El día que mis padres me abofetearon en mi graduación y se fueron con mi hermana a su cita de uñas
La primera vez que escuché mi nombre por los altavoces de la universidad, pensé que por fin todo valía la pena.
—“Abril Hernández Morales, Licenciatura en Contaduría Pública, mención honorífica” —anunció la maestra, con toda la formalidad del auditorio principal de la Universidad de Guadalajara.
La gente aplaudía, algunos gritaban, otros silbaban. Yo me levanté, con la toga negra un poco chueca y el birrete bien agarrado con pasadores para que no se me cayera en media foto. Las manos me temblaban, pero sonreía. Vi hacia la fila donde se supone que estaban mis papás, tratando de encontrarlos entre los globos metálicos y las flores envueltas en celofán.
No los vi.
Pensé: Seguro están distraídos tomando video. Seguí caminando hacia el escenario, sintiendo el corazón en la garganta. Me dieron el diploma, nos tomamos una foto rápida, yo posé con mi mejor sonrisa profesional, esa que había practicado para las entrevistas de trabajo. Cuando bajé del escenario, volví a buscar con la mirada.
Esta vez los vi.
Mi papá Raúl estaba viendo su reloj con desesperación. Mi mamá Lupita sostenía el celular de mi hermana menor, Melina, revisando algo en WhatsApp. Melina estaba sentada dos filas atrás, piernas cruzadas, moviendo el pie con impaciencia. Sus uñas largas, cuadradas, llenas de brillitos, parecían pequeñas antorchas bajo la luz del auditorio.
Nadie estaba aplaudiendo por mí.
Sentí el golpe en el pecho antes que en la cara. No fue físico todavía, pero dolió igual.
Me regresé a mi lugar con el título en las manos, el nombre recién dicho, y la sensación de que había llegado al techo de mi vida… sola.
Minutos después, cuando llamaron al último de los graduados, la conductora anunció:
—Ahora, familiares, les pedimos permanecer en sus lugares. Habrá unos minutos para tomar fotos dentro del auditorio.
En cuanto lo dijo, mi papá se puso de pie.
—Vámonos ya, Lupita —murmuró—. La cita es a las seis y media, y todavía hay tráfico en López Mateos.
Mi mamá asintió, nerviosa.
—Sí, sí, ya, Melina, ponte de pie. No quiero que la señora del salón nos cancele.
Los vi levantarse, como si no se tratara del día más importante de mi vida, sino del final aburrido de una función de cine. El auditorio empezaba a llenarse de flashes, gritos, “¡hija, acá!”, “¡mírame, amor!”. Yo me quedé clavada en mi asiento, con el diploma frío resbalándose entre mis dedos sudados.
Me paré de golpe.
—¿A dónde van? —pregunté, alcanzándolos en el pasillo entre las filas.
Mi papá ni siquiera volteó.
—Tenemos prisa, Abril —dijo—. Tu hermana tiene su cita de uñas para mañana, ya te habíamos dicho.
—Pero… ¡es mi graduación! —sentí cómo la voz se me quebraba—. Ni siquiera hemos tomado una foto.
Melina se agachó para acomodarse el tacón.
—Ay, ya, Abril, no exageres —dijo con esa voz de niña consentida que siempre la salvaba de todo—. La señora del salón me advirtió que si llegaba tarde, perdía el apartado. Son uñas de acrílico con diseño, no cualquiera me las hace.
—¡Melina! —le dije, incrédula—. ¿En serio valen más tus uñas que mi graduación?
Mi mamá me miró con el ceño fruncido.
—No le hables así a tu hermana —espetó—. Tú ya te graduaste, qué gusto, qué orgullo, lo que tú quieras. Pero ella también tiene cosas importantes. Mañana es la sesión de fotos para su Instagram con la marca esa que la quiere patrocinar. ¡No puedes esperar que llegue con las uñas feas!
Sentí cómo la sangre se me subió a la cara.
—¿Están oyendo lo que dicen? —pregunté, casi riendo de lo absurdo—. Papá, estudié cinco años, trabajé de mesera, de recepcionista, de lo que fuera para seguir pagando la escuela cuando a ti no te alcanzaba. Y hoy… hoy se van por unas uñas.
Mi papá se detuvo en seco. Volteó hacia mí con la cara dura, los ojos entrecerrados.
—No me reproches nada —dijo con voz baja, pero tan tensa como un cable de luz—. Si estudiaste fue porque nosotros te cuidamos, te dimos casa, comida. No hagas drama.
—No es drama —contesté, sintiendo las lágrimas formarse—. Es respeto. Es mi graduación. Lo mínimo sería una foto, un abrazo, algo… no que salgan corriendo por la cita de tu princesa.
