El fotógrafo me llamó desesperado: lo que descubrió en las fotos de mi boda desató una guerra familiar imposible de detener

1. La llamada que me rompió el estómago

Todo empezó un martes cualquiera, casi dos semanas después de mi boda.

Yo estaba sentada en la barra de la cocina de mi departamento en Guadalajara, todavía con arreglos florales medio secos en jarrones improvisados —botes de mole, tazas, una licuadora sin vaso— cuando sonó mi celular.

En la pantalla apareció:
LEO FOTÓGRAFO BODA.

Lo conocía como el buen Leo, el fotógrafo que mi prima me había recomendado porque “sacaba fotos bien perras, bien de revista”. Un tipo de cuarenta y tantos, con barba entrecana, lentes cuadrados y una calma rara en el mundo de las bodas, donde todo mundo corre y grita.

—¿Bueno? —contesté, con la voz medio cansada.

—¿Mariana? —se escuchaba agitado, como si hubiera subido escaleras corriendo.

—Sí, soy yo. ¿Todo bien, Leo? ¿Ya tienes algunas fotos? Mi mamá me mata si no le enseño algo esta semana.

Silencio. Un silencio raro.

—Necesito que vengas al estudio —dijo al fin—. Pero… sola.

Fruncí el ceño.

—¿Sola? ¿Por qué? ¿No puedes mandarme un adelanto por Whats?

—No —respondió, tajante—. Esto lo tienes que ver aquí. En persona.

Sentí un cosquilleo incómodo en el estómago.

—Oye, ¿pasó algo? —pregunté—. Me estás asustando.

—Mariana, no sé cómo decirte esto por teléfono —suspiró—. Revisando las fotos de tu boda vi… algo. Algo muy feo. Y tienes que verlo tú primero, antes que nadie. Por favor, ven lo antes posible.

El corazón se me aceleró.

—¿Algo feo cómo? ¿Salgo gorda? —intenté bromear, pero la voz me salió temblorosa.

Leo no se rió.

—No es eso. Es algo… serio. Y va a causar problemas cuando lo veas. Por eso quiero que estés tú sola. Te doy la dirección, vienes y te explico.

Apunté la dirección en una servilleta manchada de salsa.

—En una hora estoy allá —dije.

—Te espero —contestó—. Y maneja con cuidado.

Colgué y me quedé viendo el teléfono como si fuera a explotar.

“Algo muy feo”.
“Serio”.
“Va a causar problemas”.

Las palabras se repetían como eco.

Miré el anillo en mi mano izquierda, todavía extraño, pesado, brillando más de lo que debería. Me acordé del vestido, de la música, del mariachi, del tequila. De la boda que apenas estaba asimilando.

Y por primera vez, desde ese día, sentí algo parecido al miedo.


2. Antes del “sí, acepto”

Me llamo Mariana Gómez, tengo veintiocho años y hasta hace catorce días creía que finalmente estaba entrando a la etapa “adulto responsable” de la vida: casada, con departamento semiamueblado, con un marido formal y una suegra metiche pero manejable.

Conocí a Andrés Herrera hace tres años, en un congreso de marketing en la Ciudad de México. Yo había ido por la chamba —trabajo en una agencia de publicidad en Guadalajara— y él por su propia empresa, una mini startup de apps que cada año cambiaba de idea pero nunca moría.

Lo primero que noté fue su risa. Fuerte, sincera, de esas que hacen voltear a las mesas de al lado. Lo segundo, sus manos: siempre moviéndose, explicando algo, llenas de tinta de plumón por escribir en pizarrones. Y lo tercero, su familia.

Porque con Andrés no venía solo Andrés. Venía el paquete Herrera–De la Mora, encabezado por la señora Livia, su mamá, una mujer flaquísima, elegantísima, con el pelo perfecto y opiniones sobre absolutamente todo. Y cuando digo todo, es todo.

—¿Te vas a poner ese color de labial para la cena de compromiso, Marianita? —me dijo la primera vez que cené en su casa—. Es que el rojo… ya sabes, luego en las fotos parece como… vulgar.

Sonrió, como si su comentario fuera dulce. Yo apreté la servilleta.

—Es el único que me traje en la bolsa —respondí, con una sonrisa igual de falsa.

Andrés me apretó la pierna bajo la mesa, en plan “aguanta, porfa”. Y yo aguanté. Porque lo quería. Porque era atento, cariñoso, trabajador. Porque con él me veía teniendo hijos corriendo por la sala, fiestas de cumpleaños con piñatas de dinosaurios y domingos de chilaquiles.

Nuestra boda fue una negociación entre dos mundos.

Mi mamá, Doña Carmen, quería una boda grande, con banda, mariachi, vals de quince años, mesa de shots y un vestido que se viera desde la carretera.

La señora Livia quería algo “más elegante”: una ceremonia pequeña, sobria, con violines, menú de cinco tiempos y nada de banda “porque se ve muy naco en los videos”.

Al final, hicimos algo en medio: una boda en una hacienda a las afueras de Guadalajara, con mariachi temprano y DJ después, con centro de mesa con flores blancas y velas, y con un vestido que era un sueño para mi mamá y un problema para mi suegra.

—Ese escote, Marianita… —dijo Livia en la prueba de vestido—. Bueno, si tú te sientes cómoda…

Yo ya estaba acostumbrada. Lo que no esperaba era que ese día, el día que tanto habíamos planeado, se convirtiera en una bomba de tiempo.


3. El día perfecto (a medias)

El 15 de abril amaneció soleado, con ese tipo de luz que solo tiene Jalisco cuando no está lloviendo: todo parece más nítido, más vivo.

Me desperté en casa de mis papás, en la colonia Chapalita. La sala estaba llena de arreglos florales, cajas con recuerdos, bolsas con dulces típicos, y mi mamá corriendo de un lado a otro.

—¡Mariana, levántate ya! El maquillaje es a las nueve, el peinado a las diez, Leo llega a las once para las fotos del “getting ready” y tu papá no encuentra sus gemelos —gritaba desde la cocina.

Me levanté con el corazón acelerado. No porque estuviera nerviosa de casarme con Andrés —eso, curiosamente, estaba muy claro en mi cabeza—, sino por todo lo demás: el protocolo, la familia, las expectativas.

Leo llegó puntual. Se instaló en la recámara de mis papás, donde yo me estaba arreglando.

—A ver, Marianita, siéntate junto a la ventana, eso, mira hacia afuera, como si estuvieras pensando si sí te quieres casar —bromeó.

Me hizo reír. El ambiente era ligero.

Entró mi mejor amiga, Paulina, con una caja de donitas glaseadas y cara de desvelada.

—Te traje desayuno de campeona —anunció—. No vas a aguantar el vestido si no comes algo.

Paulina era mi cómplice de toda la vida: amiga desde la secundaria, compañera de peda, confidente de todos mis crushes. Ella fue quien me dijo “ándale, sal con él” cuando yo dudaba de darle una oportunidad a Andrés.

