Durante la lectura del testamento mi nuera brindó como si hubiera ganado la lotería, pero yo sonreí y le dije a mi hijo: “Todavía no sabes quién será realmente el dueño de esta herencia”

Desde niña escuché la misma frase en boca de mi abuela Petra, allá en el pueblito de Michoacán donde crecí:

—Nada rompe más familias que el reparto de herencia, Rosa —decía, acomodándose el rebozo—. Cuando hay dinero de por medio, hasta los hijos se olvidan quién les cambió los pañales.

Yo, de chamaca, me reía. Pensaba que eso solo pasaba en las telenovelas de las nueve.

Pero los años pasan rápido, uno se casa, tiene hijos, se muda a la ciudad, ve a los nietos crecer… y un día te ves a ti misma sentada frente a un escritorio de madera en una notaría de Guadalajara, con la bolsa apretada entre las manos, mientras el licenciado repasa el testamento de tu difunto esposo… y de pronto entiendes que tu abuela no exageraba. Se quedó corta.

Me llamo Rosa María. Tenía sesenta y seis años cuando murió mi marido, Manuel, después de una lucha larga contra la diabetes. Medio barrio lo conocía como don Manuel el de la purificadora, porque durante treinta años se partió el lomo levantando bidones de agua para que nunca faltara en las casas de la colonia.

Tuvimos dos hijos: Andrés, el mayor, contador, casado con Karla; y Mariana, la menor, maestra de primaria, mamá soltera de una niña chula como un sol, Sofía.

Yo habría dado la vida por mis dos hijos. Ese era mi “problema”, según mi nuera Karla: que los quería “demasiado” y no sabía poner límites.


Conocí a Karla el día que Andrés la llevó a la casa, un domingo de pozole.

—Amá —me dijo, emocionado—, ella es Karla, mi novia.

Aquella muchacha entró a mi cocina con el perfume llenando todo el cuarto, los tacones sonando en el piso, el cabello perfectamente alaciado aunque afuera estaba lloviendo.

—Buenas tardes, señora —me dijo, dándome un beso en la mejilla—. ¡Qué rico huele!

Yo la miré con curiosidad. Venía de una familia de Tlaquepaque, dizque “bien”. Su papá tenía una agencia de autos; su mamá, un salón de belleza. Estaban acostumbrados a restaurantes, viajes a Vallarta, centros comerciales.

Desde el principio me di cuenta de que no le gustaba mucho el barrio donde vivíamos, en la colonia Oblatos.

—Es… pintoresco —dijo la primera vez que vio la fachada despintada de la casa—. Muy auténtico.

“Pintoresco”, dijo. A mí me sonó a “pobre”.

Pero Andrés la amaba, qué le iba a hacer uno. Y ella, al menos al principio, se esforzaba: se sentaba a platicar conmigo mientras yo hacía tortillas a mano, le ayudaba a poner la mesa, hasta me pedía recetas.

—Quiero aprender a hacer mole como usted, suegrita —me decía, con sus uñas largas pintadas de rojo agarrando el molcajete con delicadeza.

Con el tiempo, se casaron por el civil, hicieron una boda chiquita pero bonita en un jardincito de la colonia, y se fueron a vivir al piso de arriba de la casa, que Manuel y yo habíamos construido con mucho esfuerzo “para cuando los hijos se casaran”.

Mariana, en cambio, siempre fue de otro modo. Más callada, más sensible. Se casó joven con un muchacho que parecía bueno, pero resultó borracho y flojo. Tres años le duró el gusto; cuando la dejó sola con la niña y deudas, yo misma la ayudé a hacer la separación.

—Nadie tiene por qué aguantar que la traten como trapeador —le dije—. Ni por la niña ni por nadie.

Así que terminamos los cuatro en la misma casa: Manuel y yo en la planta baja, Andrés y Karla en el piso de arriba, Mariana y la pequeña Sofía en el cuarto del fondo, el que daba al patio. A ratos parecía vecindad, a ratos parecía telenovela, a ratos era la familia feliz que siempre quise.

Hasta que la enfermedad empezó a comerse a Manuel.


Todo se aceleró en cuanto al doctor del IMSS se le escapó la frase maldita:

—Es mejor que vayan arreglando sus papeles.

Andrés, como buen contador, fue el primero en tomarlo literal.

—Papá, necesitamos dejar todo en orden —dijo una noche, mientras Manuel descansaba en la sala, conectado a su tanque de oxígeno—. Para que luego no haya pleitos.

Manuel lo miró con esos ojos cansados que se le hicieron desde que empezó la diálisis.

—¿Pleitos de qué, mijo? Si lo poquito que tenemos lo hicimos para ustedes.

—Precisamente por eso —intervino Karla, sentada junto a Andrés—. Para que luego nadie salga con que “yo merezco más porque cuide más”, ya ve cómo son las familias.

Me clavó la mirada, como si me estuviera avisando algo.

Mariana, que estaba en la cocina preparando té, escuchaba con la espalda rígida.

—Yo no voy a pelear por dinero, pa —dijo—. Usted sabe que yo no estoy aquí por interés.

Andrés volteó, medio a la defensiva.

—Yo tampoco estoy por interés, ¿eh?

—No dije eso —contestó Mariana, seca.

Karla sonrió, pero de esa forma que no me gustaba, con una comisura más levantada que la otra.

—Ay, no empecemos —dijo—. Solo estamos pensando en el futuro.

Yo sentí un nudo en el estómago. A Manuel le dolía el cuerpo, a mí ya me dolía el alma.

—Lo que vamos a hacer —dije, cortante— es acompañar a tu papá mientras esté vivo. Lo demás se ve.

Manuel me tomó la mano.

—Pero sí hay que dejar algo escrito, Rosa —susurró—. No quiero que luego tú te quedes indefensa.

