Atada en la plaza: la noche en que mi tío cambió mi destino

Cuando pienso en la noche en que mi familia me traicionó y me ató en la plaza del pueblo, todavía me sudan las manos. No por la vergüenza —esa ya la trabajé en terapia, gracias— sino por la mezcla rara de rabia y alivio que se me revuelve en el pecho.

Rabia por lo que me hicieron.

Alivio porque, aunque sonó a maldición, en realidad fue el empujón que necesitaba para salirme de ahí.

Y en medio de todo, la imagen de mi tío Beto entrando a la plaza con su chamarra de mezclilla, su bigote mal recortado y un sobre manila bajo el brazo, como si fuera cualquier cosa, y no el hombre que iba a cambiar mi vida para siempre.

Pero estoy adelantando la película.

Todo empezó mucho antes esa noche de septiembre, cuando todavía pensaba que en esta vida bastaba con portarse bien para que las cosas salieran bien.

Ingenua.

1. Dolores Hidalgo, Guanajuato

Yo me llamo Daniela, pero todos en el pueblo me dicen Dani. Nací y crecí en Dolores Hidalgo, esa ciudad bonita donde venden helados de sabor raro —de mole, de tequila, hasta de aguacate— y a los turistas se les hace lo más pintoresco del mundo. Para mí, sin embargo, Dolores siempre había sido una jaula con paredes de cantera.

Mi papá, don Rogelio, era de los que creen que todo se arregla con dos cosas: trabajo duro y miedo. Trabajo duro para uno, miedo para los demás.

—En esta casa nadie se me va a crecer —decía, golpeando la mesa con la palma abierta—. Ni tus hermanos, ni tú, Daniela. La vida allá afuera está más fea de lo que te imaginas. Aquí estás protegida.

“Protegida” se traducía como “controlada”.

Mi mamá, Lucía —pero todo mundo le decía Lucha—, era el eco suave de mi papá. Siempre cansada, siempre justificándolo: “Es que tu papá así fue criado, hija. No le hagas mucho caso. Mejor ponte a ayudar”.

Éramos tres hijos: yo, la de en medio, entre Óscar, el mayor, que siempre quiso ser mecánico pero terminó masajeándole el ego a mi papá en la ferretería familiar; y Sofi, la más chica, que a los 14 ya sabía cómo hacerse invisible cuando los gritos subían de volumen.

Yo era la rara, la que quería estudiar, la que se encerraba a leer en el azotea, la que sacaba dieces sin que nadie se lo pidiera.

—¿Y eso para qué te sirve, Dani? —rezongaba mi papá cuando le enseñaba mis boletas—. Los libros no dan de comer. Mejor ve a apuntar lo que se está llevando la doña de las cubetas.

Yo asentía. Bajaba a la ferretería y, mientras atendía, iba memorizando fechas, nombres, datos. Me sabía la historia de México mejor que el catecismo, y en mi cabeza, la Independencia no era algo que había pasado en 1810, sino algo que un día, con suerte, me pasaría a mí.

2. El tío fantasma

En las comidas familiares había un nombre que flotaba como fantasma: Alberto, el hermano menor de mi papá.

—¿Y el tío Beto? —pregunté una vez, cuando tenía como nueve años—. ¿Por qué nunca viene?

Silencio.

Mi papá hizo una mueca de asco.

—Ese vividor —escupió—. Nos dejó cuando mi mamá más lo necesitaba. Se fue de mojado al otro lado, dizque a buscar fortuna, y lo único que mandaba eran cartas presumidas, con dólares pegados, como si eso compensara su abandono.

Mi mamá, nerviosa, me hizo señas para que me callara.

—Come, hija —susurró—. No lo nombres, ya sabes cómo se pone tu papá.

De ahí en adelante, el tío Beto se volvió más mito que persona. Sabía que existía por una foto vieja, guardada en un cajón que mi mamá apenas abría: dos muchachos jóvenes, mi papá serio, mi tío con una sonrisa enorme y un brazo por encima del hombro del hermano mayor.