—¿Y el novio? —preguntó, mordiéndose una donita.

—En la hacienda, creo —respondí—. Se iba a arreglar ahí con los padrinos.

Leo iba tomando fotos de todo: mi mamá llorando por nada, mi papá fingiendo que no estaba nervioso, Paulina haciéndome caras en el espejo, yo con el vestido medio puesto.

—Te ves hermosa, hija —dijo mi mamá, con la voz quebrada—. Pareces muñequita.

Me vi en el espejo y no me reconocí. Entre el peinado, el maquillaje y el vestido de encaje, parecía… otra. Una versión más frágil de mí misma.

—Nada de llorar todavía —dijo Leo—. Si no, se corre el rímel. Guarden las lágrimas para la iglesia.

Reímos todos.

Lo que nadie sabía era que, mientras yo me ponía pestañas postizas, en la hacienda ya habían empezado las tensiones.


4. La otra discusión

Supe después que en la hacienda, mientras colocaban las flores en el arco de la ceremonia y los meseros repartían copas, Andrés estaba teniendo su propia batalla.

Me lo contó él días más tarde, cuando todo se había derrumbado.

Estaba en la suite nupcial de la hacienda, planchando por encima su saco porque decía que le veía arrugas imaginarias, cuando entró su mamá, Livia, con cara de funeral.

—Hijo, tenemos que hablar —dijo, cerrando la puerta.

—Má, no empieces —respondió él, mirándose al espejo—. Hoy no, por favor.

—Precisamente porque es hoy —insistió—. No quiero que después digas que no te advertí.

Andrés suspiró.

—¿De qué hablas?

—De Mariana y su familia —dijo, sin rodeos—. No estoy tranquila, hijo. Ya viste cómo son. Todo es fiesta, gente, ruido. ¿Tú crees que es buena idea unirnos a ellos de esta manera? A tu papá le preocupa que se cuelguen de ti, de lo que has construido.

Andrés soltó una carcajada seca.

—¿Qué he construido, má? Una startup que apenas da para pagar la renta de nuestro depa. Deja de dramatizar.

—No es dramatizar —replicó—. Es prevenir. Mariana es buena niña, no digo que no, pero… mírala. ¿Tú crees que está lista para la vida que tú quieres? Viajes, conferencias, crecer. Ella está muy pegada a su mamá, a Guadalajara, a sus amigas. ¿De verdad…?

Andrés le dio la espalda.

—Ya lo hablamos mil veces. Sí, quiero estar con ella. Sí, quiero casarme. Sí, entiendo que venimos de familias diferentes. Pero es MI decisión, má. Hoy no voy a echarme para atrás.

Livia apretó los labios.

—Solo acuérdate de esto cuando se te empiece a caer el mundo encima —murmuró—. No digas que nadie te lo dijo.

Salió dando un portazo suave, pero firme.

Andrés se quedó viendo el traje colgado en la puerta.

—Ya estoy bastante nervioso —se dijo al espejo—. No me jodas.

En ese momento, alguien tocó la puerta.

—¿Se puede? —entró Sofía, la prima de Andrés, con quien siempre había tenido una relación muy cercana, casi como de hermanos.

—Pásale —dijo él, agradecido de ver otra cara.

Sofía le llevó una cajita.

—Te mandó esto Mariana —explicó—. Dice que no lo abras hasta que estés completamente vestido.

Andrés sonrió por primera vez en la mañana.

—Gracias, Sofi.

—¿Todo bien? —preguntó ella, notando la tensión en su rostro.

—Sí… cosas de mi mamá —respondió.

Sofía puso cara de “otra vez”.

—No le hagas caso. Ya estás aquí, hermano. Eso es lo que importa. Y Mariana se ve… no manches, hermosa.

Andrés respiró hondo.

—Entonces… vamos a casarnos.

Y se casaron. Al menos, eso parecía.


5. Llegada a la hacienda

Cuando llegamos a la hacienda, ya con el vestido listo y el velo en su lugar, sentí que todo se me venía encima.

La Hacienda Los Álamos estaba llena de flores blancas, listones, mesas redondas con manteles marfil y centros de mesa altos con velas flotantes. Había un arco decorado con bugambilias y rosas donde sería la ceremonia civil, y más allá la iglesia pequeña para la misa.

Leo no paraba de tomar fotos: yo bajando del coche, mi papá ayudándome con el velo, mi mamá arreglándome el escote por décima vez.

—Sonríe como si de verdad quisieras casarte, Marianita —bromeó.

—Cállate, Leo —reí—. Si no, me echo a correr.

Entré a la iglesia del brazo de mi papá, con el clásico combo: marcha nupcial, la mirada de todos encima, celulares grabando, tías llorando.

Busqué a Andrés con la mirada. Ahí estaba, de pie junto al altar, con traje azul marino, corbata gris y una expresión que mezclaba amor, miedo y algo más que entonces no supe leer.

Nos vimos, y el mundo se hizo un poco más pequeño.

La misa pasó en una mezcla de risas nerviosas y sermón del padre sobre el compromiso, el amor y Dios. Intercambiamos anillos, nos dimos el beso pactado, los invitados aplaudieron como si hubiéramos ganado la liguilla.

Todo parecía salir perfecto.

Hasta la fiesta.


6. La pelea en plena fiesta

El banquete empezó sin contratiempos. Los meseros servían crema de chile poblano, luego filete de res con salsa de tamarindo, luego el pastel de tres pisos. El mariachi tocó “Si nos dejan” mientras todos nos hacían rueda para que bailáramos.

Leo se movía como sombra, tomando fotos de todo: mi papá brindando, mis amigas haciéndome coro, Andrés levantando a su sobrino en la pista.

La tensión empezó con algo mínimo: una canción.

—¡Que pongan banda! —gritaron mis primos, ya con tequila encima.

—No, ya les dijimos que no —respondió Livia, visiblemente molesta—. Quedamos en que solo DJ.

Mi mamá se acercó.

—Ay, Livia, un ratito de banda no le hace daño a nadie —dijo—. Estamos en Jalisco, por Dios.

—Precisamente —contestó la suegra—. Por eso quise que fuera diferente.

Andrés intervino.

—Si mi mamá no quiere, pues no —dijo—. Ya pusimos al mariachi, ma. ¿No es suficiente?

Mis primos empezaron a chiflar.

—¡Ya se nos volvió fresa el muchacho! —bromeó uno.

Yo intenté mediar, riendo.

—A ver, tranquilos, pongan de todo, ¿no? Una de banda, una de reguetón, una de Luis Miguel, y ya.

El DJ, confundido, buscaba con la mirada a alguien que le diera una instrucción clara.

Al final, ganó mi mamá: sonó “El sinaloense” y mis tíos se metieron a la pista como si no hubiera mañana. Livia se fue a sentar, ofendida.

Yo me acerqué a Andrés.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí —respondió, pero se veía tenso.

—Sabes que esto iba a pasar —le dije—. Somos muchos, todos quieren que su canción suene. No te lo tomes tan a pecho.

