Después del funeral de mi esposo regresé a casa, mis llaves no sirvieron y mis suegros en la puerta dijeron la peor traición

El día que enterré a mi esposo, el cielo de la Ciudad de México estaba ridículamente azul.

Ni una nube, ni un vientecito. El sol pegaba como si fuera abril y no noviembre, y los pájaros seguían cantando en los árboles del panteón francés de Legaria, como si la vida no se hubiera partido en dos apenas una semana antes.

—Lo siento mucho, hija —me repetían, uno por uno, tías, amigas, vecinos—. Era tan buen muchacho, tan trabajador…

Yo asentía, abrazaba, recibía pésames como quien recibe ofrendas que no pidió, con un nudo en la garganta y otro en el estómago. Mis piernas se movían solas, automáticas, siguiendo el féretro de Ricardo hasta el hoyo, esquivando lápidas viejas y floreros mal puestos.

Ricardo.

Treinta y cinco años, técnico en refrigeración, risa escandalosa, manos siempre frías, ojos de esos que te hacen sentir vista. Mi esposo desde hacía ocho años. Mi novio desde los diecinueve. El papá de mis dos hijos, o al menos eso les decía yo, porque ellos todavía eran demasiado chicos para entender la palabra “huérfanos”.

Se había ido en un accidente pendejo. Un coche sin frenos en Calzada de Tlalpan, un camión mal estacionado, una noche de lluvia. Un mensaje en WhatsApp que jamás se mandó. Una llamada de un número desconocido a las once de la noche: “¿Usted es la esposa de Ricardo Vargas?”.

Después, todo fue ruido. Sirenas, hospitales, médicos con cara de “ya no había nada qué hacer”, trámites, firmas, actas. La vida se volvió papeles sellados y miradas de lástima.

En el panteón, mientras echaban la primera palada de tierra, mi suegra Doña Carmen se deshizo en gritos. Se tiró al suelo, se aferró al ataúd, se jaló el cabello, lloró como si no hubiera mañana.

—¡Mi hijo, mi hijo! —sollozaba—. ¡Devuélvemelo, Dios mío! ¡Llévate a otra, a mí, a quien sea, pero no a mi hijo!

La gente la rodeó, la levantó, la calmó. Mi suegro Don Rogelio mascullaba groserías entre dientes, culpando al gobierno, a los baches, al chofer, a cualquiera menos al azar.

Yo me quedé con los niños pegados a las piernas, con los ojos secos, como si mis lágrimas se hubieran quedado atoradas en algún lugar entre el pecho y la garganta. Sólo cuando el último puñado de tierra cayó sobre la tabla, cuando el sepulturero empezó a aplanar la tierra con su pala, me temblaron las rodillas.

Pensé: “¿Y ahora qué?”.


Vivíamos en un departamento en la colonia Portales, piso tres, sin elevador, pero con un balcón chiquito donde Ricardo y yo usábamos una parrilla para hacer carne asada de vez en cuando. Era nuestro mundo: dos recámaras, sala-comedor diminuta, cocina angosta, baño con azulejos azules. Allí nos habíamos casado, peleado, reconciliado, criado a nuestros hijos Laura y Emiliano.

A nombre de Ricardo, claro. Porque cuando lo compramos, el banco dijo que el crédito tenía que ir con el que tenía nómina más estable. Yo vendía cosméticos por catálogo y hacía uñas de acrílico en la sala; mis ingresos eran tan invisibles como yo.

Ese día, después del entierro, fuimos a la casa de mis suegros en la colonia Vallejo a tomar café y comer pan. Eso hace la gente después de un funeral, aunque nadie tenga hambre. Sirven tamales, pozole, caldo de pollo. Alguien siempre dice “para que la familia no se quede con el estómago vacío”. Como si el hueco que se siente fuera en la panza.

Yo no quería ir, pero Doña Carmen fue insistente.

—No te vamos a dejar sola hoy, hija —me dijo, apretándome las manos—. Vente a la casa, comemos, hablamos. Los niños pueden jugar con sus primos, distraerse.

“Distraerse”. Como si se pudiera.

Acepté porque no tenía fuerzas para discutir. Mis papás murieron hace años, y mis hermanos llevaban su vida en Toluca. Mis suegros eran, en teoría, mi única familia cercana en la ciudad.

La casa de Doña Carmen y Don Rogelio olía a caldo de pollo y a Cloralex. Tenían las cortinas cerradas, la tele prendida sin volumen, el cuadro del Sagrado Corazón en la pared con un moño negro colgando. La mesa estaba llena de cazuelas, platos desechables, vasos de unicel.

—Come, mija —me ofrecía Doña Carmen cada cinco minutos, acercándome un plato—. Mira, este caldito te va a caer bien. Estás muy flaquita.