Esa palabra me dio miedo: “indefensa”.


Fuimos con el licenciado Gutiérrez, un notario viejo, amigo de la familia, que tenía su oficina en el centro. Olía a papel, café viejo y muebles encerados.

—Don Manuel —dijo el licenciado, acomodándose los lentes—, a ver, vamos a hacer una listita de qué hay:

La casa en Oblatos, a nombre de los dos: Manuel y yo.
La purificadora de agua, a nombre de Manuel.
Un terrenito en el pueblo de donde yo soy, San José de la Cumbre, en Michoacán, que me dejó mi padre, a mi nombre.
Un carrito viejo, un Tsuru modelo 2005.
Un par de cuentas de ahorro, con lo que se pudo guardar.

Parecía poco y mucho a la vez.

—Lo más valioso es la casa y la purificadora —dijo Andrés—. La purificadora la puedo administrar yo, pa. Yo entiendo de números.

—Y de casa, pues, nosotros ya vivimos arriba —añadió Karla—. No tendría sentido que nos sacaran, ¿no?

Mariana apretó la bolsa entre las manos.

—Yo solo quiero que mi mamá no se quede sin techo —dijo—. Lo demás… Dios dirá.

El licenciado nos miraba, atento, como si estuviera viendo una obra de teatro repetida. Seguro había visto cien familias así.

—Mire, don Manuel —dijo—, una opción es dejar la casa a nombre de su esposa, con el usufructo vitalicio. Es decir, que mientras doña Rosa viva, nadie puede sacarla. Cuando ella falte, pasa a ser de sus hijos.

—Eso —interrumpió Andrés— está bien. Pero también podemos dejar ya establecido que la parte de arriba sea nuestra, por si las moscas.

Karla asentía con la cabeza, como gallina en maizal.

Yo me quedé callada. No porque no tuviera opinión, sino porque sentía que cualquier cosa que dijera iba a encender mecha.

Manuel suspiró.

—La casa es de tu mamá y mía —dijo al fin—. Yo quiero que mientras ella viva, nadie la mueva de allí ni un centímetro.

—Eso se puede arreglar —respondió el licenciado—.

—Y la purificadora —siguió Manuel—, quiero que quede para Andrés, sí. Él fue el que más se metió en el negocio.

Karla sonrió como si le hubieran ofrecido un viaje a Cancún.

—¿Y yo qué, pa? —preguntó Mariana, con la voz baja pero firme.

Manuel la miró con ternura.

—Tú tienes tu trabajo, hija —dijo—. Pero también quiero que tengas algo. El terrenito de San José, que está a nombre de tu mamá, lo vamos a poner para ti.

Karla frunció ligeramente el ceño.

—Ese terreno ni vale mucho, suegro —dijo, con una risita—. Si está allá en el cerro, ¿no?

—Tú qué sabes, muchacha —le solté, antes de poder detenerme—. Ese terreno fue de mi padre, y mi padre lo trabajó a mano. No será un fraccionamiento, pero tierra es tierra.

El licenciado tosió para calmar las aguas.

—También hay una opción —agregó—. La señora Rosa puede hacer su propio testamento sobre sus bienes, independiente del de usted, don Manuel. Lo ideal es que queden armonizados, pero la señora tiene derecho a disponer de lo que es suyo.

Esa frase se me quedó grabada: “La señora tiene derecho a disponer de lo que es suyo”.

Manuel firmó su testamento un par de semanas después. Fue un día triste, pero necesario.

Lo que nadie esperaba era lo rápido que todo se iba a desencadenar.


Manuel murió a los tres meses, una madrugada fría de enero, mientras Sofía dormía en el sillón haciéndole dibujos de corazones.

El velorio fue largo, lleno de vecinos, primos, comadres, rezos y café. Andrés se encargó de la funeraria, del padre, de las flores. Karla, de recibir a las visitas y hacerse ver como la viuda número dos.

—Ánimo, suegra —me decía, abrazándome con fuerza—. Ahora nosotros la vamos a cuidar.

Mariana se mantenía a mi lado, silenciosa, sosteniéndome la mano cuando sentía que me iba a desmayar.

Cuando por fin pasó el sepelio, llegaron los días del verdadero silencio. Ya no había gente en la casa, ya no había vela encendida en el pasillo, ya no había que repartir café. Solo quedábamos nosotros, con la ausencia de Manuel pesando como elefante en la sala.

Fue entonces cuando, como si el reloj invisible del mundo de los vivos hubiera sonado, Andrés empezó a hablar de “poner en orden las cosas”.

—Amá —me dijo una tarde, mientras tomábamos café en la cocina—, ya tenemos que ir con el licenciado para lo de la purificadora y la casa.

—Déjame siquiera terminar el novenario, Andrés —le dije—. Tu papá apenas se fue.

Karla, que estaba haciéndose un licuado de proteína, intervino:

—Justo por eso, suegrita. Mire que luego se juntan papeles, cuentas, y después es peor. Nosotros queremos ayudarle.

“Nosotros”. Esa palabra me empezó a hartar.

Mariana se asomó desde el pasillo.

—¿Ayudarla o apurar la herencia? —preguntó, en seco.

—Ay no, otra vez con tus cosas, Mariana —respondió Karla, rodando los ojos—. Siempre crees que todos tienen malas intenciones.

—Yo no creo —contestó mi hija—. Yo veo.

Yo me quedé callada, porque en el fondo sabía que las dos tenían un poquito de razón.


Pasaron unas semanas. Yo trataba de levantarme cada día sin llorar al ver la silla vacía de Manuel. En silencio, empecé a hacer algo que no le dije a nadie: fui yo sola a ver al licenciado Gutiérrez.

—Licenciado —le dije, sentándome frente a su escritorio—, quiero hacer mi testamento aparte.

