El CJNG asesinó a su hija de 15 años y durante dos años este padre convirtió su dolor en su peor pesadilla
A veces, en Zamora, Michoacán, el cielo se pinta naranja en la tarde y parece que todo está tranquilo.
Pero uno aprende que, en estos tiempos, la calma nada más es el silencio entre un balazo y otro.
Yo me llamo Sebastián Aguilar, pero en el barrio siempre me han dicho “El Sebas”.
Hasta antes de que se me rompiera la vida, mi mundo era chiquito: mi taller mecánico, mi casa de dos cuartos, mi esposa Lidia y mi hija Camila, de quince años.
Camila era… ya ni sé cómo explicarlo sin que se me haga nudo en la garganta.
Era de esas morritas que todavía creen que el mundo se puede arreglar con carteles hechos a mano y marchas en la plaza. Le encantaba pintar, traía siempre marcadores en la mochila y el cabello en una trenza mal hecha, con mechones sueltos que no se dejaban domar.
—“Cuando sea grande me voy a ir a estudiar a Morelia, pa, vas a ver” —me decía, sentada en la banqueta del taller, con las piernas colgando—. “No quiero quedarme aquí nada más viendo cómo se matan”.
Yo nada más le sonreía, limpiándome las manos llenas de grasa.
—Primero acaba la prepa, plebita —le contestaba—. Luego ya vemos cómo le hacemos.
Nunca me imaginé que no iba a llegar ni a segundo de prepa.
La tarde que mataron a mi hija olía a gasolina y a pan dulce.
Era sábado. Yo estaba cerrando el taller, barriendo los últimos pedazos de metal del piso. Camila me había mandado un mensaje hacía rato: “Pa, voy a la tiendita por unas galletas, ahorita regreso, ¿quieres algo?”.
Le puse: “Tráeme unas Marianitas, pues”, y el emoji de pulgar arriba que tanto le daba risa.
La tiendita quedaba a tres cuadras, en la esquina donde la calle se angosta y todos nos conocemos por nombre. Ahí nunca había pasado nada. O eso nos gustaba creer.
A eso de las siete escuché los primeros balazos.
No uno. Una ráfaga.
Los perros empezaron a ladrar como locos. Las persianas metálicas de los negocios se bajaron de golpe. Yo sentí cómo se me helaba la espalda.
—¡Camila! —grité, sin pensarlo.
Dejé la escoba tirada y salí corriendo hacia la calle, escuchando todavía los disparos que rebotaban en las paredes. No sé cuántos fueron. Diez, veinte, treinta. En esos momentos uno ya no cuenta.
Cuando llegué a la esquina de la tiendita, la escena era un caos.
Una camioneta negra se alejaba a toda velocidad, llantas rechinando, sin placas. En la banqueta, frente a la entrada, había un hombre tirado, un cholo de esos que uno ve diario en la colonia, boca abajo, sin moverse. Y a un lado de la cortina de metal, pegada a la pared, con la bolsa de galletas todavía en la mano, estaba Camila.
Los gritos de la gente se hicieron lejanos.
El ruido se apagó.
Solo me escuché a mí mismo, respirando como si me hubieran dado un puñetazo en el pecho.
—No… no… no… —fue lo único que pude decir al acercarme.
Camila estaba en el piso, medio sentada, como si se hubiera resbalado. Tenía los ojos abiertos, mirando hacia ningún lado. Una mancha roja se abría en su blusa blanca, justo debajo de la clavícula.
—¡Camila! —la tomé por los hombros—. ¡Hija, mírame! ¡Mírame, por favor!
No reaccionó.
Alguien gritó que llamaran a la ambulancia. Otro que eran los del CJNG, que venían por el cholo, que fue “levantón” mal hecho, que se les fue una bala. Que qué mala suerte. Que qué feo.
“Qué mala suerte”.
Así dicen cuando no saben qué hacer con tu dolor.
La levanté como pude, no sé cómo, la sentí ligera como cuando era niña. La subí a la primera camioneta que alguien trajo. No recuerdo quién manejaba. Solo recuerdo mi mano apretando la suya, que ya estaba fría.
—Aguanta, hija, aguanta —le repetía—. No te vayas, no te vayas.