Yo tomé un par de cucharadas por compromiso. Los niños comieron un poco más, sin gusto. Laura miraba su celular, escribiéndole a sus amigas de la secundaria; Emiliano veía fijamente la ventana, callado.

—¿Ya viste lo que puso tu prima en Facebook? —Doña Carmen me mostró su teléfono—. Mira, puso una foto de tu Ricky con una veladora, y un texto bien bonito. “Dios se llevó a un ángel”. Ay, mi hijo.

Yo asentí, sin ganas de ver.

Don Rogelio bebía tequila en silencio, tomando tragos largos como si quisiera borrarse ese día. De vez en cuando, soltaba comentarios:

—Hay que ver lo del seguro… Hay que ver lo del coche… Hay que pagar la fosa…

Cada frase me parecía una piedra más en la espalda.

A eso de las ocho de la noche, yo ya no podía más. Mis pies dolían, mi cabeza latía. Los niños estaban dormidos en el sillón, uno sobre otro.

—Suegra, ya me voy —dije, levantándome—. Los niños están cansados. Mañana seguro viene más gente.

Doña Carmen se levantó también, rápido.

—¿No te quieres quedar aquí esta noche? —propuso—. La casa de ustedes está sola, está triste. Mejor duermen aquí.

Negué con la cabeza.

—Los niños necesitan su cama —respondí—. Y yo… yo necesito estar en mi casa.

Ella me miró raro. Una chispa, mínima, de molestia pasó por sus ojos, pero se borró rápido.

—Bueno, está bien —dijo—. Pero mañana nos vemos, ¿eh? Tenemos que hablar de muchas cosas.

“Hablar”. Esa palabra que todo mexicano sabe que significa pleito, dinero o chisme. Yo estaba demasiado cansada para pensar en cuál.

Besé a Doña Carmen en la mejilla, a Don Rogelio también, desperté a los niños con cuidado y nos fuimos en taxi a Portales.

El trayecto fue silencioso. Las luces de la ciudad pasaban como manchas borrosas por la ventana del taxi. El taxista tenía la radio puesta en una estación de banda; alguien cantaba sobre amores perdidos, como siempre.

Cuando por fin llegamos a la unidad, sentí algo parecido a un alivio. Ver el edificio gris, las escaleras, los grafitis en la entrada, los puestos de tacos en la esquina, todo eso me dio una sensación de “normalidad” dentro de lo anormal.

Subimos las escaleras hasta el tercer piso. Los niños caminaban como zombis. Saqué las llaves de mi bolsa, buscando respiro.

Las llaves de la casa.

Las mismas que llevaba usando ocho años.

Las metí en la chapa.

No giraron.

Pensé que era el cansancio. Lo intenté otra vez, con más cuidado.

Nada.

Metí la otra llave, la de la puerta de antes, que todavía traía en el llavero por costumbre. Tampoco.

Se me heló la sangre.

—¿Mamá? —preguntó Emiliano, medio dormido—. ¿Por qué no entras?

Laura, más despierta, se acercó a ver.

—A ver, yo le intento —dijo, con esa seguridad adolescente que yo ya había olvidado que se tenía a los quince.

Tomó las llaves, las metió, forcejeó. La puerta no se movió ni tantito.

—No abre —dijo, como si no lo viera yo.

Empecé a sudar frío.

Toqué la puerta con los nudillos.

—¿Hola? —llamé, esperanzada de que, por alguna razón, alguien estuviera adentro. Tal vez un tío que se quedó a dormir, un vecino que entró a ver algo, un milagro.

Silencio.

Toqué más fuerte.

—¡Hola! ¡Soy yo, Mariana! —grité—. ¡Esta es mi casa! ¡Abran!

Nada.

Los niños me miraban, asustados.

Un vecino abrió la puerta del departamento de enfrente. Era Don Héctor, un señor jubilado que siempre olía a loción para después de afeitarse.

—¿Todo bien, vecina? —preguntó.

—No abre la puerta —expliqué, con la voz temblorosa—. No entra la llave. No sé qué pasó.

Don Héctor frunció el ceño.

—Eso es porque le cambiaron la chapa —sentenció—. A mí me lo hicieron una vez, cuando me atrabancaron los de la financiera. Pero a usted… ¿quién?

Una respuesta cruel cruzó por mi mente: “Mi suerte”.

Saqué el celular con manos temblorosas. Tenía un mensaje nuevo.

De Doña Carmen.

Abrió con dedos torpes.

Hija, no te espantes. Cambiamos la chapa por seguridad. Mañana temprano vamos a la Notaría para ver lo de la casa. Mejor quédate con nosotros.

Sentí que el estómago se me volteaba.

—¿Qué dice? —preguntó Laura, asomándose al celular.

—Nada… —mentí, guardándolo de golpe—. Ahorita lo vemos.

Emiliano se abrazó a mi cintura.

—Tengo sueño, ma —lloriqueó—. Quiero mi cama.