Lo dije. “Tu princesa”. Esa palabra que se había convertido en la verdad no dicha de nuestra casa. Melina, la princesa. Yo, la que resolvía todo lo demás.
El aire se volvió espeso.
Mi papá se acercó un paso. Pude oler su loción barata mezclada con el sudor.
—¿Qué dijiste? —preguntó.
—Que Melina es tu princesa —repetí, la voz temblando pero firme—. Que para ustedes siempre ha sido más importante que yo. Sus uñas, sus fotos, sus dramas. Yo nunca importé tanto.
Su mano se levantó tan rápido que apenas tuve tiempo de entenderlo.
El golpe sonó como un aplauso seco en medio del murmullo del auditorio.
La bofetada me giró la cara hacia la izquierda. Sentí el sabor metálico en la boca, el ardor en la mejilla. El diploma casi se me cae, pero lo aferré con fuerza, como si fuera lo único que me quedara.
Alrededor, varias personas voltearon. Una señora mayor soltó un “¡oiga!” indignado. Un compañero de generación, Javier, que estaba más atrás, se quedó pasmado con la cámara en la mano.
Mi papá respiraba agitado.
—No me faltes el respeto —escupió—. Ni a mí ni a tu hermana. Siempre tan malagradecida, Abril.
Mi mamá me miró, pero no para consolarme, sino con ojos fríos.
—Tú provocaste esto —dijo—. Siempre arruinando los momentos importantes.
Melina bajó la mirada por un segundo, quizá avergonzada, quizá incómoda. Pero nada dijo. Luego, como si nada, volvió a mirar el reloj del celular.
La discusión se volvió todavía más grave y tensa; las miradas alrededor nos atravesaban, los murmullos subían de volumen. La conductora en el escenario intentaba seguir hablando del “orgullo de las familias”, pero su voz ya era un eco lejano en mi cabeza.
Mi papá me dio la espalda.
—Vámonos —ordenó.
Y se fueron.
Los vi caminar por el pasillo central, esquivando globos, dejando atrás la música de fondo, las personas abrazándose, los flashes de las cámaras. Los vi perderse por la puerta principal, llevándose con ellos algo que yo había intentado rescatar toda mi vida y nunca me habían querido dar: un poquito de orgullo.
Yo me quedé ahí, con la mejilla ardiendo y el diploma temblando entre mis manos.
—Abril, ¿estás bien? —La voz de Javier llegó como desde otro planeta.
Parpadeé, regresando al presente. Él estaba frente a mí, con su toga, su birrete de lado y la cámara colgando del cuello.
—Te… te pegaron —dijo en voz baja, como si acabara de presenciar un crimen.
Me pasé los dedos por la mejilla. Me dolía. No solo la piel, algo más hondo.
—Estoy bien —mentí—. No es la primera vez.
Javier frunció el ceño.
—Eso no está bien, Abril.
Yo me encogí de hombros, tragando saliva.
—No es como si pudiera cambiar algo.
—Claro que puedes —insistió—. Hoy te graduaste, ¿no? Ya no dependes de ellos como antes.
Quise decirle que sí dependía, que la casa era de ellos, que la comida la compraba mi papá, que mi mamá pagaba parte de mis camiones cuando se dignaba. Quise decirle que aunque yo trabajara en la cafetería de la facultad, mi dinero apenas alcanzaba para mis cosas. Pero en lugar de eso, solo asentí.
Javier levantó su cámara.
—Mira —dijo—. Vamos a tomarte fotos. Las que tus papás no quisieron.
Y ahí, en medio del auditorio, mientras otras familias se abrazaban, él tomó unas veinte fotos mías, con el diploma, con el birrete en la mano, con la sonrisa rota pero todavía presente. Me hizo reír con chistes tontos, me ayudó a retocar el maquillaje corrido.
—Te quedó marca —murmuró, viendo mi mejilla—. ¿Quieres que te consiga un poco de hielo?
—No —dije—. Que se vea. Al menos yo sí sé lo que pasó hoy.
El regreso a casa fue largo.
Tomé el SITREN hasta Plaza del Sol, luego un camión hasta la colonia donde vivíamos, en Tlaquepaque. Era uno de esos barrios donde las paredes están llenas de grafitis viejos, los perros se pelean por las sobras y las tienditas venden fiado a los de confianza. Las jacarandas de la avenida principal tiraban flores moradas sobre los carros, pintando el pavimento de un color que parecía demasiado bonito para la realidad.
El cielo estaba naranja cuando llegué a la esquina de la casa. Reconocí de inmediato el Chevy verde de mi papá estacionado frente al portón. También vi a Melina salir con una bolsa de plástico en la mano, las uñas recién hechas brillando incluso desde lejos.
