“Cuando el futuro suegro me llamó cazafortunas frente a todos y mi prometida se rió… hasta que le devolví el anillo”

CAPÍTULO 1: EL COMPROMISO PERFECTO… EN TEORÍA

La noche olía a carne asada, tequila caro y perfume importado. La casa de los Herrera Villalobos en Guadalajara lucía como un salón de fiestas: luces cálidas en el jardín, mesitas redondas con manteles blancos, arreglos de flores frescas y meseros caminando de un lado a otro con charolas llenas de canapés.

Para cualquiera, esa noche era el sueño dorado del amor moderno: la cena formal de compromiso entre dos familias.
Para mí, Sergio Medina, era una prueba. Una prueba que, ingenuamente, pensé que ya había pasado.

La primera vez que vi a Regina Herrera, ella vestía una blusa sencilla, jeans ajustados y unas botas polvosas. Fue en un tianguis cultural, entre puestos de artesanías y discos de vinilo. Yo vendía mis ilustraciones en una mesita improvisada, tratando de juntar para la renta del mes. Ella se detuvo frente a mis cuadros y dijo:

—Oye… este está increíble. ¿Lo hiciste tú?

—Sí, todos son míos —respondí, algo nervioso—. Si compras dos, te hago descuento de enamorado del arte.

Se rió. Esa risa se me quedó grabada.

Con el tiempo supe que ella venía de una familia rica, muy rica. Su papá, Don Augusto Herrera, era dueño de medio mundo inmobiliario en la ciudad. Su mamá, Doña Leticia, organizaba eventos de beneficencia y aparecía en revistas sociales. Mientras tanto, yo era diseñador gráfico freelance, con suerte intermitente, un depa compartido con un amigo, y una moto vieja que ya pedía descanso.

Lo que nunca esperé era que Regina se enamorara de mí.

Pero se enamoró.

Y yo de ella.

Un año y medio después, esa noche, estaba en el jardín enorme de su casa sosteniendo una copa de vino barato (al lado de botellas que costaban más que mi moto) y el anillo de compromiso brillaba en el dedo de Regina bajo las luces.

Todo debía ser perfecto.

Hasta que su papá abrió la boca.


CAPÍTULO 2: EL BRINDIS ENVENENADO

—Quiero proponer un brindis —dijo Don Augusto, levantándose de su silla principal.

Las conversaciones se fueron apagando poco a poco. Todas las miradas se posaron en él. Regina me apretó la mano bajo la mesa.

—Tranquilo, mi amor —susurró—. Mi papá es intenso, pero en el fondo es bueno.

Yo asentí.

Los meseros comenzaron a rellenar las copas, y los invitados —familiares, amigos importantes, socios de negocio— se acomodaron para escuchar.

—Hoy —empezó Augusto con voz firme— celebramos el compromiso de mi hija Regina, la niña de mis ojos, con Sergio… —hizo una pausa muy breve, casi despectiva— …Medina.

Varias cabezas se giraron hacia mí. Forcé una sonrisa. Sentía su mirada atravesándome.

—Regina siempre fue especial —continuó—. Desde niña supimos que estaba destinada a cosas grandes. Siempre supimos que iba a estar rodeada de gente importante, de oportunidades, de una vida a la altura de lo que merece.

Regina sonreía, orgullosa.

Yo sentí un leve cosquilleo incómodo.

—Por eso —siguió—, cuando un día nos llegó con la noticia de que estaba saliendo con un… diseñador gráfico freelance, debo admitir que me preocupé.

Risas suaves en algunas mesas. No supe si de cortesía o burla.

Él sonrió, pero sus ojos no.

—No por el trabajo en sí, claro —añadió, con un tono falso—. Es arte, dicen. Y el arte, aunque no dé para pagar la luz, al menos decora las paredes.

Algunas risas ya fueron más directas.

Noté que mi madre, Doña Elena, apretaba su servilleta. Mi padre, Don Rogelio Medina, era más de barrio, más serio, y solo frunció el ceño.

Regina soltó una risita nerviosa.
Ahí sentí el primer pinchazo.

Augusto siguió:

—Uno siempre quiere lo mejor para sus hijos. Y cuando uno tiene los recursos que nosotros tenemos, es normal preocuparse de las intenciones de quienes se acercan, ¿no?

Se escuchó un murmullo de acuerdo.

—Porque en estos tiempos —dijo, levantando su copa—, no sabemos quién viene de corazón… y quién viene con la calculadora en la mano… pensando cuánto vale la familia, cuánto vale la empresa… y cuánto vale la hija.