Tragué saliva.

—Vamos con los abuelos otra vez —dije, con la garganta cerrándose—. Sólo por hoy.

Bajamos las escaleras otra vez, esta vez con algo roto que no sabía nombrar. No era sólo la chapa. Era… la confianza, tal vez.

En la esquina, antes de subir al taxi, levanté la vista hacia el balcón de nuestro departamento. Las macetas estaban ahí, fieles. La parrilla, cubierta con su funda azul. Las cortinas cerradas.

Mi casa.

Y yo, afuera.


—Ay, hija, qué bueno que regresaste —dijo Doña Carmen, abriendo la puerta con cara de no haber roto un plato—. Estaba preocupada.

Yo entré como un huracán silencioso, con los niños dormidos otra vez en el taxi.

—¿Por qué cambiaste la chapa? —solté, directo, bajito para no despertar a los niños, pero con el veneno suficiente.

Doña Carmen parpadeó.

—Ay, hija, no te enojes —dijo—. Fue por seguridad. Mira, todavía no pasan ni ocho días y todo mundo ya sabe que Ricardo murió. Uno nunca sabe quién se quiere meter. Tus cosas están ahí, no las tocamos. Sólo… mañana vamos a ver al licenciado para ver lo de la propiedad. Es lo normal.

—¿Lo normal para quién? —pregunté—. Ocho años viviendo en esa casa, pagando, limpiando, cargando botes de agua. Y ahora, de un día para otro, la llave ya no sirve.

Don Rogelio apareció detrás de ella, con una botella de tequila en la mano.

—Bájale, Mariana —dijo—. No es contra ti. Tú sabes que te queremos. Pero tenemos que ver las cosas como son. Ese departamento está a nombre de Ricardo. Y Ricardo ya no está. La sangre llama. Esa casa es del niño.

“La sangre llama”. Frase vieja, cortada a la medida para sacar a las mujeres de las casas cada que se muere un hombre.

—¿Del niño? —repetí—. ¿De Emiliano? ¿De Laura? ¿O de usted?

Se ofendió.

—De la familia —respondió—. Tú… pues tú te puedes ir a rehacer tu vida. Eres joven. Te puedes volver a casar. La casa… es el único patrimonio que nos dejó mi hijo. ¿Qué quieres? ¿Que Yadira, la novia nueva del de la taquería, acabe viviendo ahí cuando tú encuentres a otro?

Me dieron ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Yo, que apenas podía pensar en respirar sin sentir un vacío, ¿ya me estaban imaginando con otro hombre en la cama de Ricardo?

—Yo no estoy pensando en casarme con nadie —escupí—. Estoy pensando en dónde van a dormir mis hijos mañana si ustedes me cerraron la puerta en la cara.

Doña Carmen estiró la mano, tocándome el hombro.

—Por eso estás aquí, hija —dijo, con voz suave—. Para eso es la familia. No te vamos a dejar sola. Este cuarto —señaló uno pequeño, donde antes guardaban tiliches— lo arreglamos para ustedes. Aquí caben tú y los niños. En lo que se arregla todo.

Asomé la cabeza.

Habían puesto una cama matrimonial vieja, un colchón hundido, una cuna vieja a un lado, que ni siquiera necesitábamos. Una ventana que daba a un patio interior donde colgaban la ropa. Una mesita. No había espacio ni para voltear bien.

—No —dije, con calma que no sentía—. Yo tengo casa. Yo tengo llave. Lo único que necesito es que no jueguen conmigo.

Don Rogelio soltó un bufido.

—A ver, m’ija —dijo, el tono cambiando—. No te confundas. La vida no es novela. Si nos ponemos estrictos, tú no tienes nada. Ni marido, ni trabajo fijo, ni dónde caerte muerta. Aquí estamos abriéndote nuestra casa por buena gente. Pero el departamento… eso se va a ver con el licenciado y con Dios. No con berrinches.

Sentí que me ardían las orejas.

—Mis hijos tienen su cuarto ahí —susurré—. Sus cosas, sus juguetes, sus libros. Esa es su casa. No este cuarto que huele a humedad.

Doña Carmen cambió de estrategia. Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez.

—Nosotros también perdimos a un hijo —sollozó—. No lo olvides. Tú perdiste a tu esposo, sí. Pero un hijo… eso no se compara. Estamos tratando de hacer las cosas bien. No nos pongas de malos.

La manipulación envuelta en lágrimas. Manual básico de suegras mexicanas.

Una parte de mí quería gritar, patear, irme a meter con los niños a la casa de mi comadre en Iztapalapa y no volver a ver a esta gente en mi vida. Otra parte, la que aún recordaba a Ricardo riéndose, me decía: “Son sus papás. Tranquilízate. No hagas algo de lo que te arrepientas”.

