El CJNG secuestró a un médico para salvar a sus heridos, pero el sicario más sanguinario fue quien terminó dándole la libertad


1. Antes del levantón

Yo nunca quise ser héroe.

Solo quería ser médico general en un hospital del Seguro en Zamora, Michoacán, sacar guardias, pagar la renta, ayudar a mi papá con sus pastillas para la presión y, si el sueldo alcanzaba, invitarle unas enchiladas a Claudia, la enfermera de urgencias que me sonreía cuando creía que no la veía.

Me llamo Julián Aranda, tengo treinta y cuatro años y, hasta esa noche, lo más grave que me había tocado atender eran choques en la autopista, balazos de borrachos de cantina y algún que otro machetazo de pleito de pueblo.

Sabíamos que la región estaba caliente. Todos sabíamos.

En las noticias, en los grupos de WhatsApp, en los murmullos del comedor, un nombre se repetía como eco:

El CJNG.

—Dicen que ya traen la plaza bien agarrada —comentaba el camillero Toño, mientras fumábamos a escondidas en la puerta trasera del hospital—. Al que no se cuadra, lo levantan.

Yo hacía como que no oía.

—Mientras no se metan con el hospital… —respondí, queriendo creer.

Pero el miedo ya vivía con nosotros. No era pánico de grito, era ese nudo en la garganta cuando escuchábamos motos en la madrugada, camionetas polarizadas afuera, o cuando llegaba un “paciente” sin nombre, con tres balazos en el pecho, escoltado por tipos que no se quitaban los lentes oscuros ni dentro de urgencias.

—Haz tu chamba, doc —decían, con sonrisa fría—. Que para eso estudiaste, ¿no?

Y uno la hacía.

Porque al final, el cuerpo no pregunta de qué lado de la raya estás. Solo sangra.


2. La noche del secuestro

Era viernes, casi las dos de la mañana. Guardía interminable, café recalentado, la luz blanca del pasillo clavándose en los ojos.

Claudia estaba rellenando expedientes. Yo terminaba de suturar la ceja de un borracho que se había resbalado en la banqueta.

—Te va a quedar cicatriz de guerra, compa —le dije, tratando de aligerar.

—Chingue su… —balbuceó él, dormido por el alcohol.

De repente, escuchamos el ruido.

Primero fueron las llantas: camionetas llegando a toda velocidad.

Luego, los gritos en la entrada.

—¡Todos al suelo, cabrones, esto es rápido!

Claudia me vio, pálida.

—Otra vez no… —susurró.

Yo dejé la pinza, salí al pasillo.

Cuatro tipos armados, con chalecos tácticos y gorras negras con las siglas del cártel bordadas en verde, estaban en la sala de espera. Un guardia de seguridad del hospital yacía contra la pared, sin moverse.

El que parecía líder, un hombre alto, moreno, barba recortada, tatuajes asomando del cuello, disparó al techo.

PAM PAM

Los plafones cayeron en pedazos. Gritos. Gente al suelo.

—¡¿Quién es el médico de guardia?! —rugió.

Tragué saliva.

—Yo… —levanté la mano—. Soy el doctor Aranda.

Me miró, de arriba abajo.

—¿Cirujano?

—General. Pero sé estabilizar, suturar, canalizar, intubar… —las palabras salían automáticas, como si estuviera en un examen.

Otra voz, desde la puerta, gritó:

—¡Ya se nos va, Güero!

El hombre de la barba, El Güero, volteó hacia mí.

—Te necesitamos —dijo—. Ahora.

—Podemos traer al paciente aquí —alcancé a decir—. Tenemos quirófano, equipo…

—No hay tiempo —me cortó—. Y no voy a traer a mi gente a un lugar lleno de cámaras y chismosos.

Dio una orden seca:

—Llévenselo.

Dos hombres se me abalanzaron. Sentí las manos en los brazos.

—¡Ey, espéren…! —intenté decir.

Claudia gritó desde atrás:

—¡Julián!

Uno de los tipos la apuntó con el rifle.

—Tú cállate, morra, o también te subes.

La vi, con los ojos llenos de lágrimas, las manos temblando pero quietas. Si daba un paso, la mataban ahí mismo. Lo supe.

No hice el valiente.

—Está bien —dije—. No le hagan daño a nadie. Me voy.

El Güero sonrió, sin alegría.

—Así me gusta, doc. Hombre de razón.

Me empujaron hacia la salida. El aire de la madrugada estaba helado y olía a gasolina quemada.

Me subieron a la parte trasera de una camioneta sin placas.

La última imagen que tuve del hospital fue la silueta de Claudia, pequeña entre el humo del techo y la luz blanca del pasillo.

La puerta de la camioneta se cerró.

Mi vida también.


3. El camino sin regreso (o eso creí)

Dentro de la camioneta estaba oscuro. El motor rugió. Salimos disparados.

