Cuando ella eligió otro compañero de baile en la noche del barrio y mi venganza cambió nuestras vidas para siempre


Yo siempre pensé que las historias que empiezan en un baile del barrio terminan en boda, cruda o chisme.

Nunca imaginé que la mía iba a terminar en un video viral, una pelea familiar, una traición en medio de luces de neón… y una verdad tan incómoda que todavía, cuando escucho una cumbia, me duele un poquito el pecho.

Me llamo Raúl Mendoza, tengo treinta y dos años, nací y crecí en Iztapalapa, Ciudad de México. Y esta historia empezó con una pista de baile, una mujer llamada Diana, y una decisión estúpida:

Ella eligió otro compañero de baile.

Y yo, por orgullo, también.

Lo que vino después todavía me sorprende cuando lo recuerdo.


1. El baile del barrio

En Iztapalapa los bailes no se anuncian, se sienten.

De repente, en la tarde, empiezan a sonar bocinas probando el sonido, los flyers empiezan a circular por WhatsApp, y las vecinas están barriendo la banqueta como si al rato fueran a desfilar artistas de Televisa.

Ese sábado, el evento era grande: Sonidero Fantasma en el deportivo, con luces, pantalla gigante y micrófonos para mandar saludos. Yo había trabajado toda la semana de repartidor en una app, matándome entre tráfico, lluvia y pedidos mal pagados, solo pensando en ese baile.

No tanto por el desestrés.

Sino por ella.

Por Diana.

La conocí meses antes, en un puesto de quesadillas en la esquina del Metro Cerro de la Estrella. Cabello negro hasta la mitad de la espalda, labios pintados de rojo, risa escandalosa y un tatuaje de luna en la muñeca izquierda.

La primera vez que bailamos, sentí algo raro. No fue amor a primera vista, soy más cínico que eso. Pero cuando jaló cadera al ritmo de una cumbia de Los Ángeles Azules y me sonrió, pensé:

“Con ella sí me aventaría a pagar una boda en salón caro.”

Desde entonces, cada baile era nuestro momento. No éramos oficialmente novios, pero todo el mundo decía que ya casi. “Es tu vieja, acéptalo”, me decían mis amigos. Yo me hacía güey, pero me encantaba.

Ese sábado, me puse mi mejor playera: negra, con estampado discreto. Jeans sin agujeros, tenis limpios, loción barata pero rendidora. Me peiné con gel, como cuando iba a la secundaria.

—¿Vas a ver a la Diana, va? —me molestó mi hermana Lupita, desde la sala.

—Voy a ver al Fantasma, no seas chismosa —le dije, pero ella solo se rió.

—Ajá… Pues ojalá ahora sí te haga caso y no te traiga como trompo chillón.

La ignoré. Tomé mi celular, mis llaves, mi orgullo.

Y me fui al baile.


2. Ella y el vestido rojo

El deportivo estaba a reventar. Luces de colores, puestos de cerveza, micheladas con gomitas, tacos al pastor, humo de asador, gente riendo, otros ya bien entrados.

El sonidero probaba sonido:

—¡Buenas noches, Iztapalapa! ¡Arriba los decepcionados en el amor, pero que siguen bailandoooo!

La banda gritó.

Yo busqué con la mirada, nervioso, hasta que la vi.

Diana entró con dos amigas. Llevaba un vestido rojo ajustado, corto, con una abertura en la pierna que no dejaba nada a la imaginación. Tacones negros, labios a juego, delineado perfecto. El tatuaje de la luna brillando bajo las luces.

Sentí que el corazón se me subía a la garganta.

—No mames… —murmuré.

Ella me vio justo en ese momento.

Se le iluminó la cara.

Caminó hacia mí, moviendo cadera como si ya estuviera bailando.

—¿Qué onda, Raúl? —me dijo, dándome un beso en la mejilla que me dejó olor a perfume—. Pensé que ibas a rajar.

—Rajar yo, jamás —respondí, tratando de parecer tranquilo—. Prometí que hoy te sacaba todas las piezas.

—Uy, qué compromiso —se rió—. A ver si aguantas, ¿eh?

Sus amigas, Karen y Tania, nos miraban con cara de “por fin”.

La música subió. Cumbia sabrosa, de esas que hacen que el piso vibre.

—¿Bailamos? —me animé.

Ella me guiñó un ojo.

—Venga.

La primera media hora fue perfecta. Nos movíamos sincronizados, como si hubiéramos ensayado. Ella se pegaba, se alejaba, se daba la media vuelta, se agachaba, subía. Yo la seguía, cuidando no pisarle los tacones, aprovechando cada giro para sentir su cintura bajo mis manos.

En un momento, ella se inclinó hacia mi oído.

—Bailas mejor cuando no estás borracho —me dijo, con burla cariñosa.

—Bailo mejor cuando te tengo cerca —se me salió.

Me miró, sorprendida, y luego sonrió. Por un segundo creí que iba a besarme, pero la canción terminó. El sonidero entró con su voz:

—¡Este saludo va para todos aquellos que alguna vez se enamoraron en la pista de baile y les rompieron el corazoncito!

La gente gritó, se rió, levantó las manos.

Yo sentí un escalofrío, pero lo ignoré.

Si hubiera sabido…


3. El otro bailarín

Después de varias cumbias, paramos a tomar aire. Fuimos por chelas a un puesto.

