ¿Del tipo con el que estabas coqueteando a espaldas de tu marido en el pasillo? No sabia que la víctima aquí eras tú.
—No estaba coqueteando —insistió—. Estábamos platicando. Bromeando. Nos llevamos así.
—Val, soy hombre —dije, cansado—. Y aunque no lo fuera, aunque fuera marciano, lo que vi no era “broma”. Tú no bromeas con alguien que no te interesa al menos un poco. Y él no se juega el físico así con alguien que siente que de verdad está casada y feliz.
Ella cruzó los brazos.
—Ya vas a empezar con tus teorías —dijo—. ¿Desde cuándo eres experto en relaciones?
—Desde que la mía se está yendo al carajo —respondí—. Y no por culpa del DJ.
Hubo un silencio.
Ella se sentó en la silla frente a mí, al otro lado de la mesa.
—¿Qué quieres que diga? —preguntó al fin—. ¿Qué reconozca que me gusta que me tomen en cuenta, que me digan que me veo bien, que alguien me haga sentir interesante?
—¿Y yo qué he hecho estos años? —pregunté, dolido—. ¿Nunca te dije que te veías increíble? ¿Nunca te escuché hablar de tus ideas? ¿Nunca te apoyé?
—No es lo mismo —susurró—. Tú… tú me ves como tu esposa. Como la mujer con la que pagas cuentas, con la que discutes si alcanza para el súper. Mauricio me ve… distinta.
—¿Como un reto? —ironizé—. ¿Como la mujer casada que puede arrebatarle a otro pendejo?
—Como alguien divertida —dijo, con los ojos brillando—. Como alguien creativa, inteligente. No solo “la que hace la comida rica”. No solo “la que ya llegó” o “la que ya se va”.
Me quedé callado.
La verdad es que sus palabras dolían porque no eran del todo falsas. La rutina nos había devorado. Yo había estado tan ocupado en pagar la renta, en sobrevivir, que quizá me había olvidado de decirle cosas sencillas. De recordarle que me seguía gustando. Que todavía me encendía verla en vestido, incluso en pants.
Pero nada justificaba lo que vi.
—A ver —dije, más calmado—. Te lo voy a preguntar otra vez, sin gritos. Y quiero que, por una vez, no me contestes con evasivas.
Respiré profundo.
—¿Hay algo entre tú y Mauricio? ¿Mensajes, salidas, algo que no me hayas dicho?
Ahora sí, sus ojos se llenaron de lágrimas de verdad.
—Hubo mensajes —admitió, en voz baja—. Nada más. Mensajes coquetos. Él me decía cosas, yo le seguía el juego. A veces hablábamos en la noche, cuando tú ya estabas dormido. Pero no… no hemos hecho nada “físico”, si eso es lo que quieres saber.
Cada palabra era un golpe.
—¿Y eso te parece poco? —pregunté, tratando de no explotar—. ¿Crees que engañar solo cuenta si hay cama de por medio?
—No te engañé —dijo, levantando la voz—. Solo… me perdí tantito. Me gustó sentir que alguien me veía de otra forma.
—Claro que me engañaste —respondí—. Porque todo eso lo hiciste a escondidas. Porque sabías que si yo lo veía, te iba a doler que me doliera. Y decidiste hacerlo igual.
Ella se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—No sé en qué momento empezamos a estar tan mal —dijo—. Antes nos reíamos más, salíamos más. Ahora todo es trabajo, cuentas, estrés. Y yo… yo me sentía invisible aquí.
—Y en lugar de decirme eso, decidiste buscar a alguien que te hiciera sentir visible —resumí.
—No lo busqué… —empezó, pero luego se corrigió—. O tal vez sí. No sé. Todo se fue dando.
—Siempre “se va dando” —dije, amargo—. Nada es culpa de nadie. Todo “se da”.
Ella golpeó la mesa con la palma.
—¡También tú eres culpable, Diego! —explotó—. Siempre te haces el mártir, el bueno. Pero ¿cuántas veces llegas de mal humor del trabajo y te desconectas del mundo? ¿Cuántas veces prefieres quedarte en la casa viendo resúmenes de fútbol en lugar de salir conmigo? ¿Cuántas veces te digo que me escuches y estás con la cabeza en los números?