Con los años supe más pedacitos: que sí se había ido a Estados Unidos, que trabajó en la pizca, que luego en restaurantes, que luego fue cayendo en la Ciudad de México, que había puesto un pequeño taller de herrería en Ecatepec, que a veces mandaba dinero, que mi papá siempre se lo devolvía.

—Aquí no recibimos limosnas —sentenciaba Rogelio.

Yo, por dentro, pensaba: “Pues mándamelo a mí”.

3. La beca

Si algo bueno tenía el pueblo, era la secundaria técnica. Hubo un maestro, el profe Téllez, que se empeñó en que yo no me quedara ahí vendiendo tornillos hasta los 60 años.

—Tú tienes cabeza para más, Dani —me dijo en tercero—. Hay una beca en la Universidad de Guanajuato. Piden promedio, carta de recomendación, un ensayo. ¿Te animas?

Me animé.

Mentí en mi casa, obvio. Le dije a mi papá que el profe me había pedido quedarme a asesorías. Le dije a mi mamá que iba a ensayar una obra de teatro. En realidad, usaba las tardes para ir al ciber del “Chato” y revisar la convocatoria.

Llené formularios, escribí el ensayo, escaneé boletas. Le pedí al profe la carta.

Cuando llegó el correo, un viernes de mayo, casi me caigo de la silla.

“Nos complace informarte que has sido seleccionada…”

La beca cubría colegiatura, hospedaje en la casa del estudiante y una pequeña manutención. No era lujoso, pero era suficiente. Era mi boleto hacia otra vida.

Fui con mi mamá primero.

—Amá —le dije, temblando, sosteniendo el papel impreso—. Me dieron una beca. Puedo ir a la universidad. No va a costarles casi nada. Sólo necesito que me dejen.

Mi mamá leyó el papel con los ojos entrecerrados.

—Ay, Dios mío —susurró—. Dani… esto es… esto es muy bueno.

Me abrazó. Lloró. Lloramos.

Luego se limpió las lágrimas y se enderezó.

—Pero tu papá… —murmuró.

Sabíamos que ahí venía la guerra.

4. La propuesta de Hilario

El combate no llegó en forma de gritos, sino de visita.

Dos días después, en la tarde, apareció en la ferretería un hombre que todos en Dolores conocían: don Hilario, el “empresario” del pueblo. Dueño de varias cantinas, unas bodegas, un par de camiones de carga y cientos de chismes.

Hilario entró como quien entra a su casa: sin tocar, con el cigarro apagado en la comisura de los labios, camisa de seda medio abierta y una cadena de oro apoyada en la panza.

—Comadre Lucha, compadre Rogelio —saludó, extendiendo los brazos—. ¿Cómo están?

Mi papá, que acababa de estar de malas porque un proveedor había subido los precios, se transformó.

—¡Don Hilario! —exclamó—. Qué gusto. Pase, pase. Lo que necesite.

Yo observaba desde el mostrador, curiosa.

Hilario me echó un ojo de arriba abajo, sin pudor. Apreté las manos.

—¿Y esta muchachita? —preguntó—. Ya creció, ¿verdad? Daniela, ¿no? Me acuerdo de ti en pañales.

—Buenas tardes, don Hilario —murmuré.

—Buenas, buenas —dijo, como si me estuviera haciendo un favor.

Se sentaron atrás, en la mesa donde mi papá hacía cuentas. Mi mamá, nerviosa, sirvió café.

Yo fingí que acomodaba clavos mientras aguzaba el oído.

—No le voy a dar vueltas, Rogelio —empezó Hilario, directo—. Ya sabe que mi hijo Julián, pues, ya se nos quiere sentar cabeza. Y yo he visto cómo le echa ojo a su hija.

Noté cómo mi mamá parpadeaba. Mi papá se acomodó en la silla, halagado.

—Es una buena muchacha —dijo—. Trabajadora, seria.

—Eso me gusta —asintió Hilario—. Y pues pensé… podríamos hacer trato. Unir familias.