Él me sonrió apenas.

—Ahorita vengo, voy al baño —dijo.

Se fue caminando entre las mesas, saludando a gente, tomando tragos que le ofrecían. Leo lo siguió con la cámara, porque necesitaba fotos del novio también.

En ese momento, se acercó mi suegra.

—Mariana —dijo, con la boca apretada—. ¿Era necesario poner banda? Estaban los del trabajo de tu suegro, la familia de tu padre. Parece una cantina.

—Livia, solo es un ratito —respondí—. Luego volvemos al DJ. La gente se está divirtiendo.

—La gente —repitió—. Siempre “la gente”. ¿Y nosotros? ¿Nuestra imagen? ¿Te imaginas los videos? Tú ahí, con ese escote, brincando con banda… ¿Eso quieres que quede para siempre?

Sentí cómo se me subía la sangre a la cara.

—Señora —dije, tratando de mantener la calma—. Con todo respeto, esta también es mi boda. Y yo quiero que mi familia esté contenta.

—Claro —respondió, sarcástica—. Siempre tu familia primero.

—Eso no es justo —dije.

Empezamos a discutir. Al principio en voz baja, luego con un tono que empezó a llamar la atención.

—Má, ya, por favor —intervino Andrés, que acababa de regresar—. Hoy no.

—Tu esposa no entiende límites —dijo Livia.

—Y usted no entiende que hoy es MI día también —contesté.

La pelea subió de tono. Mi mamá se metió, mi suegro también, mis tíos, las tías. Pronto, media boda estaba opinando. Unos defendían a Livia: “es la mamá del novio, hay que respetarla”. Otros me defendían a mí: “pues si no quería ambiente, que se hubieran casado solos en un salón de té”.

Leo, por instinto, tomó algunas fotos desde lejos. No de gritos, pero sí de caras tensas, manos señalando, miradas cruzadas.

La discusión terminó cuando el DJ, sin saber qué hacer, puso “Caballo Dorado” y mis amigos me jalaron a la pista a la fuerza. Nos pusimos a brincar en fila, como si nada hubiera pasado, aunque por dentro estábamos rotos.

Yo pensé que el “problema de la boda” sería ese: la bronca con mi suegra. El típico chisme familiar.

No imaginé que, escondido entre tantas fotos, había algo mucho peor.


7. El estudio de Leo

Volviendo al presente, estacioné mi coche frente al estudio de Leo, en una calle tranquila de la colonia Americana. Era una casa adaptada: fachada vieja, interior moderno, paredes blancas llenas de fotos de novios, quinceañeras, bebés dormidos en canastitas.

Leo me recibió en la puerta. Traía la misma barba desordenada, pero el gesto preocupado.

—Pásale, Marianita —dijo.

—Me estás dando miedo, Leo —respondí, intentando sonreír.

Me llevó a una sala con un sillón gris y una mesa con café y galletas. En una esquina, su computadora con una pantalla enorme mostraba varias miniaturas de fotos: yo con mi vestido, Andrés con sus amigos, la hacienda iluminada de noche.

—¿Quieres café? —preguntó.

—No, gracias —dije—. Solo dime qué está pasando.

Se sentó frente a la computadora, respiró hondo.

—Mira —empezó—. Cuando termino una boda, siempre hago una primera selección de fotos: borro las movidas, las que salen cerrando los ojos, esas cosas. Ayer me puse con las tuyas. Todo normal al principio. La sesión previa en la hacienda, la misa, el brindis, la pista. Hasta que llegué a una serie de fotos que tomé en el pasillo, hacia el baño.

Se me heló la sangre.

—¿Qué… qué pasa con esas fotos?

Leo hizo clic. La pantalla se llenó con una imagen.

Era yo, en la pista, riendo con mis amigas. Al fondo, desenfocado, se veía un pasillo que llevaba a la parte trasera de la hacienda.

—Aquí no se ve nada raro, ¿no? —dijo.

Negué con la cabeza.

—Ahora esta —clic.

Otra foto: yo abrazando a mi papá, con el mismo pasillo de fondo. Pero ahora había dos figuras borrosas al final del corredor.

—¿Ves eso? —preguntó, señalando.

Entrecerré los ojos.

—¿Quiénes son?

—Al principio pensé que eran dos invitados cualquiera —respondió—. Hasta que amplié.

Hizo zoom. El grano de la imagen aumentó, pero se distinguía claramente: un hombre de traje azul marino, una mujer con vestido rojo. Él tenía la mano en la cintura de ella, muy cerca. Ella le tocaba la cara.

Sentí un latigazo de reconocimiento.

—Ese… ese es Andrés —susurré.

Leo asintió, serio.

—Y ella —continuó— es Paulina, ¿no?

Me faltó el aire.

La imagen, aunque borrosa, era clara en lo esencial: mi marido, el día de nuestra boda, en un pasillo oscuro, con mi mejor amiga.

Leo hizo clic de nuevo.

En la siguiente foto, tomada tal vez dos segundos después, la escena era más nítida: Andrés inclinado hacia ella, Paulina con los ojos cerrados, sus bocas prácticamente juntas.

—No… —susurré.

—Hay más —dijo Leo, en voz baja—. Pero con estas basta para que entiendas.

Sentí como si me arrancaran el piso. Me agarré del respaldo del sillón.

—Esto… —intenté articular—. Esto puede ser un ángulo raro, una mala toma, una luz… No… no tiene que ser lo que parece.

Leo no me miró con lástima, sino con honestidad.

—Mariana, ya he visto muchas bodas, muchas parejas, muchos dramas —dijo—. Esto no es un “ángulo raro”. Es lo que parece. Y hay una secuencia completa. No te traje aquí para que sufras. Te traje porque, si yo te entrego esto en USB y tu mamá o tu suegra lo ven primero, se arma un infierno. Era justo que lo vieras tú antes que nadie.

Me cubrí la cara con las manos. Sentí una mezcla de náusea, rabia, vergüenza.

—¿Y… estás seguro que nadie más lo ha visto? —pregunté.

—Absolutamente —respondió—. Solo yo. Y tú, ahora.

Tomé aire como pude.

—¿Me las puedes enseñar todas? —pedí—. Quiero ver todo.

Leo dudó.

—¿Estás segura? No tienes que…

—Sí —lo interrumpí—. Si hay algo más, prefiero verlo yo primero. Todo. Ahorita.

Asintió y empezó a avanzar la secuencia.


8. La secuencia del pasillo

Foto uno: Andrés caminando hacia el pasillo, mirando hacia atrás, como asegurándose de que nadie lo veía. Paulina unos pasos detrás, con un vaso de tequila en la mano.

Foto dos: los dos de espaldas, entrando al pasillo, donde la luz es más tenue. Ella algo ladeada, como si se tambaleara.

Foto tres: Andrés la sostiene por la cintura, ayudándola a no tropezar. Hasta ahí, podría ser normal: un amigo ayudando a una amiga borracha.