Los niños, mientras tanto, dormían en el sillón. Laura se encogía, Emiliano chupaba su pulgar. No se enteraban de la guerra de adultos.

Respiré hondo.

—Voy a quedarme esta noche, por los niños —dije—. Pero mañana vamos al abogado. Y quiero estar presente. No voy a firmar nada sin entender. Ricardo y yo hicimos esa casa juntos, aunque el papel diga otra cosa.

Doña Carmen asintió, limpiándose las lágrimas.

—Claro, hija —mintió—. Nadie te va a sacar de nada sin que tú quieras.

Me lo creí a medias.


La noche fue terrible. Dormí en la cama vieja con los niños pegados a mí, sudando, con el techo bajito encima. Soñé con Ricardo, parado en la puerta de nuestro departamento, las llaves en la mano, el rostro borroso.

Al amanecer, el olor a café de olla me despertó. Doña Carmen ya estaba vestida, con su bolsa al hombro.

—Ándale, súbete al coche —dijo—. El licenciado nos citó a las diez en la Notaría.

Desperté a Laura y Emiliano.

—¿A dónde vamos? —preguntó Laura, con su mal humor adolescente—. Yo tengo examen de mate.

—Vamos a arreglar unos papeles —contesté—. Luego te llevo a la escuela.

Don Rogelio manejó en silencio hasta una Notaría en la colonia Roma. Las paredes eran blancas, las sillas de piel, el aire acondicionado fuerte. Había diplomas en las paredes, un escritorio enorme, una secretaria con uñas más largas que las mías.

—Buenos días —nos recibió el Notario, un señor de traje oscuro y sonrisa profesional—. ¿La señora Mariana? —me miró por encima de los lentes.

—Sí —respondí.

—Y los padres del difunto, el señor Ricardo Vargas —añadió, viendo a mis suegros.

—Sí, somos nosotros —dijo Don Rogelio.

Nos sentamos frente al escritorio.

El Notario acomodó sus papeles, carraspeó.

—Antes que nada, les doy mi sentido pésame —dijo—. Perder a un hijo, a un esposo, debe ser muy difícil.

Yo asentí, sin ganas de rituales.

—Vamos a lo importante, licenciado —apremió Don Rogelio—. La casa. Queremos ver cómo queda.

El Notario parecía acostumbrado a ese tipo de clientes.

—El departamento donde vivían está a nombre del señor Ricardo Vargas, efectivamente —explicó—. Él aparece como único propietario en la escritura. La señora Mariana aparece como cónyuge, pero no como copropietaria. Eso significa que, al fallecer, su patrimonio entra en juicio sucesorio.

Me sonaba a chino.

—¿Eso qué quiere decir? —pregunté.

—Que sus herederos legales están llamados a recibir ese bien —contestó—. En este caso, sus hijos: Laura y Emiliano.

Miré a mis hijos. Laura estaba revisando TikTok, Emiliano se balanceaba en la silla.

—¿Y yo? —pregunté, con un hilo de voz.

El Notario apoyó las manos en el escritorio.

—Usted tiene derecho a lo que se llama “porción conyugal” —explicó—. Pero eso se determina en un juicio. El problema aquí es que el departamento fue adquirido con crédito hipotecario. Todavía se debe una parte. Hay que ver cómo se va a pagar. Y, en teoría, los abuelos pueden solicitar la tutela de los menores para administrar sus bienes. Es un tema delicado.

Doña Carmen se apresuró.

—Nosotros no queremos nada para nosotros, licenciado —aseguró, muy digna—. Sólo que la casa sea de los niños. Para que tengan dónde vivir. No queremos que ella la venda y se vaya con otro.

Sentí el golpe directo.

—¿Quién dijo que la iba a vender? —arqueé la ceja—. Yo vivo ahí. Ellos viven ahí. Nadie la va a vender.

El Notario intervino.

—A ver, a ver —dijo, conciliador—. La ley protege a los menores, sí. Pero también al cónyuge supérstite —me miró—. Usted tiene derecho a habitar la casa mientras cría a los niños. Eso es claro.

Doña Carmen pareció tragarse un limón.

—¿Y nosotros, licenciado? ¿Qué? ¿Nos quedamos sin nada? —se quejó—. Esa casa se hizo con el esfuerzo de mi hijo. Él decía que quería que fuera nuestro refugio cuando estuviéramos viejos. Que no nos faltara techo.

—Señora —respiró el Notario—. Mientras viva la esposa y los hijos sean menores, la prioridad es que ellos tengan estabilidad. Ya después se verá. Podemos firmar un convenio donde se reconozca que el bien es de los niños, pero se establece el derecho de habitación de la señora Mariana.

“Derecho de habitación”.

Sonaba a permiso. A “te dejamos mientras no estorbes”.

—¿Y por qué entonces me cambiaron la chapa? —pregunté, girándome hacia Doña Carmen—. Si tan preocupados están por la estabilidad de los niños.