Se veía perfecta: el cabello lacio con ondas en las puntas, el vestido entallado, los labios color vino. Sus uñas eran una obra de arte kitsch: bases nude, puntas con glitter dorado, pequeñas piedritas que formaban coronas en los dedos anulares.
Me vio acercarme.
—Ay, ya llegaste —dijo, como si habláramos de un día normal—. ¿No te fuiste a cenar con tus amigos?
—No tenía ganas —respondí, pasando junto a ella—. Se me quitó el hambre cuando me acordé que valgo menos que unas uñas.
Melina bufó.
—No empieces.
Me detuve en seco. Me giré hacia ella.
—¿Que no empiece? —repetí, incrédula—. ¿Sabes qué se siente ver a tus papás salir corriendo de tu graduación por tu cita de uñas?
—Abril —dijo, acomodándose el cabello—. Ya sabes cómo son. Siempre hacen locuras por mí, sí, pero tampoco es mi culpa. Yo no les pedí que te pegaran.
—No hiciste nada para detenerlos.
Me miró un segundo, incómoda.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que le gritara a mi papá frente a todos? ¿Que yo también me llevara una cachetada?
Guardé silencio. La verdad era que no esperaba nada de ella. Quizá ni siquiera de ellos. Pero sí esperaba algo de mí misma, y me estaba quedando corta.
—¿Te gusta? —preguntó, levantando la mano para mostrar sus uñas—. Me las hizo Karla, la de la estética nueva por López Mateos. Cobró caro, pero vale la pena. Mañana voy a subir un live, seguro…
—Melina —la interrumpí—. Hoy me gradué. Me pegaron. Y ustedes se fueron. Punto. No hay “pero” que cambie eso.
Ella bajó la mano, molesta.
—Pues felicidades —dijo, seca—. Cumpliste tu sueño. ¿Contenta?
Entré a la casa sin responder.
El interior olía a frijoles refritos y a desinfectante barato. La tele estaba prendida en las noticias, volumen bajo. Mi mamá estaba en la cocina, guardando cosas en los tuppers de siempre.
—Llegaste —dijo sin mirarme.
Dejé el diploma sobre la mesa del comedor, donde tantas veces había hecho tareas hasta la madrugada.
—Sí —respondí—. Llegué.
Mi papá apareció desde el pasillo, descalzo, con la playera del Atlas toda sudada.
—¿Y ahora qué cara traes? —preguntó al verme.
Me toqué la mejilla. Ahora el ardor era un dolor constante.
—La misma que me dejaste —contesté.
Mi mamá soltó un suspiro dramático.
—Ay, vas a seguir con eso.
—Sí —dije—. Voy a seguir. Porque hoy era importante. Para mí, al menos. Y ustedes se fueron. No solo eso: me humillaron frente a todos.
Mi papá prendió un cigarro, aun sabiendo que mi mamá odiaba el olor.
—Te lo ganaste —dijo—. No nos hables así. Nosotros pagamos tus cuentas, te dimos estudios. Y ahora resulta que somos los malos.
—No pagaron todos mis estudios —repliqué, sintiendo cómo me subía la rabia—. Yo trabajé. Yo me desvelé. Yo hice filas para becas. ¿Sabes cuántas veces comí un lonche de frijoles al día para ahorrar?
—Pues así es la vida —dijo, encogiéndose de hombros—. Yo trabajé desde los doce, nadie me aplaudió.
—No te estoy pidiendo aplausos —contesté—. Te estoy pidiendo respeto.
Él dio una calada profunda, exhalando el humo por la nariz.
—El respeto se gana —dijo.
Sentí que algo dentro de mí se rompía.
—Entonces dime —pregunté, con voz baja—. ¿Qué hizo Melina para ganar tanto respeto? Porque de lo que sé, no terminó la prepa, no trabaja, vive de las marcas esas que le mandan ropa, y aun así ustedes la tratan como reina. A mí me exigen todo, a ella nada. ¿Por qué?
Mi mamá se cruzó de brazos.
—Porque tu hermana es diferente —dijo, como si fuera obvio—. Ella tiene un carisma que tú no. Ella puede llegar lejos en eso de las redes. No todos nacen para estudiar.
—¿Y yo sí nací? —pregunté—. ¿Nací para estudiar, trabajar, limpiar, cuidar la casa y de paso aguantar golpes?
Mi papá apagó el cigarro de un aplastón en el cenicero.
—Ya estuvo —dijo—. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.
Ahí estaba. La frase que había escuchado desde niña, lanzada como una botella rota en cada pelea. Ya sabes dónde está la puerta.