El cuerpo me iba rebotando contra las paredes metálicas. Intenté mantener la calma, recordar algo útil de mis años de internado, de los cursos de “manejo de crisis”, pero la verdad es que lo único que tenía en la cabeza era una frase repetida:

“Ya valiste madre.”

No me taparon los ojos. Supongo que, desde su lógica, no tenía a dónde ir después. O no esperaban que saliera vivo.

Por las rendijas pude ver algo del camino: salimos a la avenida principal, tomamos una carretera, luego nos metimos a un camino de terracería. Árboles, oscuridad, nada más.

El de al lado, un chavito no mayor de veinte años, con gorra y un arito en la ceja, me miraba con curiosidad.

—¿Neta estudiaste como ocho años para ser doctor? —preguntó.

—Diez —corregí, automático—. Incluyendo especialidad troncal.

Silbo bajo.

—No mames… Yo ni la secundaria acabé.

—Todavía puedes —solté, por reflejo.

Se rió.

—No, doc —dijo—. Yo ya escogí bando.

Ese chavito, que en ese momento me pareció solo otro halcón sin remedio, se llamaba Kevin.

Y no lo sabía aún, pero iba a ser parte del desastre y de la salvación.


4. La casa de seguridad

Llegamos a una finca vieja, de paredes altas, a medio camino entre rancho y bodega. El portón de lámina se abrió con un chirrido.

Adentro había más camionetas, hombres armados, perros atados, luces amarillas.

Bajé de la camioneta con las piernas flojas.

El Güero me esperaba ahí, junto a la puerta de lo que antes debió ser una sala.

—Doc —dijo, poniéndome una mano en el hombro—. Te voy a pedir solo una cosa: que lo salves. Si no, aquí mismo te vamos a dejar, ¿sí?

—¿A quién? —pregunté.

—Al Comandante Rayo —respondió—. Es de los pesados. Si se va, nos cargó la verga a todos.

No supe si era amenaza o confesión.

Entramos.

El olor fue lo primero que me golpeó: sangre, pólvora, sudor, alcohol barato. Una mesa grande, con manteles arrancados, se había convertido en camilla improvisada. Encima, un hombre de unos cuarenta años, robusto, torso desnudo, lleno de tatuajes. Una herida de bala en el abdomen, otra en el muslo derecho. Habían intentado detener la hemorragia con toallas y cinta gris.

—Lleva así como una hora —dijo una mujer a mi lado—. Ya se nos va.

Era María, la enfermera del pueblo, una señora de casi cincuenta, a la que yo había visto alguna vez en cursos del centro de salud. También estaba ahí, obligada, con el mandil manchado de rojo.

Nuestros ojos se cruzaron. Había miedo, pero también esa mirada de complicidad que solo tienen los que saben lo que es un turno de urgencias en zona de guerra.

—¿Tienes material? —pregunté.

—Lo que ves —respondió—. Suero, guantes, jeringas, unas gasas viejas, alcohol, hilo de sutura… nada más.

Apreté la mandíbula.

—¿Oxígeno?

—Un tanque medio —señaló—. Sin monitor, sin nada.

Hice un cálculo rápido mental: herida abdominal, probable perforación de vísceras, hemorragia interna. Sin quirófano ni transfusiones, era casi sentencia.

El Güero se acercó.

—¿Qué dices, doc? —preguntó.

Lo miré.

—Digo que necesitan un hospital —respondí—. Aquí no tengo ni un puto bisturí.

Hubo silencio.

—Entonces invéntate uno —dijo, con una sonrisa torcida.

Me acercó una navaja plegable.

—Con esto han hecho cosas peores —añadió.

Respiré hondo.

Recordé a mi maestro de cirugía en la residencia: “Con calma, Aranda. No eres Dios, pero tampoco te hagas chiquito.”

No era un quirófano. No había anestesiólogo, no había equipo, no había nada.

Pero había un hombre agonizando.

Y había un arma en la mano de El Güero apuntando a mi cabeza.

—Necesito que todos salgan menos la enfermera —dije—. Y alguien que sostenga una lámpara.

Kevin levantó la mano, como niño en clase.

—Yo, doc —dijo—. Yo le alumbro.

El Güero dudó, pero al final asintió.

—Lo que necesites, menos ambulancia —dijo—. No vamos a sacar a Rayo de aquí.

Se hicieron hacia atrás.

Me puse guantes, respiré hondo, miré a María.

—Vamos a intentarlo —susurré.

Ella asintió.

—Yo le sigo el ritmo —dijo—. Usted mande.


5. Entre la vida y la muerte (y la pistola en la nuca)

Abrimos la herida con la navaja. No voy a describir detalles; no hace falta. Solo diré que la sangre salía a borbotones, caliente, insistente. Entre gasas, aspiraciones hechas con jeringas grandes, y María con manos firmes, logramos localizar el punto de sangrado.

—Pinza —pedí.

Me pasó una pinza hemostática vieja, de las que traía en una bolsa.

—¿De dónde sacaste esto? —susurré.