Doña Carmen se puso roja.

—Ya te dije que fue por seguridad —repitió—. La llave te la vamos a dar en cuanto firmemos lo del licenciado. No queríamos que te metieras a mover cosas sin saber.

“Sin saber”.

Sin su permiso.

Laura, que había estado callada, levantó la vista de su teléfono.

—Abuela —dijo, seria—. ¿Por qué no nos dijiste que habían cambiado la chapa? Ayer llegamos y nos quedamos afuera. Yo vi a mi mamá llorando en las escaleras. Eso no es seguridad. Eso es culero.

El Notario toseó, incómodo.

—Niña… —Doña Carmen trató de sonreír—. No digas groserías.

Laura la sostuvo la mirada.

—No es grosería si es verdad —dijo—. Mi papá no hubiera hecho eso.

Silencio.

El Notario aprovechó.

—Lo que procede es iniciar el juicio sucesorio —dijo—. Allí se va a determinar todo esto. Mi consejo, sinceramente, es que lleguen a un acuerdo entre ustedes. La ley tarda, pero no perdona.

Don Rogelio se inclinó hacia mí.

—Mira, Mariana —bajó la voz—. Nosotros no queremos pleito. Nomás queremos estar seguros de que esa casa no va a terminar en manos ajenas. Te proponemos esto: firmamos para que la casa quede a nombre de los niños. Tú vives ahí hasta que ellos cumplan dieciocho. Luego, que ellos decidan. ¿Sale?

Sentí un hormigueo en los brazos.

—Eso es lo que debería ser de todos modos —respondí—. Sólo que no tenían derecho a cerrarme la puerta en la cara. Yo no soy “manos ajenas”. Soy la madre de esos niños. Y la esposa de Ricardo.

—Viuda —corrigió Doña Carmen, con crueldad innecesaria.

La palabra me cayó como piedra. Viuda.

Tenía treinta y dos años.

Viuda.

El Notario volvió a hablar.

—¿Están de acuerdo en que yo redacte ese convenio? —preguntó—. Se firma, se protocoliza, se inicia el juicio. Mientras tanto, la señora Mariana puede regresar a la casa. ¿Sí?

—Sí —dije, antes de que mis suegros dijeran otra cosa—. Pero quiero mis llaves hoy.

Doña Carmen resopló.

—Ay, hija, estás muy desconfiada —intentó medio reírse—. Claro, ahorita saliendo vamos a la casa y te damos la llave. No te vamos a dejar en la calle. No somos así.

Yo ya no sabía qué eran.


Salimos de la Notaría con un sabor agridulce. Legalmente, parecía que me habían dado la razón. Moralmente, me sentía más desamparada que nunca.

—Mamá —dijo Emiliano, agarrándome la mano—. ¿Ya vamos a ir a nuestra casa?

—Sí, mi amor —contesté—. Ya casi.

Don Rogelio nos llevó en su coche otra vez. Llegamos al edificio de Portales. Subimos las escaleras. Doña Carmen sacó de su bolsa un llavero nuevo.

—Aquí está —dijo, tendiéndomelo—. Es la nueva llave.

La tomé. Pesaba diferente. La metí en la chapa.

Esta vez, giró sin problema.

Cuando abrí la puerta, mis ojos se llenaron de lágrimas. El olor a nuestro hogar me pegó en el pecho: mezcla de suavizante de ropa, salsa de tomate, crayones, perfume barato de catálogo.

Todo estaba igual. El sillón, la mesa, la tele. Los dibujos pegados en el refrigerador. El altarito improvisado con la foto de Ricardo y una veladora a medio consumir.

Los niños se metieron corriendo, aliviados.

—¡Mi cuarto! —gritó Emiliano—. ¡Mira, mis Legos!

—Mi cama —dijo Laura, tirándose en ella—. Pensé que ya no la iba a ver.

Yo entré al cuarto matrimonial y me dejé caer en la esquina de la cama, abrazando una almohada que todavía olía un poco a él.

Doña Carmen se asomó.

—Hija… —empezó.

La detuve con la mano.

—Ya, suegra —dije—. Ya no diga nada. Hoy… sólo déjenos estar. Mañana, seguimos con el pleito, con el licenciado, con las cosas. Hoy… déjeme llorar en mi cama. No en la suya.

Me miró con esa mezcla de enojo y ternura que sólo las suegras mexicanas manejan.

—Te quiero —murmuró—. Acuérdate de eso.

—Yo también la quise —respondí sin pensar—. Mucho. Ahorita… no sé.

Se le llenaron los ojos de agua. Dio media vuelta y se fue.

Cerré la puerta con seguro por primera vez desde que me casé. Me sentí culpable y orgullosa a la vez.


Las semanas siguientes fueron un tira y afloja constante.