Él alzó las cejas.

—Me parece muy prudente, doña Rosa. ¿Trae su identificación?

Sacamos cuentas: el terrenito en San José, que ya estaba más poblado que cuando yo era niña; alguna ahorradito que tenía guardado en una cuenta que ni Andrés sabía que existía; y algo más, mucho más importante, que nadie de mi familia conocía: un localito en una esquina cercana al mercado, que había ido comprando a pagos con el tiempo, gracias a un seguro de vida que me dejó mi hermana mayor cuando murió en Estados Unidos.

—¿Y para quién quiere dejar todo esto? —preguntó el licenciado.

Yo no lo dudé.

—A repartir entre mis dos hijos y mi nieta Sofía —respondí—. Pero con condiciones.

—La escucho.

—El local del mercado quiero que sea para Mariana —dije—. Ella siempre ha batallado más. Y ese local, bien llevado, le puede dar para vivir y para que se retire algún día.

El licenciado anotaba.

—El terrenito de San José, lo que mi marido ya había dicho: para Mariana también. Pero con la condición de que, si algún día se vende, una parte se guarde en una cuenta a nombre de Sofía.

—¿Qué parte?

—La mitad.

Asintió.

—Y del ahorradito, quiero hacer tres partes: una para Andrés, una para Mariana y una para Sofía. Pero lo de Andrés, con una cláusula especial.

El licenciado levantó la mirada, curioso.

—¿Cuál cláusula especial?

Inspiré hondo.

—Que solo podrá disponer libremente de ese dinero si, al momento de mi muerte, sigue en contacto conmigo, cuidándome, sin haberme abandonado en un asilo ni dejado sola.

El licenciado se acomodó los lentes.

—Eso es… interesante —dijo—. Se puede redactar como condición suspensiva.

—Póngale el nombre más elegante que quiera —respondí—. Pero quiero que quede claro.

Él sonrió.

—La entiendo perfecto, doña Rosa. Más de lo que cree.

Firmé. Me temblaban las manos, pero sentí algo que no había sentido en semanas: control.

No le dije nada a nadie. Ni a Andrés, ni a Mariana, ni a Karla. Mi abuela Petra, desde donde estuviera, seguro me aplaudía.


El día de la lectura del testamento de Manuel llegó casi seis meses después de su muerte.

Nos citó el licenciado Gutiérrez en la notaría. El lugar estaba lleno de cuadros de paisajes, diplomas y libreros. Andrés llegó con Karla, bien vestidos, como si fueran a junta de trabajo: él con camisa y pantalón de vestir; ella con un vestido entallado y bolsa de marca.

—Ay, suegrita, qué nervios, ¿no? —me dijo Karla, dándome un beso—. Pero ya, que salga todo y que no haya sorpresas.

Mariana llegó un poco tarde, con la blusa que usaba para dar clases y el cabello recogido hecha chongo. Sofía venía de la mano, con sus trenzas y su mochila de unicornio.

—¿La niña se puede quedar? —preguntó mi hija—. No tuve con quién dejarla.

—Claro que sí —respondió el licenciado—. Esto también va por ella, al final.

Nos sentamos todos. Yo en medio; a mi derecha, Andrés y Karla; a mi izquierda, Mariana y Sofía.

El licenciado aclaró la garganta y empezó a leer.

—“Yo, Manuel Hernández López, en pleno uso de mis facultades mentales…”

Yo bajé la mirada. Sentí de nuevo el vacío.

El testamento no tenía mayores sorpresas para mí, porque yo había estado allí cuando lo redactó. Pero verlo convertido en palabras formales, en esa voz neutral del licenciado, le daba otro peso.

—La purificadora de agua ubicada en la calle Hidalgo, colonia Oblatos, pasa a ser propiedad de mi hijo Andrés Hernández García —leyó Gutiérrez.

Andrés sonrió. Karla tomó su mano debajo de la mesa, emocionada.

—La vivienda ubicada en la misma colonia, identificada como calle Hidalgo número 54, se reconoce como bien en copropiedad con mi esposa, Rosa María García. A la muerte de mi susodicha esposa, la propiedad pasará por partes iguales a mis hijos, Andrés y Mariana, respetando, en todo caso, el derecho de habitación vitalicio de mi esposa.

Karla frunció levemente el ceño al escuchar “a la muerte de mi esposa”, pero enseguida se recompuso.

—En cuanto al vehículo Tsuru modelo 2005, se deja a criterio de mi esposa su disposición —continuó el licenciado.

Hasta ahí, todo normal.

—Y, finalmente —dijo—, reconozco como heredera del terreno ubicado en San José de la Cumbre, Michoacán, a mi hija Mariana Hernández García, con la recomendación —aquí alzó la vista con cierta ternura— de que lo conserve en honor a mi suegro, don Eulogio, quien tanto lo trabajó.

Mariana soltó un suspiro que no sabía si era de alivio o de nostalgia.

—Eso es todo respecto al testamento de don Manuel —concluyó el licenciado—.

Hubo un pequeño silencio.

Karla fue la primera en reaccionar.

—Pues… ¡felicidades, amor! —dijo, girándose hacia Andrés, plantándole un beso sonoro—. Ahora sí, somos dueños de la purificadora y medio de la casa.

Se rió, contenta, como si hubiera ganado un premio en la tele.

—Ya ve, suegrita —añadió, mirándome—. Don Manuel sabía lo responsable que es Andrés. No se preocupe, no le va a faltar nada.

Mariana torció los labios, pero no dijo nada. Sofía, distraída, jugaba con una estampita.

Yo, en lugar de enojarme, sonreí. Fue una sonrisa chiquita, pero sincera.

—¿De qué se ríe, amá? —preguntó Andrés, confundido.

Lo miré con cariño.