—¿Te cansaste, viejito? —me picó Diana.

—Te estoy dejando respirar, no te me vayas a desmayar —le contesté.

Estábamos cotorreando cuando apareció Iván.

Alto, moreno, barbita de tres días, camisa entallada, cadenas plateadas. De esos güeyes que se creen modelo de reggaetón porque tienen buen cuerpo y saben mover los hombros.

Era amigo de la prepa de Diana. Yo ya lo ubicaba.

—¡Dianaaa! —gritó él, abriendo los brazos—. No mames, años sin verte.

Ella se giró, le brillaron los ojos.

—¡No manches, Iván! —se lanzó a abrazarlo.

Yo me quedé con el vaso a medio levantar.

Iván le dio una vuelta casi como si ya estuvieran bailando ahí mismo.

—Estás igualita, ¿eh? Nomás más… —hizo un gesto con las manos marcando curvas—. Más sabrosa.

—Cállate, menso —se rió ella, pero no se apartó.

Él la abrazó por la cintura con confianza. Demasiada, para mi gusto.

—¿Y este quién es? —preguntó Iván, mirándome de arriba abajo, sin soltarla.

Diana reaccionó, como si hubiera recordado que yo existía.

—Ah, él es Raúl —dijo—. Mi… amigo.

Ese “amigo” se me clavó.

Yo alargué la mano.

—Qué onda, soy Raúl.

Él la tomó, apretando de más.

—Iván. Compa de años de la Diana. Casi casi la debuté en la pista, ¿va, morra?

—¡Ay, ya, cállate! —dijo ella, pero sonaba más coqueta que incómoda.

El sonidero puso una salsita sabrosa. La gente empezó a gritar como loca.

Iván alzó las cejas.

—¿Te acuerdas de esta o ya se te olvidó bailar con el maestro? —le dijo a Diana.

Ella volteó a verme. Solo un segundo. Bastó para que sintiera que mi corazón se detenía.

Y luego sonrió.

—A ver si es cierto que sigues siendo maestro.

Y se fue con él.

Justo. Así nomás.

Iván le tomó la mano y se la llevó a la pista, dejándome con dos vasos de chela, una mandíbula apretada y un orgullo hecho pedazos.


4. El orgullo no sabe bailar, pero empuja

Los vi desde mi lugar.

Iván se movía bien, no lo voy a negar. La llevaba de un lado a otro, la hacía girar, bajar, subir. Ella reía. Se pegaban. Él llevaba la mano muy abajo de la espalda, casi en el inicio de las nalgas. Ella no lo alejaba.

Las amigas de Diana voltearon a verme con cara de “ups”.

—Güey… —empezó Karen.

—Está jugando —dijo Tania—. No te lo tomes tan en serio.

Sentí un sabor amargo en la boca.

—¿Jugando? —pregunté, con una risa sin humor—. ¿Entonces que se vaya a jugar con su maestro.

El sonidero echaba más leña al fuego:

—¡Esa parejita se ve que ya se conocíaaa! ¡Arriba los ex que todavía se traen ganas!

La gente abucheó, aplaudió, se carcajeó.

Yo apreté el vaso tan fuerte que casi lo rompía.

En mi cabeza, una voz razonable me decía: “Es solo un baile, cálmate”. Pero otra, más ruidosa, gritaba: “Te la están bajando en tu cara, güey”.

Esa segunda voz ganó.

—¿Sabes qué? —le dije a Karen y a Tania—. Si ella puede cambiar de pareja, yo también.

—Raúl, no seas menso, solo están bailando —intentó Karen.

—No, pues que baile —dije—. Yo también.

Miré alrededor, buscando a alguien, a quien fuera. No porque quisiera, sino porque no iba a quedarme como pendejo viendo.

Y ahí la vi.


5. La otra

Estaba apoyada en la valla metálica, sola, con una chela en la mano. Blusa negra, ajustada, jeans rotos, botas bajitas. El cabello recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto unas arracadas plateadas grandes. Labial nude, mirada fuerte.

La había visto antes en otros bailes, siempre perreando duro, siempre atraerndo miradas.

Me acerqué, arrastrado por el orgullo más que por el deseo.

—¿Bailas? —le solté, directo.

Ella me escaneó con la mirada. Luego miró a la pista, donde Iván y Diana se seguían luciendo.

Y sonrió de lado.

—¿Conmigo o quieres darle celos a alguien? —preguntó, sin filtros.

Me atoré.

—Pues… las dos cosas, si se puede —admití.

Se rió. Una risa ronca, sin pena.

—Me gusta la honestidad —dijo—. Soy Alexa.

—Raúl.

—A ver, Raúl, aprovecha, que hoy ando generosa —me guiñó un ojo—. Pero bailo recio, eh, no me vayas a salir con que te duelen las rodillas.

—Tú nomás marca el ritmo —contesté—. Yo me acomodo.

La tomé de la mano, la jalé a la pista.

El sonidero cambió a una cumbia más rápida. Alexa se soltó.

No bailaba como Diana, que era más elegante, más “novia de”, más dulce. Alexa era otra cosa: movimientos sensuales, sin miedo, sin pena. Se pegaba, me rozaba, bajaba hasta el piso y subía mirándome directo a los ojos.

La gente alrededor empezó a hacernos espacio.

—¡Eso, morraaaa! —gritó alguien.

—¡Échenle agua a ese par!