En el hospital la metieron de urgencias. A mí me dejaron en la sala, con la playera manchada, las manos temblando. A los veinte minutos salió una doctora joven, con cara de cansancio.
No hizo falta que hablara. Yo ya sabía.
Pero igual lo dijo:
—Lo siento mucho, señor. La bala entró directo al corazón. No pudimos hacer nada.
El velorio fue un desfile de frases hechas.
—“Dios se la quiso llevar”
—“Está en un lugar mejor”
—“Al menos no sufrió”
Yo los veía, a todos, como si estuviera detrás de un vidrio grueso. Se acercaban, me abrazaban, me daban palmaditas en la espalda. Lidia lloraba sin parar, agarrada del ataúd blanco. Mis hermanas traían café, pan, cigarros. Los vecinos llegaban con coronas, con flores, con “aquí estamos para lo que se ofrezca”.
Nadie sabía qué decir, pero todos decían algo. Como si el silencio fuera más peligroso que la verdad.
El único que se atrevió a hablar claro fue don Esteban, el viejo bolero de la plaza, que había conocido a Camila desde chiquita.
Se sentó a mi lado, sin rodeos, con su sombrero en las manos.
—La mataron los del Jalisco, Sebas —dijo, en voz baja—. Querían al otro. Pero pa’ el caso es lo mismo. Nomás nos la cambiaron de nombre a la tragedia.
Yo apreté los dientes, sintiendo el gusto metálico de la rabia en la lengua.
—Van a pagar —susurré, sin saber todavía cómo—. Van a pagar todos.
Don Esteban suspiró.
—Nomás no te vayas a perder en el camino, mijo —advirtió—. Porque en esta guerra siempre ganan los mismos: los que ya estaban arriba. Los de abajo nomás se van acomodando en el panteón.
Dos días después, fui a poner la denuncia.
No porque creyera en la justicia, sino porque todavía me quedaba ese resabio de ciudadano que piensa que las cosas “se hacen como se deben”.
En la Fiscalía, el aire olía a sudor, papeles viejos y café recalentado.
—Nombre de la víctima —dijo el ministerio público, sin levantar la mirada de la computadora.
—Camila Aguilar Morales —respondí.
—Edad.
—Quince.
—¿Qué relación tiene con usted?
—Es… era mi hija.
El hombre asintió, como si estuviera tomando datos de un recibo de luz.
Me hicieron pasar con un agente “investigador”. Un tipo gordo, camisa por fuera, barba mal rasurada.
—Mire, don Sebastián —dijo, después de escuchar lo que ya todos sabían—. Nosotros vamos a abrir la carpeta, se van a hacer las diligencias, ya sabe. Pero usted entiende cómo está la situación, ¿no? A veces estas cosas son… daños colaterales.
Esa frase me prendió.
—“Daño colateral” es un vaso que se rompe, licenciado —le espeté—. No una chamaca de quince años. Quiero nombres. Placas. Quiero que los agarren. Que sepan que no pueden venir a matar morritas así nomás.
El agente me miró con una mezcla de cansancio y lástima.
—No es tan fácil —dijo—. Tiene que haber testigos, cámaras, algo. Y la gente aquí no quiere hablar. Tiene miedo.
—Yo no tengo miedo —mentí—. Yo hablo. Yo señalo.
Él negó con la cabeza.
—No le conviene, don —bajó la voz—. Esos cabrones están metidos hasta la cocina. A veces uno ni sabe quién trabaja pa’ quién. Usted tiene más hijos, ¿no?
—No —respondí—. Solo era ella.
Guardó silencio un momento, incómodo.
—Bueno —dijo al final—. De todos modos vamos a hacer nuestro trabajo. Le avisamos cualquier cosa.
Supe, en ese instante, que nadie me iba a avisar nada.
Que para el papel, Camila iba a ser un número más en la estadística.
Que si alguien iba a hacer algo por ella, no iba a ser el gobierno.
Iba a ser yo.
El primer año después de la muerte de Camila fue puro vacío.
Dejé de arreglar carros un tiempo. El taller olía a aceite viejo y a su perfume barato, el que compraba en el tianguis. Todo me la recordaba. La banquita donde se sentaba a hacer la tarea. El bote de pintura donde guardaba sus pinceles. Hasta la pared que había pintado con un graffiti que decía: “No nacimos para tener miedo”.
