El día que el hijo fresa de mi jefe me humilló… y terminó pidiéndome trabajo en mi propia empresa


El hijo de mi jefe me corrió en cuanto entró por la puerta de la oficina.

—No necesitamos gente floja como tú —me dijo, sin quitarse ni la chamarra de marca.

Y yo, con quince años de antigüedad en Transportes Águila del Valle, con las manos aún oliendo a diésel y a café frío, me quedé parado frente a su escritorio de madera fina sin saber si me estaba hablando en serio o si era una broma de esas pesadas que se hacen entre primos en Navidad.

—¿Cómo que flojo, licenciado? —alcancé a decir—. Yo llegué antes que usted, como todos los días.

Emiliano, con su corte perfecto, su barba recortada como si la hubiera dibujado un arquitecto, se recargó en la silla ejecutiva que había sido de su papá, de don Rogelio.

—Mira, Toño —dijo, usando mi nombre de pila como si fuéramos compas—. Mi papá te quiso mucho, sí. Pero eso era antes. Esta empresa ya no puede seguir cargando lastres. Vamos a modernizar todo. Y no me sirven los que están acostumbrados a la flojera, a la mediocridad, al “ahorita vemos”.

—¿Y dónde cree que se aventaron todas esas madrugadas que nos ponía su papá? —le repliqué, sintiendo cómo me hervía la sangre—. ¿Quién se quedaba a dormir en la bodega cuando se descompuso el compresor? ¿Quién se fue a Monterrey manejando porque se quedó tirado el chofer? Yo no soy flojo, licenciado.

Se rió, con ese tipo de risa que no llega a los ojos.

—Justo eso es lo que te digo. Ese es el problema. La vieja escuela. Gente que se siente indispensable. Aquí ya no hay vacas sagradas, Toño. Hay procesos, KPIs, productividad. Y tus números no dan. Llegas a la hora que se te pega la gana, te vas cuando quieres, y siempre traes alguna excusa. Que si tu mamá se enfermó, que si el camión de la basura no pasó, que si el tráfico en el Circuito. Ya estuvo.

Sentí un nudo en la garganta. No era coraje nada más, era una mezcla rara de vergüenza, impotencia y una tristeza que me subía desde la panza hasta los ojos.

—Licenciado… —intenté una vez más—. No me haga esto. Yo conozco cada ruta, cada cliente, cada chofer. Yo entrené a la mitad de la gente que tiene aquí. Si me quiere cambiar el horario, cámbiemelo. Si me quiere poner más chamba, ponga. Pero no me corra así, de un día para otro.

Emiliano se acomodó la corbata, como si le estorbara la humanidad que se escapaba por la puerta.

—No lo tomes personal, Toño. Es un tema de estrategia. Voy a cambiar la cultura. Y la nueva cultura no incluye a gente que se siente dueña del changarro. Además, ya te toca descansar. ¿Cuántos años tienes? ¿Cuarenta y qué?

—Cuarenta y dos —dije, con la dignidad hecha trizas.

—Eso. Disfruta a tu familia. Abre un puesto de tacos, no sé… —hizo un gesto con la mano—. Igual hasta te va mejor. De todos modos, aquí ya no hay lugar para ti.

Me alargó un sobre blanco.

—Es tu finiquito. Firmas aquí —dijo, señalando una línea en un documento que ni alcancé a leer—. Te estoy dando más de lo que marca la ley, para que no digas que soy ojete.

Me temblaban las manos. Pensé en Lupita, en mis dos chamacos, en la colegiatura, en la renta, en las medicinas de mi mamá, doña Chayo, que ya casi no podía caminar. Pensé en las noches que pasé manejando un torton viejo sin frenos buenos, en las veces que me quedé sin ver los festivales de mis hijos por estar recibiendo mercancía de madrugada.

Pensé en don Rogelio, en cómo me miraría desde donde estuviera, viendo a su hijo aventarme a la calle como si fuera una llanta ponchada.

Pero tampoco soy de hacer dramas delante de la gente. Me tragé la furia y la humillación como pude.

Firmé.

—Que le vaya bien, licenciado —alcancé a decir, con la voz más seca que la tortilla que se queda hasta el fondo del comal.

—Igualmente, Toño —contestó, ya con el ojo pegado al celular—. Ah, y deja tu gafete con Leti en recepción, porfa. Ya no intentes entrar después de hoy, porque voy a cambiar los accesos.

El hijo de mi jefe no me despidió. Me desechó.

Salí a la calle con la caja de mis cosas, igualito que en las películas gringas: mi taza de “El mejor papá del mundo”, un San Judas Tadeo de yeso, fotos de mis hijos en la primaria, un llaverito de la Virgen de Guadalupe y una chamarra vieja con el logo de Transportes Águila del Valle.

El sol de Naucalpan me pegó de frente. Me detuve un segundo frente a la entrada donde todavía colgaba el letrero enorme: “Fundado en 1987. Servicio y compromiso”.

Me dieron ganas de aventar la caja contra la pared, de mentar madres, de hacer un escándalo, de decirle a todos que el angelito que acababa de llegar con su MBA y su camioneta alemana no tenía ni idea de lo que era sacar adelante una empresa de transporte en el periférico a las tres de la mañana.

Pero no lo hice.

Lo único que hice fue apretar los dientes y caminar hacia la parada del camión, porque ahora hasta eso se me había acabado: el pasecito para el estacionamiento, el cafecito gratis, el “buenos días, Toño, cómo amaneció la familia”.

Abajo, uno vuelve a ser Juan de las Pitas.


La noticia corrió más rápido que los chismes en la vecindad.

Para cuando llegué a la colonia, mi mamá ya estaba sentada en su sillón de vinil, abanico en mano, mirada en el techo.

—¿Cómo te fue, mijo? —preguntó, aunque ya sabía.

—Bien, jefa —mentí, dejando la caja sobre la mesa del comedor—. Me dieron vacaciones… eternas.

Lupita, que estaba esperando en la cocina con el mandil lleno de harina, se me quedó viendo con los ojos más grandes que los platos.

—¿Cómo que eternas? —susurró—. ¿Qué pasó?

La abracé fuerte, como si ella fuera el único poste al que me podía agarrar en medio del temblor.

—Me corrieron, Lupe —le dije al oído—. Así nomás. Que no necesitan flojos como yo.

Sentí cómo se le tensaban los hombros.

—¿Flojo tú? —escupió, separándose un poco para verme a la cara—. ¡Si casi no te vemos de tanto que trabajas! ¿Qué dijo el viejo Rogelio? Ese siempre te tenía en alta. Él me decía: “Toñito es de los buenos, Lupita, ese sí trae la camiseta bien puesta”.

—El viejo Rogelio ya no manda nada —contesté—. El que manda ahora es su hijo. Y ese no conoce ni la bodega.

Mi mamá se persignó.

—Dios aprieta, pero no ahorca, mijo —dijo, como si eso fuera una pomada para todo—. Algo bueno va a salir de esto. Ya verás.

—Sí, ma —dije, aunque por dentro lo único que veía era la cara del licenciado y su sonrisa de meme.

Esa noche casi no dormí.

Me quedé en la azotea, sentado en una silla de plástico, viendo las luces de la ciudad parpadear como si fueran luciérnagas descompuestas. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba la misma frase: “No necesitamos gente floja como tú”.

Me repetía los últimos tres años: ¿había llegado tarde algunas veces? Sí. ¿Había pedido permisos para llevar a mi jefa al Seguro? Sí. ¿Me había saltado una junta para ir al festival del Día del Niño de mi hijo? Sí. ¿Eso me hacía flojo? ¿O me hacía humano?

Pensé en salirme a manejar Uber con mi Tsuru viejo, pero ni tarjeta de circulación verificada tenía. Pensé en ir a ver a mi compadre el Chuy para que me metiera de chalán en la obra, pero mi espalda ya no es la de los veinte.

Pensé, por primera vez en años, en irme “al otro lado”, a intentar cruzar, a ver si en Texas las cosas eran distintas. Pero luego veía la foto de mis chamacos dormidos y me regresaba la idea como si fuera un boomerang.

A las tres de la mañana, con los perros ladrando y la cumbia sonando a lo lejos en algún patio, tomé una decisión:

No iba a dejar que el hijo del patrón fuera la última palabra sobre mí.

Si quería decir que era flojo, que lo dijera.

Yo me iba a demostrar lo contrario.

Aunque fuera empezando desde cero.

Aunque me sangraran las manos.


Los primeros días fueron un desfile de “le llamamos cualquier cosa” que nunca llegaba.

