En la cena familiar, la anciana me susurró que huyera con mi hijo o sería el sacrificio de esa noche
La primera vez que escuché esas palabras fue en inglés, con un acento roto que no pegaba para nada con el mantel de plástico floreado, las tazas de peltre y el olor a mole que llenaba el comedor.
—Run with your son or you will be the sacrifice tonight —me susurró la anciana, tan bajito que casi confundí su voz con el crepitar del aceite en la cocina.
La miré sin entender, con la cuchara de sopa suspendida a medio camino de mi boca.
—¿Perdón, doña? —pregunté, en español.
Ella me sostuvo la mirada con sus ojos nublados, llenos de cataratas, y repitió, ahora mezclando palabras:
—Corre… corre con tu hijo, m’ija… o tú vas a ser el sacrificio esta noche.
El ruido de la mesa, las risas forzadas, el chocar de los vasos de refresco contra el plástico, todo siguió igual. Nadie más pareció escucharla.
Yo pensé, primero, que era una broma de mal gusto. Luego, que la señora estaba confundida. Hasta que vi cómo, del otro lado de la mesa, Don Rogelio —el patriarca de la familia de mi difunto esposo— nos observaba en silencio, con su rostro duro y los ojos clavados en mí, como si supiera exactamente lo que la anciana acababa de decir.
Ahí supe que no era un simple desvarío.

1. La familia de Rogelio
Me llamo Lucía. Tenía veintiocho años esa noche, y un hijo de nueve, Mateo, que en ese momento se reía con su primo mientras hacían torres de tortillas.
No era la primera vez que veníamos al pueblo de San Gregorio del Monte, en Hidalgo, pero sí la primera cena grande desde que mi esposo, Adrián, murió en un accidente de carretera un año atrás. Su familia siempre había sido intensa, pero aquella vez había algo… distinto. Más pesado. Como si todos estuvieran demasiado atentos, demasiado amables.
Desde la entrada, me había incomodado el ambiente.
En la sala, el altar ya no era sólo de santos: junto a la Virgen de Guadalupe y el Sagrado Corazón, habían puesto una figura antigua, tallada en madera oscura, con una sonrisa rara y un collar de cráneos diminutos. Encima, velas rojas, no blancas. Y flores, pero no de las que uno pone en mayo, sino de cempasúchil, como si fuera Día de Muertos… aunque estuviéramos en julio.
—Es una devoción nueva que el padre Tomás nos enseñó —me había dicho Doña Teresa, la suegra, al verme fruncir el ceño—. Para proteger a la familia. En estos tiempos hace falta.
Yo había asentido sin ganas. Desde que Adrián murió, cualquier cosa que mencionara “protección” o “familia” traía también la sombra de que, de alguna forma, lo que pasó había sido culpa mía.
Según ellos, claro.
2. La discusión que lo encendió todo
La cena había empezado relativamente tranquila. Mole, arroz rojo, tortillas hechas a mano, cerveza para los hombres, refresco para las mujeres, agua de jamaica para los niños. Los chistes de siempre, los “¿y el novio, Lucía?” que yo esquivaba con una sonrisa cansada.
Pero bastó con que alguien sacara el tema del dinero para que todo se torciera.
—Lucía —dijo Don Rogelio, limpiándose la boca con la servilleta, como si se preparara para un discurso importante—. Hija, tenemos que hablar seriamente de lo de la casa de Adrián.
Ahí estaba. El tema.
Desde que Adrián murió, yo seguía viviendo con Mateo en la casita que habíamos comprado juntos en Pachuca. Legalmente era mía tanto como lo fue de él. Pero la familia insistía en que “la casa es del apellido”, que debía “regresar al clan”.
—Ya hablamos de eso, don —respondí, intentando mantener la voz neutra—. Mateo y yo necesitamos ese lugar. Es lo único que nos quedó.
—Lo que les quedó —corrigió Doña Teresa, con una ceja levantada— fue gracias al trabajo de mi hijo, que en paz descanse.
Sentí la punzada en el pecho. Otra vez.
—También es gracias al mío —repuse, con calma forzada—. Yo también trabajé, Teresa.
—Pero el apellido en las escrituras es el de él —intervino Rogelio, con voz más dura—. Y aquí, en esta familia, las cosas no se reparten así nada más. Tenemos tradiciones.
—¿Tradiciones o control? —soltó mi lengua, más rápida que mi prudencia.
Un murmullo recorrió la mesa. Los primos bajaron la mirada. Mateo, a mi lado, se tensó un poco.
—Cálmate, mija —dijo Teresa—. Nadie quiere quitarte nada. Nomás decimos que allá sola, en la ciudad, estás muy desprotegida. Aquí, en el pueblo, tendrías a toda la familia cerca. Podrías traer a Mateo a vivir con nosotros. Él tendría figura paterna con sus tíos…
—Yo no necesito que nadie sustituya a su papá —lo interrumpí—. Y menos aquí, donde todo se convierte en rumor.
—¿Y quién te va a cuidar cuando te enfermes? —preguntó una de las cuñadas, cruzándose de brazos—. ¿El gobierno? ¿Un novio nuevo?
El tono despectivo me hizo hervir la sangre.
—Yo me cuido sola —dije—. Y cuido a mi hijo. Lo he hecho este año sin la ayuda de nadie de ustedes.