—Del centro de salud —respondió—. Por si acaso. Mira que “por si acaso” nos salió caro.

Kevin sostenía la lámpara del celular, con el brazo temblando.

—No la muevas —le dije.

—No la muevo, doc, no la muevo —sudaba.

Sentía la mirada de los demás en la nuca. El silencio era denso. Solo se oían mis indicaciones, la respiración agitada de María, los quejidos del paciente, los murmullos de “Padre nuestro” de alguien en una esquina.

En un momento, la hemorragia cedió.

Logramos ligar el vaso. Lavamos como pudimos con suero. Cerramos por planos como si hubiera bisturí y sutura de calidad, aunque no era el caso.

Cuando terminé, me dolían las manos.

—Listo —dije—. Lo demás ya no depende solo de mí. Si no se infecta, si sus órganos aguantan, puede vivir.

El Güero se acercó.

—¿Lo salvaste o no? —preguntó.

—Hice lo que se podía con lo que había —respondí, agotado—. Ahora necesita reposo, antibiótico, líquidos. Si lo ponen a caminar mañana, se muere. Si se pone a pistear, se muere. Si no me hacen caso, se muere.

Hubo un silencio peligroso.

Entonces, Rayo, desde la camilla, medio inconsciente, murmuró:

—Déjenlo… trabajar…

El Güero exhaló.

—Si se salva, doc —dijo, bajando un poco la voz—, te ganaste un paro. Si no…

No terminó la frase.

No hacía falta.


6. El nuevo prisionero

Después de eso, ya no me regresaron al hospital.

La operación de Rayo me había convertido en algo valioso: el médico del CJNG. No con contrato ni con prestaciones, pero con amenazas incluidas.

—No te me pongas loco, doc —me dijo El Güero, cuando le pregunté cuándo me iban a soltar—. Ahorita no puedes irte. Eres el único que sabe qué chingados le hiciste al comandante. Si te nos vas, ¿quién lo va a cuidar?

—Lo podría ver en un hospital —insistí—. Ahí hay equipos, antibióticos, todo.

—Los hospitales son trampas —contestó—. Allá está lleno de cámaras, chismosos, soldados, marinos, rivales. Aquí está mejor.

—¿Y mi familia? —pregunté—. ¿Mi papá, mi hermana, mis compañeros del hospital…?

Él se encogió de hombros.

—Ya les mandamos recado de que estás “bien” —dijo—. Que estás jalando con nosotros. Si no quieren problemas, que se queden calladitos.

Me hervía la sangre.

—Yo no estoy “jalando” con ustedes —solté—. Me secuestraron.

Me miró fijo.

—Llámale como quieras, doc —dijo, sin perder la calma—. Pero entre más rápido aceptes dónde estás parado, más chances tienes de seguir respirando.

Me asignaron un cuarto pequeño en la planta alta de la finca. Una cama, una silla, una ventana con barrotes hacia el patio trasero. No había cerradura por dentro.

María, la enfermera, entraba y salía a cualquier hora.

—Ya lo conocía de nombre —me dijo una tarde, mientras acomodaba unas jeringas—. A Rayo. Desde antes. A veces llegaban al centro de salud “halcones” golpeados, sicarios macheteados. Nunca decían nombres, pero se les notaba el miedo cuando lo mencionaban.

—Y tú, ¿por qué estás aquí? —pregunté.

Se rió, sin humor.

—Por lo mismo que tú —dijo—. Un día llegaron a la clínica y dijeron “necesitamos enfermera”. Y aquí estoy. Mi hija cree que ando trabajando en otro pueblo.

—¿Nunca has intentado huir? —pregunté.

—¿Y a dónde? —respondió—. ¿A quién le pides ayuda cuando los que mandan están en todos lados?

Me quedé callado.

Pero en mi pecho, una semilla aún no muerta se movió.

“No puede ser para siempre.”


7. Rayo despierta (y habla)

A los tres días, contra las apuestas de varios, Rayo abrió los ojos.

Lo revisé, con el corazón en la mano. Herida relativamente limpia, sin signos claros de infección severa, presión aceptable, sonido de intestinos regresando poco a poco.

—¿Voy a vivir, doc? —preguntó, con voz ronca.

—Eso parece —respondí.

—Dijiste que se moría —reclamó el Güero, en tono de burla.

—Dije que podía morirse —corregí—. No que quería.

Rayo intentó reír, pero le dolió.

—Deja de chingar a mi doctor, Güero —murmuró.

Me sorprendió.

—¿Su doctor? —pregunté.

Rayo me miró.

—Aquí, el que te salva la vida, se gana algo de respeto —dijo—. No soy tan culero como dicen.

No respondí.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Julián.

—Pues gracias, Julián —dijo—. No me acordaba de nada, pero me contaron. Si no fuera por ti, ya estaría en una zanja.

—La verdad —dije, sin filtro—, deberías estar en un hospital.

Se rió.