Las palabras cayeron como piedras.

Yo sabía a dónde iba.

Regina me miró, incómoda. Quise creer que en cualquier momento iba a interrumpir a su padre. Pero no lo hizo.

Augusto dio un paso más.

—Cuando vi a este muchacho —me señaló con un gesto condescendiente—, tan simpático, tan “relajado”, con sus dibujos y sus proyectos en Instagram, me pregunté:
“¿Será amor verdadero… o será que encontró un buen negocio?”

Hubo risas. Y esta vez, claras.

Incluso escuché a alguien decir en voz baja:

—Pues sí, ¿qué más va a buscar?

Mi garganta se secó.

Regina se llevó la mano a la boca, pero para mi horror… estaba sonriendo. Una sonrisa nerviosa, sí, pero sonrisa al fin. Mis ojos se cruzaron con los suyos por un instante.

Y ahí, Augusto remató:

—Así que, brindemos —dijo, alzando la copa— por mi hija… que decidió confiar en un hombre al que yo, con toda honestidad… aún no sé si llamar yerno…
O llamarlo lo que muchos piensan, pero nadie se atreve a decir en voz alta:
un cazafortunas.

La palabra flotó en el aire, pesada, humillante, venenosa.

Varias personas se rieron. Algunas por incomodidad. Otras, genuinamente divertidas.

Yo sentí que el piso se me movía.

En medio de ese caos de risas, de murmullos, de miradas clavadas en mí como flechas, escuché algo que me partió en dos:

La risa de Regina.

No una carcajada cruel.
No una burla directa.

Pero sí una risa. Corta. Suficiente.

Una risa que decía: “Sí, papá, estás exagerando… pero qué chistoso eres.”

En mi pecho, algo se hizo trizas.


CAPÍTULO 3: LA GOTA QUE DERRAMÓ LA COPA

El coro de risas se fue apagando poco a poco, pero la vergüenza seguía quemándome.

Mi madre susurró:

—Sergio, vámonos.

Mi padre se enderezó en la silla, entre molesto y listo para levantar la voz.

Regina intentó sonar tranquila.

—Papá, ya… te pasas —dijo, sin soltar del todo la sonrisa—. Es broma, Sergio, tú sabes cómo es.

Broma.

Era la palabra que siempre usaban los ricos para justificar sus crueldades.

Broma.

Como si el daño no contara si se decía riendo.

Yo puse la copa sobre la mesa con cuidado. Tenía las manos temblando. Mi corazón latía tan fuerte que apenas escuchaba lo que pasaba alrededor.

Miré a Regina.

—¿Te dio risa? —pregunté, en voz baja, pero lo suficiente para que la mesa cercana escuchara.

Ella se tensó.

—No… o sea, sí, pero ya sabes cómo es mi papá, hace chistes pesados…

—¿Chistes? —repetí.

Don Augusto intervino, con esa sonrisita superior.

—No lo tomes tan personal, muchacho. Hay que aguantar tantito. Así somos en esta familia: directos.

—Directos —repetí de nuevo—. O sea, me llamas cazafortunas frente a toda tu familia y tus socios, y eso es “directo”.

Él encogió los hombros.

—Si te queda el saco…

Alguien soltó una carcajada desde otra mesa.

En ese momento, sentí algo dentro de mí romperse del todo. Como si una cuerda muy estirada finalmente se reventara.

Regina susurró:

—Sergio, por favor, siéntate. Luego lo hablamos.

La miré a los ojos.

Y me di cuenta.

Ella no estaba indignada.

No estaba furiosa con su padre.

No estaba dispuesta a pararse y decir “basta”.

En el fondo, esperaba que yo tragara, sonriera, y dejara pasar.

Como tantos otros habían hecho con Augusto toda su vida.

Sin decir una palabra más, me levanté.

La silla raspó contra el piso y el sonido atrajo aún más atención.

—¿A dónde vas? —preguntó Regina, alarmada.

Mi madre me miraba con ojos suplicantes, como si temiera que fuera a hacer una locura.

Yo respiré hondo.

Sentía un cosquilleo extraño en los dedos.

Y entonces, lo hice.

Tomé la mano de Regina. La que llevaba el anillo.

Ella pensó que la iba a calmar, que iba a besarle la mano, o algo así.

Pero no.

Con una calma casi teatral, deslicé el anillo de su dedo.

Sus ojos se abrieron como platos.

—¿Qué haces? —susurró.

El jardín entero parecía haberse callado.