—De que todavía no sabes todo, hijo —respondí—.

Karla soltó una risita nerviosa.

—Ay, suegrita, no me diga que don Manuel dejó un amante por ahí o algo —bromeó, sin medir las palabras.

—No, muchacha —dije, mirándola con calma—. Es algo más serio que eso.

El licenciado Gutiérrez carraspeó.

—Doña Rosa —dijo—, si gusta, podemos pasar al otro asunto que me pidió tratar hoy mismo.

Andrés frunció el ceño.

—¿Qué otro asunto?

Yo solté el aire.

—Mi testamento —dije—. Y el reparto de lo que es mío, no de tu papá.

Las caras de todos cambiaron.


—¿Su testamento? —repitió Karla, como si no pudiera creer que yo tuviera algo propio que no pasara por las manos de su marido.

—Sí, Karla —respondí—. ¿Creías que tu suegra no sabía ahorrar?

Mariana me miró, entre intrigada y orgullosa.

—¿Desde cuándo, amá?

—Desde hace años —contesté—. Pero nunca lo dije porque no quería que nadie me contara mis pesos.

El licenciado sacó otra carpeta.

—Como la señora Rosa es la otorgante en este testamento, ella decidió que se leería en presencia de todos, por voluntad propia —dijo—.

Andrés se acomodó en la silla.

—A ver, pues —murmuró—.

Gutiérrez empezó a leer.

—“Yo, Rosa María García, en pleno uso de mis facultades mentales, declaro como bienes de mi propiedad exclusiva los siguientes:

a) El terreno ubicado en San José de la Cumbre, Michoacán, heredado por mi padre, don Eulogio García.

b) Un local comercial ubicado en la esquina de las calles Morelos y López Cotilla, en la colonia Oblatos, Guadalajara, actualmente arrendado a una miscelánea.

c) Una cuenta de ahorro en el Banco del Bajío con número…” —Andrés abrió los ojos; él no sabía de esa cuenta— “…con el monto que exista al momento de mi fallecimiento.”

Karla se puso muy derecha.

—La señora dispone lo siguiente —siguió el licenciado—:

El local comercial en la esquina de Morelos y López Cotilla se lega en su totalidad a mi hija, Mariana Hernández García, por su dedicación y apoyo incondicional durante mi enfermedad y la de mi esposo.

Mariana abrió la boca, sorprendida.

—¿El local de la esquina, amá? —susurró—. ¿El que siempre quise rentar para poner una papelería?

Asentí.

—Desde que te escuché decir eso, pensé en ti.

Karla apretó los labios.

—El terreno de San José de la Cumbre —siguió el licenciado— se mantiene como herencia de mi hija Mariana, con la condición de que, en caso de venta, el cincuenta por ciento del valor obtenido se deposite en una cuenta a nombre de mi nieta Sofía, para su educación y futuro.

Sofía me miró con sus ojos grandes.

—¿Yo voy a tener una cuenta, abue?

—Sí, mi amor —respondí, haciéndole una caricia en el cabello—. Para cuando quieras ser astronauta, maestra, doctora o lo que se te antoje.

El licenciado continuó.

—La cuenta de ahorro del Banco del Bajío se dividirá en tres partes iguales entre mis hijos, Andrés y Mariana, y mi nieta Sofía.

Andrés respiró un poco más tranquilo. Karla, también.

—Sin embargo —agregó el licenciado—, respecto a la porción correspondiente a mi hijo Andrés, se establece la siguiente condición:

Para que él pueda disponer libremente del dinero, deberá acreditar, al momento de mi fallecimiento, que ha cumplido con la obligación moral de acompañarme y cuidarme, sin haberme abandonado en asilo ni dejado desprotegida, y manteniendo comunicación constante conmigo. En caso de que esta condición no se cumpla a juicio de mi albacea —aquí mencionó el nombre del licenciado—, la porción correspondiente a Andrés pasará en su totalidad a mi nieta Sofía.

La mandíbula de Karla literalmente cayó.

—¿Cómo que “a juicio del albacea”? —soltó, indignada—. O sea, ¿si usted dice que Andrés no la cuidó, él se queda sin nada, suegrita?

Yo la miré con calma.

—No, Karla —respondí—. Si él decide que prefiere irse a vivir a otro lado y olvidarse de mí, el que se queda sin nada es él. La decisión es de Andrés, no del licenciado.

Andrés me miró, herido.

—Amá, eso es injusto. ¿Crees que yo sería capaz de dejarla en un asilo?

Lo miré directo a los ojos.

—No lo sé, hijo —dije, con honestidad—. He visto cómo tu esposa habla de “buscar algo más cómodo” para todos, como si yo fuera un mueble viejo.

Karla se puso roja.

—Yo solo dije que un día, si la cosa se complica, podríamos buscar un lugar donde la cuiden profesionales —se defendió—. ¿Qué tiene de malo?

—Lo que tiene de malo —dije— es que lo dijiste como si ya estuvieras cansada de verme en la cocina. Como si estorbara.

Se hizo un silencio incómodo.

El licenciado cerró la carpeta.

—Eso es lo que la señora Rosa dispuso en su testamento —dijo—. Y como notario, doy fe de que lo hizo en pleno uso de sus facultades.

Mariana me miraba con los ojos llenos de lágrimas.

—Amá…

—Luego platicamos en la casa, hija —le dije.

Andrés estaba serio, revuelto entre el orgullo herido y el miedo. Karla, en cambio, se levantó abruptamente.

—Pues muy bien, suegrita —dijo, con una sonrisa amarga—. Qué bueno que ya nos dijo clarito cuánto nos quiere.

—No se trata de cuánto los quiero —respondí—. Se trata de cómo se comportan.

Ella chasqueó la lengua.

—Vámonos, Andrés —ordenó—. Ya vimos lo que teníamos que ver.