Alexa se reía, disfrutando el show. En un giro, me habló al oído:

—¿Es ella, va? —me señaló con la barbilla hacia Diana, que seguía con Iván.

—Sí —admití.

—Pues que vea de lo que se perdió —susurró.

Y de pronto, inconscientemente, los cuatro quedamos frente a frente en medio de la pista: Diana con Iván, yo con Alexa.

La música seguía, pero el tiempo se detuvo.

Diana me miró. Sus ojos hicieron un recorrido rápido: mi mano en la cintura de Alexa, el cuerpo de ella pegado al mío, la sonrisa de Alexa.

Algo le brilló en la mirada. Dolor, celos, enojo, no sé.

Iván sonrió confiado, como si hubiera ganado algo.

El sonidero remató:

—Y ahí se nos cruzaron las parejas, banda. ¡Aguas con lo que deciden en la pista, porque luego se hace novelón!

La gente a nuestro alrededor lo sintió. Empezaron los murmullos, risitas, celulares al aire grabando.

Ese fue el momento exacto en el que todo empezó a joderse.


6. La discusión en medio de la cumbia

La canción terminó. La gente aplaudió, chifló. Algunos gritaban:

—¡Que se besen!
—¡Déjala, compa, ya perdiste!
—¡Arriba las tóxicas!

Diana se soltó de Iván.

Caminó hacia mí, con la respiración agitada, el vestido rojo pegado al cuerpo, el rímel un poco corrido por el sudor.

—¿Qué chingados estás haciendo, Raúl? —me escupió, sin saludar.

Alexa levantó las cejas.

—Uy, llegó la oficial —murmuró.

—No te metas, por favor —le dijo Diana, cortante.

—Pues tú tampoco, porque yo nada más estoy bailando —respondió Alexa.

—Tú te callas, ni te conozco —soltó Diana.

Yo interrumpí.

—Ah, pero a Iván sí, ¿no? A él sí lo conoces re bien —disparé.

Iván dio un paso al frente.

—Relájate, compa, solo estábamos bailando —dijo, levantando las manos.

—¿Y yo qué estaba haciendo, entonces? —pregunté.

Diana me clavó la mirada.

—Tú sabes perfecto que no es lo mismo —dijo—. Iván es mi amigo de años.

—¿Y yo qué soy? —pregunté, sintiendo que la voz se me quebraba de coraje—. ¿Tu Uber?

—Eres mi amigo también, Raúl —respondió—. Nunca hemos quedado en nada.

Sentí el jalón en el pecho.

—Ah, pero sí me prometiste que hoy bailábamos toda la noche —le dije—. Que me ibas a dar chance de demostrarte que te tomaba en serio.

—Y sí, pero… —se detuvo, mirando a su alrededor, notando que mucha gente venía el show—. No hagas escenas.

Alexa se cruzó de brazos.

—No mames, morra —dijo—. Tú te fuiste con tu ex o lo que sea en mi cara, y ahora haces de pedo porque él también bailó con alguien.

—Tú cállate, te digo —repitió Diana, más alterada—. Esto no es contigo.

—Claro que sí es conmigo —replicó Alexa—. El vato vino hacia acá todo dolido por ti, y yo nomás le estoy haciendo el paro.

Iván intervino, alzando la voz.

—Ya, ya, ya, ¿no? Ven, Diana, seguimos bailando y que este güey haga su drama solo.

Le tomó de la mano, como si de verdad tuviera derecho a llevársela.

Sin pensarlo, se la quité.

—No la toques —le dije.

La gente alrededor hizo un “uuuuuuuuh” colectivo.

Diana jaló su mano.

—¡No soy un trofeo, Raúl! —gritó—. Nadie me “toma” ni me “quita”.

—No, claro que no —contesté—. Pero si vas a humillarme en frente de todos y luego quieres que me quede sonriendo, estás muy equivocada.

Ella abrió los ojos, herida.

—¿Humillarte? ¡Tú empezaste a bailar con la otra para darme celos!

—Porque tú te largaste con él primero —señalé a Iván—. Ni siquiera me dijiste nada. Solo te fuiste.

Los gritos, la música de fondo, el sonidero tratando de seguir pero bajando poquito el volumen para escuchar el chisme, todo se mezclaba.

En ese momento, alguien del sonidero, con el micrófono abierto, comentó:

—Y acá en el centro de la pista tenemos un triángulo amoroso, ¿o ya es cuadrado? ¡Esto se va a descontrolar!

La banda se carcajeó.

A mí me ardieron los ojos.


7. El empujón que encendió la mecha

Iván se adelantó, se me puso enfrente, pecho con pecho.

—Bájale, güey —me dijo—. No es tu vieja. Y aunque lo fuera, ella baila con quien quiera.

—Y yo también —repliqué—. El problema es que tú aprovechaste para hacerte el interesante.

—Es mi amiga —insistió—. Cuando tú ni existías, nosotros ya andábamos en los bailes.

Alexa rodó los ojos.

—Uy, nos presume historial —dijo.

Diana estaba roja, de coraje y pena.

—¡Ya basta! —gritó—. ¡Déjenme en paz!

El ambiente se puso pesado. Podía sentir las miradas, los celulares grabando, la tensión en el aire.

Yo intenté dar un paso atrás. De verdad quise parar todo.