Mentira completa no era. Habían venido al velorio, claro. Habían traído comida un par de semanas. Luego, poco a poco, dejaron de llamar. Sólo reaparecían para insistir con lo de la casa, y ahora, con la invitación a “regresar al pueblo”.
—Eso dices ahora —dijo Rogelio, clavándome la mirada—. Pero la vida allá afuera está cada vez más difícil. Robos, secuestros… Tú lo sabes. Aquí en San Gregorio, en cambio, estamos protegidos.
Señaló discretamente el altar, con un gesto de orgullo.
—Tenemos… arreglos. Pactos. Nadie toca a un Vázquez mientras siga cumpliendo con su parte.
La piel se me erizó.
—¿Pactos con quién? —pregunté—. ¿Con Dios o con quién sabe qué cosa tienen en ese altar?
Se hizo un silencio incómodo. Teresa miró a Rogelio, como pidiéndole que bajara el tono. Pero él siguió.
—No hables de lo que no entiendes, Lucía. Lo único que tienes que saber es que la familia está segura. Y que si tú vuelves, tú y Mateo también lo estarán.
—¿Y si no vuelvo?
Sus ojos se estrecharon.
—Entonces estás sola. Y aquí nadie te va a poder ayudar cuando pase algo.
La amenaza flotó en el aire, disfrazada de preocupación.
Sentí que la rabia me subía a la cara.
—No voy a regresar a vivir al pueblo —dije, clavando la servilleta en la mesa—. Adrian ya no está, pero mi vida la decido yo. Y la casa no la voy a entregar. Mateo y yo nos quedamos donde estamos.
—Estás siendo muy ingrata, Lucía —soltó Teresa—. Después de todo lo que hicimos por ti…
—¿Qué hicieron? —le corté, con la voz ya temblando—. ¿Venir a cocinar una semana? ¿Llorar en el funeral y luego desaparecerse? ¡El único que estuvo conmigo de verdad fue Adrián, y ya no está!
La discusión fue subiendo de tono. “No te pongas así”. “Nosotros sólo queremos ayudar”. “Pareces una malcriada”. “No me vas a hablar así en mi casa”. Las voces se mezclaban, el mole se enfriaba en los platos, los niños miraban de reojo.
Y fue en medio de ese ruido que la anciana a mi izquierda —la que yo apenas había saludado al llegar, porque nadie me explicó quién era exactamente— se inclinó hacia mí y susurró, en ese inglés oxidado:
—Run with your son or you will be the sacrifice tonight.
Luego, en español:
—Corre con tu niño, muchacha… o tú vas a ser el sacrificio esta noche.
3. Doña Remedios y la advertencia
La anciana se llamaba Remedios. Me lo dijo después, en el breve descanso que tuve cuando me levanté de la mesa con el pretexto de ir al baño.
No iba al baño. La jalé suavemente del brazo, apartándola del bullicio, hacia el pasillo que llevaba a las recámaras.
—¿Qué quiso decir con eso, doña? —le pregunté, con el corazón todavía acelerado por la discusión—. ¿Qué sacrificio ni qué nada?
Ella me miró fijamente. Sus ojos, aunque nublados, parecían atravesar mis defensas.
—No me digas “doña” —respondió—. Todos aquí me dicen “la loca” o “la bruja”. Hace años dejé de hacerle caso a cómo me nombran. Soy Remedios. Y lo que te dije no fue por jugar.
—Explíqueme, por favor —insistí—. Si esto es alguna broma cruel de la familia, se está pasando.
Remedios negó con la cabeza.
—No es broma, niña. Es la forma en la que ellos creen pagar lo que reciben.
Tomó aire como si le costara trabajo respirar.
—Hace décadas, cuando las cosas se pusieron feas por acá, llegaron hombres armados. Querían cobrar piso, ya sabes. Rogelio negoció con uno de ellos, un jefe que se creía demonio. Hicieron un trato: protección a cambio de… ofrendas.
Se me heló la espalda.
—¿Qué tipo de ofrendas?
—Al principio, animales —dijo ella, bajando la voz—. Chivos, gallinas, puercos. Luego, cuando los problemas crecieron, les dijeron que eso ya no era suficiente. Que si querían protección total, tenían que ofrecer algo más grande. Alguien de sangre cercana. Un “sacrificio” especial, cada cierto tiempo.
Me reí, nerviosa.
—Eso suena a película, doña. A leyenda urbana.
—¿Tú crees que yo quisiera creer eso? —respingó ella—. Pero yo vi cosas. Y te voy a decir algo que nadie en esa mesa va a admitir: la noche que tu marido se mató en la carretera, él no iba solo.
Sentí un mareo leve.
—¿Cómo?
—Lo llamaron para una “reunión de hombres” en la capilla vieja del cerro —continuó, apretando mi muñeca—. Se suponía que sólo iban a rezar. Pero ya habían planeado otra cosa. Lo habían elegido a él.
El aire se me fue de los pulmones.
—Eso es imposible —dije—. Él me llamó esa tarde, antes de salir. Me dijo que iba a ver a un cliente, no a una “reunión de hombres”.
—Porque no te iba a decir “voy a ver si mi padre me ofrece en sacrificio”, ¿verdad? —dijo ella, con sarcasmo amargo—. Adrián sospechaba algo. No era tonto. Había visto cosas raras. Pero confiaba demasiado en Rogelio. Y Rogelio le tenía miedo a perder todo lo que había “ganado”.
Remedios carraspeó, miró hacia la sala, se aseguró de que nadie nos oyera.