Todos miraban.

El silencio era absoluto.

Sostuve el anillo entre los dedos.

Brillaba bajo las luces cálidas, como si aún no entendiera lo que estaba a punto de ocurrir.

Miré a Don Augusto.

Y, con voz clara, dije:

—Creo que se le cayó… Don Augusto.

Extendí mi mano.

Él frunció el ceño.

—¿Qué estás haciendo?

—Lo que usted esperaba —respondí—. Demostrar que no necesito ni su dinero, ni su aprobación. Y que no voy a casarme con alguien que se ríe cuando su padre me llama cazafortunas delante de todos.

Regina se levantó de golpe.

—¡Sergio, basta! ¡No hagas esto aquí!

—Lo estoy haciendo aquí porque aquí me humillaron —dije—. Y porque aquí queda claro quién soy… y quiénes son ustedes.

Tomé la mano de Don Augusto y, sin pedir permiso, cerré sus dedos alrededor del anillo.

—No se preocupen —añadí—. Su dinero, sus joyas, sus propiedades… todo queda en familia. Yo me salgo de la ecuación.

Nadie se rió.

El silencio ya no era expectante. Era pesado. Incómodo. Crudo.

Regina estaba pálida.

—Estás exagerando —murmuró—. Podemos hablar esto, no tienes que hacer un show.

—El show empezó cuando tu papá levantó la copa —respondí—. Yo solo estoy decidiendo cómo termina.

Miré a mi madre y a mi padre.

—Vámonos.

Mi padre se levantó con la dignidad de un toro viejo al que nadie va a domesticar. Mi madre tomó su bolsa, con los ojos brillosos. Antes de irnos, mi papá se acercó a la mesa principal y dijo, con voz ronca pero firme:

—A mi hijo no lo llaman limosnero ni cazafortunas. Menos un hombre que presume dinero, pero pobre en respeto.

Don Augusto apretó la mandíbula.

—Nadie le habló a usted, señor…

—Pues ya se lo dije —lo interrumpió mi padre—. Y se lo repito: cuando se trata de mi hijo, siempre tengo algo que decir.

Nos dimos la vuelta.

Yo no miré atrás.

Regina me llamó:

—¡Sergio! ¡Sergio, espera!

Pero no me detuve.

Esa noche, la cena de compromiso terminó sin brindis final.

Sin foto familiar.

Sin promesa de boda.

Solo con un anillo devuelto, un orgullo herido y una verdad: ese mundo no era el mío.

Ni quería que lo fuera.


CAPÍTULO 4: LAS CENIZAS DEL ORGULLO

En el coche de mis padres, de regreso a nuestro barrio en Tlaquepaque, nadie habló al principio.

La ciudad seguía viva afuera: puestos de tacos, señores vendiendo flores, bandas tocando en las esquinas, carros pitando. Pero dentro del coche, el silencio era casi sagrado.

Mi madre fue la primera en hablar.

—Hijo… —dijo, con voz suave—. ¿Estás bien?

Lo pensé un segundo.

—No lo sé —respondí—. Pero sé que si me hubiera quedado… me habría odiado a mí mismo.

Mi padre asintió, mirando la carretera.

—Hiciste lo que tenías que hacer.

—¿Y si la regué? —pregunté, de pronto, dejándome invadir por la duda—. ¿Y si de verdad reaccioné como un chamaco orgulloso? ¿Y si… pude aguantar…?

—¿Aguantar qué? —preguntó mi padre—. ¿Que te llamen cazafortunas frente a todos? ¿Que se rían? ¿Que tu novia se ría también? No, mijo. Hay cosas que uno no debe dejar pasar. Ni por amor. Menos por dinero.

Mi madre se limpió una lágrima.

—Yo te vi la cara, Sergio. Estabas tragándote la humillación. Eso no es sano. Eso luego se pudre por dentro.

Me recargué en el asiento.

Había amado a Regina.

Parte de mí la amaba aún.

Pero la imagen de ella riendo, aunque fuera nerviosa, me perseguía.

Volvimos a casa. Nuestro edificio viejo, la escalera con mosaicos gastados, el olor familiar a frijoles y jabón barato.

Al entrar, mi padre se sirvió un tequila de la botella económica que teníamos en la alacena.

—Brindemos —dijo.

—¿Por qué? —pregunté, cansado.

—Por tu dignidad —respondió—. Que es lo único que no se compra en esas mesas de ricos.

Chocamos vasos.

El tequila ardió, pero de una manera que reconfortaba.