—Mira, Diana, si quieres que me vaya, me voy —dije—. Solo quiero que sepas que sí me dolió. Que sí me importas. Y que no soy de piedra.

—¡Ese es el punto! —respondió ella—. Que todo contigo es drama, Raúl. No aguantas nada. No sabes confiar.

Esa palabra me dio en donde más dolía.

Porque no era que no supiera confiar. Era que ya me habían visto la cara antes.

—Yo confié en alguien que me engañó en mi propia casa —contesté—. Pensé que contigo iba a ser diferente.

—¿Y yo qué culpa tengo de tus traumas? —soltó ella.

Iván intervino otra vez, empujándome ligeramente con el hombro.

—Ya déjala, güey, la estás haciendo llorar.

Sentí el empujón como un golpe mucho más grande de lo que fue.

No fue fuerte, pero fue suficiente.

Mi orgullo, mezclado con el alcohol y la música, prendió.

—No me empujes, cabrón —le dije.

—¿Y si sí? —retó.

Me empujó otra vez, más fuerte.

Yo reaccioné.

Le solté un manotazo en el pecho.

Fue rápido, torpe, pero bastó para que se tambaleara.

La gente entró en éxtasis.

—¡Pelea, pelea, pelea! —empezaron a corear.

Diana se metió entre los dos, llorando.

—¡Parénle ya! ¡No quiero este show!

Alexa me tomó del brazo.

—Ya, suéltalo, no vale la pena —me dijo al oído.

Iván se lanzó hacia mí.

No me alcanzó a pegar bien, pero su puño me rozó la barbilla.

Y, sin pensarlo, le devolví el golpe.

No fue espectacular. No fue de película. Fue un puñetazo torpe, de alguien que no pelea diario. Pero le pegué en la boca.

Se le abrió el labio. Salió sangre.

Hubo un segundo de silencio total.

Hasta que…

—¡No mames! —gritó alguien—. ¡Sí le pegó!

Y entonces sí, el desmadre se desató.


8. Seguridad, sirenas y celulares

Los de seguridad del evento llegaron corriendo. Chalecos fluorescentes, radios en mano.

—¡Ya estuvo, ya estuvo! —gritaban.

Separaron a Iván y a mí. Uno me agarró por atrás, abrazándome, inmovilizándome.

—¡Suéltame, yo estoy tranquilo! —mentí, con la sangre hirviendo.

Iván intentaba zafarse de otros dos.

—¡Ese güey empezó! —gritaba, con la boca sangrando.

—No es cierto, tú lo empujaste primero —saltó Alexa, poniéndose a mi lado.

—Todos lo vimos, güey —dijo un vato al azar—. Tú fuiste el que se quiso hacer el chingón.

Diana lloraba, intentando calmar a Iván, al mismo tiempo que volteaba a verme con una mezcla de rabia y dolor.

—¡Son unos imbéciles los dos! —gritó.

El sonidero, en un intento de bajarle, puso “Talismán” de los Ángeles Azules, pero ya nadie bailaba. Todos tenían el celular apuntando.

—Señores, si siguen armando escándalo los vamos a sacar del evento —amenazó un guardia.

—Sáquenlos a ellos —dijo alguien—. Están arruinando el baile.

En medio del caos, escuché a una señora decir:

—Siempre lo mismo en estos bailes, puro borracho problemático.

Yo apenas llevaba dos cervezas. El problema no era el alcohol. Era el ego.

Nos sacaron del área de la pista hacia un lado, junto a una pared grafiteada. Ahí la discusión siguió, pero ya sin música de fondo, solo con el eco de la banda allá adentro.

Iván me señaló con el dedo.

—Te voy a denunciar, pendejo —amenazó—. Me rompiste la boca.

—Tú me pegaste primero —repliqué.

—¡Porque no sabes respetar! —intervino Diana—. Los dos son iguales, unos inmaduros.

Alexa volteó hacia ella.

—Oye, morra, tampoco te hagas la santa —dijo—. Si tú no hubieras jugado con los dos, nada de esto pasaba.

Diana la fulminó.

—Nadie está jugando con nadie. Yo solo estaba bailando.

—No es cierto —soltó Alexa—. Te encanta que te traigan a tus pies. Y cuando uno se cansa y quiere hacer lo mismo, lloras.

Eso le dolió.

—¿Y tú qué? ¿La segunda mesa? —disparó Diana—. ¿Contenta con las sobras?

Silencio.

Alexa respiró hondo.

Luego me miró.

—Tu problema no es ella ni él —dijo, tranquila, casi filosófica—. Es que tú no sabes lo que quieres.

Se dio media vuelta.

—Yo no me voy a quedar en este drama —remató—. Búscate otra “compañera de baile” para tus berrinches.

Y se fue, perdiéndose entre la gente.

Yo me quedé ahí, entre un ex compañero de prepa sangrando, una casi-novia llorando, un par de guardias hartos, y un público improvisado con sus celulares.

Fue en ese momento que llegaron las luces rojas y azules.

Alguien ya había llamado a la patrulla.


9. En la patrulla se escucha distinto

Nos subieron a Iván y a mí a la parte trasera de la patrulla, como si fuéramos delincuentes pesados.

Diana intentó interceder.

—Oficial, por favor, no los lleven, solo fue un malentendido.

La policía, una mujer con el cabello recogido, la miró con cara de cansancio infinito.