—No seas pendejo, doc —dijo—. En un hospital ya me hubieran rematado. O me meten preso, que a veces es peor. Aquí, por lo menos, mando.

No quise discutir ética con un jefe de plaza.

Pero entendí algo: mi valor había subido.

Y eso, en ese mundo, podía salvarte o condenarte.


8. El médico del cártel

Pasaron las semanas.

Rayo se recuperó, lento pero seguro.

Yo me convertí, sin querer, en parte del inventario de la finca.

Cada que alguien se cortaba, se fracturaba, se daba un balazo accidental, me mandaban llamar.

—Doc, al Flaco le rozó una bala.

—Doc, el Tongo se cayó de la troca.

—Doc, al Chino le dio como ataque de pánico, se está ahogando.

Yo atendía.

A veces, mientras suturaba o ponía una vena, trataba de recordar que detrás de la playera con el logo del cártel y la pistola en la cintura había un cuerpo humano. Un corazón, unos pulmones, una historia.

No era fácil.

Un día, Kevin entró al cuarto cojeando.

—¿Y ahora qué te pasó? —pregunté.

Le levanté el pantalón. Tenía un raspón profundo en la pierna.

—Me caí de la moto —dijo—. No crean que todo son balazos, doc. Uno también se cae como pendejo.

Mientras limpiaba la herida, le pregunté:

—¿Cuántos años tienes, en serio?

—Diecinueve —respondió.

—¿Por qué entraste a esto?

Se encogió de hombros.

—Mi jefe se fue al norte, mi jefa se enfermó —dijo—. Aquí pagan bien. Bueno… pagaban mejor antes. Además, ¿qué más hay? ¿Tú crees que con la prepa trunca me iban a aceptar de doctor?

—No de doctor —respondí—. Pero hay otros trabajos.

Me vio como si yo fuera un extraterrestre.

—En tu mundo, tal vez —dijo—. En el mío, te dan a escoger entre el hambre o la moto con radio.

No supe qué decir.

Pero ese día, cuando le terminé de vendar, me dijo algo que se me quedó grabado:

—Oiga, doc.

—¿Qué?

—Si un día se le hace salir de aquí… no se olvide de que le sostuve la lámpara.

Sonrió, medio en broma, medio en serio.

Yo también.

Pero por dentro, una idea comenzó a tomar forma.


9. La tentación de escapar

No crean que no lo intenté.

La primera oportunidad llegó una tarde de lluvia.

Rayo dormía, sedado. Muchos hombres habían salido “a jalar.” La finca estaba menos vigilada. Kevin se había ido al pueblo a comprar cosas. El Güero estaba en una llamada larga, encerrado en la oficina.

María entró con cara seria.

—Hoy hay menos ojos —susurró—. Si de verdad quieres, puedes intentarlo.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Te vendrías conmigo?

Sonrió, triste.

—Yo ya estoy cansada, Julián —dijo—. Mis hijos están grandes, se pueden cuidar solos. Si desaparezco, van a pensar que me fui con un viejo o que me fui a cuidar enfermos a otra parte. Puedo seguir aquí un poco. Tú todavía tienes a tu papá, tu hermana, tu vida.

Me temblaron las manos.

—¿Por dónde? —pregunté.

—Hay una puerta trasera, junto al gallinero —dijo—. A veces la dejan solo con tranca. Si caminas hacia los cerros, en dos horas llegas a la carretera. De ahí, quién sabe.

Escuché mi corazón latir en los oídos.

Salimos del cuarto.

El pasillo estaba silencioso.

Bajamos las escaleras, despacio.

La puerta trasera estaba, como había dicho, solo con una tranca.

María la levantó.

El aire de afuera olía a tierra mojada, a libertad, a miedo.

—Ve —susurró—. No volt…

Un grito nos cortó.

—¡¿A dónde van?!

El Güero estaba parado al fondo del patio, con dos hombres más, armas colgando del pecho.

María se adelantó.

—Fui a tirar la basura, patrón —dijo—. Se nos llenó el bote.

—¿Y el doc? —preguntó él.

Me vio junto a la puerta, con la tranca en la mano.

Sus ojos se afilaron.

—¿Qué, doc? —dijo, caminando hacia mí—. ¿Ya se nos quería ir?

Sentí la sangre bajar de la cara.

—Quería respirar un poco —mentí, torpe—. Llevo días encerrado.

Se acercó tanto que pude oler su loción.

—Te voy a dar un consejo, Julián —susurró—. No intentes hacerte el héroe. Si te vas y te agarran los contras, te van a hacer pedazos. Si te vas y llegas con los guachos, te van a exprimir hasta la última gota. Aquí, al menos, sabes quién te puede matar.

Sonrió.

—Y acuérdate —añadió—: sabemos dónde vive tu familia.

Volvió a poner la tranca.

Nos mandó de regreso al interior.

Esa noche, el peso de las paredes se hizo más pesado.

María lloró en silencio en la cocina.