Me dieron ganas de borrarlo muchas veces. Pero no pude.
Lidia se encerró en la casa. Caminaba como fantasma, recogiendo cosas que ya nadie usaba. A veces se quedaba sentada en la cama de Camila, abrazando una sudadera. Otras veces se ponía a rezar hasta quedarse dormida.
Yo salía a caminar en las noches.
Sin rumbo.
Nada más para no escuchar el silencio.
Y en esas caminatas empecé a verlos.
Las camionetas con las siglas del CJNG en las llantas, en los chalecos, en las gorras. Los morros con radios en la cintura, armas bajo la playera, moviéndose como si la calle fuera suya. Las casas que antes eran de familias y ahora tenían vidrios polarizados y música alta hasta la madrugada.
La ciudad que yo conocía se había convertido en un tablero donde las fichas las movía gente que ni siquiera era de aquí.
Empecé a anotar cosas, al principio sin saber para qué.
Placas.
Horarios.
Quién se juntaba con quién.
Dónde se estacionaban siempre las mismas camionetas.
Qué negocios “nuevos” habían abierto de la nada.
Lo hacía en una libreta vieja de facturas, con la letra chueca que siempre tuve. No era que yo fuera espía ni nada. Solo… me aferraba a tener algo que hacer con las manos, con la mente, para no pensar en la cama vacía de Camila.
Hasta que un día, esa libreta dejó de ser solo terapia.
Y se convirtió en mi arma.
La idea llegó de golpe, en una madrugada de insomnio, viendo un reportaje en la tele sobre periodistas asesinados.
Decían que en otras ciudades había gente que mandaba información anónima a medios, a colectivos, a páginas de Facebook que denunciaban a criminales. Que a veces, gracias a eso, caían algunos. No todos, pero algunos.
Me pregunté: ¿Y si en lugar de nada… hago algo?.
No soy hacker, ni policía, ni soldado. Soy mecánico. Sé de motores, de fugas de aceite, de bujías. No de estrategias de guerra. Pero sí sé escuchar. Y en el taller, cuando volví a abrirlo, todos hablan.
Los muchachos que hacen mandados para “la empresa”.
Los taxistas que llevan y traen.
Los policías que pasan a “revisar” los carros con más ganas de chisme que de trabajar.
Me volví invisible.
O más bien, me volví parte del paisaje.
—¿Cómo ves, Sebas? —me decía uno, sentado en una llanta mientras yo revisaba su Tsuru—. Ayer se llevaron a un morro allá por la colonia Valencia. Dicen que andaba de chapulín, que se quiso ir con otros. Ya ves que esos del CJNG no se andan con mamadas.
Yo asentía, como si solo me interesara el carburador.
Pero en mi cabeza, cada dato se acomodaba en su lugar.
En las noches, cuando Lidia por fin lograba dormirse con ayuda de pastillas, yo prendía la vieja laptop que Camila usaba para la escuela. Buscaba correos de colectivos, de organizaciones, de periodistas que investigaban narco. Encontré uno que se llamaba “Ojos Abiertos”, con un correo que invitaba a mandar información anónima.
La primera vez dudé mucho.
Las manos me sudaban.
Pero al final escribí:
“En Zamora, Michoacán, hay una casa de seguridad del CJNG en la calle Pino Suárez, número tal. Llegan camionetas tales, a tales horas. En las noches se oyen descargas de armas. Hay un comandante municipal que les avisa cuando hay operativos. Se apellida así. No digan mi nombre. Solo quiero que ya no maten a nuestros hijos.”
Lo envié con un correo nuevo que había abierto en un cibercafé. Me temblaban tanto las manos que casi se me caía el mouse.
Pasaron semanas sin que supiera nada.
Yo seguí con mi vida rota, con mi taller a medias, con mis notas en la libreta.
Hasta que una madrugada, a las cinco, se escuchó el helicóptero.
El ruido de las aspas era diferente a todo.
No era como los cohetes de las fiestas, ni como los balazos, ni como los camiones. Era un rugido que bajaba desde el cielo, acompañado de luces que barrían las paredes.