—Lo que no calculó fue que esa noche llovió. La carretera estaba resbalosa. Adrián intentó echarse para atrás, se discutieron, se peleó con su padre. Bajó del cerro muy tarde, enojado. Y murió antes de llegar a la ciudad.
Yo ya no sabía si seguir escuchándola.
—¿Está insinuando… que lo mataron?
—Estoy diciéndote que nunca sabremos si el accidente fue sólo accidente —respondió ella—. Pero sé que, después de su muerte, hubo una sola “ofrenda” humana menos en la lista que llevaban. Y que todos aquí dijeron que “el pacto se había cumplido”.
El piso pareció moverse bajo mis pies.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo, entonces? —logré preguntar.
Remedios apretó los labios, como si lo que iba a decir le doliera.
—Tiene que ver con que el negocio no está bien últimamente —dijo—. Los hombres armados cambiaron de jefes, los nuevos no respetan los pactos viejos, la violencia está subiendo otra vez. Rogelio está desesperado. Quiere demostrar que aún es “hombre de palabra”. Y en esa clase de mentalidad enferma, ¿sabes qué pesa más que una nuera viuda de ciudad?
Tragué saliva.
—¿Qué?
—Un sacrificio “voluntario” por la familia. Una mujer que puedan presentar como “ofrenda” para que los dejen en paz. Una que, además, tiene algo que ellos quieren: una casa que se puede vender, un hijo que es sangre Vázquez.
Un frío denso me recorrió la columna.
—No… no le creo —balbuceé.
—No me creas a mí —dijo Remedios—. Cree en tus instintos. ¿No sientes raro el ambiente? ¿No ves las velas? ¿No te extrañó la invitación repentina? ¿No te parece muy sospechoso que, de la nada, estén tan “preocupados” por tu destino?
Recordé el altar con la figura de madera. Las velas rojas. La insistencia de Rogelio en que estábamos “protegidos” mientras cumpliéramos con nuestra parte.
Recordé el tono en el que dijo que si no volvía al pueblo estaría sola.
De pronto, todo encajó de una forma que me daba náuseas.
—¿Y por qué me avisa? —pregunté—. Si vive con ellos, si es parte de la familia, ¿por qué arriesgarse?
Remedios bajó la mirada.
—Porque hace muchos años yo también me quedé callada —susurró—. Y una muchacha como tú… no tuvo suerte. Esa culpa no se me va, ni con rezos ni con nada. Ya estoy vieja. ¿Qué más me pueden quitar? A ti, en cambio, todavía te queda tu hijo.
Sus ojos, de pronto, se llenaron de furia.
—Llévatelo, Lucía. Ahora. Antes de que sigan con el plan.
—¿Qué plan?
—Después de la cena —explicó—, todos van a salir a “rezar” al cerro, a la capilla vieja. Se supone que es una tradición, que van todos juntos. Van a querer llevarte. Van a convencer a Mateo de que se quede aquí con las tías, con los niños. No los dejes. No te dejes. Si subes allá sola con ellos… no vuelves.
El corazón me latía tan fuerte que sentía que se me iba a salir por la boca.
—¿Y cómo me voy? —pregunté—. No tengo coche. El último autobús al pueblo ya pasó. Y estoy en medio de su casa.
Remedios se metió la mano al bolsillo del mandil y sacó una llave vieja, con un llavero de plástico descolorido.
—En la parte de atrás, por el patio, hay un portón que da a la calle de la escuela —dijo—. Siempre está con candado, pero Teresa es floja, nunca lo cambia. Esta llave abre. Agarra a tu hijo, sal por ahí, camina sin voltear hasta la carretera. De ahí, consigues una combi a la ciudad. Yo voy a decir que te sentiste mal y te fuiste a recostar. Con suerte, se darán cuenta tarde.
La miré, dudando.
—¿Por qué debería confiar en usted?
Ella me sostuvo la mirada, la voz firme.
—Porque si no lo haces, esta noche serás tú la que no amanezca.
4. Decisiones en el patio
Regresé a la mesa con las piernas temblando. Mis manos sudaban. La discusión se había enfriado un poco; ahora todo eran silencios tensos y cuchillos chocando con los platos.
Mateo seguía riendo con su primo, ajeno a todo.
—¿Todo bien, Lucía? —preguntó Teresa, con una sonrisa que ahora yo no podía ver más que como una máscara.
—Sí, sólo me mareé un poco —mentí—. Mucho calor.
Rogelio me observaba, como midiendo algo.
—Después de que terminemos de cenar —anunció—, vamos a subir al cerro, ¿eh? Hace mucho que no vamos todos juntos. Que Lucía vea cómo la familia se mantiene unida.
—No sé si pueda —repliqué, rápido—. Mateo está cansado. Viajamos desde la mañana.
—Los niños se quedan aquí —dijo una cuñada—. Nosotras los cuidamos. Que conviva con sus primos. No pasa nada si un día se desvela.
Mateo me miró, con esa mezcla de emoción y súplica que sólo un niño puede tener.
—Mamá, ¿puedo quedarme a jugar?
Sentí que el corazón se me partía.
Tenía que elegir. No tenía pruebas. Sólo la palabra de una anciana que todos llamaban loca. Y mi instinto, que ahora gritaba.
Recordé algo que Adrián me dijo una vez, en broma, cuando hablábamos del pueblo:
“Aquí hay cosas que es mejor no preguntarse mucho, Luci. Pero si algún día algo te da mala espina, haz caso. Aunque parezca exagerado.”