Yo, en mi cuarto, sentí que la semilla de esperanza se ahogaba.

Pero no se murió.

Solo se endureció.


10. La fractura dentro del monstruo

El CJNG, desde afuera, parece un monstruo unido.

Desde adentro, entendí que era más como un animal con muchas cabezas, todas mordiéndose entre sí.

Empezaron a llegar rumores de otro grupo queriendo entrar por la sierra. Halcones muertos, camionetas quemadas, mensajes en narcomantas. La plaza, que según ellos estaba “controlada”, empezaba a tambalearse.

Rayo discutía con El Güero casi diario.

—Te dije que no confiaras en esos polis —reclamaba Rayo—. Ya nos están dejando solos.

—Yo solo hago lo que el patrón grande ordena —respondía El Güero—. Si ellos dicen que no hay que hacer ruido, no lo hago.

—Mientras tanto, nos están comiendo el mandado —gruñía Rayo—. Y tú entretenido con tus “morritos” —le soltó, con veneno.

—No son mis morritos —se defendía él—. Son la banda que cuida la plaza, porque tus hombres se están rajando.

Yo escuchaba desde la cocina, mientras preparaba antibióticos orales con agua hervida.

Vi también otras fracturas.

El Güero, que ante todos se mostraba duro, se quedaba a veces en silencio, mirando el vacío, con una tristeza que no combinaba con el chaleco táctico.

Una noche, después de atender a un sicario con el brazo roto, me ofreció una cerveza.

—Tómala, doc —dijo—. No estás de guardia… bueno, siempre estás de guardia, pero hoy menos.

La acepté. Estábamos en el patio, bajo un foco amarillo.

—¿Alguna vez pensaste ser otra cosa? —le pregunté, de pronto.

Se rió.

—¿Como qué? ¿Abogado, ingeniero, presidente? —bromeó.

—No sé. Carpintero, chofer, mecánico.

Se quedó pensando.

—De morro quería ser futbolista —dijo—. Portero. Era bueno. Pero luego mataron a mi jefe, mi jefa se quedó sola, y el jefe de la colonia trajo a la banda. Y ya sabes. Uno agarra el fusca y se olvida del balón.

Tomó un trago.

—Pero pues… aquí andamos —añadió—. Ya no hay vuelta atrás.

Lo dijo como si fuera verdad.

Pero cuando lo miré bien, vi una grieta.

Y en esa grieta, sin que él se diera cuenta, se iba a colar el final.


11. El trato silencioso

No hubo un momento firmado, ni juramentos.

Fue una conversación corta, a medias, como todo lo importante ahí.

Pasó después de que atendí a un niño.

Sí, un niño.

Tendría unos doce años. Se llamaba Dieguito, sobrino de uno de los sicarios. Le había caído encima una caja de herramientas.

Nada grave: una cortada, un susto, un berrinche.

Mientras le ponía unas suturas pequeñas, él me miró con ojos grandes.

—¿Usted de verdad salva gente, doc? —preguntó.

—Cuando puedo —respondí.

—Mi mamá dice que los doctores sí ayudan, que no como mi tío, que nomás anda en chingaderas —dijo, sin malicia.

El tío, un hombre tatuado hasta las orejas, se rió incómodo.

—Cállate, chamaco —regañó.

Dieguito siguió.

—Yo quisiera ser doctor —dijo—. Pero mi tío dice que está bien cabrón.

—Sí está cabrón —admití—. Pero se puede.

En la puerta, El Güero nos observaba.

Cuando el niño se fue, me llamó aparte.

—Oye, doc —dijo—. ¿Tú crees que un chamaco como ese pueda ser otra cosa que lo que ve aquí?

—Si lo sacas de aquí, sí —respondí—. Si se queda, va a terminar como su tío. O muerto.

Se quedó callado.

—¿Y quién lo saca? —preguntó, casi para sí.

—El que pueda —respondí.

Ahí, en esa línea, algo se movió.

Días después, una madrugada, El Güero entró a mi cuarto sin tocar.

—Despierta, doc —dijo—. Necesito que me digas la neta.

Me incorporé, confundido.

—¿Qué pasa?

Se sentó en la silla, frente a mí. Tenía la mirada roja, como de no haber dormido en días.

—Están diciendo que nos van a caer los marinos —dijo, en voz baja—. Que ya ubicaron esta casa. Que el jefe grande va a brincar a otra plaza y nos va a dejar aquí solos.

—¿Y te sorprende? —pregunté.

Me fulminó con cara de “no empieces”.

—Te voy a hacer una pregunta, Julián —dijo—. Si un día hay putazo aquí, madrazo fuerte, balas, granadas… ¿vas a hablar si te agarra el gobierno?

Pensé en mentir.

No lo hice.

—Sí —respondí—. Voy a hablar. Voy a decir que me secuestraron, que me obligaron a trabajar aquí, que sé nombres, lugares. No voy a proteger a nadie que me tuvo encerrado.

Nos miramos, en silencio.