Foto cuatro: los dos arrinconados junto a una columna, más cerca de una puerta. Paulina con la espalda contra la pared, Andrés inclinado hacia ella. Sus caras tan cerca que casi se besan.

Foto cinco: el casi–beso, boca con boca.

Foto seis: Paulina girando la cabeza un poco, la mano de Andrés en su mejilla.

Foto siete: él separándose, con una expresión que no alcanzaba a distinguirse bien.

Me ardían los ojos.

—No puede ser… —repetía, más para mí que para Leo—. No puede ser.

Él guardó silencio.

—¿Tienes fotos de después? ¿De cuándo regresan? —pregunté.

—Sí —dijo—. Mira.

Clic.

Ahora estaban en la pista de nuevo. Paulina bailando con mis amigas, riendo. Andrés conmigo, tomándome de la mano, levantando mi brazo mientras el DJ ponía “Tusa”. Ninguno parecía… distinto. Si no supiera lo del pasillo, esa foto habría sido una más.

Me sentí ridícula.

—Yo estaba ahí… bailando con él… abrazándolo… —murmuré—. Y ella… mi mejor amiga…

Las manos me temblaban.

—A veces la gente hace estupideces en las bodas —dijo Leo, despacio—. El alcohol, los nervios… No estoy justificando nada. Pero sí sé que estos momentos pueden destruir familias si no se manejan con cuidado.

Lo miré.

—¿Qué harías tú?

Leo negó con la cabeza.

—No puedo decirte qué hacer —respondió—. Yo solo soy el que aprieta el botón de la cámara. Pero te puedo decir algo: tú tienes el control de estas fotos. Nadie más. Todavía. Decide con calma qué quieres hacer con ellas.

Me quedé callada un largo rato.

En mi cabeza se mezclaban imágenes: Andrés pidiéndome matrimonio en el mirador de Chapultepec, Paulina ayudándome a elegir mi vestido, los dos bailando conmigo en la despedida de soltera. Y ahora, ellos dos en ese pasillo.

Algo en mí se endureció.

—Leo —dije, con la voz más firme de lo que me sentía—. Quiero que me guardes estas fotos solo a mí. No las incluyas en el álbum, ni en el USB que les des a mis papás, ni en nada. Haz dos carpetas: una para “la boda bonita” y otra solo para mí. ¿Se puede?

Asintió.

—Claro. Lo que tú me digas.

—Y mándame estas fotos del pasillo a mi correo. Todas. Sin marca de agua.

Leo me miró, midiendo mis intenciones.

—¿Qué vas a hacer?

Lo pensé un segundo.

—Voy a hablar con él —dije—. Pero primero voy a hablar con ella.


9. La confrontación con Paulina

Salí del estudio con las piernas flojas. Me subí al coche y me quedé un rato con las manos en el volante, sin arrancar. El celular vibraba: notificaciones de Instagram, un mensaje de mi mamá preguntando si ya había visto fotos, uno de Andrés diciendo “amor, nos vemos en la noche, tengo junta”.

Ignoré todo.

De camino al departamento de Paulina, el correo de Leo entró: “Secuencia pasillo boda Mariana – CONFIDENCIAL”. No tuve valor de abrirlo otra vez ahí, manejando.

Paulina vivía en un departamento compartido con otra amiga, cerca de Chapultepec, donde todo siempre huele a café y cigarro. Toqué el timbre y escuché su voz desde el interfón.

—¿Quién?

—Soy yo, Marian —respondí, esforzándome por sonar normal.

—¡Amiga! —gritó—. Sube, estoy en pijama pero ya, equis.

Subí las escaleras. Me abrió la puerta con un chongo mal hecho y una playera de alguna banda. Al verme, me abrazó fuerte.

—Pensé que venías a enseñarme fotos de la boda —dijo—. Tu mamá no ha dejado de subir cosas al Face, ¿eh?

El abrazo me dolió.

—Justo vengo del estudio de Leo —dije, entrando.

—¿Y qué tal? ¿Salimos bien perras o no? —se rió.

La miré. Su cara de siempre, sus ojos grandes, la misma risa que me acompañó en mil pedas. Y de pronto, la imagen del pasillo sobrepuesta a esa realidad.

Me dieron ganas de vomitar.

—Pau —dije, cerrando la puerta—. Necesito hablar contigo. En serio.

Se dio cuenta de que algo estaba mal.

—¿Qué pasó? —preguntó, sentándose en el sillón.

Me senté frente a ella. Saqué el celular, abrí el correo de Leo y seleccioné una de las fotos, la más clara.

—Quiero que veas esto —dije, y le pasé el teléfono.

Paulina tomó el celular, al principio sin sospechar nada. Cuando la imagen se cargó, se quedó helada.

Su cara cambió de la broma a la incredulidad, luego al pánico.

—No… —susurró—. No, no, no.

La foto mostraba claramente el casi–beso en el pasillo. No había manera de negarlo.

—¿Qué es esto, Paulina? —pregunté, sintiendo que mi voz temblaba.

Ella se quedó viendo la pantalla, como si quisiera que se rompiera.

—Yo… —balbuceó—. Marian, no… no fue… no sabes todo.

—Entonces explícamelo —dije—. Porque desde aquí parece que el día de mi boda, mientras yo bailaba y me peleaba con mi suegra por la banda, tú estabas en un pasillo con mi esposo… casi besándote con él.

Paulina se tapó la boca con la mano.

—Mariana, por favor… No pasó nada. Te lo juro. Fue un segundo… una estupidez… estaba borracha, él también…

—¿Desde cuándo? —la interrumpí—. ¿Desde cuándo pasa esto?

—¡No “pasa”! —dijo, casi gritando—. No hay nada entre nosotros. No somos amantes ni nada de eso. ¡Soy tu amiga, no tu enemiga!

—¿Y esto qué es entonces? —le mostré otra foto.

En esa, su mano en la mejilla de él.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Fue… fue un impulso —dijo, llorando—. Mira, voy a decirte la verdad. Yo… yo estuve enamorada de Andrés un tiempo. Al principio. Cuando tú no le hacías caso. Él y yo nos llevamos muy bien, platicábamos de todo. Yo… confundí las cosas. Pero cuando ustedes se hicieron novios, yo lo enterré, te lo juro. Nunca pasó nada. Nunca… Hasta ese día.

Sentí un puñal.

—¿Hasta mi boda? —repetí—. ¿Te pareció buen momento para “confundir las cosas” otra vez?

Paulina se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Estaba tomada, Marian. Muy tomada. Andrés también. Tú estabas en la pista, bailando con tus tíos. Yo… lo seguí al pasillo porque… no sé, porque soy una pendeja. Le dije que estaba nerviosa, que no quería que se olvidara de mí solo porque ahora eras “la señora de Herrera”. Me puse dramática. Él me abrazó, me dijo que yo siempre iba a ser parte de la vida de los dos. Y… me acerqué de más. Quise besarlo. Él me apartó, te lo juro. Fue un segundo. Luego me dijo que estaba loca, que cómo se me ocurría, que tú eras su esposa. Me regresé a la pista y me puse a bailar como si nada. Él volvió contigo.