—Lo siento, hijo —dije, con la voz suave pero firme—. Nos vamos a ir temprano. Le prometí a tu abuela de Pachuca que te iba a llamar en la noche. Y mañana tienes partidito, ¿te acuerdas?
Vi la decepción cruzarle el rostro. Pero también la confianza: Mateo rara vez discutía conmigo en público.
—Está bien —murmuró—. ¿Nos vamos ya?
—Terminamos de cenar y vemos —dije.
Rogelio frunció el ceño.
—No seas aguafiestas, Lucía. Hicimos todo esto para recibirte. Y tú con tus caras, queriéndote ir temprano…
—Es mi hijo —dije—. Y es mi decisión.
La tensión se volvió a sentir, casi como si el aire se espesara.
—Qué raro —intervino otra tía, intentando suavizar—. Antes eras más dócil, m’ija.
—Antes no era viuda —respondí—. Una aprende.
Me levanté antes de que pudieran seguir atacando. Empecé a recoger platos, lo cual me dio excusa para ir y venir de la cocina. Tenía que encontrar una forma de hablar con Mateo sin que nadie escuchara.
En la cocina, Remedios lavaba unos vasos, como si nada.
—En diez minutos van a empezar a levantarse —me dijo, sin voltear—. Teresa va a decir que recen un rosario rápido, Rogelio va a brindar, luego van a anunciar lo del cerro. No esperes a que eso pase. A la primera distracción, agarra al niño y vete al patio.
—¿Y si nos ven?
—La casa es un caos cuando se preparan para subir —dijo—. Siempre hay alguien buscando algo, alguien olvidando una vela, alguien peleando por quién maneja la camioneta. Juega con eso.
Estuve a punto de preguntarle mil cosas más, pero Teresa entró, secándose las manos en el mandil.
—¿Ya estás mejor, Lucía? —preguntó.
—Sí, gracias.
—Perfecto, porque ya vamos a empezar el rosario.
Lanzo una mirada rápida a Remedios. Ella asintió imperceptiblemente.
El rosario fue una mezcla de rezos y susurros, de avemarías y miradas de reojo. Yo me quedé sentada junto a Mateo, tan cerca que podía sentir su calor.
Cuando terminaron, Rogelio se levantó con una botella de tequila en la mano.
—Antes de irnos al cerro —dijo—, quiero brindar por la familia. Por los que estamos, por los que se nos adelantaron, por los que tienen que volver al redil.
Sus ojos se clavaron en mí con esas últimas palabras.
—Que nadie nos toque —añadió—. Que nadie nos quite lo que es nuestro.
Todos levantaron los vasos. Yo sólo apreté la mano de Mateo.
—¿Mamá? —susurró él—. ¿Por qué estás temblando?
—Porque hace frío —mentí—. ¿Quieres ver algo divertido?
—¿Qué?
Me acerqué aún más a su oído.
—Vamos a jugar a los espías —le dije—. Tú y yo. Nadie más. ¿Va?
Sus ojos se iluminaron. Aún era un niño.
—¿Qué tenemos que hacer?
—Cuando diga “ahora”, nos vamos al patio como si fuéramos al baño. Caminamos normal, sin correr. No volteas atrás. Ninguna palabra. En el patio yo te digo lo que sigue. ¿Sí puedes?
Él me miró serio, como si le estuviera encargando la misión más importante del mundo.
—Sí puedo.
Los adultos empezaron a moverse. Unos iban por suéteres, otros por velas, otros discutían en qué orden se subirían a las camionetas.
—Teresa, ¿no viste mis llaves? —gritó uno de los tíos.
—Revisa en la cómoda, hombre, siempre las dejas ahí.
—¿Quién agarró mi chamarra?
—¿Y las velas grandes?
El caos. Era el momento.
Tomé aire.
—Ahora —susurré.
Nos levantamos. Caminamos hacia el pasillo, con calma. Una cuñada nos vio.
—¿A dónde van?
—Al baño, los dos —respondí—. Mateo se siente mareado.
Ella hizo una mueca, se encogió de hombros y siguió buscando su bolsa.
En lugar de meternos al baño, doblé hacia la cocina. De ahí, al patio. La puerta estaba entreabierta.
La noche de pueblo nos recibió con un aire fresco y el sonido de grillos.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Mateo, ahora sí asustado—. ¿Por qué hablamos bajito?
Lo miré directo.
—Hijo, necesito que confíes en mí —dije—. Nos vamos a ir de aquí ahora mismo. No le vamos a decir nada a nadie. Sólo caminamos y ya.
Sus ojos se abrieron grandes.
—¿Hicimos algo malo?
—No —respondí—. Eso es lo peor: no hicimos nada malo. Pero aquí están pasando cosas feas, y no quiero que nos toque. Luego te explico. Ahorita, sólo confía.
Él dudó un segundo, luego asintió.
—Confío.
Remedios había dejado la llave sobre una cubeta volteada, junto a la pileta. La tomé, con manos temblorosas, y nos dirigimos al portón de atrás.
Cada paso me parecía un trueno.
Metí la llave en el candado. Por un segundo, temí que no fuera la correcta. Pero giró, chirrió… y el candado se abrió.
Empujé el portón. Las bisagras rechinaron fuerte. Demasiado fuerte.
Mateo me apretó la mano.
—Shhh —le dije.