CAPÍTULO 5: LAS LLAMADAS PERDIDAS

Esa misma noche, mi teléfono empezó a vibrar sin parar.

Llamadas de Regina.
Mensajes de voz.
Whatsapps llenos de “Sergio, por favor, hablemos”, “Lo siento”, “No quería que pasara así”.

No contesté.

No porque quisiera hacerme el difícil.
Sino porque si escuchaba su voz en ese momento, tal vez me rendiría.

Al día siguiente, cuando abrí los ojos, tenía más de cincuenta mensajes.

Entre ellos, uno de un número desconocido:

“Soy Leticia, la mamá de Regina. No sé qué decirte, solo que lamento lo que pasó. Te juro que yo no pienso como Augusto. Si quieres venir a hablar, esta es tu casa.”

No respondí.

Otro mensaje, esta vez de Regina, más largo:

“Sé que lo que hizo mi papá estuvo mal, pero también sabes cómo es. Tenía nervios, se le pasó la mano. Cuando me reí fue por pena, no porque me diera risa lo que dijo. No quiero perderte por una noche. Por favor… hablemos.”

Una parte de mí quería creerle.

Otra parte, la que había visto sus labios curvarse justo después de escuchar la palabra “cazafortunas”, no podía olvidarlo.

Pasaron tres días antes de que aceptara verla.

Quedamos en un café cerca del Parque Metropolitano, lejos de su casa, lejos de la mía. Territorio neutral.


CAPÍTULO 6: LA VERSIÓN DE REGINA

Regina llegó puntual.

Llevaba una blusa blanca sencilla, el cabello recogido en una coleta y el rostro serio. Nada de glamour exagerado. Parecía esforzarse por verse más “normal”.

Se sentó frente a mí.

Por primera vez en mucho tiempo, no la saludé con un beso.

—Hola —dijo, en voz baja.

—Hola.

El silencio fue incómodo.

Ella lo rompió.

—Te ves cansado.

—Tú también.

Sonrió débilmente.

—No he dormido bien —admitió—. Desde esa noche, mi papá no hace más que hablar, gritar, quejarse… y mi mamá tratando de calmarlo. Dice que lo humillaste, que lo dejaste en ridículo.

Solté una risa seca.

—¿Yo lo humillé?

Ella bajó la mirada.

—Sergio… yo sé que él se equivocó. Te lo digo en serio. Se pasó. Muchísimo. Pero también lo conozco. Se pone nervioso cuando siente que está perdiendo el control de algo. Y conmigo… siempre ha sido así. Cree que puede decidir todo.

—Y lo deja —respondí.

Ella frunció el ceño.

—No es tan fácil. Es mi papá. Es su casa. Su dinero. Su mundo.

—Y tú eres su hija, no su empleada —repliqué—. Podías haberte levantado, decir “basta”, dejar claro que no ibas a permitir que me hablara así.

Ella apretó la taza de café.

—Me paralicé… —susurró—. Me dio pena, miedo, rabia… todo junto. Y cuando me reí… fue de nervios. No fue contra ti.

La miré.

—¿Sabes qué sentí cuando te vi reír? —pregunté.

Tragó saliva.

—Que estabas del lado de él. Aunque fuera un poquito —respondí yo mismo—. Y eso fue suficiente.

Regina se cubrió la cara con las manos unos segundos.

—No quiero perderte por una maldita cena —dijo, con la voz quebrada—. Por favor. Podemos poner límites. Podemos hablar con mi papá. Podemos irnos a otro lado. Tú sabes que yo no estoy contigo por tu dinero. ¡Ni siquiera tienes! —soltó una risa nerviosa—. Perdón… eso sonó horrible…

Yo también sonreí un poco.

—Tranquila. Esa parte es cierta.

Se hizo un silencio más suave.

—Te amo, Sergio —dijo, alzando la mirada—. Y no quiero que una estupidez nos quite todo lo que hemos construido.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Yo cerré los míos un momento.

La amaba.

Y eso hacía todo más difícil.


CAPÍTULO 7: AMOR Y CONDICIONES

Nos quedamos hablando casi dos horas.

Regina me contó cómo había sido la noche después de que nos fuimos.

—Mi papá se volvió loco —dijo—. Gritó, aventó la copa contra la pared, dijo que habías demostrado “tu verdadera cara”. Que eras un arrogante, que lo usaste para subir de nivel y luego lo despreciaste frente a todos.

—¿Mi verdadera cara? —pregunté, incrédulo.