Me asomé por la ventana y vi las camionetas de la Marina entrar a la colonia. Gritos. Órdenes. Sirenas.
La calle Pino Suárez, la misma que yo había escrito en ese correo, estaba llena de humo.
Me puse los tenis al revés y salí. Lidia me agarró del brazo.
—¿A dónde vas? —preguntó, asustada.
—A ver —respondí—. Nomás a ver.
—No te metas —suplicó—. Por favor, Sebas.
Le di un beso rápido en la frente.
—No me voy a meter. Solo voy a mirar de lejos.
En la esquina, un grupo de vecinos se había juntado, todos con la misma cara de susto mezclado con curiosidad. Alcanzábamos a ver el portón derribado de una de las casas nuevas, las que siempre tenían música fuerte y carros polarizados. Había soldados entrando y saliendo, cargando cajas, sacando a golpes a muchachos con las manos en la nuca.
—Dicen que agarraron a varios —comentó alguien—. Que traían armas largas, radios, chalecos.
—Dicen que la casa era de los del Jalisco —añadió otro—. Que por fin les cayó algo de justicia.
Yo no dije nada. Pero por dentro sentí una chispa rara. No alegría, exactamente. Era algo más agrio. Como satisfacción sucia.
Horas después, en las noticias, vi el reportaje.
“Golpe al CJNG en Zamora”, decía el encabezado. “Gracias a información ciudadana, las autoridades federales aseguraron una casa de seguridad…”.
No dijeron cómo llegó la info.
No dijeron mi nombre.
Pero yo sabía.
Y ellos, tarde o temprano, también lo iban a saber.
No pasó mucho para que empezaran los rumores al revés.
En la misma tiendita donde habían matado a Camila, la gente cuchicheaba.
—Alguien está filtrando cosas —decían—. No es normal que les caigan tan directo a las casas.
—Dicen que hay un soplón. Que los del CJNG andan bien sacados de onda. Desconfiando hasta de su sombra.
—Pues qué bueno —opinó otro—. Que se asusten tantito esos cabrones. A ver si así se les baja lo valientes.
Yo seguía cargando mi bolsita de pan como si no fuera conmigo.
Por las noches, cada vez que veía una patrulla o una troca sospechosa, me preguntaba si ya me habían olido.
Si alguno había notado que el señor mecánico, siempre en silencio, siempre con gorra, estaba más atento de lo normal.
Una tarde, el miedo me respiró en la nuca.
Estaba cambiando la llanta de una camioneta cuando llegó una Tacoma blanca. Se estacionó en la entrada del taller. De ella bajaron dos tipos con barba recortada y gorras negras, sin logos, pero con ese aire de “yo mando aunque no traiga uniforme”.
—¿Qué se les ofrece? —pregunté, tratando de que no se me quebrara la voz.
Uno de ellos se paseó por el taller, mirando todo.
—Tú eres el Sebas, ¿no? —dijo el otro.
—Sí.
—Nos recomendaron tu trabajo —sonrió, sin alegría—. Que eres bueno, que no preguntas de más.
La frase estaba cargada.
—Yo arreglo lo que me traigan —respondí—. No me fijo en quién maneja.
Se rieron.
—Así nos gusta la gente —dijo uno, acercándose a la troca—. Queremos que le des una checada. De paso, que veas si le puedes cambiar las placas. Ya sabes cómo está el business.
Mi cabeza gritó que dijera que no. Mi instinto de supervivencia me obligó a asentir.
—Deje reviso —murmuré.
Mientras me agachaba a “ver” el chasis, uno de ellos se puso a platicar con el otro, como si yo no estuviera.
—Ya me dijeron los de arriba que hay rata —dijo—. Que alguien anda dando pitazos de las casas. Que se siente mucho el muy verga.
—Pues a ver cuánto dura —contestó el otro—. Aquí nadie se les escapa.
Sentí un sudor frío bajarme por la espalda.
Esa noche, cuando cerré el taller, rompí la libreta.
Hoja por hoja.
La hice pedazos y la quemé en un bote, en el patio de atrás.
Me quedé viendo cómo se hacían ceniza todos los nombres, las placas, las direcciones.
Pero aunque quemé el papel, no pude quemar la idea.