Mis suegros venían seguido, a “ver a los niños”. Traían despensa, juguetes, palabras cargadas.

—Tienes que entender que nosotros también tenemos derecho —me repetía Doña Carmen—. Esa casa… Ay, hija, tú no sabes cuántos sacrificios hicimos para que Ricardo pudiera pagar la mensualidad. Hubo meses que hasta vendimos mis joyitas.

Yo quería gritarle que yo también había vendido mis joyitas, mis horas, mi espalda. Que la casa no se levantó sola. Pero me callaba. No quería que Laura y Emiliano fueran testigos de la guerra civil.

Un día, mientras doblaba ropa, sonó el timbre. Abrí.

Era una mujer de unos cuarenta, delgada, con lentes, traje sastre, pelo recogido en chongo. Tenía un folder en la mano.

—Buenas tardes —se presentó—. Soy la licenciada Jimena Flores, del despacho del Notario. Vengo a que me firmen unos documentos.

La dejé pasar. Mis suegros llegaron a los cinco minutos, como si lo hubieran olido.

Jimena sacó unos papeles del folder.

—Es el convenio del que hablamos —explicó—. Donde se establece que la propiedad quedará a nombre de los menores, y que la señora Mariana tendrá derecho de uso y habitación hasta que ellos cumplan la mayoría de edad, siempre y cuando no contraiga nuevas nupcias ni abandone el inmueble por un periodo mayor a seis meses.

Leí la cláusula dos veces.

—¿Cómo que “siempre y cuando no contraiga nuevas nupcias”? —levanté la vista—. ¿Y eso qué tiene que ver?

Jimena se encogió de hombros.

—Es una cláusula que pidieron sus suegros —dijo—. Es… común, en estos casos.

Sentí la sangre subir a mi cara.

—O sea que, si un día decido rehacer mi vida, pierdo mi casa —resumí.

—No es tu casa —corrigió Don Rogelio, rápido—. Es de los niños.

—De mis hijos —remarqué—. Hijos que yo cuido. Hijos que comen gracias a mí. Hijos que necesitan un techo, conmigo o sin hombre.

Doña Carmen intervino.

—No queremos que un desconocido se venga a vivir aquí y luego reclame derechos —insistió—. ¿Qué tal si te casas con uno que tiene otros hijos y luego termina todo en pleito? Mejor así, hija. Si te casas, que sea con alguien que te pueda dar tu propia casa.

La licenciada Jimena miró sus papeles, incómoda.

—Es opcional la firma —aclaró—. Sin su firma, se irá a juicio. Yo sólo… vengo a facilitar.

Sentí que cada línea de ese papel era una forma de controlar mi futuro desde la tumba de Ricardo. Él, que siempre decía que, si algún día me pasaba algo a mí, él iba a cuidar a los niños, sin condiciones.

Veía, a través de la ventana, la vida de la colonia seguir: el de los camotes, los niños jugando en la banqueta, la señora de las quesadillas de la esquina.

Respiré hondo.

—No voy a firmar eso —dije, al fin—. No así.

Doña Carmen se llevó la mano al pecho.

—¡Mariana! —exclamó—. ¡Nos vas a obligar a ir a juicio! ¡Eso va a sacar trapos al sol, va a ser cansado!

—Cansado ya está —respondí—. Me corrieron de mi casa el día del funeral de mi esposo. Me cambiaron la chapa. Me trataron como intrusa. No voy a firmar un papel que le diga al mundo que sólo tengo derecho a techo si me quedo viuda de por vida.

Don Rogelio apretó los puños.

—Siempre supe que eras interesada —escupió—. Desde que mi hijo te presentó, dije: “Esa, cuando pueda, le va a sacar hasta los calzones”.

Las palabras me cortaron.

—¿Interesada? —repetí, riéndome amargamente—. Interesada en darle de comer a sus nietos, sí. Interesada en que no tengamos que mudar cada que a ustedes se les ocurra. Si defender eso es ser interesada, pues sí. Soy interesada.

Laura salió de su cuarto, habiendo escuchado parte de la conversación.

—Abuelo —dijo, con la voz temblorosa—. No le hable así a mi mamá.

—Métete, Laura —intenté detenerla.

—¡No! —gritó ella—. Siempre la tratan mal. Siempre le reclaman. Mi papá ya no está. Ahora nomás quedamos nosotras. Y ustedes… en lugar de ayudarnos, nos quieren apretar más.

Doña Carmen se acercó a ella, poniendo cara de abuela herida.

—Mi niña, yo te amo —dijo—. Lo hago por tu bien. No quieres ver a otra señora en la cama de tu papá, ¿verdad?

El comentario cruzó una línea invisible.

Laura se sonrojó hasta las orejas.

—¡Qué asco, abuela! —exclamó—. ¡Mi mamá no es así! ¡Ustedes son los que traen la cabeza sucia!