—Lo sé. Es absurdo. Mi mamá trató de defenderte. Le dijo que tú solo defendiste tu dignidad. Que cualquier hombre se habría ido. Él no lo aceptó.

Tomó aire.

—Al día siguiente intenté hablar con él calmado. Le dije que si seguía así, me iba de la casa. Que estaba dispuesta a vivir contigo aunque fuera en un depa pequeño. Que prefería eso a vivir en una mansión donde no respetaran al hombre que amo.

Eso me tomó por sorpresa.

—¿De verdad le dijiste eso?

—Sí —respondió—. Y se quedó callado. No está acostumbrado a que lo rete. Desde entonces anda como perro herido. No sabe si pedirte disculpas, si hacer como que no pasó nada, o si prohibir que nos veamos.

—¿Y tú qué quieres? —pregunté.

Ella no titubeó.

—Quiero estar contigo.

Ahí estaba.

Lo que siempre había querido escuchar.

Pero la duda seguía.

—¿Y puedes estar conmigo —pregunté— sin sentir que estás perdiendo algo? Sin dramas, sin resentimientos, sin echarme en cara que por mi culpa te peleaste con tu papá?

Regina se quedó pensando.

—No te voy a mentir —dijo—. Va a doler. Va a ser difícil. Mi familia no es cualquier cosa. No me refiero solo al dinero. Me refiero a los lazos, a la costumbre, a las fiestas, a las comidas, a mis hermanos. Pero ya lo pensé… y prefiero perder parte de eso, a perderte a ti.

Sus palabras me tocaron.

Pero no eran suficientes por sí solas.

—Yo también tengo mi familia —dije—. Y mis principios. Y algo que aprendí de esa noche es que no puedo construir un matrimonio sobre la base de tragarme humillaciones. Si tu papá no está dispuesto a respetarme, no solo como el tipo que se va a casar con su hija, sino como hombre… esto no va a funcionar.

Regina asintió.

—Lo sé.

—Necesito algo —continué—. Y no es dinero. No es un departamento ni un coche. Es una sola cosa: que tu papá me pida disculpas. No en público, no frente a todos. Pero sí mirándome a la cara. Y que me diga que me ve como algo más que un cazafortunas.

Ella respiró hondo.

—Eso… va a estar difícil.

—No dije que fuera fácil —respondí—. Dije que lo necesito.

Regina me miró, como si midiera el peso de mis palabras.

—Está bien —dijo, al fin—. Lo intentaré. Y si no lo hace…

—Si no lo hace —concluí—, sabremos quién es realmente. Y tú tendrás que decidir. No yo.

Nos quedamos de acuerdo en eso.

Nos dimos un abrazo largo, lleno de amor, pero también de incertidumbre.

Y nos despedimos con un beso que sabía a despedida pendiente.


CAPÍTULO 8: UN ORGULLO MÁS VIEJO QUE EL DINERO

Pasaron cuatro días.

Cuatro días en los que cada mensaje de Regina era un reporte de guerra.

“Hablé con mi papá, se encerró en el estudio.”
“Mi mamá está de tu lado, pero dice que no lo presione tanto.”
“Hoy dijo que no tiene nada de qué disculparse.”
“A veces calla, se queda viendo la puerta, como esperando que regreses a tocar.”
“Mi mamá dice que nunca lo había visto tan confundido.”

Yo trataba de seguir trabajando. Tenía pendientes de diseño: un logo para una tortería, una campaña de redes para una marca de mezcal artesanal, ilustraciones para un libro infantil. Pero la mente se me iba.

Cada vez que sonaba el celular, el corazón me saltaba.

Una noche, regresando en moto de dejar unos archivos impresos, me llegó un mensaje de un número desconocido.

“Soy Augusto.”

Casi me estrello.

Paré a un lado de la calle, mis manos temblaban.

Otro mensaje:

“Necesitamos hablar. Tú y yo. Sin Regina.”

Le respondí con lo que me quedaba de serenidad:

“Diga dónde y cuándo.”

Su respuesta fue rápida:

“Mañana. 7 p.m. Restaurante El Porfiriato. Ven solo.”

Sonreí con ironía.

Un lugar caro. Clásico.

Acepté.


CAPÍTULO 9: LA MESA DE LAS VERDADES

El Porfiriato era de esos restaurantes que pretendían recrear un México antiguo, elegante, lleno de detalles afrancesados y meseros de chaleco negro. Velas en las mesas, música suave, vinos de etiqueta.