Yo sentí que el piso se me abría.

¿Trato?

¿Unir familias?

No puede ser.

—Además, yo sé que últimamente las cosas no han estado fáciles con la ferretería —añadió Hilario, sorbiendo el café—. Mucha competencia, mucha deuda. Si nos hacemos familia, esas cositas se borran. Yo le doy una manita, ya sabe.

Hubo un silencio pesado.

Mi papá jugó con la taza.

—¿Y… qué dice la muchacha? —preguntó, como si yo fuera un mueble.

—Las mujeres se acomodan —dijo Hilario, encogiéndose de hombros—. Si usted le explica que es lo mejor para todos, va a entender. Yo a Lucha la veo llegando a la casa grande, con nietos corriendo en el patio. ¿No le gustaría?

Mi mamá bajó la mirada. No dijo nada.

El corazón me retumbaba en las orejas. Me di cuenta de que estaba apretando tanto un paquete de tornillos que se me había clavado uno en la piel.

Sangre.

Me metí al baño y me vendé el dedo, respirando agitada.

No.

No. No. No.

Julián era conocido en el pueblo por dos cosas: manejar una camioneta roja haciendo ruido y tratar a las mujeres como desechables.

Yo había visto cómo hablaba con las muchachas en la plaza, cómo se burlaba de las que le decían que no. Lo había visto salir de la cantina tambaleando, empujando a una chava contra la pared.

Casarme con él era sinónimo de cárcel.

Necesitaba hablar con mi papá.

Necesitaba decirle de la beca, de mis planes.

Me armé de valor, salí del baño, me acerqué a la mesa.

—Papá —dije—. Necesito hablar contigo.

Los dos hombres me miraron.

—No ves que estoy ocupado, Daniela —rezongó mi papá.

—Es importante —insistí—. Por favor.

Hilario sonrió con esa sonrisa babosa que me daba náuseas.

—Déjala, Rogelio —dijo—. A lo mejor ya sabe para qué venimos.

Mi papá me miró, entre orgulloso y incómodo.

—Sitúate, Daniela —dijo—. El señor Hilario ha tenido la gentileza de venir a pedir tu mano.

El mundo se quedó en silencio.

Yo los miré, uno a uno. A Hilario, con su collar de oro. A mi mamá, con los ojos vidriosos. A mi papá, esperando mi agradecimiento.

Tomé aire.

—No —dije.

La palabra quedó flotando en el aire, más pesada que cualquier insulto.

—¿Cómo que no? —Rogelio entornó los ojos.

—No —repetí, la voz temblando pero firme—. Yo no me voy a casar con Julián. No lo quiero. No estoy enamorada. Y… y me acaban de dar una beca para la universidad, en Guanajuato. Me voy a ir a estudiar.

Saqué el papel doblado del bolsillo y lo puse sobre la mesa.

Ellos lo miraron como si fuera una bomba.

Hilario empezó a reírse.

—Ay, Rogelio, te salió artista la niña —se burló—. ¿Universidad? ¿Y qué va a estudiar? ¿Filosofía? ¿Poesía? ¿Quién le va a pagar los lujos?

—Es una beca —dije—. Casi cubre todo. Yo puedo trabajar los fines de semana. No les voy a pedir nada.

Mi papá no me miraba a mí. Miraba a Hilario, evaluando su reacción.

Hilario apagó por fin el cigarro en la taza vacía.

—Mira, muchachita —dijo, inclinándose hacia mí—. Una cosa es soñar y otra es burlarse de la gente. Yo vengo aquí con respeto, a ofrecerte una vida donde no te va a faltar nada. Y tú me sales con que te vas a ir a Guanajuato a vivir en una casa de estudiantes, rodeada de quién sabe quién.

—Una vida donde no me falta nada, o donde no me falta nada a usted? —escupí, furiosa.

El bofetón de mi papá me llegó antes de que terminara la frase.

Me ardió la mejilla, me sonaron los oídos, pero no lloré. No frente a ellos.