Él dudó un momento, mirándome.

—Andrés —dije yo, antes de que se fuera—. Hijo, tú todavía no sabes que las herencias no solo se miden en dinero ni en propiedades.

—¿Ah, no? —respondió, dolido—. ¿Entonces en qué?

—En la conciencia —contesté—. Y en la forma en que vas a dormir cuando yo ya no esté.

Salieron de la notaría sin despedirse.

Mariana, Sofía y yo nos quedamos allí. Yo, por dentro, temblaba. Pero también sentía algo que hacía mucho no sentía: respeto por mí misma.


Los días siguientes fueron un torbellino.

Andrés y Karla se encerraron en el piso de arriba. Casi no bajaban a comer conmigo. Yo escuchaba, por la ventana del patio, las peleas.

—Tu mamá te está manipulando —decía Karla, furiosa—. ¿Cómo se atreve a condicionarte el dinero?

—No es tanto dinero, Karla —respondía Andrés—. Además, es su derecho.

—Es el principio, Andrés —insistía ella—. Hoy es el dinero, mañana te va a decir con quién puedes salir, qué puedes comprar, si podemos tener hijos o no.

—¡No exageres!

—¿Exagerar? Te dejó la purificadora, sí. Pero la casa sigue siendo mitad de ella, y la otra mitad es también de Mariana. ¿Qué va a pasar cuando se muera? ¿Tú crees que Mariana va a aceptar que nos quedemos arriba?

Mariana, mientras tanto, trataba de no escuchar. Se iba temprano a la escuela, regresaba tarde, ayudaba a Sofía con la tarea, me acompañaba al mercado.

—No debió haberlo leído en frente de todos, amá —me dijo, más tranquila—. Andrés se sintió humillado.

—No fue para humillarlo —respondí—. Fue para dejar todo claro. El día que yo falte, no quiero fantasmas de “mi mamá me prometió”. Ahí está por escrito.

Una tarde, mientras pelábamos nopales en la cocina, Mariana soltó algo que traía atravesado.

—Yo no quiero el local, si eso va a hacer que Andrés me odie —dijo—.

—El local no es para que Andrés te odie —contesté—. Es para que tú tengas algo tuyo.

—Pero él va a decir que yo me quedé con lo mejor.

—Pues que lo diga. Él se quedó con la purificadora, que da más dinero ahora. El local es trabajo. Nadie te lo va a regalar.

Mariana suspiró.

—A veces siento que no importa cómo repartas las cosas, siempre alguien va a salir quejándose.

—Así es la gente —dije—. Pero que no sea por falta de claridad.


Un par de semanas después, el mundo decidió meter más leña al fuego.

Un rumor empezó a correr en la colonia: que iban a construir un nuevo distribuidor vial y unas plazas comerciales cerca de la salida a la carretera.

—¿Ya supo, comadre? —me dijo la vecina, la Chela, en la tienda—. Dicen que los terrenos de por allá se van a ir para arriba.

—¿Por allá dónde? —pregunté, distraída.

—Por donde vive su gente en Michoacán, ¿no? Por San José. Un primo mío que trabaja en el Ayuntamiento dice que andan comprando tierras baratas para luego ponerlas caras.

Se me heló la sangre.

El terrenito de San José. Ese que “no valía mucho”, según Karla. Ese que mi marido y yo habíamos dejado para Mariana. Ese que yo también incluí en mi testamento con condiciones para Sofía.

Llegué a la casa con el corazón acelerado.

—Mariana —le dije, apenas entró—, tenemos que reconstruir los papeles del terreno, ver exactamente dónde llega.

—¿Pasó algo, amá?

Le conté. Ella abrió los ojos.

—¿Y si eso es cierto? —preguntó—. ¿Y si el terreno ahora vale más que todo lo demás?

—Pues entonces —respondí—, se van a confirmar mis sospechas: que las herencias son pruebas de carácter.


No pasó mucho tiempo para que Andrés se enterara del rumor.

Esa noche bajó por primera vez en varios días, con cara seria. Karla venía detrás.

—Amá —empezó, sin rodeos—. ¿Es cierto lo del terreno de San José?

—Depende de qué hayas escuchado —respondí.

—Que el gobierno quiere comprar terrenos por allá para un proyecto. Que ya llegaron ingenieros a medir.

—Algo así —admití—.

Karla intervino, exaltada:

—¿Y se puede saber por qué no nos dijo nada, suegrita? ¡Ese terreno también es parte de la herencia de don Manuel!

La miré, molesta.

—Ese terreno fue de mi padre, Karla —dije—. Siempre fue mío. Tu suegro solo respetó eso. Lo que se haga con ese terreno es asunto mío y de mi hija.

El rostro de Karla se descompuso.

—¡Claro! —exclamó—. Todo para Mariana. A nosotros, las migajas.

Andrés apretó los puños.

—No digas “migajas”, Karla —dijo—. Nos dejaron la purificadora.

—¿Y cuánto te va a durar la purificadora, Andrés? —respondió ella—. El día de mañana llega una empresa grande, te ponen otra al lado con más máquinas, promociones, y adiós negocio. En cambio, un terreno con proyecto… Eso es lo que cambia la vida.

Sus palabras resonaron en la cocina.

Yo respiré hondo. Había llegado el momento de decir algo que llevaba guardado desde que hice mi testamento.

—Andrés —dije—. Hijo, siéntate.

Él se sentó frente a mí, como cuando era niño y le iba a regañar por haber roto algo.

—Yo sé —empecé— que en tu cabeza las cuentas no cierran. Sientes que Mariana salió ganando.

—No lo quiero admitir, amá —confesó—, pero sí. Ella tiene el terreno, el local… Nosotros solo tenemos la purificadora y medio futuro de la casa.