Yo llegué con una camisa limpia, mis mejores zapatos —que ya acusaban el paso de los años— y una ansiedad que no se disfrazaba con nada.

Don Augusto ya estaba ahí, impecable, con saco azul marino, reloj carísimo y una copa de vino tinto en la mano.

Cuando me vio, hizo una seña al mesero.

—Déjanos solos, por favor.

Me senté frente a él.

Nos observamos unos segundos. Dos hombres de mundos distintos, chocando sin palabras.

—Gracias por venir —dijo, finalmente.

—No vine por usted —respondí—. Vine por Regina.

Esbozó una sonrisa sutil.

—Siempre directo, ¿eh?

—Aprendí de usted —repliqué.

Se recargó en la silla.

—Mira, Sergio… —empezó—. Yo sé que no empecé con el pie derecho la otra noche.

No pude evitar reír.

—Ese no fue un “pie derecho o izquierdo”. Fue una patada en el estómago.

—Tal vez —admitió—. Pero también debes entender algo: yo soy un hombre que construyó todo desde cero. Nadie me regaló nada. Nadie me tendió la mano. Lo que tengo, lo sudé. Lo sangré. Lo perdí y lo recuperé. Cuando veo a alguien acercarse a mi familia, a mi hija, siempre voy a sospechar. Siempre.

—Lo entiendo —dije—. Desconfiar es humano. Humillar no.

Sus ojos se endurecieron.

—Yo no te humillé.

—Me llamaste cazafortunas frente a toda tu gente —respondí, manteniendo la voz baja pero firme—. Eso no es desconfianza. Es desprecio.

Tomó aire.

—Lo que dije… fue imprudente.

—Fue cruel —corregí.

Se quedó callado.

El mesero se acercó a preguntar si quería algo de tomar.

—Agua —respondí.

Cuando se fue, Augusto continuó:

—Regina está destrozada —dijo—. No come bien, no duerme. Me grita como nunca antes. Me dice que soy un egoísta, un clasista, un… —hizo un gesto con la mano—. Un montón de cosas que quizá merezco.

Lo miré.

—¿Y usted qué cree? —pregunté—. ¿Soy un cazafortunas?

Se recargó hacia adelante, entrelazando los dedos.

—Creo que eres un hombre que viene de abajo —dijo—. Que no tiene nada asegurado. Sin patrimonio. Sin estabilidad. Con talento, sí, no lo niego. Pero el talento sin dinero es como un coche sin gasolina.

—El problema —respondí— es que usted cree que eso me hace menos hombre.

—No menos hombre —negó—. Menos… adecuado para el mundo de mi hija.

—El mundo de su hija —repetí, saboreando las palabras—. ¿Y qué tal el mundo que quiere ella? ¿Lo ha preguntado?

Guardó silencio.

—Regina… —dijo, y se le quebró un poco la voz— siempre fue mi niña. Cuando nació, yo ya tenía dinero. Prometí que nunca le faltaría nada. Que ningún cabrón la vería como un trofeo, como una cuenta bancaria. Cuando te vi… vi a un muchacho sin nada. Y eso me dio miedo.

—¿Porque pensó que yo iba a colgarme de ella? —pregunté.

—Porque sé lo que hace la necesidad —respondió—. Y la tentación de tenerlo todo fácil.

Lo comprendí, aunque no lo justificaba.

—Le voy a decir algo —dije—. He pasado noches sin saber si me va a alcanzar para la renta. He comido tacos de cinco pesos tres días seguidos. He trabajado hasta las tres de la mañana por un cliente que no me paga a tiempo. Y aun así, nunca me había sentido tan pobre como cuando me llamó cazafortunas frente a todos. Porque ahí me di cuenta de que, para usted, no soy un hombre. Soy un sospechoso.

Se quedó pensativo.

—¿Y si te dijera que… me equivoqué? —preguntó, al fin.

Lo miré.

—Diría que lo escucho.

Respiró hondo.

—La verdad —dijo— es que sí. Me equivoqué. Fui un imbécil. Quise marcar territorio, dejar claro quién manda… y solo logré alejar al hombre que mi hija ama. Y no solo eso… logré que ella me viera como el villano de la historia.

Una sombra de tristeza cruzó su rostro.

—No estoy acostumbrado a pedir disculpas —admitió—. En mi mundo, el que pide disculpas muestra debilidad. Y la debilidad se paga caro. Pero… esto no es una junta de negocios. Es mi familia.

Y entonces lo dijo.