Y entonces, El Güero dijo algo que no esperaba.

—Está bien —asintió—. Nada más acuérdate de lo que te voy a decir.

Se inclinó hacia adelante.

—Si llega el día… —susurró—. Yo te voy a ayudar a salir.

Se me heló la sangre.

—¿Por qué? —pregunté, incrédulo.

Se encogió de hombros.

—Porque a alguien le tengo que dejar lavarme la conciencia —dijo—. Y porque a lo mejor, si tú sales, puedes hacer algo por el chamaco. O por otros. Yo ya no tengo arreglo. Pero ustedes sí.

Se levantó.

—No me preguntes nada más —ordenó—. Si te digo cómo, te vas a poner nervioso y la vas a cagar.

Se fue.

Y me dejó, por primera vez en meses, con una esperanza que no venía solo de mí.

Venía del hombre al que todos llamaban El Güero, el sicario más frío de la finca.

El menos probable.


12. El operativo

El día llegó un martes, al amanecer.

Yo estaba revisando a Rayo, que se quejaba de un dolor en la herida.

—Te dije que no te subieras a la camioneta todavía —le dije—. No eres de fierro.

—Tengo que ir a ver a la gente —gruñó—. No puedo estar encerrado.

Se iba a levantar cuando se escuchó el primer trueno.

No fue lluvia.

Fueron explosiones.

—¡BÁJENSE TODOS, CABRONES! —gritó alguien en el pasillo.

Disparos.

Muchos.

El sonido de calibres pesados retumbaba en las paredes. Los perros ladraban como locos. Alguien gritaba que eran los marinos, que nos habían vendido, que había un chingo de camionetas afuera.

Rayo trató de levantarse.

—Dame mi fusca, chingada madre —rugió.

—Si te paras, te abres la herida y te mueres aquí mismo —le dije, apretándolo contra la cama.

—¡Prefiero morir peleando! —espetó.

—Pues hoy no —gruñí—. Hoy te toca morir acostado si insistes.

Los balazos se acercaban.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe.

Era El Güero.

Traía chaleco, casco, rifle.

—Ni le muevas, Rayo —dijo—. Estamos rodeados. Si sales, te vuelan la cabeza antes de disparar.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Rendirte? —escupió Rayo.

El Güero no respondió.

Me miró.

—Es hoy, doc —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que te dije?

El corazón se me detuvo.

—¿Cómo? —balbuceé.

Me lanzó algo envuelto en una bolsa negra.

Lo abrí.

Una sudadera gris, sencilla, sin marcas.

Un gorro.

—Póntelas —ordenó—. Y quítate esa playera manchada de sangre. No quiero que salgas pareciendo uno de nosotros.

—¿Y tú? —pregunté.

Los disparos estaban casi encima. Vidrios rompiéndose, gritos de “¡ENTREGAOS, HIJOS DE LA CHINGADA!” desde afuera.

—Yo voy a distraerlos —dijo—. Voy a abrir la puerta falsa del pasillo de atrás. Cuando escuches tres tiros seguidos, corres. Hay un pasillito que da a la parte trasera del terreno. De ahí, puro monte. Los marinos van a abrir por ambos lados, pero si levantas las manos y gritas que eres médico, te van a escuchar.

Me hervía la cabeza.

—¿Y por qué no vienes tú? —espeté.

Sonrió, triste.

—Porque a mí sí me están buscando —respondió—. Si salgo con las manos arriba, me van a bajar. Tengo demasiadas cosas en la cuenta, doc. Esto es lo único derecho que puedo hacer.

—Güero… —dije, sin creerlo.

—No hay tiempo para novelas —me cortó—. Hazme caso, cabrón.

Se acercó a Rayo.

—Comandante —dijo—. Si salimos de esta, tenemos que cambiar muchas cosas.

—¿Salir? —se rió Rayo, con sarcasmo—. Ya nos cargó la chingada, Güero. Lo que hagas ahorita es para ti, no para mí.

El Güero asintió.

—Tal vez —dijo—. Pero por primera vez voy a hacer algo que no sea por lana.

Se dio la vuelta.

En la puerta, se detuvo.

—Doc.

—¿Qué?

—Si te preguntan quién te ayudó, di que no sabes —ordenó—. No quiero que mi nombre sirva para corridos.

Sonrió, entre balas.

—Mucha suerte —dijo.

Y se fue.


13. La huida

Me vestí con manos temblorosas.

María apareció en la puerta, pálida.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Me va a sacar —respondí, casi sin aire—. El Güero me va a abrir camino.

—¿El Güero? —repitió, como si hubiera dicho que la virgen de la iglesia iba a bajar en persona—. ¿Estás loco?

Los disparos seguían. Se escuchaban ráfagas, gritos de dolor, órdenes secas.

—Tú también puedes venir —dije—. Ponte lo que encuentres. Nos vamos.

Me miró con ojos llenos de dudas, de años, de cansancio.