—¿“Solo”? —preguntó Mariana, que escuchaba desde la puerta—. ¿Sabes cuántas familias quisieran “solo” una purificadora funcionando y medio futuro de una casa en Guadalajara?

Andrés se quedó callado. Karla chasqueó la lengua.

—Aquí el punto es que usted decidió a quién quiere más, suegra —insistió—.

Yo me levanté despacio, apoyándome en la mesa.

—No, Karla —dije—. Aquí el punto es que tú crees que querer a alguien se mide en metros cuadrados.

La miré fijamente.

—¿Sabes lo que Andrés todavía no sabe?

Ella cruzó los brazos.

—Ilumíneme.

Volteé hacia mi hijo.

—Andrés —dije—, tú no sabes que el verdadero valor de lo que estoy haciendo no está en el terreno ni en el local. Está en lo que quiero evitar: que tú te conviertas en un hombre que solo mide su vida por lo que le dejan.

Vi cómo tragaba saliva.

—Cuando tu papá y yo no teníamos nada —seguí—, vivíamos en un cuartito de lámina. Nunca pensamos en testamentos. Pensábamos en qué íbamos a cenar. No quiero que tú, que ya naciste con más, te vuelvas esclavo del dinero.

Karla soltó una risita sarcástica.

—Pues qué bonito discurso, suegrita —dijo—. Pero mientras usted da lecciones de vida, nosotros estamos viendo cómo salir adelante en un país donde si no tienes, no eres nadie.

—¿Y tú crees que con el terreno vas a ser alguien? —pregunté.

Ella no contestó, pero su mirada decía que sí.

Me giré hacia Andrés de nuevo.

—Hijo, quiero contarte algo que no te había dicho —dije, con calma—.

—¿Otro testamento? —trató de bromear.

Negué con la cabeza.

—No. Algo de tu padre.

Se hizo un silencio pesado.

—En sus últimos días —conté—, tu papá me pidió una cosa: que no permitiera que ustedes se pelearan por su culpa. Yo le prometí que iba a tratar. Y una forma de hacerlo fue dándole a cada uno algo que se ajustara a lo que es.

Andrés frunció el ceño.

—¿Cómo que “a lo que es”?

—Tú, Andrés, eres bueno para los negocios, para los números —expliqué—. La purificadora es para ti. Si la sabes llevar, vas a asegurarle a tu familia un ingreso por muchos años. Si no, aunque te dé el terreno, lo vas a perder también.

Miré a Mariana.

—Mariana siempre ha sido de trabajo constante, hormiguita. El local y el terreno son trabajo, no dinero fácil.

Luego vi a Sofía, que miraba todo desde la puerta.

—Y Sofía… Sofía es el futuro. Si ustedes fallan, ella tendrá algo guardado.

Volví a mirar a Andrés.

—La condición que te puse en mi testamento no fue para castigarte, hijo. Fue para recordarte que tu mamá no es un mueble que se guarda en una bodega mientras se reparte el botín.

El rostro de Andrés fue cambiando. De enojo pasó a algo más cercano a la vergüenza.

Karla, en cambio, seguía con la mandíbula apretada.

—Entonces, ¿no va a reconsiderar nada? —preguntó—. ¿No va a cambiar nada para que quede más “parejo”?

—No —respondí, sin titubear—. Lo que está escrito, está escrito. Lo único que puede cambiar, Karla, es la forma en que ustedes deciden vivir mientras yo estoy viva.


Los meses siguientes fueron una prueba.

Hubo días en los que Andrés prácticamente no me hablaba, molesto. Otros en los que bajaba a la cocina por un vaso de agua y se quedaba platicando conmigo de cosas simples: el trabajo, el fútbol, la política.

Poco a poco, la furia inicial se fue apagando.

La purificadora empezó a enfrentar competencia. Una cadena grande abrió otra a tres cuadras. Andrés tuvo que moverse: mejorar el servicio, hacer promociones, hacer convenios con oficinas.

—Es más difícil de lo que pensaba —me confesó una noche—. Papá hacía que se viera sencillo.

—Porque llevaba años en eso, hijo —respondí—. Tú apenas vas empezando.

Mariana, mientras tanto, empezó a planear qué hacer con el local.

—Voy a poner una papelería y también venta de regalos —me contó, emocionada—. Así Sofía puede ayudar en las tardes y aprender a llevar cuentas.

—Solo asegúrate de que también juegue y viva su niñez —le recordé.

—Claro, amá.

Un día, los ingenieros del gobierno llegaron finalmente a San José. Hicieron mediciones, marcaron límites, hablaron de proyectos con palabras técnicas que yo no entendía.

—Lo que sí entendí —me dijo Mariana por teléfono, desde el pueblo— es que el terreno vale ahora casi diez veces más que antes.

—Entonces cuídalo —le dije—. No te vayas con la primera oferta.

—No, amá. Voy a esperar.

Y así, mientras afuera el mundo iba cambiando, dentro de la casa también.

Karla seguía resentida. Se le notaba. Ya no me llamaba “suegrita”, sino “señora Rosa”. Cada detalle le parecía “control”: que si la forma en que doblaba las toallas, que si la manera en que yo opinaba sobre cómo educar a un futuro nieto que todavía ni existía.

Una noche, la escuché decirle a Andrés en el pasillo:

—No puedo pasarme veinte años más esperando a que tu mamá se muera para tener nuestra vida.

La frase me taladró el corazón.

Andrés respondió con voz cansada:

—Karla, nuestra vida ya la tenemos. Solo que a ti nunca te alcanza.

Hubo un portazo.


El punto de quiebre llegó cuando Karla, sin consultarlo conmigo ni con Mariana, empezó a buscar departamentos en otra zona, más “bonita”.