—Discúlpese —ordenó Rogelio, con la mano todavía alzada.

Me llevé la mano a la cara, respirando hondo.

—No —dije otra vez.

Otro silencio tenso.

Hilario se levantó, arrugando el papel de la beca sin siquiera leerlo.

—Creo que tu hija necesita disciplina, Rogelio —dijo, con voz fría—. Te voy a dejar que resuelvas este asunto. Pero la oferta no es eterna. Ya sabes cuánto debes. Ya sabes qué tan paciente soy.

Salió, sin despedirse.

Mi papá se quedó mirando la puerta un largo rato. Luego me miró a mí.

—¿Qué hiciste, Daniela? —susurró mi mamá, pálida.

Yo temblaba.

—Lo que tenía que hacer —dije.

Mi papá tomó el papel de la beca del piso. Lo alisó. Lo leyó por encima.

—¿Universidad? —murmuró, casi escupiendo la palabra—. ¿Te quieres ir de aquí? ¿Dejar a tu familia con la deuda hasta el cuello? ¿Abandonar a tus hermanos?

—No los estoy abandonando —dije—. Sólo me quiero ir a estudiar. Puedo ayudar desde allá. Puedo… puedo conseguir un mejor trabajo, mandar dinero…

—¡Cállate! —gritó.

Me jaló del brazo y me arrastró hacia la puerta trasera.

—¡Rogelio! —lloró mi mamá—. ¡No le vayas a hacer algo!

—Alguien tiene que enseñarle —dijo él—. Si no supo respetar aquí, que aprenda en la calle.

No entendí qué quería decir hasta que más tarde, cuando el pueblo se llenó de música por la fiesta de San Miguel, me encontré atada al barandal del kiosko de la plaza.

5. Atada en la plaza

Nunca se me va a olvidar el olor a papel picado y a elotes asados mezclado con el de mi propio miedo.

Era de noche, la plaza de Dolores estaba llena de gente, de niños corriendo con globos, de parejas tomados de la mano, de señoras sentadas en las bancas con rebozos sobre los hombros.

Y yo, con las muñecas amarradas con una cuerda al barandal del kiosko, con el vestido de domingo arrugado, la mejilla todavía roja por el golpe de la tarde.

Mi papá se había inventado una historia para justificarlo.

—Es un escarmiento —le dijo al delegado, que lo miraba incómodo—. La chamaca se nos andaba queriendo ir con un chavo que no le convenía, y se robó dinero de la caja de la ferretería. Tiene que aprender.

Yo no me había robado un peso. Pero en el pueblo la palabra de Rogelio valía más que la mía.

—Está bien, don Roge —dijo el delegado, mirando hacia otro lado—. Pues… haga lo que crea conveniente. Mientras no la lastime.

“Mientras no la lastime”.

Qué fácil es mirar hacia otro lado cuando la que está atada no es tu hija.

Mi mamá lloraba en la iglesia. No tuvo el valor de enfrentarlo, ni de defenderme. Óscar se quedó en la ferretería “cuidando el negocio”. Sofi, según supe después, se había encerrado en su cuarto, con audífonos puestos, pretendiendo no oír.

La noticia corrió rápido.

—¿Supiste? —murmuraban las señoras—. La hija de Rogelio, la Daniela, dicen que le salió ratera. Que se quería ir de la casa.

—Yo siempre la vi muy altanera —decían otras—. Mucho libro, mucha escuela. Esas luego se creen de más.

Los niños me señalaban.

—¡Mira, la castigada! —se reían.

Algunos amigos de la prepa se acercaron, descolocados.

—Oye, Dani, ¿qué pasó? —susurró Mariana, mi compañera de banca.

—Nada —dije, con la garganta cerrada—. Cosas de mi papá.

—¿Quieres que vaya por ayuda? —preguntó ella—. ¿Con el padre? ¿Con algo?

Miré alrededor. Vi las caras curiosas, los celulares grabando, los ojos que evitaban los míos.