Esta vez no sonó como amenaza. Sonó como invitación.
—¿Sabes qué? —dije—. Tienes razón.
Lo vi fruncir el ceño, confundido.
—¿Qué cosa?
—Sé dónde está la puerta.
Fui a mi cuarto. Tomé la maleta azul que había usado cuando fuimos una vez a Manzanillo. Empecé a meter ropa: pantalones, blusas, mi sudadera favorita, la que me había acompañado en los finales de semestre. Eché también mis cuadernos más recientes, el folder de documentos, el diploma recién recibido, aún con olor a tinta. Metí una foto de mi abuela, la única que me había abrazado de verdad cuando le conté que quería estudiar.
Mi mamá llegó hasta la puerta.
—¿Qué haces? —preguntó, como si no fuera evidente.
—Lo que me dijeron que hiciera —respondí—. Me voy.
—No seas ridícula, Abril —escupió—. ¿A dónde te vas a ir? ¿Con qué dinero? No tienes nada.
Sonreí, amarga.
—Tengo lo suficiente. Un título universitario y dos manos para trabajar. Más que otras personas en esta casa.
Los ojos de mi mamá echaron chispas.
—Si sales por esa puerta, no regreses llorando —dijo.
—Si me quedo, voy a salir igual, pero rota —respondí.
Mi papá apareció detrás de ella, con los brazos cruzados.
—A ver si allá afuera te aguantan tus berrinches —murmuró.
—A ver si allá afuera alguien me celebra, aunque sea un poquito —contesté.
Pasé junto a ellos con la maleta en la mano. Melina estaba en la sala, viendo TikTok en la pantalla grande. Al verme, se quitó un audífono.
—¿Te vas? —preguntó, sorprendida.
—Sí.
—Abril… —dijo, con una duda sincera en los ojos—. No te vayas así.
Me detuve un segundo.
—¿Y cómo quieres que me vaya? —pregunté—. ¿Con un pastel? ¿Con un ramo de flores que nunca llegó?
Ella se mordió el labio inferior.
—No sé —susurró—. Es que… no quiero que me echen la culpa.
La miré. Por primera vez en mucho tiempo, no la vi como la princesa. La vi como una chava de dieciocho años, asustada, atrapada en el mismo circo que yo, solo que en el otro extremo del escenario.
—No es tu culpa —dije, cansada—. Pero tampoco me ayudaste.
Abrí la puerta.
El aire de la calle me golpeó la cara como una verdad nueva.
Salí. Y la cerré detrás de mí.
No tenía un plan perfecto, solo una idea clara: no volver a ese techo esa noche.
Caminé hasta la esquina y marqué en el celular.
—¿Bueno? —contestó una voz cálida, con ruido de olla de fondo.
—Tía Rosa —dije, por fin dejando que se me rompiera la voz—. ¿Puedo caerme en tu casa unos días?
Mi tía, hermana menor de mi mamá, vivía en la colonia Independencia, en una casita de dos piezas, con patio lleno de macetas y un altar de la Virgen de Guadalupe en la sala. Nunca tuvo hijos, y siempre me había tratado como si yo fuera un poquito suya.
—Claro que sí, m’ija —respondió sin preguntar detalles—. Vente. Aquí te acomodas. Nada más avísame cuando estés por aquí para abrirte.
Los días que siguieron fueron una mezcla rara de duelo y alivio.
Dormía en un colchón en el suelo, junto a la ventana por donde entraba el ruido de la calle: el gas, el pan, los niños jugando fútbol hasta tarde. Me despertaba con el olor a café de olla, a tortillas recién hechas en el comal de mi tía. Y por primera vez en mucho tiempo, nadie me gritaba por no tender la cama al segundo de levantarme.
En la universidad me ayudaron a hacer mi currículum. Los maestros que respetaban mi trabajo me dieron cartas de recomendación. Javier me mandó las fotos de la graduación, las que él había tomado.
En todas, yo estaba sin mis papás.
En todas, me veía más fuerte que nunca.
En una de esas tardes, mientras revisaba portales de empleo en línea desde el celular barato, mi tía se sentó a mi lado, secándose las manos en el mandil.
—¿Ya te hablaron tus papás? —preguntó.
—No —respondí, sin despegar la vista de la pantalla—. Ayer vi que mi mamá subió una foto con Melina y sus uñas nuevas. Puso “orgullo de mamá”.
Mi tía chasqueó la lengua.
—Lupita siempre fue así —dijo—. Cuando éramos niñas, mi mamá me ponía a mí a lavar los trastes y a ella la mandaba a peinarse, “porque las bonitas no deben oler a jabón Roma”. Ya ves de dónde le viene lo mensa.
Reí, a pesar de todo.