—Nada más para ver —le decía a Andrés—. Para que midamos cuánto tendríamos que juntar si vendemos nuestra parte de la casa.

Una tarde, mientras yo veía la novela en la sala, sonó mi celular. Era la vecina, la Chela.

—Comadre —dijo, preocupada—, vi a tu nuera con un agente inmobiliario, viendo la casa desde afuera. ¿Van a vender?

Sentí que el corazón se me subía a la garganta.

Subí las escaleras despacio. Desde la ventana del pasillo, vi efectivamente a Karla señalando la fachada, el piso de arriba, la entrada, mientras un señor de traje tomaba fotos con el celular.

—Aquí podríamos hacer un acceso independiente —lo escuché decir—. Pero primero tendría que estar libre de “ocupantes originales”.

“¿Ocupantes originales?”. Sentí que la sangre me hervía.

Bajé como pude, abrí la puerta de la calle y salí.

—Buenas tardes —dije, con la voz más firme que pude.

Karla se giró, sobresaltada.

—Ah, señora Rosa, justo iba a avisarle que…

—Que estabas enseñando MI casa sin mi permiso —la interrumpí.

El agente se incomodó.

—Yo solo vine porque la señora me dijo que…

—La señora no es dueña de esta casa —dije—. La dueña soy yo. Y mi esposo, que en paz descanse. Y mientras yo esté viva, aquí nadie vende nada.

Karla se puso roja hasta las orejas.

—Solo estábamos viendo opciones —dijo—. No es para tanto.

—Claro que es para tanto —respondí—. Porque tú, Karla, todavía no entiendes que la herencia no es una piñata que se revienta en cuanto el muerto se enfría.

El agente se despidió rápido, con una sonrisa nerviosa, y se fue.

Karla y yo nos quedamos en la acera, frente a frente.

—¿Sabe qué, señora Rosa? —dijo al fin—. Usted nos ha hecho la vida imposible desde que se murió don Manuel.

—Yo, muchacha —contesté—, solo he defendido lo poco que tengo. El que ha decidido volverse infeliz por un testamento, es Andrés. Y tú que lo estás empujando.

—Yo solo quiero progresar. No quiero seguir aquí, con goteras, con ruido, con vendedores gritando —soltó—. ¿Es pecado querer algo mejor?

—No es pecado —dije—. Pecado es quererlo a costa de los demás, sin verlos como personas.

Ella cruzó los brazos.

—Pues entonces, señora, váyase pensando qué va a hacer, porque yo no pienso quedarme aquí hasta que usted quiera.

—Nadie te está obligando a quedarte —respondí, tranquila—. Si un día decides irte con Andrés, ésa será su decisión. Pero que no sea por la herencia.

Subió las escaleras hecha una furia.

Yo me quedé un rato en la banqueta, respirando, viendo cómo el sol se metía entre las azoteas del barrio.


Esa noche, Andrés bajó solo a la cocina.

—Amá —dijo, con voz cansada—. Ya no sé qué hacer.

Estábamos solos. Le serví un café.

—¿Con Karla? —pregunté.

Asintió.

—Dice que si no nos vamos de aquí, se va ella —confesó—. Que no va a pasar su vida esperando a que usted fallezca para tener una casa a su nombre.

Su sinceridad me dolió, pero la agradecí.

—¿Y tú qué quieres, hijo? —pregunté—. No lo que ella quiere. Lo que tú quieres.

Él se quedó callado un momento.

—Yo quiero paz, amá —respondió al fin—. Siento que desde que papá se fue, todos estamos peleando por cosas que antes ni nos importaban.

—Porque antes sentíamos que teníamos tiempo —dije—. Cuando alguien se muere, todo mundo se acuerda de que es mortal. Y se asusta.

Andrés tomó el café.

—Yo sé que te dolió lo del testamento, hijo —dije—. Y sé que te sentiste menos querido.

—Pues sí —admitió—. Uno no quiere ser interesado, pero es difícil no sentirse así.

—Pero también sabes —añadí— que desde que eras niño, si uno de ustedes dos tenía más necesidad, yo corría a ayudarlo, aunque el otro se enojara.

Sonrió de lado.

—Sí. Cuando Mariana se embarazó de Sofía y el fulano ese la dejó, usted se fue con ella a acompañarla todos los días, y yo me molestaba porque sentía que ya no tenía mamá.

—Porque eres celoso —le dije, sonriendo apenas—. Siempre fuiste.

Se rió, bajito.

—Ahora te pregunto algo, Andrés —continúé—. El día que yo no esté, ¿quieres dormir tranquilo o con la duda de si pudiste haber hecho las cosas diferente?

Me miró a los ojos.

—Tranquilo —respondió.

—¿Crees que esa tranquilidad te la va a dar el terreno de San José?

Negó con la cabeza.

—No.

—Entonces, hijo —dije, tomándole la mano—, entiende que la herencia más grande que te puedo dejar no está en un papel. Está en la oportunidad de no repetir los errores que yo he visto toda mi vida.

Vi cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Yo no quiero abandonarla, amá —dijo—. Pero tampoco quiero perder a Karla.

Suspiré.

—Eso solo lo puedes decidir tú —respondí—. Pero recuerda: quien te ame de verdad, no te va a hacer escoger entre tu madre y la comodidad.


Las semanas siguientes fueron decisivas. Karla empezó a salir más con sus amigas, a subir fotos a redes sociales en restaurantes caros, a poner frases raras de “mereces algo mejor” y “rodéate de gente que te sume”.

Un día, simplemente, hizo sus maletas.

—Ya tomé una decisión, Andrés —le dijo, mientras él la miraba desde la puerta—. Me voy a casa de mis papás.

Él se quedó mudo.

—Karla, espérate, podemos…

—No, Andrés —lo interrumpió—. Tú estás casado con tu mamá, no conmigo. Y mientras sigas aquí, bajo este techo, con estas condiciones, nunca vamos a crecer.