Me levantaba igual de temprano, me ponía mi pantalón de mezclilla menos gastado, mi camisa de cuadros más decente, mis zapatos boleados, y me iba con mi folder de currículums impresos a las zonas industriales de Tlalnepantla, de Cuautitlán, de Vallejo.

En una empresa de paquetería, el recepcionista ni me dejó hablar. Apenas vio mi edad, frunció la nariz.

—Buscamos gente joven, jefe —dijo—. De preferencia menores de treinta. Más “dinámicos”.

En otra, un güerito con brackets me vio como se ve una caja rota.

—¿Quince años en la misma empresa? —leyó—. ¿Y de ahí lo corrieron? Híjole, no. Aquí buscamos perfiles más “flexibles”. Ya sabe, gente que se adapte rápido a los cambios.

En una tercera, de plano ni me aceptaron el currículum.

—Todo es por internet —dijo la señorita, sin levantar la mirada del celular—. Métase a la página, hay una sección que dice “Trabaja con nosotros”.

Me fui a un café internet en la esquina y traté de llenar los formularios en línea.

“Edad: 42”.

“Último grado de estudios: Preparatoria trunca”.

“Experiencia en software especializado: Ninguna”.

Cada click era como dispararme en el pie.

Llegaba a la casa con la moral por los suelos.

Lupita, sin decir nada, me ponía un plato de frijoles, unas tortillas calientitas, un vaso de agua de jamaica.

—¿Cómo te fue? —preguntaba, aunque la respuesta ya la traía tatuada en la cara.

—Pues… —me encogía de hombros—. Me dijeron que “cualquier cosa me hablan”. Y que tengo que aprender inglés. Y que me “actualice”.

—Pues actualízate, viejo —decía ella, sin regañar, sólo con ese tono práctico que siempre me ha gustado—. No eres un árbol. Muévete.

—¿Y cómo me actualizo, Lupe? —pregunté un día, entre frustrado y cansado—. ¿A estas alturas voy a ir a la prepa abierta? ¿A estudiar sistemas con chamacos que podrían ser mis hijos?

Me miró directo.

—¿Y qué? —respondió—. ¿Te vas a quedar sentado esperando a que ese niñito fresa se arrepienta y te vuelva a llamar? No manches, Toño.

La conocía.

Cuando Lupita decía “no manches”, la cosa iba en serio.

Esa misma tarde, después de llevar a mi hijo menor a la escuelita de futbol en la canchita de la esquina, me senté con mi hija mayor, la Dani, que estaba en la prepa abierta.

—Oye, hija —le dije—. ¿Tú que le sabes a la compu, crees que me puedas enseñar a hacer un currículum como los que usan ahora? Con monitos y colores y esas cosas. Y a subirlo a esas páginas.

Se le iluminaron los ojos.

—¡Claro, pa! —dijo—. A ver, pásame tus datos. Te voy a hacer un CV bien chulo. Y de paso te abro un LinkedIn.

—¿Un qué?

—LinkedIn, papá. Es como el Facebook, pero de chamba.

—Ah, ching… —me detuve, porque mi mamá estaba cerca—. Bueno. Órale.

Entre risas y regaños de “no, papá, no pongas que eres ‘muy trabajador’ en el resumen, eso se sobreentiende”, fuimos llenando los campos. Ella me tomó una foto con el celular, me hizo pararme frente a la pared menos fea de la casa, me peinó con saliva como cuando era niña y me dijo “sonríe, pero no tanto, parece que te estás burlando”.

Esa noche, mi cara ya estaba en internet, en un perfil que decía: “Antonio Hernández, Especialista en Operaciones Logísticas y Rutas de Transporte. Más de 15 años de experiencia”.

Lo leí como diez veces.

“Especialista”.

Yo.

El mismo que, una semana antes, había sido “flojo”.

La palabra me dolió menos.

Se empezó a sentir ajena, como si se la hubieran dicho a otro Toño.


El trabajo no cayó del cielo, obviamente.

Pero el universo es raro.

A veces, para que se te abra una puerta, primero te tienen que aventar de una ventana.

Un martes cualquiera, a media mañana, estaba yo en el puesto de don Beto, el de las tortas de milanesa de la esquina, ayudándole a picar jitomate y cebolla a cambio de unas tortas para la familia. Algo tenía que hacer; no soy de los que aguantan estar sentados viendo la tele todo el día.

—Tú deberías poner tu propio negocio, cabrón —me dijo don Beto, mientras le ponía crema a una torta hawaiana—. Eres bueno para esto. Eres bien movido.

—¿De tortas? —pregunté, riéndome.

—De lo que sea —contestó—. Mira, yo empecé con un carrito en la puerta del metro. Me correteó la patrulla, me quisieron extorsionar, me quitaron el tanque de gas dos veces. Y mírame ahora: ya tengo dos puestos, mi hijo maneja uno y yo el otro. No soy rico, pero no le pido nada a nadie.

Le iba a contestar algo, cuando escuchamos el rechinido de una camioneta al estacionarse.

Volteé por puro reflejo.

Era una Ford Lobo negra, de esas que parecen tanques de guerra.

Bajó una señora de unos cincuenta y tantos, de cabello corto teñido de rojo, lentes oscuros, botas vaqueras, chamarra de mezclilla con pedrería. Traía un sobrino pegado al celular y un chofer que le abrió la puerta como si fuera princesa.

—¡Beto! —gritó, con voz de trueno—. Échame cinco tortas de pierna con todo, pero sin cebolla, ¿eh? Que luego traigo juntas.

—Luego se le sube la presión, doña Mireya —contestó don Beto, limpiándose las manos en el mandil—. Ahorita se las preparo.

Ah, doña Mireya. La conocía de vista. Era dueña de “Logística MirMar”, una empresa de transporte que tenía sus bodegas del otro lado de la avenida. Se decía que había empezado con una sola camioneta, repartiendo refrescos por la colonia, y que ahora tenía contratos con medio mundo.

Mientras don Beto preparaba las tortas, ella me miró de arriba abajo.

—¿Y tú qué? —me dijo—. Hace años que te veía en la bodega de los Águila, ¿no?

—Sí, doña —respondí—. Ahí trabajaba. Bueno… trabajaba.

Se bajó los lentes para verme mejor.

—¿Cómo que trabajaba? —preguntó.

—Pues es que… —tragué saliva—. Entró el hijo de don Rogelio, el nuevo licenciado. Y pues… no le caí bien. Que según muy modernito y que no quiere “gente floja” —hice comillas en el aire, con amarga ironía—. Me dio las gracias.

Doña Mireya soltó una carcajada.

—¿Flojo tú? —dijo—. No me chingues. Si tú eras el que estaba ahí cada que se les iba la luz, ¿no? El que acomodaba los tráileres en reversa cuando los choferes no podían.

Me sorprendió que se acordara.

—Pues sí, pero eso allá adentro ya no los impresionó —dije—. Ahora lo que importa son los Excel y los PowerPoints.

—Ay, no me hables de eso —bufó—. Tengo al sobrino este —señaló al chavo del celular— que según muy “ingeniero en sistemas logísticos” y no sabe ni prender un montacargas.

El sobrino levantó la vista del teléfono.

—Tía, eso no es mi área —protestó—. Yo veo la parte estratégica.

—Ajá, estratégica mis huevos —respondió ella—. Oye, ¿y tú qué sabes hacer? —me preguntó.

—Pues… —me encogí de hombros—. De todo un poco. Manejar, cargar y descargar, hacer rutas, negociar con los choferes, con los clientes, con los de la caseta, con los de la aduana. Me conozco todas las entradas y salidas del Valle de México. Sé dónde están los retenes, dónde te bajan lana, dónde hay que dar la vuelta porque se inunda. Sé leer facturas, cartas porte. No sé mucho de compu, pero ahí la voy agarrando con mi hija.

Doña Mireya chasqueó la lengua.

—¿Y por qué no estás trabajando conmigo, entonces? —preguntó.

—Porque nadie me da chance, jefa —respondí, con una sinceridad que me tomó por sorpresa—. Me ven y dicen que ya estoy “grande”. Que soy “perfil operativo” y que buscan líderes jóvenes. Como su sobrino, pues.

El muchacho se acomodó incómodo en la banqueta.

—Tía… —intentó.

Pero doña Mireya ya estaba en otra cosa.

—¿Sabes cuánto me cuesta un mal jefe de operaciones? —me dijo, mirándome a los ojos—. Una ruta mal hecha son horas perdidas, gasolina tirada, clientes encabronados, multas, choferes renunciando. Un día me hicieron regresar un tráiler de Puebla a Querétaro porque el chamaco este no revisó bien la orden. Perdí sesenta mil pesos en un ratito. Eso sí es ser flojo.