—Siempre dicen lo mismo —dijo—. “Solo fue un empujón”, “solo fue un malentendido”, hasta que acaban en el hospital.

Yo sentí que el piso se abría bajo mis pies.

—Oficial, de verdad, yo no quiero problemas —dije—. Solo quiero irme a mi casa.

—Pues debiste pensarlo antes de andar agarrándose a madrazos en un evento familiar —respondió, cerrando la puerta.

Sentado en la patrulla, con las manos temblando, empecé a aterrizar lo que había pasado.

No estaba borracho.

No estaba drogado.

No estaba en una película de acción.

Era un güey de treinta y dos años, repartidor, que había dejado que su orgullo se subiera encima de la cabeza. Y ahora estaba ahí, viendo cómo se alejaban las luces del deportivo, mientras un montón de gente subía videos a redes.

Iván se limpió la sangre con la manga.

—Te pasaste de verga, güey —murmuró.

—Tú también —respondí.

Nos quedamos callados.

La patrulla avanzaba entre baches.

En la calle, un grupo de chavos gritó:

—¡Eh, que viva el baile del dramaaa!

Me dieron ganas de desaparecer.


10. En el MP, las cosas se enfrían

No nos metieron a una celda, pero sí nos tuvieron varias horas en el Ministerio Público. Preguntas, papeles, “cuál fue el motivo de la riña”, “si hay intención de denunciar”, “si hay lesiones graves”, bla, bla, bla.

Diana llegó al rato, con el vestido rojo y los ojos hinchados. Había limpiado el rímel corrido, pero se le notaba el cansancio.

Habló con el abogado de oficio, con el policía, con Iván.

Al final, nadie levantó denuncia. Iván no quería meterse en broncas legales; yo tampoco. Solo recogimos nuestras cosas, firmamos unos papeles.

Ya casi amanecía cuando salimos a la calle, con el frío pegándonos en la cara.

El baile ya había terminado hacía horas.

La ciudad estaba en ese punto raro entre la última peda y el primer camión lleno de gente rumbo al trabajo.

Quedamos frente al edificio del MP: Iván con una curita en el labio, Diana abrazándose los brazos, yo con la mandíbula adolorida y un golpe en el orgullo.

Nadie hablaba.

Hasta que Iván rompió el silencio.

—Yo me voy —dijo—. No quiero más pedos. Diana, cuídate.

La miró con algo que parecía tristeza.

—Y tú también, güey —me dijo—. La neta, los dos fuimos unos pendejos.

Le tendí la mano.

—Sí —admití—. Perdón por el madrazo.

—Perdón por el empujón —contestó.

Nos dimos la mano. Raro, pero necesario.

Se fue, perdiéndose calle abajo.

Y quedamos Diana y yo, solos.


11. La pelea de verdad

—Pues ya tienes tu historia, ¿no? —dijo Diana, sin mirarme—. “Una vez me agarré a madrazos por una morra en un baile”. Bien macho.

—No es algo de lo que esté orgulloso —respondí.

Ella se volteó hacia mí, con los ojos brillantes.

—¿Y crees que yo sí? —preguntó—. Toda la colonia va a estar hablando de esto. En el grupo de Facebook ya deben estar los videos. “La del vestido rojo que puso a pelear a dos pendejos”.

—Tú no “pusiste” a nadie —dije—. Pero sí jugaste un poquito, Diana.

—¿Jugué? —repitió, ofendida.

—Me prometiste que bailábamos juntos —recordé—. Luego llega este güey y te vas con él sin decir nada. Y cuando yo trato de no quedarme viendo, me sueltas “amigo”.

Ella respiró profundo.

—Siempre tienes que hacerte la víctima, ¿no? —dijo—. Yo también tengo derecho a divertirme, Raúl. Siempre que algo no te gusta, explotas.

—Porque nunca dices qué quieres en serio —respondí—. Un día parece que sí, que somos casi novios, que me mandas mensajes, que me celas. Otro día me presentas como “amigo”. ¿Qué chingados somos para ti?

Ella se quedó callada un momento.

—No lo sé —admitió—. No estoy lista para otra relación. Ya te lo había dicho.

—Perfecto —dije—. Pero entonces no me des trato de novio cuando te conviene. No me prometas cosas que no piensas cumplir. No me exijas lealtad exclusiva si tú no estás dispuesta a dar lo mismo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez.

—No es tan fácil —susurró.

—Claro que no lo es —contesté—. Pero hoy te juro que sentí como si me pusieras en fila. “Baila con el maestro mientras el otro espera su turno”. Yo no soy un turno, Diana.

Hubo un silencio largo.

Ella miró sus manos, jugando con la pulsera que traía.

—¿Sabes por qué me dolió tanto verte con la otra? —preguntó, de repente.

—Porque te di celos —respondí.

—Sí —admitió—. Pero no solo por eso. Fue porque me di cuenta de que tú sí puedes hacer lo que hice yo… y no me gustó verme en el espejo.

Eso me sacó de onda.

—¿Cómo?

—Siempre he jugado con la idea de tener a más de uno detrás de mí —dijo—. Que si Iván, que si tú, que si fulanito. Me hace sentir… poderosa. Deseada. Como que valgo.

Se le quebró la voz.

—Pero cuando te vi con ella, en la misma posición en la que yo estaba con Iván, me vi desde fuera. Y no me gustó nada lo que vi.

Sus palabras se quedaron flotando en el aire frío.