—Yo ya no corro como tú —susurró—. Y alguien tiene que quedarse a ver si esto termina en masacre. Si logro sobrevivir, me tocará ayudar a los que queden vivos… o rezar por los que no.

Me ardieron los ojos.

—Gracias por todo, María —dije.

—No me des las gracias, pendejo —respondió, con cariño tosco—. Nada más no te mueras afuera, ¿sí? Para algo te secuestraron tanto tiempo.

Se acercó, me abrazó rápido, fuerte.

—Anda —susurró—. Antes de que se arrepientan.

Salí al pasillo.

Humareda, olor a pólvora, paredes llenas de impactos. Un sicario estaba tirado junto a la escalera, sangrando del hombro, llamando a su madre. Otro, más joven, rezaba entre dientes.

Desde el fondo se escuchó algo.

Tres tiros, muy seguidos.

PAM PAM PAM

El código.

Corrí hacia la parte trasera.

Al final del pasillo, junto a una alacena vieja, había una puerta medio escondida, entreabierta.

La empujé.

Un túnel angosto, hecho de bloques y tierra, se abría hacia la oscuridad.

Corrí.

Detrás de mí, el mundo tronaba.

Sentí el aire espeso, la adrenalina clavándose en la garganta.

El túnel terminaba en una puertita de lámina oxidada.

La abrí de golpe.

La luz del amanecer me cegó.

Cielo anaranjado, cerros, monte bajo. Y a lo lejos, el eco de balas.

Di tres pasos.

—¡ALTO! ¡MANOS ARRIBA!

La voz venía de la derecha.

Volteé.

A unos treinta metros, entre los matorrales, tres marinos con casco, chaleco, fusiles, apuntándome.

Levanté las manos hasta donde pude.

—¡SOY MÉDICO! —grité—. ¡ME SECUESTRARON! ¡SOY REFÉN!

—¡AL SUELO! —gritó uno.

Me tiré boca abajo.

Sentí las piedras clavarse en las rodillas.

Escuché pasos apresurados.

Me subieron la camisa, me patearon un poco para ver si tenía armas.

—Está limpio —dijo uno.

—¿Cómo te llamas? —preguntó otro.

—Julián… Julián Aranda —balbuceé.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —insistió.

—No sé… meses —respondí—. Me sacaron del hospital de Zamora. Me obligaron a atenderlos.

Me miraron.

Se cruzaron miradas entre ellos.

Uno gritó hacia el radio:

“Tenemos a un masculino, se identifica como médico secuestrado. Requiero confirmación con inteligencia.”

Mientras esperaban respuesta, me pusieron las manos atrás. No con crueldad, sino por protocolo.

La radio chisporroteó.

“Confirmado, doctor Aranda reportado como desaparecido hace tres meses. Úsenlo como testigo, repito, testigo clave.”

Me subieron.

Ya no a una camioneta como la del principio.

A una patrulla del gobierno.

Dolor, miedo, confusión… y una punzada de algo que no sentía desde la facultad, cuando aprobé el ENARM:

Esperanza.


14. Después de la tormenta

Los días que siguieron fueron otra clase de encierro.

Salas blancas, focos fríos, grabadoras sobre la mesa.

—Doctor Aranda, ¿puede describir cómo fue que lo privaron de su libertad?

—Doctor, ¿reconoce a alguno de estos sujetos? —fotos, muchos rostros.

—Doctor, ¿qué sabe de la estructura de mando en esa finca?

Hablé.

No por venganza.

Por higiene.

Porque todo eso se me había pegado a la piel y necesitaba sacarlo.

Conté de Rayo, de sus heridas, de la operación improvisada.

Conté de María, de Kevin, de las “muchachas”, de las armas.

Cuando llegué a El Güero, dudé.

—Había un hombre —dije—. Le decían “El Güero”. Era el encargado de traerme, de sacar gente, de coordinar. Era sicario, sí. Pero también fue el que… el que me ayudó a salir.

Los agentes se miraron entre sí.

—¿Puede asegurarlo? —preguntó uno—. ¿Que lo ayudó?

Lo vi claro: la bolsa con la sudadera, las instrucciones, los tres tiros de señal.

—Sí —respondí.

—¿Sabe si sigue con vida? —insistió.

—No lo sé —dije.

Supe días después, por una televisión prendida en una sala de espera, que no.

“Entre los abatidos se encuentra un sujeto conocido como ‘El Güero’…”

La foto, borrosa, lo mostraba con vida, chaleco, pistola en mano.

Sentí una punzada rara.

No era lástima.

No era alegría.

Era la incomodidad de saber que alguien profundamente metido en la mierda había sido, al final, la mano que te sacó del pozo.


15. La vida que sigue (aunque no igual)

Me ofrecieron entrar a un programa de protección de testigos.

Nuevo nombre, nueva ciudad, nueva vida.

Acepté.

No por cobarde.

Por amor a los que me quedaban.

A mi papá, a mi hermana.