Emiliano, que había estado jugando en el piso, empezó a llorar sin saber bien por qué. Los niños sienten el conflicto como un temblor.

La licenciada Jimena se levantó.

—Yo creo que es mejor que lo resuelvan con calma —intervino, guardando los papeles—. No es buen momento para firmas.

Salió casi huyendo.

Mis suegros la siguieron con la mirada. Luego, miraron el departamento. Luego, a mí.

—Pues nos veremos en los juzgados, m’ija —dijo Don Rogelio—. Y allá, que el juez decida.

—Ándale —secundó Doña Carmen—. Y cuando estés gastada de tanto ir y venir, aquí vamos a estar. Como familia.

Se fueron dando un portazo.

Yo me dejé caer en la silla, con las manos temblorosas. Laura se acercó y me abrazó, fuerte.

—No firme, ma —dijo—. No firme nada que la haga chiquita. Mi papá no quisiera eso.

La miré, tan joven y tan clara.

—Gracias, hija —susurré—. Por recordármelo.

Emiliano se pegó a nosotras, llorando. Lo abracé también.

—Sea lo que sea —pensé—. Vamos a salir. Juntos.


El juicio fue largo.

Meses de ir al juzgado, de escuchar términos legales, de ver a mis suegros en la misma sala sin dirigirnos la palabra. Ellos pidieron la tutela de los niños, argumentando que yo “no tenía solvencia moral ni económica”. Yo, con la ayuda de una abogada de oficio morena y bajita que se llamaba Reina, me defendí con uñas y dientes.

—Lo que quieren es sacarla de la casa para tener un bien que puedan hipotecar —me explicó Reina, en una de las citas—. No se trata de cariño. Se trata de dinero.

—Yo no quiero que la casa sea “mía” —le dije—. Quiero estabilidad. Para ellos.

—Entonces peleamos por la guarda y custodia de los menores —concluyó—. Y por su derecho de habitación. Y ya después, el juez decidirá el resto.

Mis suegros dejaron de visitarnos. Durante un tiempo, los niños les mandaban mensajes que no eran contestados. Laura se enojó; Emiliano se entristeció. Doña Carmen prefería publicar fotos de Ricardo con textos cursis en Facebook antes que venir a ver a sus nietos sin chantajes de por medio.

Rosa y yo seguíamos trabajando en la cocina económica. Ella estaba a punto de entrar formalmente a la casa hogar; la hermana Luz había movido cielo, mar y tierra para conseguirles un lugar a ella y a Pedrito. De vez en cuando, nos sentábamos en la tarde a tomar café afuera del local.

—¿Y tus suegros? —preguntaba Rosa, exprimiendo el pan en el café—. ¿Siguen con el pleito?

—Ya casi sale la sentencia —respondía—. Yo nomás quiero que el juez diga lo que ya sé: que mis hijos están mejor conmigo. Que la casa es suya. Que nadie puede sacarnos.

—A mí nunca me peleó nadie —dijo Rosa—. Mi suegra me odiaba. Cuando mi marido se fue, me dijo que mejor regresara a mi pueblo. No peleé. Me fui. A veces me pregunto qué hubiera pasado si me hubiera quedado, si hubiera dicho “no”.

—A veces uno cree que irse es la única opción —comenté—. Yo misma casi me voy cuando me cambiaron la chapa. Pero luego vi a mis hijos y dije: “Hasta aquí”.

Rosa sonrió.

—Eso te hace distinta —dijo—. No sólo madre. Loba.

La palabra me gustó.

Loba.


El día de la audiencia final, el juzgado estaba lleno. Otras familias, otros dramas. Una mujer lloraba porque su ex no le pagaba la pensión; un señor gritaba porque su hermana le quería quitar la casa; un niño jugaba con un carrito en el piso.

Nos llamaron a sala.

El juez, un hombre de rostro cansado, leyó el fallo.

—Se determina que la guarda y custodia de los menores Laura y Emiliano Vargas corresponderá a su madre, la señora Mariana Pérez —dijo—. Los abuelos paternos, los señores Rogelio Vargas y Carmen López, tendrán derecho a visita previa coordinación, siempre y cuando no interfieran con la crianza. Respecto al bien inmueble, se reconoce que el mismo forma parte del acervo hereditario de los menores, y se otorga a la señora Mariana el derecho de uso y habitación mientras éstos sean menores de edad o hasta que ella contraiga nuevas nupcias, lo que ocurra primero.

Sentí un nudo raro.

Ganamos… a medias.

Después de tantos meses, esa cláusula seguía ahí, como amenaza.

Reina se acercó.

—Es lo mejor que íbamos a conseguir, Mariana —susurró—. La ley es así. Machista, vieja. Pero aquí lo importante es que nadie puede sacarte mientras tus hijos sean menores. Y por lo que veo, no planeas casarte pronto.