—¿Y tú qué hiciste? —pregunté.
—Me fui en cuanto pude —dijo, sin drama—. Me puse a trabajar, me junté con tu tío Toño, que en paz descanse. No quise repetir la historia. Pero tu mamá… tu mamá sí la repitió. Contigo.
Se me hizo un nudo en la garganta.
—¿Crees que algún día cambien? —pregunté.
Mi tía se encogió de hombros.
—La gente cambia cuando la vida la sacude fuerte. O cuando se quedan solos. A veces ni así. Tú preocúpate por cambiar tú. Por no tragarte lo que no te toca.
Encontré trabajo más rápido de lo que pensé.
Una pequeña firma de contadores en el centro buscaba auxiliares recién egresados. Me contrataron con un sueldo bajo, pero fijo, y me prometieron subirlo después de seis meses si cumplía. No era glamuroso, pero era mío. Tomaba el camión, caminaba por las calles viejas del centro de Guadalajara, pasaba por los vendedores de tacos de canasta y los puestos de dulces de tamarindo. Me sentía parte de la ciudad, no solo de una casa que nunca había sentido mía.
Los fines de semana ayudaba a mi tía con su pequeño negocio de tamales. Juntas nos levantábamos a las cinco de la mañana para dejar todo listo antes de que yo me fuera a la oficina. Yo calculaba costos, ella ponía el sazón. A veces bromeábamos con registrar la marca: “Tamales Tía Rosa & Contadora Abril SA de CV”.
Pasaron tres meses sin una sola llamada de mis papás.
De Melina sí supe, pero por las redes. Sus fotos seguían siendo cada vez más producidas: playas, cafés bonitos, ropa de marca, uñas imposibles. En las historias, a veces alcanzaba a escuchar la voz de mi mamá de fondo, o la risa de mi papá cuando el Atlas ganaba un partido.
Yo no aparecía en ese mundo.
Y, poco a poco, dejó de doler tanto.
El cuarto mes, un número conocido apareció en la pantalla de mi celular.
“Papá”.
Lo dejé sonar tres veces antes de contestar.
—¿Bueno?
Del otro lado, la voz de mi papá no sonaba como la recordaba. Estaba áspera, cansada.
—Abril —dijo—. Necesito hablar contigo.
Me tensé.
—¿Qué pasó?
—¿Estás ocupada? —preguntó—. ¿Puedes venir a la casa hoy en la tarde?
La palabra “casa” me pinchó el pecho.
—Esa no es mi casa —dije, sin poder evitarlo.
Hubo un silencio breve.
—A la casa donde vives desde que naciste —corrigió—. La de Tlaquepaque. Es importante.
Pensé en colgar. En decirle que no. En recordarle cada palabra que me dijo aquella noche. Pero algo en su voz me detuvo.
—Voy después del trabajo —dije—. A las siete.
Colgamos sin despedirnos.
Llegar de nuevo a esa cuadra fue como abrir una herida que creía cerrada.
Las mismas paredes grafiteadas, los mismos perros, la misma tiendita con el anuncio de Sabritas desteñido. El Chevy verde seguía ahí, pero ahora tenía un golpe en la defensa. El portón de la casa estaba a medio pintar.
Toqué. Mi mamá abrió.
Se veía mayor. Más ojerosa, el tinte del cabello crecido, dejando ver las canas en la raíz. Me miró como si fuera una vecina lejana, no su hija.
—Pasa —dijo, haciéndose a un lado.
El interior de la casa era el mismo, pero más desordenado. Papeles sobre la mesa, una bolsa de mandado volcada en una silla, la tele en un canal de novelas. Mi papá estaba sentado, recargado en el respaldo, con un cabestrillo en el brazo derecho.
Lo vi y sentí una punzada: envejecido, más delgado, el bigote descuidado.
—¿Qué te pasó? —pregunté, antes de poder detenerme.
—Un accidente en la obra —respondió mi mamá—. Se cayó de una escalera. Se quebró el brazo y se lastimó la espalda. El doctor dijo que no puede cargar pesado por un buen rato.
Mi papá me miró, incómodo.
—El patrón ya dijo que no me va a esperar —añadió—. Y pues… ya ves. Sin chamba.
Ahí estaba la sacudida de la que hablaba mi tía.
Me quedé de pie, sin saber si sentarme o salir corriendo.
—¿Y Melina? —pregunté.
—En su cuarto —respondió mi mamá, con una mueca—. Ha estado rara.
—¿Rara cómo?
Mi papá suspiró.