Salimos a la calle. La luz era escasa. El camino a la carretera estaba a unos cinco minutos caminando.
—No corras —le dije—. Si corremos, llama la atención. Caminamos rápido, pero como si nada.
Empezamos a alejarnos. Cada metro que avanzábamos, mi corazón latía menos por el miedo y más por la adrenalina.
Hasta que escuché detrás de nosotros el grito.
—¡LU-CÍ-A!
Era la voz de Teresa.
5. Carrera en la noche
No volteé. No podía.
—Sigue caminando —le dije a Mateo—. Pase lo que pase, no te detengas. Si alguien te habla, no contestes.
—¡Lucía, ¿a dónde vas?! —volvió a gritar Teresa, más cerca.
Escuché pasos apresurados.
Ahí sí corrimos.
—¡Mateo, corre! —le dije.
Los dos empezamos a correr por la calle de terracería, levantando polvo. Mis sandalias no eran precisamente para atletismo, pero no me importó. Las piedras se clavaban en mis pies. El aire frío me cortaba la garganta.
—¡Lucía, estás exagerando! —gritó una voz masculina, quizá uno de los tíos—. ¡Regresa! ¡Sólo vamos a rezar!
“Sí, cómo no”, pensé.
En el siguiente cruce, doblé hacia la derecha, hacia donde sabía que estaba la escuela. Había venido muchas veces al pueblo; conocía al menos lo básico del mapa mental.
Detrás de nosotros, se escuchó el motor de una camioneta encendiéndose.
—Nos van a alcanzar… —jadeó Mateo.
—No si nos metemos por aquí —respondí.
Vi una pequeña callejuela entre dos casas, apenas iluminada por un foco amarillento. Jalé a Mateo y nos metimos ahí, esquivando unas macetas.
—Cuidado con las plantas —susurré, aunque la situación no tenía nada de delicada.
Salimos a la otra calle, más amplia. Al fondo, se veía la carretera, con las luces lejanas de algunos autos pasando.
—¿Ves esas luces? —le dije—. Es hacia allá.
Escuché el motor de la camioneta más atrás, quizás doblando por donde habíamos venido.
De pronto, una figura apareció frente a nosotros, bloqueándonos el paso. Un hombre, gorra, chamarra, linterna en mano.
—¿A dónde van tan tarde? —preguntó.
Mateo se pegó más a mí.
—Sólo vamos a la carretera —dije, intentando sonar calmada—. Tenemos que tomar una combi a la ciudad.
El hombre nos enfocó con la linterna directo a la cara. Parpadeé, cegada.
—¿Ustedes son los de la casa de Rogelio? —preguntó.
Tragué saliva.
—Somos visitantes —respondí—. Pero ya nos tenemos que ir.
Por un segundo, pensé que él también estaba metido en lo del “pacto”. Que nos iba a detener, a entregar.
Pero entonces oí acercarse la camioneta, y el hombre también la escuchó. Su rostro cambió.
—Si esos cabrones te están persiguiendo —dijo, bajando la voz—, entonces más te vale que te apures. Tú vete por aquí —señaló hacia una subida, donde había un pequeño puente peatonal sobre una zanja—. Si cruzas y sigues derecho, llegas al entronque principal. Las combis pasan hasta las once. Yo voy a ganarles el paso, a ver si los entretengo tantito.
—¿Por qué nos ayuda? —pregunté, desconfiada hasta del aire.
Él escupió al piso, con desprecio.
—Porque yo también crecí con esas mamadas de “pactos” y “protecciones” —dijo—. Y sé cómo terminan las mujeres que no corren. Muévete ya, antes de que me arrepienta.
No esperé más. Jalé a Mateo hacia el puente. Mientras subíamos, oí la camioneta llegar al cruce donde habíamos estado.
—¿Vio pasar a una mujer con un niño? —gritó alguien desde el vehículo.
El hombre de la linterna contestó algo que no escuché bien, pero sonó convincente. La camioneta siguió hacia otra dirección.
Cuando llegamos al otro lado, mi respiración era un desastre. Pero la carretera estaba cerca.
—Mamá… —dijo Mateo, con un hilo de voz—, ¿nos quieren hacer daño?
No quería mentirle más.
—Sí, hijo —respondí—. Por eso nos estamos yendo. Y por eso eres muy valiente por correr conmigo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. Sólo apretó mi mano más fuerte.
Llegamos al entronque. Un letrero verde indicaba “Hacia Pachuca”.
La primera combi que pasó no se quiso detener; iba llena. Yo levanté la mano desesperada, pero el chofer sólo tocó el claxon y siguió.
Por un momento, sentí pánico puro. ¿Y si no conseguíamos transporte? ¿Y si nos alcanzaban?
—Va a venir otra —me dije, más para mí que para Mateo.
Cinco minutos después, apareció un taxi de esos viejos, sin distintivos oficiales, sólo un carrito blanco con un letrero de “Servicio”.
Se detuvo a nuestro lado.
—¿A dónde van, señora? —preguntó el conductor.
—A Pachuca —respondí—. Pero no traigo mucho dinero, sólo lo justo… Mire, le pago lo que tengo.
Él me miró unos segundos. Luego, vio a Mateo, sudando, con los ojos rojos.
—Súbanse —dijo—. Ya vemos cómo nos arreglamos.
6. El camino de regreso
Cuando el taxi se incorporó a la carretera, sentí que por fin podía soltar un poco el aire que había estado conteniendo. Las luces del pueblo se fueron haciendo pequeñas detrás de nosotros.