Alcancé a ver cómo el sobrino se ponía rojo.

—Yo… —dije, con cuidado—. No sé si sea lo que usted busca, doña, pero… si necesita a alguien que sepa cómo se mueven las cosas en la calle, yo me rifo.

Se quedó callada un segundo, pensativa.

Luego sonrió.

—¿Sabes qué, Toño? —dijo—. Me caes bien. Siempre me caíste bien. Cuando iba a la bodega de los Águila, tú eras el único que me ofrecía un cafecito y me ayudaba a bajar de la camioneta. Y eso aquí vale.

Sacó una tarjeta de su bolsa.

“Lic. Mireya Márquez. Directora General. Logística MirMar”.

—Caes mañana a las ocho a mi oficina —dijo—. Sin caja de tus cosas ni cara de velorio. Me traes tu INE, tu RFC y tus ganas de trabajar. Vamos a ver si es cierto que estás tan “flojo” como dice el chamaco fresa ese.

Me temblaron las manos al tomar la tarjeta.

—¿De veras, doña? —pregunté, incrédulo.

—De veras —dijo—. Pero eso sí: aquí no hay intocables. Si la riegas, te lo voy a decir en tu cara. Y si te portas chingón, también.

—Eso es todo lo que pido —respondí.

—Ah, y otra cosa —agregó, cuando ya se subía a la camioneta—: aquí no nos gusta la gente que habla mal de sus ex jefes. Lo que pasó allá, se queda allá. Aquí llegas limpiito.

Sentí cómo una piedra que traía en el pecho se aflojaba un poquito.

—Cuenta con eso, doña —dije.

Cuando la camioneta se fue, Beto me dio una palmada en la espalda que casi me tira el jitomate al piso.

—¿Ves? —rió—. Te dije. Tú no naciste para andarle rogando chamba a nadie. Tú naciste para hacerte cargo.

—Ni me alegres tanto —le dije—. No vaya a ser que mañana llegue y me digan que “cualquier cosa me llamaban”.

—Si no te quieren ahí, ven y te doy un puesto de tortas —rió él—. Pero algo me dice que esa señora sí sabe valorar la chinga.

Por primera vez en días, me permití sonreír sin sentir culpa.


Al día siguiente, llegué a las instalaciones de Logística MirMar con media hora de anticipación.

Era un complejo más pequeño que el de los Águila, pero se veía vivo. Camiones entrando y saliendo, montacargas moviendo tarimas, muchachos con chalecos naranja corriendo de un lado a otro. Había música de banda sonando bajito en una bocina, y el olor a diésel se mezclaba con el de los tacos de canasta de un señor que se había instalado a un lado de la caseta.

Me acerqué a la ventanilla.

—Buen día —saludé—. Vengo a ver a la licenciada Mireya.

El guardia, un morro flaco con cara de no más de veintidós años, me vio con curiosidad.

—¿Tiene cita, jefe? —preguntó.

Le enseñé la tarjeta.

—Me dijo que viniera hoy a las ocho.

Marcó al conmutador.

—Lic, aquí está el señor que vino ayer con usted en la tortería de Beto —dijo—. Sí, sí, el de los Águila. Sí. Ajá. Sí, lic. Ahorita lo paso.

Me abrió la reja.

—Pásele, jefe —dijo.

Crucé el patio con el corazón latiéndome en las sienes.

La oficina de doña Mireya estaba en el segundo piso, con ventana hacia el patio. Tenía una virgen de Guadalupe en la pared, un cuadro de la Santa Muerte chapeada en dorado, un calendario de la carnicería “El Güero”, una foto enmarcada de cuando inauguró su primer tráiler propio, y un aire acondicionado que sonaba como si fuera a despegar.

Me hizo pasar con un gesto.

—Siéntate, Toño —dijo—. A ver, cuéntame: ¿por qué te debería contratar?

Respiré hondo.

—Porque sé hacer el trabajo, jefa —respondí—. No le voy a decir que soy el mejor del mundo, pero sé lo que es estar del lado del operador, del cliente y del patrón. Sé qué se siente cuando te paran en la carretera con la patrulla y te quieren chingar. Sé qué se siente cuando un cliente te está llamando para mentarte la madre porque no le ha llegado su mercancía. Sé qué se siente cuando tienes doce camiones y veinte pedidos y tienes que decidir a quién le cumples y a quién no.

Ella me escuchaba, sin interrumpir.

—También sé —seguí— que si tratas bien a tus choferes, te responden. Que si les pagas a tiempo, si les das seguro, si les dejas ir a la graduación del hijo, te cuidan la unidad como si fuera suya. Y sé que si tú, desde la oficina, no conoces lo que pasa allá afuera, te van a ver la cara todos: los clientes, los choferes, los de la báscula, los de la aduana.

Asintió.

—¿Y tú qué quieres? —preguntó—. ¿Qué andas buscando?

La pregunta me agarró en curva.

Me quedé un segundo callado.

—Quiero… —dije, despacio—. Quiero volver a sentir que sirvo para algo. Que lo que sé hacer no se fue a la basura. Quiero una chamba justa, no regalado nada, pero tampoco que me traten como trapo. Quiero poder llevar a mi jefa al doctor sin tener que andar rogando permiso. Quiero pagar la prepa de mi hija sin atrasarme. Quiero llegar a la casa sabiendo que, aunque me cansé, valió la pena.

Mireya me miró un momento, como sopesando mis palabras.

Luego sonrió, pero con la mitad de la boca nada más.

—Te voy a decir la neta, Toño —dijo—. A mí el chamaco este —señaló con la cabeza a través de la ventana, donde el sobrino estaba intentando dirigir a dos montacarguistas—, mi hermana me lo aventó porque “no tiene oficio” y “se me está desbalagando”. Y mira, sí le sabe a las compus, a los correos, a las presentaciones esas bonitas. Pero no distingue una estiba bien hecha de un castillo de naipes.

Soltó un suspiro.

—Yo ya no puedo estar en todo como antes —continuó—. Antes me subía al tráiler, me iba a las rutas, me peleaba con los polis, con los municipales, con todo mundo. Ahora ya me truena la rodilla. Necesito a alguien que sea mis ojos y mis manos allá afuera. Alguien que me diga la neta, no lo que quiero oír.

Me clavó la mirada.

—Si te doy la jefatura de operaciones, ¿aguantas? —preguntó—. ¿O te vas a rajar a la primera que un chofer te diga “viejo pendejo”?

Sentí que el corazón se me subía a la garganta.

—La aguanto, jefa —respondí—. Ya me han dicho cosas peores.

Se rió.

—Eso me gusta —dijo—. Bueno, pues, bienvenido a Logística MirMar, cabrón.

Me extendió la mano.

La tomé.

Era fuerte, callosa, de quien ha cargado cajas antes de firmar cheques.

—Pero ojo —agregó—: el primer mes es de prueba. Si no me convences, te vas. Si me convences, nos vamos juntos a abrir la sucursal de Puebla que tengo en mente.

Asentí.

—No la voy a defraudar, doña.

—Más te vale —dijo—. Ah, y otra cosa: aquí no somos “licenciados” ni “ingenieros” ni mamadas. Aquí somos “Mireya” y “Toño”. ¿Sale?

—Sale, doña… digo, Mireya —corregí, torpe.

—Eso —sonrió—. Ahora vamos a bajar al patio. Te voy a presentar con la banda.


Los primeros meses en MirMar fueron como volver a aprender a caminar, pero con botas de trabajo.

El sobrino, que se llamaba Kevin, me veía raro al principio.

—Mi tía dice que usted va a ser mi jefe —me dijo, apenas nos quedamos solos en la oficina de operaciones—. Yo pensé que yo iba a agarrar ese puesto.

—Pues agárralo —respondí—. Pero hay muchas cosas que no te enseñan en la escuela. Y si quieres, yo te las enseño. No soy tu enemigo, chamaco. Somos equipo.

Frunció el ceño, desconfiado.

—¿No viene a quitarme el lugar? —preguntó.

—Tu lugar ni me interesa —dije—. A mí dame un pizarrón, unos plumones, un mapa de la ciudad y acceso a los tiempos de las casetas. Tú quédate con tus tablas dinámicas.

Se rió, pese a sí mismo.

—Va —dijo—. Pero luego me enseña a leer esos guías de ruta que usted trae en la cabeza.

—Esas no se leen, se viven —respondí—. Pero empezamos por Iztapalapa.


Me entregaron un escritorio con una computadora que parecía nave espacial comparada con la que usábamos en los Águila. Tenía dos monitores, uno con el mapa de la ciudad y otro con las hojas de cálculo.