—Es que… —se frotó la frente con la mano sana—. Eso de las redes ya no le está funcionando como antes. Una marca la acusó de no cumplir un contrato, que porque no subió una historia a tiempo. La empezaron a quemar en Twitter. Le están dejando comentarios bien feos en Instagram. Y… pues, no sé. La hemos visto llorar.
Una parte de mí quiso decir “se lo merece por superficial”. Otra parte, la que conocía la soledad, supo que no.
—¿Para eso me llamaron? —pregunté—. ¿Para que les dé lástima?
Mi mamá apretó los labios.
—Te llamamos porque… —se detuvo, como tragándose algo—. Porque eres buena para esas cosas de contratos, de leyes. Y porque a pesar de todo, eres tu hermana.
No mencionó el hecho de que yo también era su hija.
—Melina se metió en un problema legal, pues —intervino mi papá—. Nos mandaron un correo bien feo. No entendimos ni la mitad. Dijimos: “Abril sabría qué hacer”.
Me reí, sin alegría.
—Claro —dije—. Cuando necesitan algo, se acuerdan de mí.
Mi mamá me miró con rabia mezclada con vergüenza.
—No vienes ni a ver cómo estamos —soltó—. Ni una llamada. Y ahora te pones en ese plan.
—No me pegaron a mí —dije, mirándola fijamente—. No dejaron mi graduación por las uñas de alguien más. Estoy en mi derecho de ponerme en “ese plan”.
Mi papá resopló.
—Ya vas a empezar con lo de la graduación.
—Voy a seguir, sí —respondí—. Porque esa fue la gota que derramó todo. Y porque ahora quieren que regrese como si nada.
Hubo un silencio largo. Se escuchaba la tele del vecino, el ladrido de un perro, un camión pasando.
Mi papá fue el primero en hablar.
—No sé pedir perdón —dijo, sin mirarme—. Nunca me enseñaron. En mi casa, los golpes eran normales. Yo pensé que… que era una forma de poner límites. Pero ese día… ese día me pasé. Lo sé.
Lo dije que esperaba desde niña, salió de su boca como si le costara cada sílaba.
—No estoy justificando nada —añadió—. Solo… solo quiero que sepas que lo he pensado mucho. Cuando te fuiste, la casa se quedó… —buscó la palabra—. Vacía. Ni siquiera cuando Melina está aquí se oye igual. Tú eras la que platicaba, la que reía, la que preguntaba cosas. Y ahora… no sé.
Mi mamá lo miró sorprendida, como si no supiera que él tenía todas esas palabras guardadas.
Yo sentí un nudo en la garganta, otra vez.
—¿Eso es… un intento de disculpa? —pregunté, con cuidado.
Mi papá apretó la mandíbula.
—Sí —dijo, casi escupiendo la palabra—. Perdón, Abril. Por haberte pegado. Por no haberte aplaudido. Por irme ese día.
Mi mamá desvió la mirada hacia la mesa.
—Yo… —empezó—. Yo solo… pensé en ayudar a Melina. Siempre pensé que tú eras fuerte, que tú podías sola. Que ella no. Que si no la apoyábamos a ella, nadie más lo iba a hacer. Y sí, te dejé de lado. Ya sé.
—También pensé que tú ibas a comprender —añadió—. Siempre has comprendido todo.
La miré.
—Ser fuerte no significa que no necesite cariño —dije—. Ser la que comprende no significa que tenga que aguantar todo. Ese día… me rompieron algo adentro.
Mi mamá se limpió una lágrima que resbaló sin permiso.
—Perdóname —susurró—. No sé cómo ser mamá de otra manera.
Nos quedamos así, tres personas rotas en una sala demasiado pequeña.
Respiré hondo.
—No sé si puedo perdonar todo de golpe —admití—. Pero… puedo escuchar. Y puedo ayudar a Melina con su problema. No por ustedes. Por ella. Y por mí.
Mi papá asintió, aliviado.
—Está en su cuarto —dijo—. No quiere salir.
Fui hacia el pasillo. La puerta de mi antiguo cuarto estaba cerrada. Toqué dos veces.
—¿Quién es? —preguntó una voz apagada.
—Yo.
Hubo silencio, luego pasos. La puerta se abrió apenas una rendija. Vi un ojo hinchado, maquillaje corrido.
—Abril —susurró Melina.
Su cuarto estaba hecho un desastre: ropa tirada, cajas de PR abiertas, paquetes con etiquetas extranjeras. En la cama había un montón de productos de skincare sin abrir. El espejo tenía post-its con frases motivacionales: “Tú puedes”, “Eres suficiente”, “Confía en ti”. Resultaban crueles en ese momento.
Melina se sentó al borde de la cama, abrazando una almohada.