En mi cabeza, los datos seguían.
Yo no necesitaba libreta para acordarme de quién había matado a mi hija.
Si en el primer año me dediqué a observar, el segundo año me convertí en rumor.
No fue planeado.
No fue que un día me levanté y dije: “Hoy voy a aterrorizar al CJNG”.
Fue más bien que mi dolor encontró formas de salir que ya no podía controlar.
Empecé con pequeñas cosas.
Cuando algún morro del barrio que yo sabía que andaba de halcón llegaba muy confiado al taller, viéndome por encima del hombro, yo le decía, con la voz más calma del mundo:
—Oye, ¿y no te da miedo que sepan dónde vives?
Ellos se reían.
—¿Quién, Sebas? ¿Los contras?
—Los que sea —respondía—. Es que últimamente caen bien derechitos los operativos. Como si alguien estuviera apuntando con el dedo… ¿no?
Al principio lo tomaban a juego.
Pero luego, cuando empezaron a caer más casas, más bodegas, más puntos de venta, los chistes se les fueron quitando.
Una noche, llegó al taller uno de los jefes de la plaza, un tipo apodado “El Nando”, con cara de perro bravo.
—Dicen que tú todo lo ves, Sebas —me dijo, mientras yo le cambiaba el aceite a su Ranger—. ¿No has visto algo raro por aquí? Gente que no conozcamos. Carros desconocidos. Chismes.
Lo miré un segundo, desde abajo.
—Raro es todo desde hace años, Nando —respondí—. Aquí ya no sabemos quién es quién. Antes veíamos a un malandro y sabíamos que era malandro. Ahora, hasta los licenciados traen escolta.
Él chasqueó la lengua, frustrado.
—Siempre hablas bonito, Sebas —dijo—. Pero nunca dices nada.
Esa era la idea.
Lo que no sabían era que yo sí decía cosas.
Solo que no era a ellos.
En lugar del correo de “Ojos Abiertos”, empecé a usar un canal de Telegram que encontré, donde gente de distintos estados compartía información sobre narco, corrupción y policías coludidos. Yo no ponía nombres de usuarios, no ponía fotos mías. Solo escribía, desde un café internet en otra colonia:
“En Zamora, el jefe conocido como ‘Nando’ se reúne los martes y jueves en un billar en la colonia tal. Siempre llega en Ranger gris, escoltado por Tsuru blanco. Desde ahí coordina cobros. A veces lo cuidan policías municipales en patrulla tal.”
Semanas después, un día, pasé por el billar y lo vi clausurado, cintas amarillas, agujeros en la fachada.
Había sido “ajuste de cuentas”.
Eso decía la gente.
Para mí, era otra pieza en este juego sucio donde todos se creían intocables hasta que dejaban de serlo.
Un día, supe que de verdad los estaba aterrorizando.
No por un balazo, ni por una amenaza directa, sino por algo más sutil.
Estaba yo barriendo la banqueta del taller cuando vi pasar una camioneta llena de muchachos armados. Se detuvieron en la esquina. Se bajaron. Empezaron a pegar en las paredes unas hojas blancas, impresas. Parecía anuncio de grupo musical, de esos que invitan a bailes.
Pero no.
Eran advertencias.
Me acerqué con disimulo cuando se fueron.
Leí una.
“A LA RATA QUE ANDA DANDO PITAZOS:
YA SABEMOS QUE ERES DE LA COLONIA TAL. YA SABEMOS QUE ERES HOMBRE.
TE VAMOS A ENCONTRAR.
ATTE: CJNG”
Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca.
Las manos me sudaron tanto que casi se me cae la escoba.
¿Sería yo el único que hacía eso en la ciudad? ¿Habría más? ¿O de verdad el mensaje era para mí?
No lo sabía.
Pero el simple hecho de que hubieran dedicado papel, tinta y tiempo a hablarle a “la rata”, me hizo entender que, aunque no supieran quién era, sabían que existía.
Y los tenía nerviosos.
En las noches, escuchaba cómo sus camionetas daban rondines más seguido.
En el taller, los morros ya no hablaban tan sueltos.
En las fiestas, la gente bajaba la voz cuando entraba alguien “pesado”.