—¿Quiere que ponga música? —preguntó el conductor, intentando quizás aligerar el ambiente.
—Como quiera —respondí.
Puso una estación random. Salió una canción de banda, esa que dice que “ya supérame”. Casi me reí del sarcasmo del universo.
Mateo se recargó en mi hombro.
—Mamá —susurró—, ¿ya estamos a salvo?
Miré por la ventana. La noche, la carretera, los trailers.
—Estamos más seguros que allá —dije—. Pero no vamos a cantar victoria hasta estar en la casa. ¿Sí?
Asintió, los ojos a medio cerrar.
El chofer nos miraba por el retrovisor de vez en cuando.
—No me meto en la vida de mis pasajeros —dijo—, pero… se ven como si hubieran salido de una buena bronca.
—Algo así —contesté.
Pensé en inventar una historia. Luego, simplemente, le dije una parte de la verdad.
—Estábamos con unos familiares que… se creen dueños de todo. Y querían hacer algo muy feo. Nos salimos a tiempo.
El chofer apretó los labios.
—Las familias pueden ser más peligrosas que los extraños —comentó—. Uno piensa que porque traen la misma sangre ya tienen la razón. Y no. Uno tiene que saber cuándo decir “hasta aquí”.
Sus palabras me dieron un poco de paz.
Mateo se quedó dormido a mitad de camino, rendido por el cansancio y la tensión.
Yo no.
Todo el trayecto estuve pensando en Remedios. En su mirada, en cómo me dio la llave sin exigir nada a cambio. En el hombre de la linterna. En la camioneta que casi nos alcanzaba.
Me pregunté qué estaría pasando en la casa en ese momento.
7. La llamada
Llegamos a Pachuca casi a medianoche. El chofer nos dejó frente a mi casa, esa pequeña construcción de dos pisos, con reja blanca y una macetita de bugambilia en la entrada.
—¿Cuánto le debo? —pregunté, buscando mi cartera.
Él vio el barrio, la hora, el cansancio en mi cara.
—Lo que traigas —dijo.
Le entregué el dinero que tenía. No era mucho.
—Es poco, lo sé…
—Con que hayan llegado bien —respondió—. Cuídese, señora. Y cuide al chamaco. Se les ve la buena madera.
Me quedé un segundo en la banqueta, viendo cómo se alejaba.
Luego, cargué a Mateo como pude —ya estaba grande, pero el amor da fuerza— y entré a la casa.
Lo acosté en su cama sin quitarle más que los tenis. Le puse una cobija encima. Él apenas se movió.
Yo me duché rápido, como si el agua pudiera quitarme el miedo pegado a la piel. Luego, me senté en la mesa del comedor, con el celular en la mano.
Tenía varias llamadas perdidas de Teresa y mensajes de números que no tenía registrados:
“¿Qué te pasa, Lucía?”
“Sólo era una tradición, no seas paranoica.”
“Le estás enseñando cosas feas al niño.”
“¿Qué te dijo esa vieja loca de Remedios?”
“Si nos acusas con alguien, te arrepentirás.”
“Estás exagerando todo.”
Ninguno de los mensajes decía: “¿Están bien?”. Sólo reproches, amenazas veladas, manipulación.
Apagué el celular. Lo dejé boca abajo en la mesa.
Estaba a punto de irme a acostar cuando sonó el teléfono fijo, ese que casi nunca usábamos. Me sobresalté. Eran pocos los que tenían ese número.
Contesté con la voz ya cansada:
—¿Bueno?
—Lucía —dijo una voz anciana, al otro lado—. Soy Remedios.
Me recargué en la pared, sorprendida.
—¿Cómo consiguió este número?
—Nada pasa en un pueblo sin que una vieja chismosa como yo se entere —rió, ahogada—. Una vecina de tu mamá me lo dijo. Escucha, no tengo mucho tiempo.
Sonaba agitada.
—¿Qué pasó allá? —pregunté, ansiosa—. ¿Se dieron cuenta de que nos fuimos?
—Claro que se dieron cuenta —dijo—. Teresa gritó como loca. Rogelio se puso como toro. Subieron de todos modos al cerro, pero la mitad iban peleando entre ellos. Los hombres armados se habían quedado de ver con ellos, pero no llegaron. Parece que también a ellos se les cayó la fe en el “pacto”.
Hizo una pausa, tosiendo.
—Eso es bueno —dije—. ¿O no?
—Es bueno que ya no tengan a quién entregarse —respondió ella—. Pero también es peligroso. Cuando los hombres se quedan sin ídolos, se sienten más libres de hacer estupideces por su cuenta.
—¿Y usted? —pregunté—. ¿Está bien? ¿No la culpan de nada?
Se rió, amarga.
—Siempre me han culpado de todo —dijo—. No va a cambiar. Pero al menos esta vez puedo decir que, por una vez, usé esa fama para algo que valiera la pena.
Su voz se ablandó.
—Gracias por hacerme caso, Lucía. No todas lo hacen. Algunas dudan demasiado tiempo.
Sentí un nudo en la garganta.
—Gracias a usted por avisarme. Y por la llave. No sé cómo pagarle.
—No tienes que pagarme nada —respondió—. Nada más no vuelvas. Ni tú ni Mateo. Y si algún día alguien pregunta por mí, sólo di que era una vieja metiche que un día decidió hacer algo bueno.