—Te pido disculpas, Sergio —dijo, mirándome a los ojos—. Por lo que dije. Por cómo lo dije. Por no ver más allá de tu cuenta de banco. Fui un cobarde… escondiendo mi miedo detrás del orgullo.

Mi corazón se aceleró.

Las palabras que necesitaba escuchar… estaban ahí.

Pero no bastaba con eso.

—¿Y de verdad cree que cambiará algo? —pregunté—. ¿Que si nos casamos no habrá más comentarios así? ¿Más mesas donde usted “bromea” y yo tengo que tragar saliva?

Negó con la cabeza.

—No voy a prometerte perfección —dijo—. Soy quien soy. Un cabrón, dicen. Viejo, necio, acostumbrado a mandar. Pero… te prometo una cosa: nunca más volveré a llamarte cazafortunas. Ni a insinuar delante de nadie que estás con mi hija por interés. Y si alguien lo hace… se las verá conmigo.

Lo dijo con una seriedad que me sorprendió.

—¿Y Regina? —pregunté.

—Regina… —sonrió— ya decidió. Dice que contigo, aunque sea en un departamento de dos cuartos. Me lo gritó tres veces. Lo que no sé es si tú ya decidiste.

Ahí estaba.

La pregunta final.

Yo había exigido una disculpa.

La había recibido.

Augusto me miraba, esperando ver si yo era el hombre que decía ser.


CAPÍTULO 10: LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Salimos del restaurante juntos.

No como amigos.
Pero ya no como enemigos.

—Habla con ella —dijo Augusto, antes de subir a su camioneta—. Está en la casa. Te está esperando. Si decides que no quieres nada con nosotros, lo entenderé. Pero no la dejes con la duda.

Asentí.

El camino a la casa de los Herrera parecía menos intimidante esa noche. Tal vez porque ya había pisado el infierno y había salido de pie.

La reja se abrió antes de que tocara el timbre. Era como si alguien estuviera vigilando desde adentro.

Regina apareció en la puerta principal, corriendo, sin glamour, en tenis y sudadera.

—¿Qué pasó? —preguntó, con los ojos ansiosos.

—Hablé con tu papá —respondí.

—¿Y? —se llevó las manos al pecho—. ¿Se pelearon? ¿Te gritó? ¿Te corrió? ¿Te…?

La interrumpí con una sonrisa cansada.

—Me pidió disculpas.

Ella se quedó congelada.

—¿Qué?

—Lo que oíste. Me pidió disculpas. No fue fácil. No fue bonito. Pero lo hizo.

Las lágrimas le llenaron los ojos.

—No lo puedo creer… —susurró.

Se acercó, dudando.

—¿Y tú… qué piensas hacer?

Me quedé viéndola.

Ahí estaba la mujer que había conocido en un tianguis, sin maquillaje caro, sin vestidos de diseñador. La que se había enamorado de mis dibujos, no de mi cuenta bancaria. La que, aunque se equivocó al reírse, había estado dispuesta a enfrentarse a su padre.

—Creo… —dije, despacio— que podemos intentarlo. Pero con condiciones.

—Las que quieras —respondió, sin dudar.

—La primera: no quiero una vida en la que todo sea “lo que diga tu papá” —dije—. Formaremos nuestro propio mundo. Con lo que tengamos, con lo que podamos. Si él se suma, bien. Si no, seguimos.

—De acuerdo —asintió.

—Segunda —añadí—: cuando me falten al respeto, quiero que estés de mi lado. No detrás de él. No riéndote por nervios. De mi lado. Aunque luego, en privado, me digas que también la cagué.

Sonrió, entre lágrimas.

—Prometido.

—Tercera —continué—: yo también voy a poner de mi parte. No voy a usar esto como arma. No te voy a estar recordando toda la vida “la vez que te reíste”. Si vamos a seguir, es para avanzar. No para vivir en esa noche.

Asintió de nuevo, lágrimas corriendo libremente.

—Te amo, Sergio —dijo, quebrándose—. No sabes cuánto me dolió todo. Pero si de este desastre sale algo más fuerte… habrá valido la pena.

La abracé.

La besé.

Y en ese beso no había cuento de hadas.

Había cicatrices, orgullo herido, miedo al futuro.

Pero también había algo que ni todo el dinero de Don Augusto podía comprar:
dos personas dispuestas a luchar, juntos, por un lugar propio.


CAPÍTULO 11: EL NUEVO BRINDIS

Un mes después, hubo otra cena.

No tan grande. No tan ostentosa. Sin socios, sin fotógrafos, sin vestidos caros.