¿Ayuda de quién?

Si todo el pueblo estaba participando en mi humillación silenciosa.

—No —dije, sintiendo un nudo en el estómago—. Sólo… vete. No quiero que te metas en problemas.

Mariana dudó. Luego apretó los labios y se fue.

Me quedé sola, en medio de la fiesta.

La banda empezó a tocar “Caminos de Guanajuato”. Irónico. Yo me había ganado un camino, y mi familia me lo estaba cerrando.

El frío comenzó a colarse por mis brazos. Traté de mover las manos para que no se me durmieran, pero la cuerda estaba bien apretada.

Pasaron las horas.

Algunos se acercaban a decirme cosas.

—Eso te pasa por no obedecer a tus papás —dijo una vecina, la señora Rosa, con voz de sermón—. Mira que querer irte de aquí, ¿qué crees que hay allá afuera? Puro peligro.

—Así te hubieran agarrado cuando te fuiste al antro con esa faldita —se rió un ex compañero de la secundaria.

—¿Y tus libros, Daniela? —bromeó otro—. A ver si esos te ayudan ahora.

Yo apretaba la mandíbula, mirando fijo al piso. Si abría la boca, iba a vomitar.

En algún momento de la noche, cuando ya casi no sentía las manos y las lágrimas se me habían secado, oí una voz que no esperaba escuchar de nuevo.

—No mames, Roge.

Levanté la cabeza de golpe.

Ahí estaba.

Con su chamarra de mezclilla, sus botas gastadas, su barba entrecana y sus ojos encendidos, parado al pie del kiosko:

Mi tío Beto.

6. El regreso del tío Beto

—¡Beto! —exclamó alguien.

El murmullo se extendió por la plaza como fuego en pasto seco.

—¿Ese no es el hermano de Rogelio? —preguntó una señora—. El que se fue hace años.

—El mismo —respondió alguien más—. El que mandaba dólares.

Mi papá apareció al lado del kiosko, con la panza inflada y la cara roja.

—¿Qué haces aquí? —gruñó—. Nadie te llamó.

Beto lo miró con una mezcla de coraje y tristeza.

—No, ya vi que tú no llamaste —dijo—. Pero la vida sí. Y también mi consciencia.

Subió los escalones del kiosko y se colocó frente a mí.

—Hola, sobrina —dijo, suave.

Yo lo miré como si fuera un milagro.

—Tío… —susurré—. ¿Eres tú?

Él sonrió, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

—La última vez que te vi tenías cuatro años y traías un moño ridículo en la cabeza —dijo—. Ahora mírate. Toda una mujer. Y amarrada como perro en la plaza. No, Roge. Esto no.

Se volvió hacia mi papá, el sobre manila ahora visible bajo su brazo.

—Suéltala —ordenó.

Mi papá se rio, sin humor.

—¿Desde cuándo me das órdenes, chamaco? —escupió—. Tú aquí no pintas nada. Te fuiste, ¿te acuerdas? Dejaste a mi madre sola mientras se moría. Mandabas tus pesitos, sí, pero nunca volviste. ¿Y ahora vienes a querer dar lecciones?

Beto apretó la quijada.

—Yo sé lo que hice mal —dijo—. Y me lo he cobrado todos los días. Pero hay algo que no voy a permitir, y es que repitas conmigo lo que te hicieron a ti. ¿Te acuerdas cómo te amarraban en el corral cuando te escapabas a jugar futbol? ¿Te acuerdas cómo te exponían frente a todos para humillarte? Juraste que no ibas a ser como mi papá. Mírate.

El murmullo creció. La gente se miraba, incómoda. Nadie sabía que ese capítulo existía.

Mi papá empalideció.

—Cállate, Alberto —gruñó.

—No, cabrón —dijo Beto, subiendo la voz—. No me voy a callar. Porque mira nomás lo que estás haciendo con Daniela. La estás castigando por atreverse a querer una vida mejor que esta.

Se volvió hacia la gente.