Kevin me enseñó a usar el sistema que estaban implementando.

—Mire, don Toño —decía, dándome click aquí y allá—. Estas son las órdenes del día. Aquí podemos ver qué clientes hay que surtir, cuántas cajas, qué tipo de vehículo se requiere. Le damos prioridad según la hora de entrega y la ubicación.

—¿Y quién decide las rutas? —pregunté.

—Pues… el sistema —dijo—. Tiene un algoritmo que optimiza los recorridos.

—Ajá —dije, desconfiando—. ¿Y el algoritmo sabe que en la México-Texcoco están haciendo obras y que se hace un desmadre a las seis de la tarde? ¿O que los municipales de Neza se esconden detrás del puente de la López para sacar “cooperacha”?

Se quedó callado.

—Pues… no —admitió—. No tiene esos datos.

—Entonces el algoritmo está incompleto —concluí—. Vamos a enseñarle.

Esa misma tarde, me senté con tres choferes veteranos: el Güero, el Chino y la Güera Tere, una trailera que manejaba un Kenworth como si fuera bicicleta.

Desplegué un mapa sobre la mesa de plástico.

—A ver, banda —dije—. Vamos a hacer una cosa. Imagínense que el sistema es un morro que apenas va a manejar su primer Chevy. Nosotros ya nos sabemos todos los atajos, todos los baches, todos los retenes. Hay que anotarlo.

Les di plumas.

—Aquí, de la Central de Abasto a Chalco, ¿por dónde se van? —pregunté.

—Si es temprano, por el Eje 6 —dijo el Güero—. Pero si ya son más de las diez, ni te metas, porque está atascado de combis.

—Y en la México-Puebla hay que traer siempre el pase de la báscula, porque si no te bajan mil quinientos en la madrugada —agregó la Güera.

Fuimos llenando el mapa de flechas, colores, notas.

Luego, con Kevin, pasamos toda esa información a la base de datos.

—Esto está cabrón —dijo él, impresionado—. Es como Google Maps, pero de la vida real.

—Google Maps es un niño fresita que nunca ha ido a Tepito —dije—. Nuestro sistema va a ser un chilango de barrio.

Se rió.

Poco a poco, las rutas empezaron a mejorar.

Las horas muertas en carretera se redujeron.

Los choferes regresaban menos cansados.

Los clientes empezaron a mandar correos felicitando a Mireya por las entregas puntuales.

—¿Qué estás haciendo, Toño? —me preguntó un día, cruzándose de brazos en la puerta de la oficina.

—Universidad, jefa —respondí, señalando la pantalla—. Estamos empezando la carrera de “Ingeniería en Chinga y Colmillo”.

Se rió.

—Pues sigue, maestro —dijo—. Porque nos cayó una licitación que está buena.

Me mostró un folder.

“LICITACIÓN PÚBLICA NACIONAL. SERVICIO INTEGRAL DE TRANSPORTE Y DISTRIBUCIÓN DE PRODUCTO SECO Y REFRIGERADO. Cadena Comercial Gran Valle S.A. de C.V.”.

Le di una ojeada.

Eran hojas y hojas de requisitos, términos, condiciones, garantías.

—¿Y quién más va a participar? —pregunté.

—Los de siempre —dijo—. Los del Norte, los de la Estrella, los del Gallo… y, obvio, los Águila del Valle.

Sentí una punzada rara en el estómago.

—¿Los Águila? —repetí.

—Sí —dijo—. Ese contrato era de ellos desde hace años, pero parece que la cadena ya se hartó de que les estén quedando mal. Se la quieren quitar.

Me imaginé a Emiliano en una sala de juntas, con su traje caro y su sonrisa de catálogo, prometiendo tiempos imposibles, mostrando gráficas de pastel y barras de colores, diciendo “vamos a cumplir al cien por ciento”.

Y luego, la imagen de los patios llenos de camiones parados porque no había refacciones, porque la gente se le estaba yendo, porque los choferes se quejaban de los recortes, porque los viejos supervisores se habían jubilado o los habían corrido.

—¿Te interesa jugar contra tu ex equipo? —preguntó Mireya.

Me quedé callado un momento.

No se trataba sólo de “ganarles”.

Se trataba de demostrarme a mí mismo que no era el flojo que decían.

Se trataba de que, si lográbamos ese contrato, MirMar podría crecer, contratar más gente, pagar mejor, dar más prestaciones. Se trataba de que, si lo hacíamos bien, mis hijos iban a ver a su papá no como el que lo corrieron, sino como el que se levantó.

—Me interesa hacer bien las cosas —dije al fin—. Si eso implica ganarle a los Águila, pues ni modo. Cada quien se ganó su lugar.

Mireya asintió.

—Eso quería escuchar —dijo—. Vas a trabajar esto con Kevin. Él se encarga del papel, tú de la operación. Yo pongo la cara con los clientes. ¿Jalas?

—Jalo —respondí.

—Ah, y otra cosa —agregó—. No quiero chismes de “es que en los Águila hacen esto” o “no, es que ellos siempre han tomado tal ruta”. Lo que ellos hagan ya no nos importa. Enfócate en lo que nosotros podemos hacer mejor. ¿Va?

—Va —dije.

Pero por dentro, algo se encendió.

No era rencor, exactamente.

Era… fuego.

El fuego de saber que, si alguna vez hubo un motor que movió esa empresa, ese motor había estado en manos como las mías.

Y ahora iba a estar al servicio de otra.

Una que sí me había abierto la puerta cuando más la necesitaba.


Trabajamos como locos durante semanas.

Kevin y yo nos encerrábamos hasta la madrugada en la oficina, rodeados de vasos de café, latas de refresco y hojas llenas de números.

—Mira, si hacemos la ruta de la central de abasto a las tiendas del oriente en un solo viaje, ahorramos kilómetros —decía él, moviendo figuritas en la pantalla.

—Pero el sistema de ellos cierra las órdenes a las diez de la noche —replicaba yo—. Si les dejas la mercancía después de esa hora, te la regresan. Hay que considerar eso.

—¿Y si usamos camiones de doble caja? —proponía él.

—Sí, pero necesitas choferes con licencia tipo “E” y esos no los vas a conseguir de la noche a la mañana. Mejor usamos rabones, pero bien cuidados.

Hubo días en los que quise mandar todo al diablo.

Las cláusulas del contrato eran un laberinto.

Si llegábamos quince minutos tarde a más del 5% de las entregas, nos podían multar.

Si se echaba a perder mercancía por falla de equipo, nos la cobraban al triple.

Si no cumplíamos con el porcentaje de viajes verdes —es decir, con menos emisiones de CO2—, nos penalizaban.

—Estos cabrones quieren que les hagamos el trabajo perfecto, pero no quieren pagar lo que vale —refunfuñaba yo, viendo las tarifas propuestas.

—Es la única forma de entrarle a las ligas mayores —respondía Mireya, sin perder el foco—. Si la libramos tres meses seguidos sin penalización, nos abren las rutas del Bajío. Y ahí sí, mi Toño, nos vamos pa’ arriba.

—¿Y de dónde vamos a sacar más unidades, jefa? —pregunté—. Con lo que tenemos ahorita apenas y alcanzamos.

—Estoy negociando un crédito con el banco —dijo—. Pero no me lo van a dar si no ven que tenemos contratos firmados. Es el huevo y la gallina.

Se quedó pensativa un segundo.

—Aunque, mira —agregó—. Hay una cosa que sí podemos hacer ya, sin pedirle permiso al banco.

—¿Qué? —pregunté.

—Cuidar a la gente que tenemos —dijo—. Si los choferes y la banda de patio se la creen, si sienten que este contrato es suyo, se van a partir el lomo. Si no, se nos van a ir en medio de la carrera.

—Eso sí —asentí.

Y ahí fue donde se me prendió otro foco.

—¿Se acuerda de Lucho? —le pregunté.

—¿Cuál Lucho? —preguntó.

—Don Lucho, el que manejaba el Torton 27 en los Águila —dije—. El que perdió la pierna en el accidente en la México-Querétaro porque el freno no le jaló.

Mireya frunció el ceño, recordando.

—Ah, sí —dijo—. El que después andaba ahí en la caseta vendiendo chicles.

—Ese mero —respondí—. A ese señor lo mandaron a la chingada con una pensión miserable. Nadie volvió a verlo más que para usarlo de ejemplo de “cuídense, muchachos, no manejen cansados”. Pero el camión iba con las balatas peor que mis rodillas.

Mireya apretó los labios.

—¿Y qué con él? —preguntó.