—No diga eso —protesté—. Usted…
Un golpe seco se escuchó del otro lado de la línea.
—¿Doña Remedios?
Se escucharon voces, gritos lejanos.
—¡¿Con quién está hablando?!
—¡Déjeme en paz, Rogelio, ya estoy vieja pero no soy estúpida!
—¿Le diste la llave a esa…?
La línea se cortó.
Me quedé con el teléfono pegado a la oreja, escuchando el tono muerto.
Las manos me temblaban.
No supe si volver a llamar o quedarme así. Al final, marqué de nuevo. Nadie contestó.
Colgué.
Por primera vez en mucho tiempo, recé. No a la figura de madera, ni a ningún santo específico. Sólo recé por una mujer vieja que, en una noche, había sido más familia para mí que toda la mesa del mole.
8. Después del sacrificio que no fue
Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y paranoia.
Alivio, porque estábamos en casa, porque Mateo volvió a la escuela, porque podía abrir la ventana y ver la calle sin miedo a ver una camioneta de San Gregorio estacionada afuera.
Paranoia, porque cada vez que sonaba un motor fuerte, creía que eran ellos. Porque cada número desconocido me parecía una amenaza. Porque no sabía qué había pasado exactamente en el cerro ni en la casa después de que colgué con Remedios.
Una semana después, sonó el timbre.
Casi brinco del susto. Fui a la puerta con el corazón a mil.
Era el mismo taxista que nos había traído aquella noche.
—Buenas tardes, señora —saludó—. ¿Se acuerda de mí?
—Claro —respondí—. ¿Pasó algo?
Él bajó la voz.
—Tuve que ir al pueblo ayer, por un encargo —dijo—. Pasé por la casa de los Vázquez. Se siente… raro el ambiente. Dicen que la viejita, la Remedios, se cayó por las escaleras y se rompió la cadera. Pero también dicen que la última noche hubo gritos, que alguien se enfrentó a Rogelio, que lo llamó asesino frente a todos. No me contaron detalles. Sólo quise venir a decirle que, sea como sea, hizo bien en largarse.
Sentí un hueco en el estómago.
—¿Se cayó? —repetí—. ¿Está viva?
Él se encogió de hombros.
—Eso dicen. La llevaron al hospital del pueblo. Ya está grande, quién sabe cómo salga. Pero la gente anda chismeando que la “vieja bruja” se volvió loca y que empezó a decir cosas de sacrificios. Algunos le creen. Otros no. Lo que sí es que el padre Tomás se fue del pueblo de repente. Y los del cerro ya no se han parado por ahí.
Tomé aire.
—Gracias por avisarme —dije—. De verdad.
—Nada más tenga cuidado —añadió el chofer—. Esa gente no va a olvidar tan fácil que los dejó plantados. Pero tampoco les conviene armar escándalo. Si empiezan a correr rumores de cultos raros y sacrificios, el gobierno se les viene encima. Yo creo que van a optar por hacerse tontos.
—Yo también —dije, más como deseo que como certeza.
—Si alguna vez necesita salir de prisa —agregó—, llámeme.
Me dio una tarjeta con su nombre: “Samuel Gutiérrez. Servicio particular”.
La guardé como quien guarda un amuleto.
9. Romper la cadena
Un mes después, me llamaron del hospital de San Gregorio. Era una enfermera.
—¿Usted es Lucía, la nuera de Remedios? —preguntó.
—No soy nuera de ella, pero sí la conozco —respondí—. ¿Cómo está?
—La señora pidió hablar con usted —dijo—. No sé cómo consiguió este número, pero ha estado insistiendo. No está muy bien de salud. Si puede, conteste.
Unos segundos después, oí su voz, más débil, pero aún con ese filo característico.
—Te dije que estaba vieja, no muerta —bromeó.
Sonreí, aliviada.
—¿Qué le hicieron? —pregunté—. ¿Fue de verdad una caída?
—Digamos que… tropecé con la paciencia de Rogelio —respondió—. Pero estoy entera. Los huesos se resienten, la lengua no.
—Me dijeron que se peleó con él frente a todos.
—Ay, niña, era ahora o nunca —dijo—. Les dije en su cara lo que llevaban años ocultando. Hablé de los “pactos”, de las ofrendas, de Adrián, de todo. Algunos se hicieron los locos. Otros se quedaron pálidos. No sé qué va a pasar después. Pero al menos ya no podrán fingir que no saben.
—¿Y el padre Tomás?
—Ese sí que corrió —respondió—. En cuanto vio que la cosa se calentaba, se largó. Esos hombres de sotana que juegan con lo sagrado son más cobardes que nadie.
Guardé silencio, procesando.
—Gracias —le dije, al fin—. Gracias por no quedarse callada.
—No me agradezcas tanto —respondió—. Lo hice por mí también. Para poder morirme un poquito más tranquila cuando me toque.
Su voz se suavizó.
—¿Y tú? ¿Cómo estás, Lucía?
Miré en ese momento a Mateo, que jugaba en la sala con una pelota, riendo, sin saber que hablábamos de la noche que pudo cambiarle la vida para siempre.
—Estoy… empezando de cero —dije—. No es fácil. A veces me da miedo todo. A veces me siento fuerte. Pero ya no siento que debo nada a nadie más que a mi hijo. Ni siquiera a la memoria de Adrián. Y eso… eso es raro, pero se siente bien.