El miedo se había repartido.
Ya no era solo nuestro.
También era de ellos.
No todo salió como en película, claro.
Hubo un día en que estuve a nada de morir por jugar al héroe sin capa.
Un taxista que yo conocía, Don Manolo, llegó al taller pálido, temblando.
—Sebas —me dijo—. Acabo de escuchar algo feo, mano. De esos que tú luego andas diciendo que mandan cosas por internet.
Lo miré fijo.
—¿Qué escuchaste?
—Que ya identificaron a un mecánico —susurró—. Que dicen que del taller de por aquí cerca está saliendo la info. Que ya te traen en la mira a ver qué haces, a quién miras, con quién hablas.
Sentí un frío distinto, hondo.
—¿Dijeron mi nombre? —pregunté.
—No —negó—. Nomás dijeron “un mecánico”. Pero tú y yo sabemos que en esta colonia mecánico, mecánico, nomás eres tú.
Mi primera reacción fue cerrar el taller, agarrar a Lidia y largarnos esa misma noche.
Pero luego me imaginé a Camila, con su trenza chueca, viéndome con esos ojos que odiaban la cobardía.
“No nacimos para tener miedo”, había escrito en la pared.
Y yo ahí estaba, temblando como hoja.
Ese día cerré más temprano. Tapé la cortina con candado doble. Metí a Lidia a la casa, revisé ventanas, puertas.
—¿Qué pasa, Sebas? —preguntó ella, asustada.
Le conté. Todo.
Las notas, los correos, los operativos, las mantas, los rumores.
Todo lo que había hecho desde que mataron a Camila.
Lidia se quedó muda.
—¿Estás loco? —fue lo primero que dijo después de un largo silencio—. ¿Quieres que nos maten a los dos? ¿Que nos llenen la casa de balas como en las noticias?
—Ya nos mataron, Lidia —respondí—. Nomás que seguimos respirando.
Se echó a llorar.
—Yo también extraño a nuestra niña —sollozó—. Yo también quiero que paguen. Pero no así. No quiero perderte a ti también.
La abracé.
—No sé parar, Lidia —admití—. Ya empecé. Y cada vez que caen, cada vez que escucho que agarraron a otro, siento que al menos un pedacitito de la deuda con Camila se va pagando.
—La deuda con Camila no se va a pagar nunca —me dijo, con una lucidez que me dolió—. Ni aunque se mueran todos ellos. Lo único que puedes elegir es si vas a morir por ella… o vivir por ella.
Esa frase se me quedó clavada.
Esa noche, por primera vez, pensé seriamente en dejar de hacerlo.
Apagué la laptop.
Guardé los papeles que todavía quedaban.
Me forcé a dormir.
Pero al día siguiente, amanecí con un mensaje nuevo en el celular.
Era de un número desconocido.
“Sabemos lo que haces.
Sabemos que no eres de ellos.
Hay gente que sí está viendo.
No estás solo.”
No decía más.
No supe si era alguien de los colectivos, de los periodistas, o incluso de algún policía decente.
Pero bastó para que entendiera que lo que estaba haciendo no era solo mi guerra personal.
Era parte de algo más grande.
Y en ese “algo más grande”, yo era prescindible, sí…
Pero necesario.
El miedo de verdad llegó una noche de lluvia.
Yo estaba cerrando el taller cuando una moto se detuvo enfrente. El casco negro, el impermeable, la moto sin placas. La escena de todas las pesadillas de estos tiempos.
El hombre se bajó despacio.
Se paró frente a mí.
Me miró sin quitarse el casco.
—¿Qué se le ofrece? —pregunté, sintiendo cómo la voz me salía más aguda de lo normal.
El hombre no respondió. Metió la mano al bolsillo del impermeable.
Pensé que era el final.
Que ahí, entre la cortina metálica y la lluvia, me iban a dejar tirado como al cholo aquel de la tiendita.
Pero en lugar de una pistola, sacó un sobre manila.
Me lo aventó al pecho.
—Léelo —dijo, con la voz distorsionada por el casco—. Y deja de hacerte el valiente.
Se subió a la moto y se fue.
El corazón me latía tan fuerte que apenas pude cerrar el candado.
Entré al taller de nuevo, con el sobre en la mano, empapado.