—Ese señor se sabía todas las rutas del norte —dije—. Cada curva, cada gasolinera honesta. Si lo invitamos a entrenar a los chavos nuevos, nos ahorramos madrazos. Y le damos una chamba que no dependa de su pierna, sino de su cabeza. Es un activo que está ahí, nomás que nadie lo ve.

Mireya me vio con curiosidad.

—¿Tienes su teléfono? —preguntó.

—Creo que sí —dije—. Una vez lo anoté cuando me vendió unos chicles. Déjeme buscarlo.

Esa noche, sentí que se abría otra puerta.

Cuando llamé a don Lucho, tardó en contestar.

—¿Bueno? —sonó una voz rasposa del otro lado.

—¿Don Lucho? —pregunté—. Habla Toño, el de los Águila. ¿Se acuerda de mí?

Hubo un silencio.

Luego, una risa amarga.

—Claro que me acuerdo, cabrón —dijo—. Tú eras de los pocos que me seguían diciendo “don”. ¿Qué pasó? ¿Se te descompuso el camión y vienes a pedirme que te empuje o qué?

—No, don —respondí—. De hecho, ya ni camión tengo. Me corrieron.

—Ah, cabrones —gruñó—. Así son. Pero mira, todo se paga. ¿Y ahora qué, vas a vender chicles también?

—Algo así —dije, sonriendo—. Pero antes de eso, quería invitarlo a otra cosa.

Le conté de MirMar, del contrato, de mi plan.

Se quedó callado un rato largo.

—¿Y tú crees que alguien me va a querer con esta pata de palo? —preguntó, con una vulnerabilidad que me apretó el corazón.

—Yo lo quiero en mi equipo, don —respondí—. No para que maneje, sino para que enseñe. Para que cuente sus historias. Para que los chavos vean que no es broma cuando les digo que se paren a dormir si tienen sueño. Para que les diga dónde están los baches del Bajío que no salen en los mapas.

Escuché cómo suspiraba del otro lado.

—Hace años que nadie me decía “lo quiero en mi equipo” —murmuró—. Nomás me dicen “muévase pa’ allá, no estorbe”. Déjame hablar con mi vieja. Pero de entrada, gracias, mijo.

—Gracias a usted, don —respondí.

Al día siguiente, llegó cojeando a la bodega de MirMar, con su muleta y su gorra de los Tigres.

Los choferes lo vieron con mezcla de respeto y curiosidad.

—Ese señor es leyenda, cabrones —les dije—. Más de un millón de kilómetros sin accidentes. Lo que él les diga, va a salvarles la vida.

Le dimos una silla, un rotafolio y una taza de café.

Y empezó a hablar.

—A ver, chamacos —dijo—. Lo primero: el freno no es para pararse. El freno es para terminar de parar lo que ya venías frenando con motor. Si tú quieres que el freno haga todo el trabajo, te va a dejar sin dientes.

Los veía embobados.

Mireya, desde la puerta, me hizo un gesto de aprobación.

—Buena jugada, Toño —susurró—. Eso no lo trae ningún algoritmo.

Así, poco a poco, fuimos tejiendo una red de gente que sabía lo que hacía y que se sentía parte de algo más grande que su quincena.

Y cuando llegó el día de presentar la propuesta con la cadena de supermercados, no fuimos con láminas llenas de palabras bonitas.

Fuimos con un plan armado de historias reales.


La junta fue en un edificio de Santa Fe, de esos que parecen de cristal, donde los techos son tan altos que parece que los ricos viven en otro clima.

Mireya llegó con su saco negro de lentejuelas discretas, su blusa blanca y su pelo rojo planchado.

Yo iba con mi mejor camisa azul, la que me había regalado Lupita en mi cumpleaños, y un pantalón que no tenía manchas de grasa.

Kevin traía su laptop y una presentación que habíamos rehecho veinte veces.

En la sala de juntas nos esperaban seis personas: tres hombres y tres mujeres, todos con sus gafetes colgando del cuello, sus tablets, sus sonrisas de protocolo.

Entre ellos, reconocí a uno de inmediato.

El saco impecable.

La corbata de seda.

El reloj que costaba más que mi Tsuru.

Emiliano.

Se quedó helado cuando me vio.

Sus ojos se abrieron apenas un poco, pero lo suficiente.

—Buenos días —dije, con la voz más tranquila que pude—. Antonio Hernández, director de operaciones de Logística MirMar.

—Emiliano Álvarez —dijo él, recomponiéndose—. Director General de Transportes Águila del Valle.

Nos dimos la mano.

Por un segundo, sentí la fuerza con la que apretaba.

Quise apretar más.

No lo hice.

Mireya, con la sonrisa bien puesta, intervino.

—Muchas gracias por recibirnos —dijo—. Sabemos que están evaluando varias propuestas. Nosotros no venimos a prometerles la luna y las estrellas. Venimos a decirles lo que sí podemos cumplir.

La jefa de compras, una señora llamada Claudia, asintió.

—Hemos tenido algunos problemas con el proveedor actual —dijo, mirando de reojo a Emiliano—. Entregas tardías, unidades en mal estado, quejas de nuestros gerentes de tienda. Necesitamos un socio confiable.

Emiliano sonrió, fingiendo indignación.

—Claro, hemos tenido retos, como todos en la industria —dijo—. Pero ya estamos implementando mejoras. De hecho, acabamos de contratar una consultora de primer nivel para optimizar nuestras operaciones.

Me dieron ganas de levantar la mano y decir: “La consultora que contrataron soy yo, pero ustedes decidieron correrme, se les olvidó ese pequeño detalle”.

Guardé silencio.

Kevin conectó la laptop al proyector.

En la pantalla aparecieron las primeras diapositivas.

No eran las típicas.

En lugar de frases vacías como “Misión, visión y valores”, pusimos fotos.

Foto de la bodega de MirMar.

Foto de los choferes, sonriendo, con sus chalecos.

Foto de don Lucho, levantando su muleta como si fuera trofeo.

—Él es Lucho —dije—. Más de treinta años manejando. Hace cinco, perdió la pierna en un accidente porque la empresa para la que trabajaba no le quiso cambiar las balatas a tiempo. Hoy es nuestro instructor de seguridad vial. Gracias a él, llevamos dos años sin un solo accidente grave en nuestras rutas.

En la pantalla, otra foto: una tabla comparativa de tiempos de entrega antes y después de implementar nuestro sistema de rutas.

—Aquí pueden ver cómo reducimos los tiempos muertos en un 18% en menos de seis meses —explicó Kevin—. Lo logramos no sólo con tecnología, sino integrando el conocimiento de nuestros operadores. Nuestro algoritmo aprende de la calle.

Mostramos un mapa interactivo.

Marcadores verdes donde habíamos logrado entregas antes de tiempo.

Marcadores amarillos donde habíamos tenido problemas y cómo los habíamos resuelto.

—Sabemos que su prioridad es que el producto llegue a las tiendas a tiempo y en buen estado —dije—. Pero también sabemos que no quieren ser portada de nota roja por un tráiler volcado en la México-Puebla. Nuestro compromiso no es sólo con sus estantes, sino con las vidas de la gente que está detrás del volante.

Claudia nos miraba con atención.

Emiliano intentaba no mostrar inquietud, pero se le notaba el tic en la comisura del ojo.

En su presentación, cuando le tocó el turno, sacó toda la artillería tradicional.

—Tenemos más de treinta años en el mercado —dijo—. Nuestras unidades son de última generación. Trabajamos con las mejores marcas de tractocamiones. Nuestro equipo está altamente capacitado.

Mostró fotos de camiones nuevos, brillantes, con el logo de los Águila.

Nadie mencionó que, detrás de esas fotos, había patios llenos de unidades viejas tiradas a la orilla, a medio desarmar.

—Nosotros también tenemos quince años de experiencia, pero en mi caso, la diferencia es que los quince se los he dado a una sola empresa, a la que me corrió hace unos meses —quise decir.

No lo dije.

La junta duró casi tres horas.

Al final, Claudia nos despidió con un “les estaremos avisando en cuanto el comité tome una decisión”.

En el elevador, nos quedamos Mireya, Kevin y yo, en silencio.

Cuando las puertas se cerraron, Mireya soltó el aire.

—¿Creen que nos fue bien? —preguntó Kevin.

—Nos fue como nos tenía que ir —dije—. Hicimos lo que nos tocaba. Lo demás ya no depende de nosotros.

Mireya me miró de reojo.

—¿Y tú, cómo estás, Toño? —preguntó.

Me tomó un segundo entender que no se refería a la junta.