—Eso se llama vivir por ti —contestó Remedios—. Casi nadie lo logra. La mayoría vivimos por el qué dirán, por la familia, por el miedo. Tú rompiste una cadena, niña. No dejes que nadie te la vuelva a poner.
—No lo haré —prometí.
Antes de colgar, me dijo algo que se me quedó grabado.
—Te van a decir egoísta, ingrata, loca. Te van a decir que exageraste esa noche, que “no era para tanto”. No les creas. La gente que nunca ha escapado no soporta ver a alguien que sí lo hizo.
Colgamos.
10. Un año después
Pasó un año.
Yo conseguí un mejor trabajo en un pequeño despacho contable en Pachuca. No era la gran cosa, pero pagaba lo suficiente para no estar contando cada peso. Mateo creció, se volvió más flaco y más alto, empezó a hablar de la secundaria y del fútbol con una pasión que me hacía gracia.
De la familia de Adrián supe poco.
Alguna tía llamó una vez para preguntarme si “de verdad iba a acusarlos con la policía”. Les colgué sin responder. Nunca los denuncié oficialmente; no tenía pruebas, sólo historias. Pero también supe, por chismes indirectos, que varios vecinos habían ido a hablar con las autoridades sobre “reuniones raras” en la capilla del cerro. El asunto nunca llegó a nada concreto, pero el miedo cambió de bando.
Del padre Tomás nunca más se supo en el pueblo.
De Remedios supe que salió del hospital, que volvió a su casa con un bastón, que ya no subía cerros pero seguía recibiendo visitas de mujeres que querían hablar “de cosas que no se cuentan en misa”. Se había vuelto, más que “la bruja”, una especie de consejera incómoda.
Mateo y yo no volvimos a San Gregorio. Ni para fiestas, ni para entierros, ni para nada.
Una noche, sin embargo, mientras lavaba los trastes después de cenar, él me preguntó:
—Mamá, ¿me vas a contar algún día qué pasó de verdad en la casa del pueblo?
Me sequé las manos. Lo miré.
—¿Qué crees tú que pasó? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Sé que nos fuimos corriendo —dijo—. Sé que la familia se enojó. Sé que usted estaba muy asustada. Y sé que usted nunca se asusta por cualquier cosa. Pienso que… querían que nos quedáramos para algo malo.
Me sorprendió la madurez de sus palabras.
—Sí —dije—. Querían hacer algo muy malo. Algo que no estás listo para escuchar con todos los detalles. Lo importante es que tú y yo decidimos juntos irnos. Que confiaste en mí. Y que eso nos salvó.
Él asintió, serio.
—Entonces… hice bien en jugar a los espías —dijo, con una pequeña sonrisa.
Me reí.
—Fuiste el mejor espía de la noche.
Se quedó pensativo.
—¿Cree que ellos algún día cambien? ¿Que dejen de hacer cosas malas?
Suspiré.
—No lo sé —respondí—. A veces la gente necesita tocar fondo para cambiar. A veces ni así. Pero ya no es nuestra responsabilidad. Nuestra responsabilidad es no repetir esas cosas. No creer que se justifica hacerle daño a alguien porque “así son las tradiciones” o “así se protege a la familia”.
Él se levantó de la silla, se acercó a abrazarme.
—Yo no voy a hacerle eso a mi familia —dijo, con la determinación de alguien que todavía no tiene familia propia—. Ni a mis amigos.
—Eso espero —contesté, abrazándolo fuerte—. Y si algún día sientes que yo estoy cruzando una línea, también quiero que me lo digas. No quiero convertirme en alguien que se cree dueña de tu vida.
—Nunca sería como ellos —dijo—. Usted me dejó correr.
Sentí las lágrimas picarme los ojos, pero esta vez eran ligeras, no pesadas.
—Corrimos juntos —corregí.
En ocasiones, todavía sueño con la mesa de esa noche. Con el mole, las velas rojas, la figura de madera sonriendo desde el altar. Con la voz de Remedios en mi oído diciéndome: run with your son or you will be the sacrifice tonight.
Pero en el sueño, ahora, siempre hay una escena que no pasó en la realidad, pero que mi mente insiste en añadir: me veo de pie, tomando a Mateo de la mano, viendo a toda la familia a los ojos y diciendo en voz alta, frente al altar:
—Yo no nací para ser sacrificio de nadie.
Luego, doy media vuelta y salgo por la puerta principal, no por el portón trasero, sin esconderme, sin pedir permiso.
Quizás algún día, si la vida lo exige, tenga que hacer algo parecido, pero despierta. Decir “no” en voz alta, frente a quien sea.
Por ahora, me basta con saber que aquella noche escogí la vida. La mía y la de mi hijo. Que escuché a una anciana a la que todos llamaban loca. Que hice caso al miedo sano, ese que te dice “corre” cuando la mesa deja de ser familia y se convierte en altar.
Y que, aunque nadie lo supo más que nosotros, rompimos una cadena que llevaba generaciones apretando cuellos.
Tal vez, en algún lugar de San Gregorio, Remedios se sienta en su sillita de plástico, mira hacia el cerro y se ríe, sabiendo que al menos una mujer y un niño no fueron parte de la cuenta de esa noche.
Yo, desde mi cocina en Pachuca, le contesto la risa en silencio.
Porque sí, aquella cena estuvo llena de amenazas, de tradiciones torcidas y de planes oscuros. Pero al final, el sacrificio que iban a hacer… no se hizo.
Y a veces, sobrevivir es la victoria más grande.
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