—Me van a demandar —dijo, directa—. Por incumplimiento de contrato. Esa marca de ropa colombiana. Dicen que invertieron en mí, que me mandaron cosas, que firmé algo. Y que no cumplí.
—¿Firmaste sin leer? —pregunté, ya sabiendo la respuesta.
—Pues… más o menos. Me dijeron que era estándar. Que todas las influencers lo firmaban. Yo pensé que… —se encogió de hombros—. Que no era tan grave.
Tomé el folder donde tenía los papeles. Revisé todo con paciencia: cláusulas, fechas, obligaciones.
—Ok —dije—. No es tan catastrófico como parece. Sí, firmaste cosas fuertes, pero también ellos incumplieron algunas. Hay correos donde te cambian las condiciones, mensajes de WhatsApp que contradicen lo del contrato. Podemos negociar.
—¿Podemos? —repitió, con ojos grandes.
—Puedo intentar —respondí—. No soy abogada, pero sé leer contratos. Y en la firma hay gente que me puede orientar.
Melina empezó a llorar otra vez.
—Siempre la riego —sollozó—. Ustedes me ven como princesa, pero… ni siquiera sé quién soy cuando no tengo likes. Cuando las marcas dejan de escribir. Cuando las uñas se caen.
La miré en silencio. No era la niña que yo odiaba en mi cabeza, era una joven que nunca había sido preparada para la realidad, que había construido su valor en una pantalla.
—No eres tus uñas —dije, recordando las palabras que me habría gustado que alguien me dijera—. No eres tus seguidores, ni tus fotos. Eres la morra que se aventó a hablar frente a una cámara cuando nadie más se atrevía. Eres la que me hacía reír cuando yo lloraba por un examen. Eso no se pierde tan fácil.
Ella me miró, sorprendida.
—Creí que me odiabas —susurró.
—Te envidiaba —corregí—. Y a veces te culpaba. Pero ahora… ahora entiendo que a ti también te hicieron daño, solo que con otro tipo de golpes.
Se rió entre lágrimas.
—Golpes con brillo —dijo, señalando una caja de esmaltes.
Yo también reí.
—Mira —continué—. Te voy a ayudar con esto. Pero hay condiciones.
—¿Condiciones?
—Sí. Primera: tú vas a leer todo lo que firmes. TOD-O. Si no entiendes algo, me preguntas. Segunda: vas a estudiar algo. No digo una carrera completa, pero un curso, una certificación. Marketing digital, fotografía, lo que quieras, pero algo. No puedes vivir solo de que te quieran ver.
Melina frunció el ceño.
—¿Y la tercera?
—La tercera es para mí —dije—. Quiero que, si alguna vez te conviertes en alguien grande de verdad en eso, uses tu voz para decirle a las morras que no se vendan por cualquier contrato. Que se cuiden. Que lean. Que valen más que un paquete de ropa gratis.
Asintió, lentamente.
—Trato hecho —dijo, extendiendo la mano.
Se la estreché.
Por primera vez en nuestra vida, no nos veíamos de abajo hacia arriba, sino de frente.
Los meses siguientes fueron intensos.
Entre mi trabajo en la firma, las consultas con un abogado amigo de uno de los socios y las negociaciones con la marca, logramos que el asunto con Melina no llegara a juicio. Ella tuvo que hacer algunos contenidos más, explicar ciertas cosas, pero también la marca reconoció que había presionado demasiado. Firmaron un acuerdo de confidencialidad. Los comentarios de odio en sus redes fueron bajando, sustituidos por otros nuevos, esta vez de apoyo cuando ella contó —con cautela, sin detalles legales— que había aprendido a no firmar todo sin leer.
A veces, mientras ella grababa en su cuarto, yo revisaba facturas en la mesa del comedor. Nos convertimos, de manera extraña, en aliadas.
Con mis papás también cambió algo. No de golpe, no de manera mágica. Mi papá seguía siendo terco, mi mamá seguía priorizando de vez en cuando las cosas de Melina por encima de todo. Pero ya no había golpes. Esa línea se había cruzado una vez, y luego se había marcado como una frontera que no se debía volver a tocar.
Yo no regresé a vivir ahí.
Seguí en casa de mi tía Rosa, aunque ahora pasaba más seguido por Tlaquepaque. Íbamos a comer birria los domingos, a veces todos juntos, a veces solo Melina y yo. Había silencios incómodos, sí, pero también pequeñas chispas de algo nuevo.
Un día, casi un año después de mi graduación, mi firma me ofreció una oportunidad: un traslado a la oficina de Ciudad de México. Mejor sueldo, más responsabilidades, la posibilidad de crecer.
Lo pensé días enteros. Caminé por el centro de Guadalajara, me senté en la Plaza de Armas, vi las palomas volar sobre la catedral. Esta ciudad me había visto partir y regresar, romperme y reconstruirme. Pero había algo en mí que pedía más.