—Es cierto —admití, tragando saliva—. No soy perfecto. Me he fallado a mí mismo y a ti muchas veces. Pero jamás he buscado consuelo en otra persona para compensar lo que me falta aquí. Nunca he coqueteado con nadie a tus espaldas. Nunca he escrito mensajes a las dos de la mañana para sentirme “vivo”.
Nos miramos, cansados, desgastados, rotos.
El reloj de la cocina marcaba las dos de la mañana. Afuera, la ciudad empezaba a callarse.
—¿Qué hacemos, Diego? —preguntó ella, con la voz más pequeña que he escuchado en mi vida—. ¿Nos separamos? ¿Eso quieres?
La pregunta flotó entre los dos.
Si me hubiera hecho esa misma pregunta en el momento exacto en que los vi en el pasillo, quizá habría dicho que sí, que ya no había nada que hacer. Pero ahora, sentado frente a ella, viendo no a la “traidora” sino a la mujer con la que había pasado diez años de mi vida, la cosa no era tan simple.
—No lo sé —respondí, honesto—. Solo sé que así no podemos seguir.
Ella asintió, bajando la mirada.
—No quiero perder lo que tenemos —susurró—. Tampoco quiero seguir sintiéndome como me sentía. Y tampoco… tampoco quiero seguir siendo esa persona que viste hoy en el pasillo. No me gustó lo que vi de mí misma, Diego. De verdad que no.
Ese fue el primer momento de la noche en que sentí que estaba hablando con la Valeria que conocí en la universidad. La que me habló de sus sueños de viajar, de trabajar en publicidad, de tener una vida distinta a la de sus papás, que se la pasaban peleando por dinero.
—Entonces tenemos dos opciones —dije, sin disfrazar nada—. Uno: lo dejamos aquí. Nos separamos, dividimos las cosas, cada quien por su lado. Será un infierno un rato, pero después… no sé, quizá encontramos algo de paz.
Dos: intentamos arreglarlo. De verdad. Pero eso significa que habrá condiciones. Y dolor. Y enfrentar cosas que quizá no nos guste ver.
Ella levantó la vista.
—¿Tú… todavía quieres intentar? —preguntó, como si no se creyera su propia pregunta.
Suspiré.
—Te sigo amando —dije—. Eso no se quita en una noche, ni siquiera en una noche así. Pero también me hiciste pedazos, Val. Y no sé cuánto tiempo me va a tomar juntar los pedazos. No sé qué va a salir de ahí.
—Yo te ayudo —dijo, con lágrimas nuevas—. Te ayudo a pegarte.
—No puedes pegarme tú sola —respondí—. Yo también tengo que hacer trabajo. En mí, y contigo.
Ella asintió.
—Borro a Mauricio —soltó, de golpe—. Del celular, de la vida. Cambio de área, si es necesario. O de trabajo. Lo que sea. No quiero que pienses que lo prefiero a él.
—No se trata solo de borrarlo a él —dije—. Se trata de que te entiendas tú. De qué estabas buscando ahí. Porque si no, mañana será otro Mauricio, u otro nombre. Y la historia se repite.
Se quedó callada.
—Tenemos que ir a terapia —añadí—. Tú, yo, los dos. No esas charlas de TikTok, no esos reels de “amor propio” de treinta segundos. Terapia de verdad. Con alguien que nos confronte.
—Acepto —respondió, sin dudar—. Haré lo que sea. Pero, mientras tanto… ¿qué pasa con nosotros?
—Por ahora —dije—. Necesito espacio. No de la casa, porque no nos alcanza para andar rentando dos departamentos. Pero sí, al menos, del “modo pareja perfecta”. Nada de fingir en redes, nada de besos porque “toca”. Si vamos a seguir, que sea desde la verdad, aunque la verdad ahorita duela.
Ella asintió de nuevo.
—Está bien —susurró—. Te lo debo.
Nos quedamos en silencio unos segundos, escuchando el zumbido del refri.
De pronto, me di cuenta de que estaba agotado.
—Voy a dormir en el sillón —dije, levantándome—. Tú quédate en el cuarto.
—Diego… —dijo ella, como queriendo decir algo más.