Lo abrí.
Adentro había fotos.
Fotos borrosas, tomadas desde lejos, de mí en la calle.
Saliendo del cibercafé.
Platicando con don Esteban en la plaza.
Abriendo el taller.
Cargando a Camila en el funeral.
Y una nota, escrita con marcador negro:
“NO NOS GUSTA QUE NOS FALTE AL RESPETO.
ÚLTIMA OPORTUNIDAD.”
Me senté en el banquito donde Camila se sentaba.
Respiré hondo.
Sentí las lágrimas mezclarse con el agua de lluvia que todavía me escurría.
Estaban cerca.
Muy cerca.
Esa noche, hablé con Lidia de irnos.
—Nos vamos a ir —le dije—. A donde sea. A Guadalajara, a Tijuana, al otro lado si se puede. Pero aquí ya nos tienen ubicados.
Lidia me miró, con los ojos rojos.
—¿Y si nos alcanzan allá? —preguntó.
—Pues al menos sabremos que hicimos algo —respondí—. No quiero morir nomás esperando que se les ocurra. Quiero morir corriendo, si es necesario.
Ella se levantó, fue al cuarto de Camila, sacó una mochila.
—Entonces empacamos ya —dijo.
Nos pusimos a meter ropa, papeles, fotos. Lo esencial. Lo que se pudiera cargar en dos maletas viejas.
A la madrugada, cuando ya casi amanecía, nos sorprendió el ruido.
No eran balazos.
No eran sirenas.
Eran motores. Muchos.
Me asomé por la ventana y vi convoyes de camionetas con logos de la Guardia Nacional, Marina, Policía Estatal. Pasaban rápido, en dirección a las colonias donde yo sabía que estaban los jefes.
Me vibró el celular.
Era el mismo número desconocido de días atrás.
“HOY NO TE VAYAS.
HOY QUÉDATE A VER.”
Abrí la ventana.
El aire olía a tierra mojada y a gasolina.
A lo lejos, empezaron los truenos.
Esta vez, los reconocí: eran balazos, sí.
Pero no eran como los de antes.
Eran diferentes.
Eran respuesta.
Ese día, Zamora amaneció sitiada.
Noticieros nacionales, helicópteros, fotos virales en redes.
“Operativo histórico”, decían.
“Golpe a estructura del CJNG en Michoacán”.
Cayeron varios jefes.
A otros los mataron.
A otros los agarraron dormidos.
En el barrio, la gente no sabía si celebrar o esconderse.
—Van a venir otros —decían—. Siempre vienen otros.
Pero al menos, por primera vez en mucho tiempo, las camionetas con gorras negras dejaron de pasar por nuestras calles.
Esa tarde, fui al taller.
Abrí la cortina.
Me senté en la banqueta.
Don Esteban, el bolero, se acercó.
—¿Supiste, Sebas? —preguntó—. Que agarraron al Nando, al Cachas, al Güero Paredes. A varios. Dicen que gracias a unos informes anónimos. Que había alguien que los traía cortitos desde hace tiempo.
Yo asentí, mirando al piso.
—Algo escuché —respondí.
Él me miró de reojo.
—A veces el miedo cambia de bando tantito —dijo—. No se queda para siempre de nuestro lado.
Guardamos silencio.
—¿Te vas a ir? —preguntó, al rato.
—No lo sé —admití—. Tengo las maletas listas. Lidia quiere irse. Yo también. Pero… también me da coraje dejarles todo a medio mundo. Esta es mi tierra, Esteban. Aquí nació Camila.
El viejo encogió los hombros.
—La tierra no se va a ningún lado, mijo —dijo—. Vivas aquí o en China, siempre vas a ser de Zamora. Vete mientras puedas. A veces, sobrevivir también es una forma de venganza.
Un mes después del operativo, nos fuimos.
Nos fuimos sin decir adiós a muchos, sin fiesta, sin despedida.
Nomás nos subimos a un camión rumbo a Guadalajara, con dos maletas, un par de fotos de Camila y el corazón hecho pedazos.
En la central, antes de subir, me quedé viendo mi ciudad por última vez.
No las luces bonitas de las postales, sino las casas con rejas altas, las paredes llenas de graffiti, la tiendita donde asesinaron a mi hija.