—Estoy bien, jefa —dije—. Ver al licenciado… me recordó cosas, sí. Pero también me recordó por qué estoy aquí y no allá.

Sonrió.

—Eso quería saber —dijo.


Los días siguientes fueron una tortura.

Cada vez que sonaba el teléfono, brincábamos.

Cada correo que llegaba con el asunto “Sobre la licitación…” me hacía latir el corazón.

Pero eran puros mensajes pidiendo aclaraciones, documentos adicionales, copias certificadas.

Hasta que, una tarde de viernes, cuando ya nos íbamos, sonó el teléfono directo de la oficina de Mireya.

Contestó ella.

—¿Bueno?… Sí, habla Mireya… Ajá… Sí, nosotros… ¿En serio?… No me diga… ¿Ya está decidido?… ¿Firmamos cuándo?… No, hombre, muchas gracias, Claudia. No se va a arrepentir. Aquí la vamos a recibir con mole de olla.

Colgó.

Se quedó un segundo en silencio.

Luego gritó:

—¡A ver, cabrones, vengan todos!

Los choferes, los de bodega, los de administración, hasta el de la limpieza, se asomaron a la oficina.

Mireya subió a una silla.

—¡Logística MirMar se acaba de chingar a los Águila del Valle! —gritó—. ¡El contrato de Gran Valle es nuestro!

Por un segundo, hubo silencio.

Luego, la bodega estalló en gritos, aplausos, chiflidos.

Alguien prendió la bocina.

Sonó “Caminos de Michoacán” a todo volumen.

El Güero se puso a bailar con la Güera Tere.

Kevin lloraba de la emoción.

Don Lucho, desde su silla, levantó la muleta como si fuera la antorcha olímpica.

Yo me quedé parado, mirando todo, con los ojos llenos de agua.

Mireya bajó de la silla y se acercó a mí.

—Esto es tuyo también, Toño —me dijo—. Sin ti, no lo armábamos.

Negué con la cabeza.

—Es de todos, jefa —respondí—. De Kevin, de Lucho, de la banda. Yo nomás puse lo que sabía.

—¿Y quién te enseñó lo que sabías? —preguntó.

Pensé en don Rogelio.

En las veces que, siendo yo un chamaco, se subía conmigo al camión y me decía: “Mira, Toñito, aquí no metas la tercera, mejor mete la segunda, si no no vas a poder frenar”.

Pensé en los regaños que me ponía cuando me veía dándole el “moche” al de la caseta.

—No hay mordida que salga tan barata como un buen nombre, hijo —me había dicho una vez, mirándome serio—. Hoy te abre la pluma, pero mañana te va a cerrar otras puertas.

Pensé en cómo, un día, me llamó a su oficina y me dijo:

—No te vayas a vender, cabrón. Un día de estos vas a tener que decidir entre lo fácil y lo correcto. Acuérdate de tu madre.

Y luego pensé en su hijo, en la facilidad con la que me había sacado de la jugada.

—Me enseñó el que en paz descanse —respondí—. Y también me enseñó lo que no quiero hacer. Todo sirve.

Mireya asintió.

—Pues donde esté, ese viejo debe estar orgulloso —dijo.

Esa noche, en la bodega, hubo fiesta.

Sacamos unas mesas plegables.

Mireya mandó pedir carnitas, chicharrón, tostadas, refrescos.

Alguien trajo una botella de tequila.

—Yo ya no tomo, jefa —le dije, cuando me quisieron servir.

—Ni falta que hace —respondió—. Tú ya estás borracho de triunfo.

Brindamos con coca.

—Por MirMar —grité.

—¡Por la banda! —contestaron todos.

—¡Y por el Toño, que de flojo no tiene ni las pestañas! —añadió Kevin.

Risas, aplausos.

Bailé una cumbia con Lupita, que había llegado con los chamacos.

Mi mamá, sentada en una silla plegable, aplaudía al ritmo, con los ojos brillando.

—Te lo dije —me susurró cuando me acerqué a darle un beso—. Dios aprieta, pero no ahorca.

—Y a veces, aprieta a los que se lo ganan —dije—. Como al licenciado.

Nos reímos.

Pero en el fondo, una parte de mí, la que todavía era leal al viejo Rogelio, sentía un pequeño piquete de nostalgia.

No por la empresa.

Por lo que pudo haber sido.

Por cómo, en otra vida, tal vez, habría sido yo el que se quedara al frente de los Águila.

Después, entendí que el apellido no hace al patrón.

Lo hace la forma en la que trata a su gente.

Y ahí, en esa medida, yo ya estaba donde tenía que estar.


El trancazo para los Águila fue duro.

En los meses siguientes, me enteré por mis ex compañeros —los que todavía quedaban— que empezaron los recortes.

—Cortaron a veinte choferes, Toño —me dijo el Chino, mientras se echaba un taco de suadero en el puesto de Beto—. El licenciado dijo que “no eran rentables”.

—¿Y las unidades nuevas? —pregunté—. ¿No que muy modernas?

—Las tienen paradas —respondió—. No hay lana pa’ la gasolina. Y los proveedores ya no les quieren fiar diésel. Dicen que se han tardado en pagar las facturas.

—¿Y los viejos? —pregunté.

—Se están yendo —dijo—. Al Lalo lo mandaron a Chiapas tres semanas sin viáticos. A Don Memo le recortaron la prima de antigüedad. Nomás se quedaron los que no tienen otra opción.

Me dolía escuchar eso.

No porque quisiera que a los Águila les fuera bien.

Sino porque sabía que, detrás de cada “reconducción de gastos”, había familias.

Meses después, me enteré de que uno de sus tráileres se había volteado en la curva de la Tinaja.

El chofer había muerto.

No quise alegrarme.

No pude evitar sentir un coraje frío.

—Eso no es mala suerte —le dije a Mireya, mostrándole la nota del periódico en el celular—. Es consecuencia.

Ella asintió.

—Por eso hacemos lo que hacemos —dijo—. Para que esas cosas no pasen. No porque seamos santos. Sino porque nos conviene. Un chofer muerto es una tragedia, un problema legal y un golpe a la moral. Pero sobre todo, es una vida que se apagó por una decisión pendeja.

Nos miramos en silencio.

—Oye, Toño —añadió—. Hablando de decisiones pendejas… ¿Tú qué harías si un día llegara aquí alguien que te humilló a pedirte chamba?

La pregunta me cayó como piedra en el estómago.

—¿Por qué lo pregunta? —repliqué.

—Porque todo da vueltas —dijo—. Y porque hoy, en la mañana, recibí un mensaje por LinkedIn —pronunció la palabra con esfuerzo— de un tal Emiliano Álvarez. Que si podemos tomarnos un café para “explorar sinergias”.

Se me secó la boca.

—¿Y qué le dijo? —pregunté.

—Que lo voy a pensar —respondió—. Pero antes quería oírte.

Me quedé callado.

En mi cabeza, se cruzaron dos escenas.

La primera: yo diciéndole que sí, que venga, que se siente, que se ponga un chaleco naranja y que se vaya a checar las llantas con el Güero, que aprenda lo que es sudar de verdad.

La segunda: yo diciéndole que no, que aquí no hay lugar para gente que ve a los demás como desechables.

Entre una y otra, se colaba la voz de Lupita.

—No te vuelvas como él —me había dicho una noche, cuando le conté lo de la frase—. No vayas a decirle a alguien “flojo” nomás porque hoy tú traes el poder. Eso se regresa.

Tragué saliva.

—Yo… —dije—. Yo creo… que… depende de a qué venga. Si viene a ofrecerse como socio, que chingue a su madre. Si viene a pedir chamba humilde, a aprender, a reconocer que la cagó, tal vez… tal vez se puede hablar.

Mireya sonrió, apenas.

—Sabía que ibas a decir algo así —dijo—. Por eso te tengo donde te tengo.

Se levantó.

—Mañana lo voy a recibir —anunció—. Quiere que sea en la cafetería del centro comercial. Obvio, no lo voy a traer aquí de golpe. No quiero que me vaya a salir con que se siente dueño de algo.

—¿Quiere que la acompañe? —pregunté.

—Quiero que estés ahí —dijo—. Quiero ver qué cara pone cuando te vea.


La cafetería del centro comercial estaba llena de ejecutivos con sus laptops, señoras con bolsas de marca, chavos con tenis caros.

Mireya llegó con su chamarra de mezclilla de siempre.

Yo llevaba una camisa blanca y un pantalón oscuro.

Emiliano ya estaba ahí, sentado en una mesa junto a la ventana, con un café latte y un celular de última generación.

Se levantó cuando nos vio.