La imagen que me pintaba encajaba con la secuencia de fotos. En ninguna se veía un beso completo, solo la intención. Pero el daño ya estaba hecho.

—¿Y pensabas decirme algo? —pregunté.

Paulina bajó la mirada.

—No… —admitió—. Pensé que… si hacía como que no pasó, se iba a borrar. No quería arruinar tu boda, Marian. No quería perderte.

Me reí, amarga.

—¿Y qué crees que hizo esto? —señalé el celular—. Porque, aunque él te haya apartado, tú intentaste besarlo. Al hombre con el que me acababa de casar. Mi mejor amiga.

Paulina rompió en llanto.

—Lo sé, lo sé, soy una mierda de persona. No hay excusa. Solo… por favor, no pienses que hay algo entre nosotros. No hay. Fue mi error, no el suyo. Si vas a odiar a alguien, ódiame a mí.

Sus palabras me taladraron.

—¿Y él qué? —pregunté—. ¿Crees que lo voy a dejar irse limpio? Él estaba ahí. Él se dejó arrinconar en ese pasillo. No fue una aparición mágica.

—Pero él no te engañó —insistió—. Yo fui la que cruzó la línea. Él la regresó.

Me quedé callada, procesando.

Por más que quisiera culparla solo a ella, sabía que no era tan simple. Pero en ese momento, mi rabia estaba enfocada en los dos por igual.

—Necesito tiempo —dije al fin, levantándome—. No sé qué voy a hacer. No sé si puedo seguir siendo tu amiga. No sé si puedo seguir siendo su esposa. Solo… no me busques. No por ahora.

Paulina se levantó también, desesperada.

—Marian, por favor. No me saques de tu vida. Perdóname. Haré lo que quieras. ¿Quieres que le diga yo? ¿Quieres que desaparezca? Lo que sea…

Negué con la cabeza.

—Déjame pensar.

Salí del departamento sin despedirme. En las escaleras, sentí que las piernas me fallaban y tuve que sentarme un momento.

La guerra apenas comenzaba.


10. La noche de la verdad

Llegué a mi depa ya oscureciendo. Andrés todavía no estaba. Me mandó mensaje:

“Amor, ya salí de la junta. Llego en 20. ¿Quieres que lleve tacos?”

Lo vi aparecer en la pantalla, como si no hubiera un incendio en mi cabeza.

“Sí, de pastor” —contesté.

No sabía por qué había respondido eso, una parte de mí quería prolongar diez minutos más la ilusión de “vida normal” antes de hacer pedazos todo.

Cuando llegó, entró con olor a carne asada y cilantro. Me dio un beso en la frente.

—¿Todo bien, amor? —preguntó—. Te ves medio pálida.

Lo miré.

El mismo hombre que me había prometido amor eterno frente a un altar, el que me traía tacos sin preguntar, el que me abrazaba por las noches cuando creía que nadie lo veía.

Y también el hombre que había estado en un pasillo oscuro con mi mejor amiga, a centímetros de un beso.

No pude contener las lágrimas.

—Tenemos que hablar —dije.

Su cara cambió.

—¿Qué pasó? —dejó la bolsa de tacos en la mesa—. ¿Tus papás? ¿La renta? ¿Te dijeron algo en la chamba?

—No —negué, tomando mi celular—. Esto.

Abrí una de las fotos y se la extendí.

Andrés la miró, desconcertado al principio. Luego, al reconocer la imagen, se puso blanco.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó, con la voz casi inaudible.

—Leo me llamó —respondí—. Dijo que había visto “algo terrible” en las fotos de la boda. Y tenía razón.

Guardó silencio. El aire se volvió denso.

—Mariana… —empezó.

—No empieces con “no es lo que parece” —lo corté—. Porque ya hablé con Paulina. Y según ella, sí es bastante lo que parece, nada más que sin beso completo.

Él se pasó la mano por el cabello, desesperado.

—Soy un imbécil —dijo al fin—. Un absoluto imbécil.

Me sorprendió que no intentara negarlo.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —pregunté.

—No —respiró hondo—. Tienes derecho a saber todo. Y a mandarme a la chingada si quieres.

Se sentó en la silla frente a mí.

—Pau y yo… —dijo—. Siempre nos llevamos muy bien. Desde que te conocí, ella fue mi “guía turística” en tu vida. Cuando tú tenías dudas conmigo, ella era la que me explicaba cómo acercarme. Sí sentí que había una conexión con ella, pero siempre supe que era contigo con quien quería estar. Cuando nos hicimos novios, puse una barrera muy clara. Había cariño, sí, pero de amigos.

Lo escuchaba con el corazón en la garganta.

—El día de la boda —continuó—. Ya sabes cómo estaba todo. Tu mamá con mil cosas, mi mamá enojada por la banda, todo mundo dando opiniones. Yo… estaba nervioso, feliz, borracho, todo junto. Pau me alcanzó en la barra, me abrazó, me dijo que estaba muy orgullosa de nosotros, que no nos merecíamos a la familia loca que tenemos. Reímos. Tomamos. Y de pronto ella empezó a ponerse rara. Me dijo que tenía miedo de perderte, de que ahora que éramos esposos te alejaras de ella. Yo le dije que no, que al contrario, que ahora seríamos más familia. Que siempre iba a estar en nuestras vidas.

—¿Y eso lo dijiste arrinconándola en un pasillo? —pregunté, amarga.

—Ella me siguió al pasillo —respondió—. Me dijo que necesitaba aire, que se sentía mareada. La agarré de la cintura para que no se cayera. Ahí… me dijo que alguna vez estuvo enamorada de mí. Que lo había superado, pero que… que una parte de ella se preguntaba “qué hubiera pasado si”. Yo me quedé helado. Le dije que eso ya no importaba, que yo te amaba a ti, que esa historia nunca existió. Y entonces… se acercó. Intentó besarme.

La imagen encajaba con lo que Pau me había dicho.

—Por un segundo —continuó Andrés—, por un estúpido segundo, me paralicé. No reaccioné. Tenía la cabeza hecha un desastre. Y en ese segundo es donde está esa foto. Luego… reaccioné. La aparté, le dije que estaba loca, que cómo se le ocurría. Que si quería seguir siendo parte de nuestra vida, eso no podía volver a pasar. Regresamos a la fiesta. Y yo quise enterrarlo. Fingir que no había pasado. Porque no quería arruinar tu día. Porque me sentía… asqueroso.

Lo vi a los ojos. No veía mentira en ellos. Pero eso no borraba el dolor.

—¿Y pensabas decírmelo algún día? —pregunté.

—No lo sé —admitió—. Parte de mí pensó que era mejor que nunca lo supieras. Otra parte me decía que era peor. Pero… fui cobarde. No hice nada. Ni te lo dije, ni te puse sobre aviso de Pau, ni enfrenté mis propios errores. Solo… seguí como si nada.