Acepté.
La noche antes de irme, fuimos todos a cenar tacos al pastor a un puesto en la esquina, el más grasoso y sabroso del barrio. Mi papá batallaba para cortar la carne con el brazo que nunca se recuperó del todo, pero insistía en hacerlo él mismo. Mi mamá discutía con el taquero sobre la cantidad de piña. Melina tomaba fotos del trompo para subir una historia, etiquetándome: “Mi hermana favorita se nos va a la CDMX”.
—No exageres —le dije—. Ni siquiera tienes otra hermana.
—Por eso eres mi favorita —respondió, riendo.
Cuando terminamos, caminamos juntos hasta la casa. En la puerta, mi papá se aclaró la garganta.
—Te va a ir bien —dijo—. Porque eres chingona. Eso sí lo hicimos bien. Aunque haya sido a la mala.
—Lo hiciste tú —respondí—. Yo solo sobreviví.
Me miró, serio.
—Y también perdonaste —añadió—. No cualquiera.
Mi mamá me abrazó. Fue un abrazo torpe, como el de alguien que no está acostumbrada a dar abrazos sinceros. Pero lo sentí real.
—Cuando tengas tu propio despacho, pon mi foto en la pared —bromeó—. Para acordarte quién te hizo fuerte.
—Te voy a poner en un altar —contesté—. Para acordarme de lo que no quiero repetir.
Se rió, jalándome del cabello.
—Ingrata.
Melina se acercó al final, con los ojos brillosos.
—Te voy a extrañar un chorro —susurró.
—Yo también —respondí—. Pero ya sabes, hay camiones, aviones, videollamadas.
—Y contratos que revisar —añadió ella—. No firmo nada sin mandártelo primero.
—Esa es mi niña —dije.
Cuando me subí al Uber que me llevaría a la central de autobuses, miré por la ventana. Vi a mis papás y a mi hermana, de pie en la banqueta, despidiéndose. No eran la familia perfecta. No lo serían nunca. Pero ya no eran los mismos que se habían ido de mi graduación por unas uñas.
Yo tampoco era la misma que se quedó llorando con la mejilla marcada.
Hoy, mientras escribo esto desde mi pequeño departamento en la Narvarte, con el sonido de los camiones y la vida de la Ciudad de México entrando por la ventana, tengo colgada en la pared la foto de mi graduación.
La única en la que salgo sola, con el diploma en la mano y la sonrisa cansada pero fuerte.
A un lado, hay otra foto: Melina y yo, en unos tacos en Tlaquepaque, riendo con la boca llena, las manos llenas de salsa. Ella ya no trae las uñas tan largas, pero todavía las cuida como si fueran joyas. Yo ya no necesito que mis papás aplaudan cada paso; aprendí a aplaudirme yo misma.
A veces, cuando me miro al espejo antes de ir a la oficina, me toco la mejilla izquierda. Ya no duele. Pero recuerdo.
Recuerdo que un día, en mi graduación, mis papás me abofetearon y se fueron a la cita de uñas de mi hermana.
Y recuerdo también que ese fue el día en que, sin saberlo, yo empecé a graduarme de algo más grande: de la necesidad de ser el orgullo de otros, para convertirme en el orgullo mío.
Pin
News
Una confesión inventada que sacudió las redes: Alejandra Guzmán y la historia que nadie esperaba imaginar
Ficción que enciende la conversación digital: una confesión imaginada de Alejandra Guzmán plantea un embarazo inesperado y deja pistas inquietantes…
Una confesión imaginada que dejó a muchos sin aliento: Hugo Sánchez y la historia que cambia la forma de mirarlo
Cuando el ídolo habla desde la ficción: una confesión imaginada de Hugo Sánchez revela matices desconocidos de su relación matrimonial…
Una confesión inventada sacude al mundo del espectáculo: Ana Patricia Gámez y la historia que nadie esperaba leer
Silencios, miradas y una verdad narrada desde la ficción: Ana Patricia Gámez protagoniza una confesión imaginada que despierta curiosidad al…
“Ahora puedo ser sincero”: cuando una confesión imaginada cambia la forma de mirar a Javier Ceriani
Una confesión ficticia que nadie esperaba: Javier Ceriani rompe el relato público de su relación y deja pistas inquietantes que…
La confesión que no existió… pero que millones creyeron escuchar
Lo que nunca se dijo frente a las cámaras: la versión imaginada que sacudió foros, dividió opiniones y despertó preguntas…
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la Cocina Podía Ganar una Batalla
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la…
End of content
No more pages to load