Pasó por mi lado con dos maletas rodando.

—No se preocupe, señora Rosa —me dijo, con una sonrisa tensa—. No le voy a quitar a su hijo a la fuerza. Se lo dejo completito.

Yo no dije nada. No porque no tuviera palabras, sino porque entendía que ya nada de lo que dijera iba a cambiarla.

Andrés la vio irse desde la ventana. No lloró. Solo se quedó allí, parado, como si de pronto hubiera envejecido diez años.

Esa noche, sin embargo, bajó a cenar conmigo y con Mariana.

—¿Estás bien, hermano? —le preguntó ella.

Él respiró hondo.

—No lo sé —respondió—. Pero sé que no iba a estar bien viviendo huyendo de lo que somos.

Me miró.

—Amá, quiero que sepa algo —dijo—. Me duele lo que pasó con Karla, pero no me arrepiento de no haberla seguido.

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—Hijo…

—Yo sé que usted no es eterna —siguió—. Y precisamente por eso, no quiero pasar los años que le quedan peleando por metros cuadrados.

Sonreí.

—Ahora sí —dije—, empiezas a entender de qué estaba hablando cuando te dije: “todavía no sabes”.


Pasaron los años.

Andrés se quedó viviendo en el piso de arriba, pero ya no como el hijo resentido, sino como el hombre que se responsabiliza de su vida. Con el tiempo, conoció a otra mujer, Laura, enfermera del IMSS, sencilla, trabajadora, que me saludó con respeto desde el primer día y no me preguntó ni una sola vez por testamentos.

Mariana abrió su papelería y tienda de regalos. La llenó de colores, libretas, mochilas, peluches. Sofía, al crecer, empezó a ayudarle. Entre las dos, poco a poco, el negocio se hizo parte del paisaje del barrio.

El terreno de San José, efectivamente, se volvió valioso. Pero Mariana no lo vendió a la primera. Esperó, negoció, se asesoró. Cuando al fin lo vendió, años después, no se compró un coche último modelo ni se fue de viaje a Europa. Pagó deudas, invirtió en ampliar el local, y abrió una cuenta a nombre de Sofía, como lo decía mi testamento.

—Para que el día que yo falte, no dependa de nadie —me dijo.

Yo, por mi parte, envejecí. Me empezaron a doler las rodillas, la vista se me fue nublando un poco, pero la mente se me mantuvo clara. Andrés cumplió su parte del trato sin darse cuenta: me llevaba al doctor, me acompañaba a misa, comíamos juntos casi diario.

Cada tanto, iba al licenciado Gutiérrez a actualizar algún detalle del testamento: que si la cuenta de Sofía estaba en otro banco, que si el local ya valía más, que si el Tsuru al fin había dejado de funcionar y lo habíamos vendido por partes.

Una tarde, mientras firmaba unos papeles, el licenciado me dijo:

—Doña Rosa, he visto muchas familias deshacerse por la herencia. En la suya… hubo broncas, claro, pero también hubo algo raro: aprendizaje.

Sonreí.

—Es que aquí he sido bien exigente, licenciado —respondí—. Mis hijos se educan hasta el último día.

Él se rió.

—Si todas las mamás fueran como usted, me quedaría sin clientes.


El día que me internaron por una neumonía fuerte, ya sabía que algo en mi cuerpo estaba diciendo “hasta aquí”.

Andrés firmó los papeles del hospital. Mariana llegó con Sofía, ya casi mujer hecha y derecha, con su cabello rizado y sus lentes.

—No te vas a ir, abue —me dijo Sofía—. Todavía no he estrenado la cuenta que me dejaste.

Me reí, aunque me dolía el pecho.

—Tú no dependes de una cuenta, mi niña —respondí—. Tú dependes de tu cabeza, y esa está bien puesta.

Andrés se acercó a la cama, con los ojos rojos.

—Amá…

Lo miré con ternura.

—Hijo —dije, con dificultad—, ¿te acuerdas aquel día en la notaría? Cuando Karla celebró como si hubiera ganado la lotería, y yo te dije: “Todavía no sabes”?

Asintió, con una sonrisa triste.

—Ahora ya sé, amá —respondió—. La herencia no era la purificadora, ni la casa, ni el terreno. La herencia era lo que usted nos enseñó con todo ese relajo.

—¿Y qué fue lo que aprendiste? —pregunté, aferrándome a escucharlo.

Respiró hondo.

—Que el dinero sirve, pero no manda —dijo—. Que nadie que te quiera de verdad te va a hacer escoger entre él y tu mamá. Y que es mejor dormir tranquilo en un cuarto chiquito que intranquilo en una mansión.

Sonreí.

—Entonces —susurré—, ya puedo irme tranquila.

Mariana tomó mi otra mano.

—Nos vamos a seguir peleando a veces, amá —dijo—. Somos humanos. Pero se lo juro: nunca nos vamos a dejar de hablar por culpa de un papel.

Sofía se inclinó y me dio un beso en la frente.

—Y cuando yo tenga hijos —añadió—, les voy a contar la historia de cómo mi abuela repartió herencias, pero también repartió lecciones.

Cerré los ojos un momento.

En mi mente vi a mi abuela Petra, riéndose con su rebozo al viento, diciendo: “Te lo dije, Rosa. La herencia saca lo peor… o lo mejor de la gente”.

Yo decidí, a mi modo, empujar a mis hijos hacia lo mejor. Aunque doliera.

Y allí, entre el olor a desinfectante del hospital y el murmullo lejano de voces, entendí que, al final, lo único que realmente dejamos es la forma en que los que se quedan se acuerdan de nosotros.

No de cuánto dimos en pesos, sino de cuánto valimos como brújula.

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