Negué con la cabeza.

—No puedo ni con mi duelo —dije—. Menos con otro hombre.

Nos dimos la mano.

Mis suegros salieron furiosos.

—Felicítense —escupió Don Rogelio—. Ganaron. Nosotros ya no pintamos.

—Eso no es cierto —intenté—. Ustedes pueden ver a los niños cuando quieran. Sin chantajes. Sin papeles escondidos.

Doña Carmen me miró, con los ojos enrojecidos.

—Mi hijo se equivocó contigo —dijo—. Eso es lo único que voy a decir.

—Mi hijo se enamoró de mí —respondí—. Y me eligió. Eso es lo único que importa.

Ella se dio la vuelta, orgullosa.

No supe, en ese momento, si volverían a hablarme.


Pasaron los años.

Laura terminó la prepa. Emiliano llegó a secundaria. Yo seguí viviendo en Portales, en el mismo depa, con las mismas paredes, ahora llenas de más fotos: los niños disfrazados en Halloween, sus graduaciones, cumpleaños discretos.

Trabajaba mitad de tiempo en la cocina económica, mitad en casa, haciendo uñas, vendiendo maquillaje, sobreviviente profesional.

Rosa y Pedrito habían conseguido un cuarto propio, chiquito, cerca de la casa hogar. Rosa trabajaba ya como cocinera titular; Pedrito iba a la primaria, con su lonche asegurado.

Mis suegros volvieron, poco a poco. Primero, Doña Carmen, sola, con pretexto de llevar un pastel en el cumpleaños de Laura. Se quedó en la puerta, tímida.

—¿Puedo pasar? —preguntó, como aquel día que me cerró la puerta.

La vida es cabrona con sus simetrías.

La dejé entrar.

—Pasen, abuela —dijo Emiliano, grande ya, con voz cambiante—. Tenemos fotos de la escuela.

Con el tiempo, Don Rogelio también volvió. Menos terco, más viejo. Se sentaban en la sala, miraban a los niños, lloraban por Ricardo en silencio.

Nunca me pidieron perdón con todas sus letras.

Nunca olvidé lo que me hicieron.

Pero no dejé que eso definiera cada movimiento.

Seguía siendo yo, la loba de barrio que defiende a las suyas.

Un día, ya muchos años después de la audiencia, Laura, que estudiaba Derecho, llegó con un montón de papeles.

—Mamá —me dijo, emocionada—. Vi tu caso. Le hablé a la licenciada Reina. Hay una reforma en marcha. Están cambiando lo de las porciones conyugales. Quieren que las esposas tengan más derechos cuando el esposo muere. Tu historia… la quieren usar para empujarla.

Me quedé fría.

—¿Mi historia? —repetí.

—Sí —dijo, orgullosa—. Una mujer que defendió su casa, que no firmó, que peleó por sus hijos. Eso hace que los cambios se muevan, ma.

Pensé en mí, llorando en la escalera con las llaves inútiles. Nunca imaginé que ese momento iba a servir para algo más que para romperme.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Qué opinas?

Laura sonrió.

—Que no voy a dejar que le hagan a otra lo que te hicieron a ti —dijo—. Que quiero ser abogada de familia. De las que sí escuchan.

Se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Tu papá estaría orgulloso —susurré—. Y yo… yo también.

Esa noche, después de cenar, abrí el cajón de la mesita junto a mi cama. Saqué las primeras llaves de la casa, las viejitas, las que ya no abrían, las que guardé como recordatorio. Las puse junto a las nuevas, las que habíamos mandado hacer después del juicio.

Dos pares de llaves.

Dos vidas.

Dos Marianas.

La que una vez se quedó afuera, con los niños de la mano y la puerta cerrada.

Y la que ahora sabía que, aunque le cambiaran mil veces la chapa, siempre iba a buscar cómo volver a entrar, a su manera.

No supe si alguna vez me volvería a casar. No pensé mucho en eso. Mis hijos crecían, mis canas también. Rosa y yo seguíamos haciendo comida para los que no tenían tiempo de cocinar. La hermana Luz se jubiló. La vida seguía, tercamente.

En el aniversario número diez de la muerte de Ricardo, fuimos al panteón, le dejamos flores, le contamos cómo iban las cosas. Laura llevó la carpeta de la reforma. Emiliano llevó unas chelas.

—Mira, pa —dijo, poniendo una en la lápida—. Al final, mamá ganó.

Yo acaricié la piedra con los dedos.

—Al final, sobrevivimos —corregí—. Que no es poco.

Al regresar, abrí la puerta del depa con mis llaves.

La chapa giró fácil.

Entré, dejé las bolsas, miré alrededor. Plantas, fotos, risas. Una casa.

Mía.

De mis hijos.

Nuestra.

La puerta se cerró detrás de mí con un clic suave.

Esta vez, del lado de adentro.

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