—Licenciada Márquez —dijo, extendiendo la mano—. Un gusto. Gracias por venir.

—Igualmente, licenciado —respondió Mireya, estrechando su mano con firmeza—. Mireya, por favor.

—Claro, Mireya —sonrió—. Gracias por aceptar la reunión. Sé que ambos estamos muy ocupados, así que seré breve.

Fue entonces cuando me vio a mí.

Se quedó un segundo quieto.

—Ah… —dijo—. Toño.

—Licenciado —respondí, sin sonreír.

—Veo que… has estado ocupado —añadió, mirando mi ropa, mi postura, la carpeta que traía en la mano.

—Aquí seguimos, echándole ganas —respondí—. Ya ve, los flojos nunca descansamos.

Se removió en su asiento, incómodo.

—Bueno, pues… —dijo, dirigiéndose a Mireya—. Como sabe, la situación en el sector transporte se ha puesto complicada. La inflación, el precio del diésel, las nuevas regulaciones, la competencia desleal… Usted lo sabe mejor que yo.

—Algo por ahí he oído —contestó ella, con ironía.

—Transportes Águila del Valle está pasando por un bache —continuó él—. Nada que no podamos superar, por supuesto. Pero sí tenemos que tomar decisiones estratégicas. Y creo que una alianza con una empresa como la suya podría ser… beneficiosa para ambos.

—¿Alianza cómo? —preguntó Mireya, cruzando las piernas.

Emiliano sonrió, recuperando un poco su seguridad.

—Podemos compartir rutas, subcontratar servicios, aprovechar sinergias —dijo—. Nosotros tenemos una flota importante que quizás usted podría operar en ciertas zonas. Ustedes han demostrado… —hizo una pausa, como si le doliera admitirlo— eficiencia en algunas rutas donde nosotros hemos tenido retos.

“Reto” es la palabra fina para “la andas cagando”, pensé.

—A cambio —añadió—, podríamos abrirle la puerta a algunos de nuestros clientes grandes. Tengo buena relación con varias cadenas, ya sabe.

Mireya lo escuchó sin interrumpir.

—Interesante —dijo—. ¿Y en esa alianza, cómo nos veríamos? ¿Como “socios” o como “proveedores”?

—Pues… —dijo él—. Lo ideal sería que fuéramos socios estratégicos. Podemos incluso analizar la posibilidad de una integración más formal en el futuro.

“Traducción: te compro barato ahora que estás creciendo”, pensé.

Mireya jugó con la cucharita de su café.

—Déjeme ser muy franca con usted, Emiliano —dijo—. Yo vengo desde abajo. No tengo maestrías ni hablo inglés, pero sí sé sumar y restar. Y lo que he visto en los últimos meses es que, desde que usted tomó la empresa de su papá, los números de los Águila van para abajo. Mientras que los míos van pa’ arriba.

Emiliano se removió en su asiento.

—Eso es… coyuntural —dijo—. Tuvimos mala suerte con algunos contratos. Pero tenemos un gran potencial.

—Tal vez —respondió Mireya—. Pero el potencial no paga nóminas. Yo no necesito potencial, necesito hechos. Y el único hecho que veo claro ahorita es que usted viene a esta mesa no a ofrecerme algo, sino a pedir ayuda.

Él abrió la boca, ofendido.

—No es así —protestó—. Esto es una oportunidad para ambos.

—Mire —lo interrumpió ella—. Yo no tendría problema en considerar una alianza con los Águila. Le tengo respeto a lo que construyó su padre. Pero para que eso pase, tendría que ver un cambio real en la forma en la que tratan a su gente. Y la neta… —me señaló con la cabeza—, el primer indicador que tengo no es bueno.

Emiliano me miró.

—Sé que lo que pasó con Toño… —empezó.

—¿Que me corrieron por “flojo”? —terminé por él—. ¿Eso?

Carraspeó.

—Reconozco que… quizá no fue la mejor forma de manejar la situación —dijo—. Eran mis primeros días, quería mostrar liderazgo, marcar una nueva etapa. Tomé decisiones rápidas. Tal vez… me equivoqué.

Ahí estaba.

“Tal vez me equivoqué”.

No era un “lo siento”.

Pero era algo.

Mireya lo miró, inquisitiva.

—¿Y qué ha hecho para corregir esos errores? —preguntó.

—He reestructurado varias áreas —dijo—. He traído gente nueva. Hemos implementado sistemas modernos.

—¿Y qué tal te ha ido con eso? —pregunté yo, sin poder evitarlo.

Me miró, molesto.

—No es asunto tuyo, Toño —respondió.

—Al contrario —dije—. Es asunto mío porque yo también estoy en este mercado. Y porque cuando usted me corrió, no sólo se deshizo de mí, se deshizo de todo lo que yo sabía. Y ese conocimiento se vino para acá. Y gracias a eso, hoy estamos sentados en esta mesa con un contrato que antes era suyo.

Se le subieron los colores.

—¿Estás presumiendo? —preguntó.

—No —respondí—. Estoy poniendo los hechos sobre la mesa. Usted me dijo “flojo”. Yo me la creí un rato. Me dolió. Me hundí. Pero luego llegó alguien que sí vio lo que yo valía. Me levanté. Me puse a estudiar. Aprendí cosas nuevas. Me rodeé de gente que confía en mí. Hoy, gracias a eso, tengo un equipo que se parte la madre todos los días. Y cuando les hablo de usted, no les hablo mal. No les digo “ese cabrón me corrió”. Les digo “aprendan de lo que no hay que hacer”.

Se quedó callado.

Mireya intervino.

—Mira, Emiliano —dijo—. Te voy a decir algo que nadie te va a decir en tu círculo de amigos del club de golf. Tu papá construyó una empresa con base en la confianza de su gente. Tú llegaste a administrar números, pero te olvidaste de las personas. Y sin personas, no hay camiones que valgan.

Él apretó la mandíbula.

—Yo no soy mi papá —dijo.

—Nadie te está pidiendo que lo seas —respondió ella—. Te estamos pidiendo que no seas lo contrario.

Bebió un trago de café.

—Te voy a ser franca —continuó—. No me interesa ser “socia estratégica” de alguien que no sabe reconocer sus errores. Sí me interesa, tal vez, comprar algunas de tus unidades cuando el banco te las quiera quitar. Pero eso es otro tema.

La palabra “comprar” hizo que a Emiliano se le abrieran los ojos.

—Eso no va a pasar —dijo—. Estamos en una reestructura. Tenemos un plan.

Mireya sonrió con compasión.

—Ojalá te salga, chamaco —dijo—. De verdad. No me alegra que se caiga nadie. Pero mientras tú ajustas tus KPIs, tus “sinergias” y tus “planes estratégicos”, hay gente tuya que no sabe si va a tener chamba el mes que entra. Gente que, si tú los hubieras escuchado, te habrían advertido de muchos de los madrazos que te diste.

Lo miró fijamente.

—Como él —dijo, señalándome.

Emiliano me miró.

Por primera vez, no vi soberbia en sus ojos.

Vi miedo.

—Toño… —dijo—. Yo… —respiró hondo—. Te debo una disculpa.

Sentí que el tiempo se hacía lento.

La gente a nuestro alrededor seguía platicando, riéndose, tomando café, pero para mí el mundo se redujo a esa mesa.

—Te juzgué mal —continuó—. Me dejé llevar por… mis prejuicios. Quise demostrar algo. Y te usé como ejemplo. Te dije cosas que no eran ciertas. Eso… estuvo mal.

No fue una disculpa perfecta.

Pero era más de lo que yo esperaba escuchar en esta vida.

—Agradezco que lo diga —respondí—. No quita el daño que me hizo. Pero sí ayuda.

—Si pudiera volver atrás… —murmuró—. Haría las cosas distinto.

—No puedes —dije—. Pero puedes hacerlas distinto de aquí pa’ delante. No nada más conmigo. Con la gente que te queda.

Se pasó la mano por el cabello.

—Es difícil —admitió—. Todos esperan que sea como mi papá. Que tenga todas las respuestas. Y yo… —sonrió, triste—. Yo sólo sé lo que dicen los libros. Y los libros no te enseñan qué hacer cuando un chofer llega llorando porque le cortaron la luz en su casa y te pide que le adelantes el cheque.

—Para eso necesitas a tus Toños —dijo Mireya—. Pero ya te los chingaste.

Nos quedamos en silencio.

—Mira, Emiliano —continuó ella—. Yo no voy a hacer una alianza contigo ahorita. No es el momento. Estoy creciendo, sí, pero todavía me falta. Meterme en tu desmadre sería como subirme a un barco que ya viene picado. No soy tan pendeja.