Yo no supe qué decir.

—No es excusa —continuó—. Tú no tenías derecho a soltarle un madrazo. Pero yo tampoco tenía derecho a jugar así contigo. Ni con Iván. Ni conmigo.

—Entonces… —empecé.

—Entonces creo que los dos tenemos un desmadre en la cabeza —dijo—. Y yo no quiero seguir repitiendo historias que ya viví.

Me miró.

—Cuando te dije “amigo”, no fue para rebajarte —susurró—. Fue porque me dio miedo decir la palabra “novio”.

—¿Te doy miedo? —pregunté, dolido.

—Me da miedo sentir tanto —contestó—. Y me da miedo que un día, en otra escena como la de hoy, alguien no la cuente. Porque ahora fueron empujones. ¿Y si mañana alguien trae una navaja?

Imaginé la escena, la sangre, la tragedia. Me mareé.

Ella respiró hondo.

—Necesito distancia, Raúl —dijo—. No solo de ti, de todos. De Iván, de los bailes, de los dramas. Necesito ordenarme la cabeza.

Mi instinto fue decir “no, no te vayas”, rogarle, prometerle que cambiaría, que no pelearía más. Pero algo en su mirada me detuvo.

Vi a una mujer asustada de sí misma, no solo de mí.

Y también me vi a mí, en la patrulla, con 32 años y un puñetazo mal pegado como trofeo.

Me escuché decir:

—Creo que yo también necesito distancia.

Ella asintió, con lágrimas corriendo por las mejillas.

—No sé si esto tiene arreglo —dijo—. Pero hoy me di cuenta de que no quiero una vida de peleas en cada baile.

Se limpió la cara.

—Gracias por enseñarme eso, aunque haya sido a la mala.

Sonrió, triste.

—Y perdón por no elegirte en la pista —añadió—. O peor, por elegirte a medias.

No supe qué hacer. Quise abrazarla. Quise besarla. Quise gritarle.

Solo atiné a decir:

—Perdón por pegarle a tu amigo.

Ella rió, entre lágrimas.

—Siempre tan idiota —bromeó, con cariño—. Cuídate, Raúl.

Se dio media vuelta.

La vi alejarse por la calle vacía, el vestido rojo moviéndose con el viento. Por un segundo pensé que se iba a voltear. No lo hizo.

Se fue.

Y con ella se fue también la idea de que el “baile perfecto” arregla vidas.


12. Los videos, el chisme y la cruda moral

Al día siguiente, los videos ya estaban en todas partes.

Mi WhatsApp explotaba.

“Güey, ¿eres tú el del madrazo en el Fantasma?”
“No mames, te viste bien tóxico, jajaja.”
“Ya eres famoso, cabrón, te etiquetaron en la página del barrio.”

En Facebook, el grupo “Vecinos del Deportivo y alrededores” tenía un post con el título:

“Por quedarse con la morra del vestido rojo, estos dos se agarraron a golpes en pleno baile. ¡Qué oso!”

Y ahí estaba yo, en 480p, con la cara descompuesta, empujando a Iván, soltándole el golpe, la gente gritando, el sonidero tratando de controlar.

Vi el video varias veces.

En otra toma, se veía a Diana entre los dos, llorando.

En otra, Alexa volteaba los ojos como diciendo “qué hueva”.

Cerré el celular con asco.

Mi mamá, que vive en provincia, me llamó.

—¿Ese eres tú, mijo? —preguntó, preocupada—. Tu tía me mandó un video.

—Sí, ma —admití.

—¿Te drogas o qué? —preguntó, sin rodeos.

—No, ma —respondí.

Se quedó callada unos segundos.

—Entonces, ¿qué traes en la cabeza, Raúl? —susurró—. No te eduqué para que te estuvieras peleando por una mujer en la calle, menos en un baile. Eso no es amor, es escándalo.

Sus palabras me pegaron más que el golpe de Iván.

—Lo sé, ma —dije.

—¿La morra esa vale tanto como para que te metan a la cárcel? —preguntó.

Pensé en Diana, en su risa, en su vestido rojo, en sus promesas a medias.

—La morra esa vale como persona —dije—. Pero yo no valí nada en ese momento. Ni ella, ni yo, ni el otro. Todos nos vimos mal.

—Pues aprende, mijo —suspiró—. Porque la siguiente, en vez de video, puede ser misa.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Te quiero, ma —susurré.

—Yo también, pendejo —respondió, con cariño.

Colgué.

Ese día no salí a trabajar.

Me quedé en la cama, mirando el techo, masticando la vergüenza.


13. Lo que vino después

No volví a los bailes por un buen rato.

Pasaban flyers, videos, promocionales del siguiente sonidero, y yo apagaba el celular. Cada vez que escuchaba cumbia en la combi, me tensaba.

Diana desapareció de mi radar. No posteaba, no subía historias. Su última foto en Instagram era de días antes de la pelea: ella, sus amigas, uñas recién hechas, frase cursi.

Iván tampoco apareció.

Alexa subió una historia en un bar con otras personas, bailando reggaetón, feliz. Ni una sola mención al drama del baile.

Yo me metí al trabajo. Repartir comida se volvió mi terapia. Cada pedido entregado era un paso más lejos de la pista de esa noche.

Lupita, mi hermana, fue la primera en atreverse a hablar del tema.