Se quedó callado, esperando mi sentencia.

—Me engañaste —dije, en voz baja—. Aunque no la hayas besado. Me engañaste cuando decidiste ocultarlo. Cuando me abrazaste en la pista con esa culpa encima. Cuando me prometiste amor eterno sabiendo que, horas antes, casi besabas a mi mejor amiga.

—Lo sé —dijo—. Y no tengo cómo justificarlo. No merezco que me perdones.

Las lágrimas me corrieron finalmente.

—¿Tú me habrías perdonado algo así? —pregunté—. Si las fotos fueran al revés. Si yo estuviera arrinconada en un pasillo con tu mejor amigo.

Él cerró los ojos.

—No lo sé —respondió—. Tal vez no. Por eso sé que no tengo derecho a pedirte nada.

Nos quedamos en silencio, escuchando el ruido del tráfico afuera, el perro del vecino ladrar, alguien gritar “tacos” en la calle.

Andrés habló al fin.

—Si quieres, me voy hoy mismo —dijo—. Me llevo mis cosas, te dejo el depa, todo. No voy a luchar contra lo que sientas. Solo… quería que supieras la verdad. Toda.

Lo miré, con el corazón partido.

—No sé qué quiero —dije—. No sé si quiero que te vayas o que te quedes. No sé si te odio o si todavía te amo. Solo sé que… ya no confío. Ni en ti. Ni en ella. Y sin confianza… ¿qué somos?

Él asintió, con los ojos rojos.

—Voy a dormir en el sillón —dijo—. Mañana busco dónde quedarme unos días. No voy a presionarte. Decide lo que necesites. Yo… voy a aceptar lo que venga.

Se levantó, fue al cuarto, tomó una almohada y una cobija, y se instaló en el sillón.

Los tacos se quedaron fríos en la mesa.


11. La guerra familiar

Pensé que podríamos manejarlo entre nosotros tres: Andrés, Paulina y yo. Que podríamos evitar que todo explotara hacia afuera.

Qué ingenua.

Al día siguiente, mi mamá me llamó temprano.

—Hija, ¿por qué no has venido? —preguntó—. Tu tía Chuy quiere ver más fotos, dice que si Leo ya te dio algo.

Cerré los ojos.

—Mamá… Leo quiere que primero escojamos nosotros las fotos. No puede mandarlas así nada más —mentí a medias.

—Ay, pues díganle que se apure, ¿no? —respondió—. Tu suegra ya le dijo a medio mundo que en sus fotos se ven “clase y elegancia”. No nos vamos a quedar atrás.

La sola mención de Livia me irritó.

—Mamá… —dije—. Necesito contarte algo. Pero prométeme que no vas a hacer un drama.

—¿Qué hiciste? —preguntó de inmediato.

—Yo no —contesté—. Andrés y Paulina.

Le conté todo. Las fotos, el pasillo, las versiones de ambos, la noche anterior.

Al principio, mi mamá se quedó callada. Luego, explotó.

—¡Yo sabía! —gritó—. Yo sabía que esa mujer no me daba buena espina. Desde que te corrigió el lipstick, desde ahí. Y el Andrés… ¡hijo de la chingada! ¡En tu boda! ¡En tu maldita boda!

—Mamá, por favor, baja la voz —supliqué.

—¿Bajar la voz? —siguió—. ¿Bajar la voz cuando mi hija fue humillada así? ¿Qué piensas hacer, Mariana? ¿Lo vas a dejar? ¿Vas a seguir con ese desgraciado?

—No lo sé —dije, sincera.

—¿Cómo que “no lo sé”? —casi chilló—. ¿Qué más necesitas ver? ¡Hay fotos! ¡Pruebas! ¡Te traicionó con tu mejor amiga!

—No la besó —dije, más para mí misma que para ella.

—¡Porque no alcanzó! —replicó—. Pero lo intentó. Y él estaba ahí. No corrió, no la empujó. No te engañes, niña. Yo no crié pendejas.

Sentí que me regresaba a la adolescencia.

—Mamá, esto no es tan simple —dije—. Yo lo amo. Y también te amo a ti. Y no quiero que esto se vuelva una guerra.

Demasiado tarde.

En la noche, sonó el celular. Era mi suegra.

—Mariana —dijo, sin saludos—. ¿Qué está pasando?

Tragué saliva.

—¿A qué se refiere, señora?

—No te hagas —respondió—. Tu mamá me habló hace una hora, gritándome que mi hijo es un “cabrón infiel” y que no quiere volver a vernos. ¿De qué están hablando?

Cerré los ojos.

—Yo… iba a hablar con ustedes —dije—. Pero quería tiempo para…

—¿Es cierto lo que dice? —me interrumpió—. ¿Que Andrés y tu amiguita…?

Su voz se quebró por primera vez.

—Hay unas fotos —respondí—. De un momento en el pasillo. No pasó un beso completo. Pero sí… hubo algo. Y él me lo ocultó.

Livia guardó silencio unos segundos.

—Mi hijo no es un santo —dijo al fin—. Ningún hombre lo es. Pero también conozco el poder de las fotos, de las interpretaciones. Están dejando que un segundo destruya algo que costó años construir.

—No es solo un segundo —respondí—. Es lo que representa. Lo que significa que en el día que se supone debía sentirme más segura, hubo un espacio para la duda.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó.

—No lo sé —dije.

—Pues decide pronto —contestó, fría—. Porque mientras tú dudas, mi hijo está durmiendo en un sillón, mi nuera me cuelga palabras horribles y tu mamá me manda audios llorando. Esto no es solo “su problema”. Ya es de todos.

Colgó sin despedirse.

En cuestión de horas, la noticia se regó por la familia. Los grupos de WhatsApp de tíos, primos y demás se llenaron de chismes.

“Que el novio salió con la amiga.”
“Que todo fue en la boda.”
“Que hay fotos.”
“Que la fotógrafa las vio.”

Mi papá quería ir a encarar a Andrés a golpes. Mi suegro quería hablar conmigo “como adultos”. Mis primos querían linchar a Paulina en redes. Las amigas de Pau le mandaban mensajes de odio.

Y en medio de todos, Andrés y yo, sin saber si seguíamos siendo esposos o solo dos extraños con papeles firmados.


12. Decisión

Pasaron dos semanas de infierno.

Andrés se fue a vivir temporalmente con un amigo. Venía de vez en cuando al depa por ropa, por papeles. Cada vez que lo veía, me dolía. No había gritos, no había platos rotos. Solo silencios eternos.

Paulina dejó de publicar en redes. Su roomie me contó que casi no salía del cuarto, que estaba deprimida. Una parte de mí quería consolarla. Otra quería que sufriera más.

Leo me mandó un Whats un día.

“Marianita, solo para decirte que ya tengo listo tu álbum sin las fotos del pasillo. Cuando quieras te lo entrego.”