Solo las dos familias, en un restaurante mexicano más sencillo, con paredes de talavera, mariachi suave de fondo y olor a platillos recién servidos.

En la mesa, mi madre y mi padre estaban más relajados. Regina se veía feliz. Doña Leticia sonreía como si por fin el mundo comenzara a alinearse.

Don Augusto se levantó.

Yo lo miré, preparado.

—Esta vez, yo voy a empezar el brindis —dijo, y miró a mi padre—. Pero si me paso, me da permiso de aventarme la copa en la cara, Don Rogelio.

Mi papá sonrió.

—Con gusto.

Risas.

Augusto tomó aire.

—Quiero brindar —dijo— por mi hija Regina y por Sergio… el hombre que, admito, juzgué sin conocer del todo. El hombre al que le falté al respeto y que, aun así, está aquí, dispuesto a ser parte de esta familia, si lo dejamos.

Me miró.

—Sergio… cometí un error. Y no me da vergüenza decirlo frente a todos. Pensé que estabas aquí por lo que tengo. Ahora sé que estás aquí por lo que eres. Y por lo que sientes por mi hija.

Mi madre se limpió una lágrima discretamente.

—No prometo ser perfecto —continuó Augusto—. Pero prometo una cosa: si algún día dudo de ti, vendré a decírtelo a la cara. Y si algún día me paso de lanza otra vez… me lo recuerdas, y me sientas.

Hubo risas.

Regina tomó mi mano bajo la mesa.

Yo asentí.

—Acepto —dije.

—Entonces… —levantó la copa— brindemos… por un compromiso que casi se rompe… pero que salió más fuerte del incendio. Porque a veces, para saber qué queda de verdad, hay que ver qué resiste al fuego.

Chocamos copas.

Y esta vez, no había veneno en el vino.

Solo un sabor raro, mezcla de desconfianza curándose y respeto naciendo.


EPÍLOGO: EL ANILLO Y LO QUE VALE

Meses después, en una tarde cualquiera, Regina y yo paseábamos por el mismo tianguis donde nos conocimos.

Entre puestos de artesanías, música en vivo y olores a elote, se detuvo de pronto.

—¿Te acuerdas de algo? —preguntó.

—De todo —respondí.

Sonrió.

—¿Sabes qué me dijo mi papá hace unos días? —añadió.

—¿Qué?

—Que el día que le devolviste el anillo fue el día que dejó de verte como un cazafortunas —dijo—. Porque un hombre que solo busca dinero no suelta algo así. Se traga todo. Tú no.

Me quedé callado.

—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Qué pensaste ese día?

Me miró a los ojos.

—Pensé: “Si lo pierdo, me lo merezco.” —dijo, sin adornos—. Porque yo también te fallé riéndome. Y me dio pánico… pánico de ver tu espalda y pensar que era la última vez.

Tomó mi mano.

—Y luego, cuando supe que le pediste a mi papá una disculpa como condición… supe que no estabas con él, ni conmigo, por lo que tenía. Estabas por lo que creías que merecías: respeto.

Caminamos un rato en silencio.

En un puesto, un artesano vendía anillos de plata hechos a mano. Nada de diamantes, nada de cajas sofisticadas.

Regina lo vio y sonrió.

—¿Sabes? —dijo—. Me gusta más esto que el anillo caro de mi papá.

—Ese anillo caro sigue siendo suyo —respondí.

—Y está bien —dijo ella—. Ese fue el que se cayó cuando él te llamó cazafortunas. El que tú le devolviste. Este… —tomó uno de plata, sencillo, pero hermoso— este puede ser el que elijamos nosotros.

—¿Me estás pidiendo matrimonio con un anillo de tianguis? —pregunté, fingiendo indignación.

Se rió.

—No. Solo estoy diciendo que… si algún día quieres volver a ponerme un anillo… prefiero que sea uno que podamos pagar tú y yo… juntos.

La besé.

Y compramos el anillo.

No hubo fotógrafos, ni brindis, ni discursos.

Solo dos personas, en medio de un tianguis mexicano, eligiendo seguir adelante juntas.

Porque al final, el dinero se gana, se pierde, se multiplica o se quema.

Pero el respeto…
Ese, si lo pierdes, no hay fortuna que lo compre de vuelta.

Y yo preferí eso desde el principio.

Aunque para demostrarlo, tuve que hacer lo más difícil en aquella cena:

Devolver el anillo.

Y quedarme solo con lo único que nadie puede arrebatarme si no se lo entrego:

Mi dignidad.

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