—No es castigo —aclaré—. Es que no puedo acostarme a tu lado como si nada. No hoy.
Ella se levantó también, dudando si abrazarme o no. Al final, no lo hizo. Tomó sus tacones del piso y caminó hacia el cuarto despacio, como si en cada paso se fuera rompiendo un poquito más.
Cuando la puerta se cerró, me dejé caer en el sillón. Me tapé con una cobija vieja, esa que usábamos para ver películas los domingos.
Esa noche no dormí. Solo esperé que amaneciera.
Los días siguientes fueron raros, como vivir en una versión alterna de nuestra vida.
Valeria se levantaba temprano, se arreglaba menos. Nada de vestidos pegados, nada de perfume dulce nuevo. Se vestía bien, como siempre, pero sin ese “extra” que ahora yo sabía para quién era.
Empezó a llegar más temprano del trabajo. Me enseñaba el celular sin que yo se lo pidiera, como si buscara demostrar que no había mensajes ocultos. Yo lo veía, pero nunca lo tomé. No quería convertirme en policía.
A los tres días, me dijo que había hablado con Recursos Humanos.
—Les pedí cambiarme de proyecto —explicó, mientras lavaba los platos—. Ya no voy a estar en la misma cuenta que Mauricio. Me vieron con cara rara, pero aceptaron.
—¿Él sabe? —pregunté.
—Sí —asintió—. Le dije que la había regado, que no debimos cruzar ciertas líneas. Se enojó, dijo que estaba exagerando, que “no había pasado nada”. Pero me da igual. No quiero seguir jugando con fuego.
Hubo un silencio.
—¿Te dolió? —pregunté—. ¿Dejar esa “atención”?
Ella se recargó en la barra.
—Sí —admitió—. Poquito. Como cuando dejas el azúcar y al principio extrañas el pastel. Pero también… siento alivio. Me cansaba mucho mantener esa doble vida, aunque no hubiera sexo. Era como estar actuando todo el tiempo.
A la semana, fuimos a nuestra primera sesión de terapia de pareja.
La terapeuta, una mujer de unos cuarenta y tantos, pelo corto, lentes gruesos, se llamaba Lucía. Tenía esa calma de quien ha escuchado todas las versiones posibles de la misma historia.
—No basta con hablar de lo que pasó en la fiesta —dijo en la segunda sesión—. También hay que hablar de lo que pasó antes. De lo que no se dijeron durante años. Y de lo que sí se dijeron, pero en forma de pelea.
Valeria habló de cómo se sentía invisible. Yo hablé de cómo me sentía insuficiente. Ella habló de su miedo a no ser “nunca suficiente” para nadie, de cómo su papá la comparaba con su hermana mayor. Yo hablé de cómo el ejemplo de mis padres, que se divorciaron en medio de gritos y platos rotos, me hacía huir de los conflictos.
Lloramos. Reímos un poco. Nos callamos mucho.
Un día, después de la sesión, salimos y nos fuimos caminando por la Roma. Entramos a una fondita donde servían enchiladas suizas buenísimas. Sin planearlo, terminamos cenando juntos, hablando de cosas pequeñas: una serie que queríamos ver, el meme que me había mandado Iván, la vecina que ahora vendía gelatinas en la puerta.
Por un momento, fuimos otra vez Diego y Valeria, los de antes. No los perfectos, sino los reales.
—¿Crees que podamos salir de esta? —me preguntó, metiendo el tenedor en el arroz.
—No lo sé —respondí—. Pero, al menos, ya no estamos ignorando que estamos en un hoyo.
Ella sonrió, cansada pero sincera.
—Si un día decides que no puedes perdonarme —dijo—, lo voy a entender. De verdad. Pero mientras quieras intentarlo, aquí voy a estar. Sin Mauricio. Sin juegos.
La miré.
—No quiero que vivas con culpa eterna —dije—. Eso también mata. Quiero que aprendamos de esto. Los dos.
Pasó el tiempo.
No fue rápido, ni bonito. Hubo días en que la miraba y la imagen del pasillo regresaba con toda su fuerza, y me daban ganas de decir “ya, hasta aquí”. Hubo noches en que ella me pedía dormir abrazados y yo no podía, porque mi cuerpo se tensaba sin querer. Hubo discusiones nuevas, más honestas, menos llenas de veneno.