Le prometí en silencio:
—No te estoy abandonando, Camila.
Te estoy cuidando desde lejos.
Lidia se recargó en mi hombro cuando el camión arrancó.
—¿Crees que ya se acabó todo esto? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Esto no se acaba nunca —respondí—. Solo cambia de lugar. Pero al menos, por dos años, les hice saber que nuestro dolor también sabe dar miedo.
En Guadalajara, empecé de cero.
Taller nuevo, barrio nuevo, gente que no sabía quién era yo ni quién había sido mi hija. Nos llamaban “los de Michoacán”, como si eso fuera todo lo que importaba.
Yo trabajaba, Lidia limpiaba casas.
Los días pasaban con otro ruido de fondo: tráfico, camiones, ambulancias. No balazos. O no tantos.
De vez en cuando, entraba a internet en un café y buscaba noticias de Zamora.
Los mismos problemas, otros nombres.
Más operativos, más detenidos, más desaparecidos.
A veces encontraba notas de “Ojos Abiertos”, o del canal de Telegram, donde hablaban de “un informante anónimo en Michoacán que durante dos años suministró datos clave para golpear al CJNG”.
No decía mi nombre.
Nunca lo dirá.
Pero cada vez que leía eso, sentía algo raro.
Orgullo, sí.
Pero también culpa.
Porque aunque yo había dedicado dos años a aterrorizar a los que terrorificaban a todos, al final… Camila seguía muerta.
Ningún jefe preso me la iba a regresar.
Ningún operativo iba a quitar la mancha roja de su blusa.
Ningún corrido iba a contar cómo ella, una niña de quince años, se atravesó en un tiroteo que nunca pidió.
Una tarde, sentado en la banqueta del nuevo taller, mirando el cielo tapatío, lo entendí.
Mi guerra había tenido un principio y un fin.
Ellos, los del CJNG, tal vez soñaban conmigo, con ese “padre loco” que los traicionó durante dos años, que les tumbó casas, que les llenó la cabeza de paranoia.
Pero mi verdadera lucha ya no era esa.
Mi verdadera lucha era otra:
No convertirme en lo que odiaba.
No vivir solo para verlos caer.
Vivir para que la memoria de Camila no estuviera amarrada solo a su muerte, sino también a su vida.
A veces, cuando cierro el taller en Guadalajara y veo a las morritas de la colonia caminar con mochilas, riéndose, me duele el corazón.
Pero también me da un poquito de paz.
Porque sé que, en algún lugar, hay papás que, como yo, perdieron a sus hijos y no pudieron hacer nada.
Y también sé que hay otros que, como yo, decidieron hacer algo, lo que fuera, aunque los partidos, los gobiernos, los de arriba se sigan repartiéndose el país como pastel.
Yo no soy héroe.
No soy santo.
No soy mártir.
Solo soy un mecánico de Zamora que un día decidió que el miedo no iba a ser monopolio de los que traen las armas.
Ellos mataron a mi hija de quince años.
Durante dos años, yo los hice mirar sobre el hombro, dormir con un ojo abierto, desconfiar de todos.
Eso no me devolvió a Camila.
Pero les recordó que, por más poder que se crean, siguen siendo de carne y hueso.
Y la carne y el hueso…
También se rompen.
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Cuando el ídolo habla desde la ficción: una confesión imaginada de Hugo Sánchez revela matices desconocidos de su relación matrimonial…
Una confesión inventada sacude al mundo del espectáculo: Ana Patricia Gámez y la historia que nadie esperaba leer
Silencios, miradas y una verdad narrada desde la ficción: Ana Patricia Gámez protagoniza una confesión imaginada que despierta curiosidad al…
“Ahora puedo ser sincero”: cuando una confesión imaginada cambia la forma de mirar a Javier Ceriani
Una confesión ficticia que nadie esperaba: Javier Ceriani rompe el relato público de su relación y deja pistas inquietantes que…
La confesión que no existió… pero que millones creyeron escuchar
Lo que nunca se dijo frente a las cámaras: la versión imaginada que sacudió foros, dividió opiniones y despertó preguntas…
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la Cocina Podía Ganar una Batalla
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