No podía regresar al mismo hospital. No podía pararme en la misma colonia. Sabía que, aunque ese rancho había caído, el monstruo era más grande. Y el monstruo no perdona a quien cuenta sus secretos.

Ahora vivo en otra ciudad, con otro clima, otro acento, otro tráfico.

Trabajo en una clínica pequeña de barrio. Atiendo gripas, diabetes, hipertensión, partos de emergencia. A veces llega alguno con un balazo perdido, y me tiembla algo adentro.

Nadie aquí sabe que, durante tres meses, fui el médico del CJNG en una casa perdida en los cerros.

Nadie sabe que el hombre que todos en los periódicos llamaron “sicario sanguinario”, El Güero, fue quien, en el momento crucial, decidió que valía la pena salvar a un desconocido.

Solo María lo sabe.

Ella, al final, también salió viva.

La vi una vez más, antes de que me cambiaran de lugar.

Entró a la sala donde me tenían, con ropa distinta, sin mandil, con las manos vacías.

—Te ves mejor —me dijo.

—Tú también —respondí.

—Cayó la finca —añadió—. Murieron muchos. Otros se entregaron, otros se pelaron. No cambiará el mundo, pero por unos días estuvo más tranquilo.

—¿Te vas a quedar por allá? —pregunté.

—No —dijo—. Me voy con una hija, a otra ciudad. A ver si me dejan trabajar en un consultorio. Aunque sea midiendo la presión. Ya tuve suficiente de balas.

Nos abrazamos fuerte.

—¿Y Kevin? —me atreví a preguntar.

Se le humedecieron los ojos.

—Lo encontraron tirado a unas cuadras —susurró—. No alcanzó ni a ver los veinte.

Sentí un nudo.

Vi su cara, sosteniendo la lámpara sobre la herida de Rayo.

—Yo quería sacarlo —dije, casi para mí.

—No era tu responsabilidad —respondió ella—. En ese mundo, casi nadie sale. Tú saliste. Eso ya es milagro.

Nos soltamos.

—No te olvides de que eres médico, Julián —añadió—. No del cártel. Médico. Acuérdate cada vez que agarres un estetoscopio.

Lo he intentado.


16. ¿Quién lo ayudó a huir?

A veces, cuando estoy solo en el consultorio, entre un paciente y otro, la noticia del día en la tele de la sala de espera, me viene la pregunta que mucha gente, si supiera mi historia, se haría:

“¿De verdad fue un sicario el que te ayudó a escapar?”

Suena casi a novela barata.

A redención milagrosa.

Pero no fue eso.

No creo que El Güero se haya salvado. No creo que un solo acto borre una vida entera de violencia. No creo que se haya ido “al cielo” solo por haberme dado una sudadera y una salida.

Lo que sí creo es que, incluso en los lugares más podridos, hay momentos raros donde alguien toma una decisión distinta.

Un chispazo.

Una grieta.

Y por esa grieta se cuela la posibilidad de algo que no estaba en el guion.

El CJNG me secuestró para atender a sus heridos.

Me tuvo meses trabajando a punta de fusil.

Me usó como herramienta.

Pero el que decidió, en el momento clave, que mi vida valía más afuera que adentro, fue justo quien, desde fuera, todos señalarían como irrecuperable.

No fue la policía.

No fue un héroe anónimo del gobierno.

No fue un infiltrado.

Fue el sicario más temido de la finca.

El que todos creían incapaz de compasión.

El que, cuando me subieron a la camioneta aquella noche, me apuntó al pecho sin pestañear.

El que, al final, dijo:

“Si llega el día… yo te voy a ayudar a salir.”

Y cumplió.

No lo cuento para limpiar su nombre.

Lo cuento para que se entienda que, en esa guerra que otros convierten en corridos y series, los buenos y malos no vienen con etiquetas claras.

Pero sobre todo, lo cuento para recordar quién soy.

No soy el “doctor del cártel”.

No soy el “médico secuestrado” solamente.

Soy el hombre que vio de cerca cómo funciona el miedo, la lealtad torcida, la violencia, y aún así eligió, cuando pudo, seguir usando las manos para coser heridas, no para abrir más.

Si algún día me toca contar esto frente a un juez, frente a un periodista, frente a un salón de estudiantes de medicina, voy a decir lo mismo:

Me secuestraron.

Me usaron.

Me iban a matar si las cosas salían mal.

Y cuando llegó la hora de huir, quien menos lo esperaba fue quien abrió la puerta.

No lo hago héroe.

Solo lo pongo en su lugar en la historia.

El resto, si hay justicia o no, ya no me toca a mí decidirlo.

Lo mío, otra vez, es lo mismo de siempre:

Tomar un estetoscopio.

Escuchar un corazón.

Y agradecer, cada mañana, que el mío sigue latiendo lejos de aquella finca, de aquellos fusiles, de aquella camilla improvisada con olor a pólvora.

Libre.

Con cicatrices.

Pero libre.

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