Poco a poco, sin darnos cuenta exactamente cuándo, el sillón dejó de ser mi cama de siempre y volvió a ser solo el lugar donde veíamos series. El cuarto dejó de sentirse “contaminado” y se convirtió otra vez en nuestro espacio.
El deseo volvió, despacio, tímido, pero real. No como anestesia ni como obligación, sino como resultado de hablar tanto que ya no nos pesaba tanto el silencio.
En la oficina de Valeria, la posada del año siguiente fue diferente. Me lo contó ella, riendo.
—Esta vez ni siquiera fuimos —dijo—. Preferimos irnos tú y yo a cenar tacos al pastor. Además, después del chisme del año pasado, las fiestas ya no se sienten igual.
—¿Se enteró toda la oficina? —pregunté.
—La mayoría —respondió—. Pero lo gracioso fue que muchos pensaban que tú eras el celoso loco que había hecho un drama por nada. Hasta que yo empecé a asumir mi parte, y a decir “sí, la regué, sí, cruzamos líneas, sí, lo que vieron no estuvo bien”. Ahora… ya casi nadie lo menciona.
—¿Y Mauricio? —pregunté.
—Sigue ahí —dijo—. Pero ya no trabajamos juntos. Y prácticamente no hablamos. De vez en cuando lo veo en el pasillo y nos saludamos con la cabeza. Nada más. Él ya trae sus propios dramas.
—¿Te arrepientes? —pregunté.
Me miró serio.
—Me arrepiento de todo lo que te escondí —dijo—. Pero no me arrepiento de lo que aprendimos después. Porque, aunque suene cursi, esto nos obligó a vernos de verdad. Y yo… prefiero mil veces estar aquí, contigo, con nuestras cicatrices, que seguir siendo la Valeria que se engañaba a sí misma en ese pasillo.
Sonreí.
—Yo también —dije—. Aunque si pudiera borrar la imagen del pasillo de mi memoria, igual lo haría.
—Yo también —concedió ella.
Nos reímos, los dos, con esa risa que ya no era ligera como antes, sino más pesada, pero también más honesta.
Esta historia no termina con una frase tipo “y vivieron felices para siempre”. Porque no es una telenovela. Es nuestra vida.
A veces seguimos discutiendo por tonterías: quién dejó el plato sucio, quién olvidó pagar la luz, quién usó la última tortilla y no avisó. A veces nos cansamos uno del otro. A veces recordamos, todavía, la noche de la posada y se nos queda la mirada perdida unos segundos.
Pero también hay otras cosas.
Hay domingos de chilaquiles en la fondita de la esquina, donde nos peleamos por la última tortilla remojada. Hay mensajes en medio del día que dicen “vi esto y me acordé de ti”, sin segunda intención más que estar presentes. Hay besos rápidos antes del trabajo y besos más largos cuando regresamos.
Hay momentos en que la veo arreglarse, frente al espejo, y yo me levanto, la abrazo por detrás y le digo, con toda la intención:
—Te ves increíble. Y no necesito una fiesta en Reforma para darme cuenta.
Ella sonríe, se mira en el espejo, me mira a mí, y responde:
—Lo sé. Pero igual se siente bonito escucharlo.
No olvidé lo que pasó en aquel pasillo del piso 30. Ni lo olvidaré. Fue la noche en la que, en medio de luces de fiesta y villancicos mal cantados, vi la versión más dolorosa de mi matrimonio.
Pero también fue la noche donde empezó otra cosa: la conversación más honesta de nuestras vidas.
Quizá, si me preguntas si volvería a pasar por todo eso, diría que no. Que prefiero mil veces la fidelidad absoluta, la historia sin grietas. Pero la verdad es que ya no soy el Diego ingenuo de antes. Ahora sé que el amor no es solo prometer, sino reconstruir. Y que a veces, para reconstruir, primero hay que ver cómo se derrumba todo.
Esa noche atrapé a mi esposa coqueteando vergonzosamente con su compañero de trabajo.
Lo que vino después fue peor… y, de algún modo extraño, también fue el comienzo de algo un poco mejor.
No perfecto.
No de película.
Solo más real.
Y, por ahora, con eso nos alcanza.
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