—Hermano, sí te viste mal —me dijo, un domingo mientras comíamos pozole—. Pero mira el lado bueno: mínimo aprendiste que las novelas déjalas para la tele.

—No me ayudaaas —me quejé.

—Te estoy ayudando a que te rías, aunque sea poquito —se defendió—. Ya en serio, Raúl. No eres mal tipo. Nomás te prendiste. Y te clavaste con una morra que no sabía lo que quería.

—Yo tampoco sé lo que quiero —admití.

—Pues empieza por eso —dijo ella—. ¿Quieres una novia estable, sin dramas? Búscala en otro lado. ¿Quieres nomás bailar y ya? Entonces no te claves. Pero no puedes exigir exclusividad cuando ni siquiera hay título, güey.

Tenía razón. Me chocó que tuviera razón, pero la tenía.


14. El reencuentro inesperado

Pasaron casi tres meses.

Una noche, regresando de un turno, decidí pasar a la pulquería de la colonia. Lloviznaba. El lugar olía a curado de piñón y paredes con historia.

Me senté en una mesa, pedí un curado chico, saqué el celular. Por primera vez en semanas, me puse a ver videos de baile sin sentir tanta punzada.

—¿Te vas a esconder aquí cada que la vida te ponga un madrazo? —escuché una voz conocida.

Levanté la mirada.

Era Diana.

Sin vestido rojo esta vez. Jeans, sudadera gris con capucha, el cabello recogido en un chongo desordenado. Sin maquillaje. Ojeras, cara de “también he estado pensando”.

Se veía más real. Más humana.

—¿Qué haces aquí? —pregunté.

—Vine con mi prima, pero ya se fue con el novio —dijo—. Yo me quedé, quería un pulque.

Señaló mi vaso.

—¿Me invitas o vienes modo “ya no creo en nadie”? —bromeó.

Me reí, nervioso.

—Siéntate —dije.

Pidió su curado. De avena.

Hubo un silencio incómodo.

Fui yo quien lo rompió.

—¿Cómo estás? —pregunté.

Ella hizo una mueca.

—Trabajando, yendo a terapia en el centro comunitario, evitando bailes por un tiempo, borrando videos que me mandan mis tías —respondió—. ¿Tú?

—Trabajando, evitando bailes por un tiempo, y también borrando videos —dije.

Nos reímos. Con cierta complicidad.

—¿Sigue en redes? —preguntó.

—Todavía sale por ahí, pero ya no lo busco —respondí—. Me etiquetaron en un TikTok con la rola de “Tú me dejaste de querer”. Me quería morir.

—A mí me hicieron edits con la canción de “La tóxica” —dijo ella—. Mis primos cagados de risa.

Sacó el celular, me enseñó uno. En el video, se le veía de rojo, el momento exacto en que se iba con Iván, luego cortes a cuando me ve con Alexa, y después el madrazo. Letras arriba: “Cuando quieres jugar con dos y te hacen la bíblica”.

No supe si reír o llorar.

—Somos material de contenido —murmuré.

Ella tomó un trago de pulque.

—Iván se fue a Querétaro —dijo, de pronto—. Consiguió chamba allá. Hablamos por mensaje. Estamos bien… pero no como antes.

—¿Te gusta? —pregunté, sincero.

—Me gustó mucho hace años —admitió—. Pero lo nuestro ya se había acabado cuando tú apareciste. Lo que viste ese día fue más nostalgia que amor.

—Nostalgia que sabe empujar —dije.

—Sí —sonrió, triste—. Y tú… ¿qué fue lo que más te dolió ese día?

Pensé la respuesta.

—Sentirme opcional —dije—. Como si yo fuera “el que baila bonito y me trae regalos”, y él “el recuerdo bonito con quien tengo historia”. Y tú en medio, tomando turnos.

Ella bajó la mirada.

—No lo voy a negar —susurró—. Tenía dos opciones. Y jugué a no elegir, pensando que siempre iban a estar ahí.

Me miró.

—Hasta que tú elegiste también. Y no me gustó.

—Alexa no fue un plan —aclaré—. Fue orgullo herido.

—Lo sé —dijo—. Y la neta, me dolió verte con otra, pero también me hizo ver lo feo que se ve hacerlo. Me hizo verme a mí misma y no me gustó.

Se quedó callada un momento.

—¿Sabes algo raro? —añadió—. El que menos me dio miedo ese día fue Iván. El que más fue tú.

—Gracias —dije, sarcástico.

Ella sonrió.

—No por el golpe —aclaró—. Sino porque cuando dijiste “no soy un turno”, me movió algo. Porque tienes razón. Nadie debería sentirse así por mi culpa.

Tomó aire.

—Te pedí distancia, y me la tomé en serio —dijo—. Dejé de contestarles a todos. Me vi al espejo sin maquillaje. Apagué la música. Y me pregunté: neta, ¿a qué estoy jugando?

—¿Y qué descubriste? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Que me da miedo el compromiso, pero también me da miedo estar sola —dijo—. Y que uso los bailes como escenario para sentirme importante. Pero en la vida real sigo sin saber qué quiero.

Suspiró.

—Tú tampoco lo tenías claro, ¿eh? —añadió—. En cada mensaje parecías mi novio, pero nunca te atreviste a decirlo de frente.

Tenía razón.

—Quería que fueras tú quien lo dijera primero —confesé.

—Pues qué valiente —se burló, con cariño.