“Gracias, Leo. Aún no sé qué voy a hacer con ellas. Pero gracias por cuidarlas.”

Una noche, después de una jornada especialmente pesada en la agencia, me senté en el piso de la sala, con todas las luces apagadas, solo el brillo del celular. Abrí de nuevo las fotos del pasillo.

Las vi una por una. Traté de imaginar qué habría hecho yo en su lugar. ¿Habría reaccionado igual que Andrés? ¿Habría apartado a alguien que intentara besarme en mi boda? Quería creer que sí. Pero también sabía que, bajo suficiente alcohol y presión, todos somos más tontos de lo normal.

Pensé en todo lo que ya habíamos construido: los planes de irnos a vivir unos años a CDMX, el ahorro para un coche, los nombres posibles de nuestros futuros hijos, las vacaciones que queríamos en la playa. ¿Valía la pena tirarlo todo por un intento de beso, un impulso?

Pero luego pensaba en la sensación de traición. En que él eligió ocultarlo. En que ella, mi amiga, tampoco me lo dijo. Y el estómago se me cerraba.

Al final, hice algo que casi nunca hago: le hablé a mi abuelo.

El abuelo Toño, del lado de mi mamá, vive en un pueblito cerca de Tequila. Es de esos viejitos que hablan poco, pero cuando hablan, te acomodan la cabeza.

Le conté todo. Con detalles, pero sin enseñar las fotos.

—Entonces, mijita —dijo, después de escuchar en silencio—, en tu boda hubo una traición, pero no un pecado consumado.

Me reí entre lágrimas.

—Algo así.

—¿Y lo quieres? —preguntó, directo.

—Sí —respondí, sin dudar.

—¿Y él te quiere? —insistió.

—Dice que sí —dije—. Y le creo. Pero eso no borra lo que pasó.

—No —admitió—. Nada lo borra. Pero el matrimonio no es una foto. Es un video largo, donde a veces se congela en momentos horribles. Tú decides si vas a quedarte solo con ese cuadro o vas a seguir viendo la película. Nadie más lo puede decidir por ti.

—Tengo miedo de que si lo perdono, parezca que no me respeto —confesé—. Que estoy normalizando que me hagan esto.

—Perdonar no es decir “no pasó nada” —replicó—. Es decir “sí pasó, me dolió, pero decido seguir a pesar de eso”. Eso solo se puede hacer si hay verdad. Y al menos, por lo que me cuentas, el muchacho no te lo negó. Eso ya es algo. No es perfecto, pero es algo.

—¿Y Paulina? —pregunté.

—Esa es otra historia —dijo—. A la familia uno se la piensa antes de cortar. A los amigos… a veces hay que podar el árbol para que crezca mejor.

Me quedé callada, masticando sus palabras.

—Lo que decidas —concluyó—, que sea porque te hace paz aquí —y se tocó el pecho—, no porque la gente quiera chisme. Los chismes se acaban. Tu vida, no.

Colgamos. Y por primera vez desde que vi las fotos, sentí que podía imaginar un futuro que no fuera solo ruinas.


13. Un nuevo trato

Citamos a Andrés en un café tranquilo, un jueves en la tarde. Llegó puntual, con cara de no haber dormido bien en días.

—¿Quieres algo? —preguntó, nervioso.

—Un café de olla —respondí—. Y una dona de chocolate.

Él pidió un americano. Nos sentamos frente a frente.

—He pensado mucho —empecé—. Demasiado, creo.

—Yo también —dijo.

—No voy a minimizar lo que hicieron —continué—. Lo que hicieron tú y Paulina me dolió de una forma que no sabía que existía. Me sentí usada, humillada, ridícula. Pero también… he tratado de ver el cuadro completo. Y creo que no estoy lista para tirar nuestro matrimonio a la basura por un intento de beso en un pasillo.

Sus ojos se abrieron.

—¿Eso significa que…?

Levanté la mano.

—No te emociones. Que no vaya a tirar el matrimonio no quiere decir que no vaya a cambiar cosas. Muchas cosas.

Asintió, serio.

—Estoy dispuesta a intentarlo —dije—. A seguir casada contigo. Pero necesito condiciones claras. Límites. Y que entiendas que no te voy a perdonar en una semana. Ni en un mes. Tal vez esto nos persiga años. Pero quiero ver si podemos reconstruir algo nuevo encima de esto.

Andrés asintió, con los ojos vidriosos.

—Haré lo que haga falta —dijo—. Lo que me digas.

—Primero —enumeré—, terapia de pareja. Ya. No cuando “haya tiempo”. Ya. Buscamos a alguien, pagamos lo que cueste, y hablamos de todo: de tu mamá, de mi mamá, de nosotros, de la comunicación, de los límites.

—De acuerdo —respondió—. Mañana mismo busco opciones.

—Segundo —continué—: límites con Paulina. Yo no puedo seguir viéndola como mi mejor amiga. Tal vez algún día podamos volver a ser algo, pero por ahora… no. Y tú tampoco vas a verla solo. Ni mensajitos, ni cafecitos, ni nada. Si por alguna razón tienen que coincidir, será conmigo presente. Y quizá ni así.

—Entiendo —dijo—. Te juro que yo tampoco quiero que siga cerca, no de esa manera. Si te hace bien, puedo bloquearla, borrarla, lo que sea.

Me dolió decirlo, pero era necesario.

—Tercero —respiré hondo—: sinceridad absoluta. Si en algún momento vuelves a sentir algo raro por alguien más, celos raros, ganas de besar a otra persona, lo que sea… me lo dices. No te lo guardas. No me proteges de la verdad. No quiero sorpresas en fotos nunca más.

—Te lo prometo —respondió, con una seriedad que rara vez le veía.

—Y por último —agregué—: esto no se decide por lo que digan nuestras familias. Ni tu mamá, ni la mía, ni mis tíos, ni tus primos. Ya hice las paces con que se van a pelear, van a chismear, van a tomar partido. Pero el matrimonio somos tú y yo. Y esta decisión es nuestra. Si algún día decido irme, será porque yo ya no puedo más, no porque mi mamá me diga que soy “pendeja” por quedarme.

Andrés asintió, con lágrimas corriéndole.

—Gracias —dijo—. No… no sabes cuánto significa esto para mí. No lo voy a desperdiciar. No voy a volver a ponerte en esta posición. Te lo juro por todo lo que tengo.

Lo vi a los ojos. Algo en mí todavía dudaba, pero otra parte quería creer. Necesitaba creer.

—No me falles otra vez —dije—. Porque si pasa, no va a haber terapia, ni condiciones, ni abuelo que me haga cambiar de opinión. Si hay una segunda traición, la tercera ya no soy yo. Me voy.

—No va a haber primera ni segunda ni tercera —dijo—. Ya entendí. A putazos, pero entendí.

Por primera vez en semanas, sonreí un poco.

—Bienvenido al matrimonio real —dije—. Está más feo que en las fotos, pero… vale la pena.

Él tomó mi mano, despacio. No la aparté.