Él asintió, cabizbajo.

—Lo entiendo —dijo—. Tenía que intentarlo.

—Lo que sí puedo hacer —añadió ella— es esto: si en algún momento decides cambiar de verdad la forma en la que manejas tu empresa, si te comprometes a tratar bien a tu gente, a pagarles lo justo, a no jugarle chueco a los clientes, mándame un correo. No te prometo nada, pero podemos platicar. Mientras tanto… —se levantó—, te deseo suerte. La vas a necesitar.

Le extendió la mano.

Él se la estrechó.

Luego me miró a mí.

—¿Tú qué dices, Toño? —preguntó—. ¿Puedo contar contigo… aunque sea para que no me tires mierda cuando hables de mí?

Sonreí, apenas.

—Yo no necesito tirarle mierda a nadie para brillar —respondí—. Solito se nota quién trabaja y quién no.

Se quedó callado.

—Si algún día… —añadí— uno de tus choferes viene a pedirme chamba porque allá no lo tratan bien, y es buen elemento, lo voy a recibir. No por joderte, sino por ayudarlo a él. No te voy a cerrar la puerta en la cara si vienes a pedir un consejo. Pero tampoco voy a olvidar lo que me dijiste. Eso se queda ahí, como tatuaje. Nada más que ya no duele igual.

Inhaló.

—Es más de lo que merezco —dijo—. Gracias.

Mireya tomó su bolsa.

—Bueno, pues, ¿algo más, Emiliano? —preguntó.

Él negó con la cabeza.

—No —dijo—. Ya me quitó la venda de los ojos más de lo que esperaba.

Nos despedimos.

Al salir de la cafetería, Mireya me dio un codazo.

—Te vi muy zen —dijo—. Yo ya le iba a aventar el café en la cara.

Reí.

—No valdría la pena —dije—. Mejor que se quede con el saborcito amargo en la boca.

—Eso sí —asintió—. ¿Sabes qué es lo más cabrón?

—¿Qué? —pregunté.

—Que hace un año estabas saliendo de su oficina con tu caja en la mano —dijo—. Y ahora salimos de una junta donde tú tenías más poder que él. Y no porque tengas su lana, sino porque tienes algo que no se compra.

—¿El qué? —pregunté.

—Autoridad moral —respondió—. Respeto de tu gente. Eso no viene en ningún MBA.

Me quedé pensando en eso mientras bajábamos las escaleras eléctricas.

Autoridad moral.

Respeto.

Palabras que nadie en mi casa usaba cuando hablaba de mi trabajo.

Pero que, de pronto, tenían más peso que cualquier título colgado en la pared.

Esa noche, al llegar a la casa, nos sentamos a cenar todos juntos: Lupita, la Dani, el Chucho, doña Chayo.

Les conté lo que había pasado.

—¿Y qué le dijiste? —preguntó la Dani, con los ojos brillando—. ¿Que se fuera a la chingada, verdad? ¿Que te besara donde no te pega el sol?

Reí.

—No, hija —respondí—. Le dije que agradecía su disculpa. Y que si quería cambiar, tenía que empezar por su forma de ver a la gente.

Chucho frunció el ceño.

—Yo le hubiera metido un madrazo —dijo, golpeando la mesa con el puño.

—Por eso no te dejo ver tantas películas de Bellakath —dijo Lupita, dándole un manazo suave—. No todo se arregla a golpes.

Mi mamá, que había escuchado en silencio, habló por fin.

—Hiciste bien, mijo —dijo—. No te rebajaste. Tú no eres como ellos. Tú vales por lo que eres, no por a quién mandas.

Sentí un calor en el pecho.

—¿Sabe qué, jefa? —dije—. Hace un año, cuando me corrieron, me sentí menos. Me creí eso de “flojo”. Me vi en el espejo y me vi como un fracasado. Pensé que ya se me había pasado el camión.

Los ojos se me llenaron de lágrimas sin pedir permiso.

—Hoy —continué—, me miro y veo a alguien que se levantó, que se puso a estudiar, que se subió otra vez al camión, pero esta vez del lado del que decide por dónde ir. Y sobre todo, veo a alguien que no está solo. Que tiene a ustedes, que tiene a su banda, que tiene una jefa que confía en él.

Lupita me tomó la mano sobre la mesa.

—Siempre ha sido ese alguien, Toño —dijo—. Nomás que te faltaba creértela.

La Dani asintió.

—Y ahora que te la crees —añadió—, no dejes que nadie vuelva a decirte “flojo” sin que tú mismo te cagues de risa.

Nos reímos todos.

—Además —añadió Chucho—, si algún día se le sube, aquí estoy yo para bajarlo a chanclazos.

—Ándale, carita de frijol —le dijo Lupita, riendo—. Primero lava los trastes y luego amenazas.

Mientras recogíamos la mesa, sonó mi celular.

Número desconocido.

Contesté.

—¿Bueno? —dije.

—¿Toño? —sonó una voz al otro lado—. Habla el Chino.

—¡Mi Chino! —exclamé—. ¿Qué tranza, cabrón? ¿Cómo estás?

Se escuchaba ruido de fondo, como de patio vacío.

—Pos… —dudó—. Aquí andamos. Oye, wey, ¿no andan ocupando choferes allá donde estás? Porque… la neta… —bajó la voz—, aquí ya está de la verga. Nos están pagando por partes. El licenciado está vendiendo camiones. Ya no es lo mismo. Y pues, yo ya me cansé.

Miré a Lupita, que me observaba desde la cocina.

Pensé en la conversación de la mañana.

“Si uno de tus choferes viene a pedirme chamba…”.

Sonreí.

—Mira, Chino —dije—. Justo estamos por abrir rutas nuevas pa’ Puebla. Y necesito gente de confianza. Gente que se la sepa. Gente que no se me raje. ¿Te interesa?

Del otro lado, escuché un resuello de sorpresa.

—¿Neta? —preguntó—. ¿No te da cosa que me lleve mis mañas de acá?

—Las mañas buenas sí —respondí—. Las malas, te las dejas allá. Aquí hay reglas. Se pagan con recibo, se respetan descansos, se cuida la unidad. Pero también se paga bien, hay seguro, hay prestaciones. Y sobre todo, hay respeto.

Se quedó callado un momento.

—¿Y si supe que cuando me duermo en la madrugada? —bromeó.

—Te mando a Lucho a que te jale la oreja con la muleta —respondí.

Se rió.

—Órale, wey —dijo—. ¿Cuándo voy?

—Mañana a las ocho —respondí—. Pregunta por mí. Y no llegues tarde, ¿eh? Que aquí no queremos flojos.

Se volvió a reír.

—Chinga tu madre —dijo, cariñoso—. Mañana te caigo, pinche jefe.

Colgué, con una sonrisa que me dolía en las mejillas.

Lupita se acercó.

—¿Quién era? —preguntó.

—Un amigo —respondí—. Uno de los choferes de los Águila. Va a venir a trabajar con nosotros.

—Mira nada más —dijo ella—. El mundo da muchas vueltas.

La abracé.

—¿Sabes qué es lo mejor? —le dije—. Que todas esas vueltas me trajeron hasta aquí. Contigo, con los chamacos, con una chamba que me gusta, con la oportunidad de ayudar a otros. Si me hubieran dicho hace un año, cuando salí con mi cajita de la oficina, que esto iba a pasar, les hubiera dicho que no chingaran.

—Por eso no nos dicen —rió—. Para que te sorprendas.

Miré por la ventana.

El cielo de la ciudad estaba naranja, con unos tonos rosas que parecían de película.

Respiré hondo.

—No soy flojo —me dije, en voz baja, sólo para mí.

Y por primera vez, esa frase ya no sonó a defensa.

Sonó a verdad.

A certeza.

A historia cerrada.

Porque al final, el hijo de mi jefe sí había tenido razón en algo:

Las empresas que quieren gente de verdad no necesitan flojos.

Necesitan raza que sepa levantarse cuando la tiran.

Y ahí, en esa categoría, yo estaba estrenando lugar.

Un lugar que nadie me regaló.

Que yo mismo me gané.

Con callos en las manos.

Con noches sin dormir.

Con lágrimas escondidas en la azotea.

Con el orgullo en la bolsa trasera del pantalón, listo para guardarse cuando estorbaba.

Y con la conciencia tranquila de que, aunque el camino fue torcido, llegué a un punto donde podía ver a los ojos a cualquiera —incluso a un licenciado con nombre rimbombante y auto de lujo— y decirle, sin temblar:

“Yo sé quién soy. Y no necesito que tú me lo digas”.

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