Nos reímos.

El ambiente era raro. Ni amigos, ni novios, ni enemigos. Dos personas que habían tocado fondo en una patrulla y ahora tomaban pulque tratando de usar palabras en vez de golpes.


15. Una pequeña verdad, un final diferente

—No vine a pedirte que volvamos al baile juntos —dijo Diana—. De hecho, no quiero pisar un sonidero en un rato.

—Yo tampoco —admití.

—Solo… —buscó las palabras—. Quería verte de frente y decirte algo que no te dije esa noche.

La miré, atento.

—Ese día, antes de que llegara Iván —susurró—, cuando bailábamos, yo sí pensé que quería intentar algo contigo. No solo bailes. Algo bien.

El corazón me dio un salto.

—¿En serio? —pregunté, incrédulo.

—Sí —afirmó—. Pero cuando vi a Iván, fue como ver otra vida que dejé pendiente… y me ganó la curiosidad. Quise tener todo al mismo tiempo. Y eso no se puede.

Se mordió el labio.

—Te lo digo para que sepas que no eras un plan B —añadió—. Eras un plan A… que no supe cuidar.

No supe qué sentir.

Orgullo herido, alivio, enojo acumulado, cariño.

Todo junto.

—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Qué somos?

Sonrió, cansada.

—Ahora somos dos personas que aprendieron algo de la peor manera posible —dijo—. Y que, si son inteligentes, no vuelven a repetirse el capítulo.

Tomó el último trago de su pulque.

—No te voy a prometer que un día, en otro baile, no nos encontremos —añadió—. Quizá como amigos. Quizá como desconocidos. No sé.

—¿Te gustaría volver a intentarlo alguna vez? —me salió del alma.

Ella se quedó pensando, mirándome a los ojos.

—Hoy no —dijo, honesta—. No porque no me gustes. Sino porque todavía me estoy arreglando. Y tú también.

Dolió. Pero sonó verdadero.

—Entonces, ¿ya valió madres? —traté de bromear.

—No lo sé —respondió—. Lo que sí sé es que si algún día lo intentamos, no va a ser empezando con un madrazo en un baile. Va a ser desde la calma.

Se levantó.

—Me voy —dijo—. Mi mamá ya me está marcando. No quiero que piense que ando en bailes otra vez.

Se colgó la bolsa al hombro.

Me miró una última vez.

—Gracias por escucharme —susurró—. Y perdón por ese día.

—Perdón por ese día —repetí.

Se inclinó un poco, me dio un beso en la frente.

—Cuídate, Raúl.

—Tú también, Diana.

La vi salir de la pulquería y perderse en la calle mojada.

Esta vez sí volteó atrás, desde la puerta. Me hizo una seña mínima con la mano.

Yo se la devolví.

Luego se fue.

Y ahora sí, supe que el capítulo se había cerrado… al menos por un buen tiempo.


16. Lo que realmente me sorprendió

Tiempo después, lo que más me sorprendió no fue el golpe, ni la patrulla, ni los videos virales, ni los memes.

Lo que más me sorprendió fue la idea nueva que me dejó todo eso:

Que el amor no se mide en cuántos madrazos eres capaz de aguantar o dar por alguien en medio de una pista.

Se mide en cuántas veces te eliges a ti mismo antes de meterte en un drama que ya huele a repetido.

Aprendí que:

Si alguien cambia de pareja de baile sin decirte nada, no es una tragedia. Es una señal.

Si tú sientes la necesidad de “darle celos” a alguien, tampoco estás tan limpio.

Si se arma una bronca, los dos tienen responsabilidad, no importa quién pegó primero.

Y que ninguna cumbia, por sabrosa que esté, justifica que acabes en una patrulla con treinta y tantos años.

Hoy, cuando voy a un baile —porque sí, eventualmente regresé—, voy con otra mentalidad.

Bailo por gusto.

Si saco a alguien, lo dejo claro: “solo baile, sin novelas”. Si conozco a alguien que me gusta de verdad, no juego a tener plan A y B. Y si alguien juega conmigo, me salgo de la pista.

Ya no necesito demostrarle al barrio que soy muy hombre por soltar un golpe.

Prefiero demostrarme a mí mismo que soy suficientemente hombre como para irme a mi casa cuando veo que la cosa se está calentando.

A veces veo los videos de ese día, no por morbo, sino como recordatorio.

Ahí estoy yo, movido por el orgullo, dispuesto a pelear por alguien que ni siquiera estaba segura de quererme. Ahí está ella, jugando a tener todo. Ahí está Iván, defendiendo su lugar. Ahí está Alexa, preguntándose por qué carajos se metió en ese triángulo.

Y ahí está la lección:

Ella eligió otro compañero de baile.

Yo, ardido, elegí otra también.

Lo que pasó después me sorprendió, sí.

Pero lo que más me sorprendió fue descubrir que el verdadero baile que tenía que aprender no era el de cumbia, salsa o reggaetón.

Era el de aprender a marcar distancia cuando hace falta.

El de soltar.

El de no convertirme en meme cada vez que el ego me pique.

Y, sobre todo, el de no volver a sentirme “un turno” en la vida de nadie.

Porque si algo entendí esa noche, entre luces de neón, sirenas y golpes mal puestos, es que hay algo peor que perder a alguien en la pista:

Perderte a ti mismo frente a todos, solo por no saber cuándo parar.

Pin