14. Paulina y yo

Faltaba una conversación más. Tal vez la más difícil.

No quería verla, pero tampoco quería que todo se quedara flotando en el aire, como un fantasma.

La cité en un parque, al aire libre, para no sentirme atrapada. Llegó con cara de haber llorado semanas enteras.

—Gracias por venir —dijo, sentándose en la banca, a un metro de mí.

—No lo hice por ti —respondí, honesta—. Lo hice por mí. Necesito cerrar esto.

Bajó la mirada.

—Lo entiendo —susurró—. Y lo acepto.

Tomé aire.

—No voy a repetir todo lo que ya te dije aquella vez —empecé—. Sabes perfecto que lo que hiciste fue una traición. Y no quiero que lo minimices ni en tu cabeza ni con nadie. No fue “una borrachera”. Fuiste tú cruzando una línea que conocías desde hace años.

Asintió, con lágrimas en los ojos.

—Lo sé —dijo—. No tengo cómo repararlo. No hay disculpa que alcance. Solo… quería que supieras que he estado en terapia también. Que estoy tratando de entender por qué hice lo que hice. No solo contigo, sino en general. No quiero ser la amiga que se mete con los novios de nadie.

—Es un buen inicio —respondí.

Nos quedamos calladas un rato, viendo a unos niños correr detrás de una pelota.

—Andrés y yo vamos a intentarlo —dije al fin—. No lo mereces saber, pero te lo digo para que entiendas en qué posición quedas tú.

Se le quebró la voz.

—¿Eso significa que…?

—Significa que no quiero verte por un buen tiempo —respondí—. No quiero saber de ti, ni de tus fiestas, ni de tus dramas, ni de tus fotos. Te voy a borrar de mis redes, voy a salir de los grupos donde estés. No es venganza. Es cuidado. Necesito un espacio sin tu sombra para intentar salvar lo que pueda de mi matrimonio.

Paulina lloró en silencio.

—¿Algún día…? —preguntó—. ¿Crees que algún día podamos volver a hablar, aunque sea como conocidas?

La miré. Vi a la niña con la que compartí tacos en la secundaria, a la adolescente con la que me emborraché la primera vez, a la adulta que estuvo en todas mis crisis. Y también vi a la mujer del pasillo.

—No lo sé —dije—. Tal vez. Tal vez no. No te prometo nada. Si algún día me nace mandarte un meme, lo haré. Si no, pues… gracias por lo bueno. Y qué chinga por lo malo.

Sonrió entre lágrimas.

—Te lo mereces todo bueno, Marian —dijo—. Te fallé horrible. Ojalá algún día puedas acordarte de mí sin enojo. Pero si no, también lo entiendo.

Nos abrazamos. Fue un abrazo raro, lleno de nostalgia y dolor. Como despedirse de una parte de una misma.

Cuando nos separamos, supe que algo se había roto para siempre. Pero también que era necesario.


15. Las fotos finales

Un mes después, Leo me llamó de nuevo.

—Marianita, el álbum está listo. Y el video también. ¿Quieres que te los lleve o vienes por ellos?

Respiré hondo.

—Voy por ellos —respondí—. Pero quiero pedirte algo más.

—Dime.

—Quiero que guardes las fotos del pasillo en tu disco duro, en una carpeta oculta, con clave. No quiero tenerlas yo. No quiero verlas más. Pero… por alguna razón, me tranquiliza saber que existen en algún lugar, por si alguien algún día me quiere hacer gaslighting y decirme que “inventé” todo.

Leo se rió, triste.

—Entiendo perfecto —dijo—. Se quedan aquí, bajo llave. Yo no las usaré para nada. Nunca. Son tu historia, aunque sea fea.

—Gracias —dije.

Fui al estudio. Me entregó un álbum precioso: páginas gruesas, fotos en mate, imágenes donde todo parecía perfecto. Nuestro beso frente al altar, el vals con luces de bengala, mi mamá con los ojos hinchados, mi suegra sonriendo forzada, mis primos brincando con banda, Andrés y yo levantando las copas.

Los miré con otros ojos.

—¿Vas a poder ver esto sin pensar en… lo otro? —preguntó Leo.

Sonreí, con cierta paz.

—Creo que sí —respondí—. Porque ahora sé que las fotos son solo pedazos. La historia completa la vivo yo. Y es más complicada que cualquier álbum.

Andrés y yo, mientras tanto, habíamos empezado terapia. Fue duro. Salieron cosas que nada tenían que ver con el pasillo: su miedo a decepcionar a su mamá, mi necesidad de aprobación de la mía, nuestros silencios, nuestras expectativas irreales. Lloramos, nos peleamos, nos reímos incluso. Seguíamos sin saber si lo lograríamos, pero al menos estábamos hablando.

Una noche, viendo el álbum en la sala, Andrés dijo:

—¿Podemos hacer un trato con estas fotos?

—¿Qué tipo de trato? —pregunté.

—Verlas una vez al año —propuso—. En nuestro aniversario. Para recordar no solo lo bonito, sino todo lo que vino después. No para torturarnos, sino para acordarnos de qué tan frágil puede ser todo si no le ponemos atención.

Lo pensé.

—Me late —dije—. Y el día que las veamos sin sentir el nudo en la panza… sabremos que sí lo superamos.

—¿Y si nunca pasa? —preguntó.

—Entonces —respondí—, sabremos que hicimos todo lo que pudimos. Y esa también será una respuesta.

Nos abrazamos, con la incertidumbre todavía entre nosotros, pero ya no como enemiga, sino como parte de la vida.


16. Epílogo: Lo terrible y lo verdadero

A veces pienso en cómo habría sido mi vida si Leo no hubiera visto esas fotos. Si las hubiera borrado por error. Si ese “segundo terrible” se hubiera perdido entre tantas imágenes de la boda.

Tal vez seguiría creyendo que tuve un día perfecto. Tal vez seguiría viendo a Paulina como mi hermana del alma. Tal vez, años después, otro error más grande habría salido a la luz.

Pero la verdad es que, aunque dolió como pocas cosas, agradezco haber visto esas fotos. Porque me obligaron a ver la realidad completa: no solo la de mi pareja y mi amiga, sino la mía.

Descubrí que no soy tan frágil como pensaba, que puedo poner límites, que puedo perdonar sin olvidar quién soy. Descubrí que el amor no se trata de fingir que no pasan cosas feas, sino de decidir qué hacer con ellas cuando pasan.

Mi boda no fue perfecta. Hubo peleas, intentos de beso en pasillos, fotos incómodas, chismes y lágrimas. Pero también hubo risas, abrazos, tequila, familia, música y un “sí” que, a pesar de todo, sigo sosteniendo… al menos por ahora.

El fotógrafo me llamó para decirme que había visto “algo terrible” en las fotos de mi boda. Lo que no sabía es que, gracias a eso, también terminé viendo algo verdadero en mí.

Y esa imagen, aunque nadie la haya capturado, es la única que de verdad quiero guardar para siempre.

Pin