—¿Y ustedes? —tronó—. ¿No les da vergüenza? ¿No les da un tantito de pena estar aquí, comiéndose sus elotes, viendo a una muchacha amarrada, y no decir nada? ¿Qué sigue? ¿Apedrearla? ¿Quemarla en la hoguera como en la Edad Media?

La plaza se quedó en silencio. Algunos bajaron la mirada. Otros cruzaron los brazos, a la defensiva.

Don Hilario, que se había acercado discretamente a ver el espectáculo, se adelantó un poco.

—Mira, Alberto —dijo, con tono de pacificador falso—. Nadie quiere daño para la muchacha. Es un castigo. Unas horitas de vergüenza para que aprenda. Tú no entiendes, porque no eres padre.

Beto soltó una carcajada seca.

—Ah, pero sí entiendo de deudas, Hilario —dijo—. Y de cómo usas las deudas para controlar a la gente. Haces que firmen papelitos que no leen, les prestas con intereses de loco, y luego te haces el ofendido cuando no pueden pagar.

Hilario apretó los labios.

—¿Y a ti qué te importa? —gruñó—. ¿Veniste a hacer teatro, o qué?

Beto levantó el sobre manila.

—Vine a hacer justicia —dijo—. Y a pagar una deuda que ya no te corresponde cobrar con la vida de mi sobrina.

Mi papá frunció el ceño.

—¿Qué traes ahí? —preguntó.

Beto abrió el sobre y sacó varios documentos grapados.

—Contratos —dijo—. Pagos. Comprobantes.

Miró a la gente.

—Verán —empezó—, yo me fui hace muchos años, sí. Dejé a mi mamá con Rogelio. Mandé dinero cuando pude. A veces mucho, a veces poco. Siempre pensé que ese dinero iba para la casa, para los estudios de mis sobrinos, para la ferretería. Hace unos meses, me enteré por un amigo que Rogelio le debía hasta los calcetines a don Hilario. Y me pregunté: “¿Y todo lo que mandé, dónde quedó?”

Mi papá sudaba.

—Eso no es asunto tuyo —espetó.

—Sí lo es —replicó Beto—. Porque el remitente era yo, y la destinataria era mi mamá. Pero tú, muy vivo, te pusiste como intermediario. Y mira nomás.

Levanto un papel.

—Encontré recibos de apuestas —dijo—. De carreras de caballos, de peleas de gallos, de casinos en León. ¿Te suenan, Rogelio?

La plaza soltó un murmullo escandalizado.

—¿Apuestas? —susurró la señora Rosa—. Yo pensé que don Roge era muy serio.

—Todos esos papelitos están a nombre de Rogelio —continuó Beto—. Fechados en los mismos meses en que yo mandaba dólares. Meses en que, según tú, no había ni para comer.

Mi mamá, que había llegado a la plaza en algún momento de la discusión, se llevó las manos a la boca.

—Rogelio… —susurró.

Mi papá temblaba de rabia.

—Estás revolviendo cosas que no entiendes —gruñó—. Yo hice lo que tuve que hacer para mantener esta casa. Y tú no tienes derecho a venir a juzgar.

—Yo no te estoy juzgando —dijo Beto—. Nomás estoy sacando a la luz lo que escondiste. Porque ahora quieres pagar tus pecados con el cuerpo de mi sobrina. Hipotecaste la casa. Te tragaste el dinero de la ferretería. Te endeudaste con Hilario hasta la coronilla. Y tu salida fácil era vender a Daniela como si fuera una vaca de feria. Pues no, cabrón. No mientras yo esté vivo.

Hilario frunció el ceño.

—Cuidado con lo que dices, Beto —advirtió—. Ya estás pisando terreno delicado.

—¿Terreno delicado? —se rió Beto—. El terreno delicado es el que pisas tú, Hilario, con tus prácticas. Pero mira, yo no vine a pelear contigo. Yo vine a cerrar este capítulo.

Sacó otro papel del sobre. Tenía sellos y firmas.

—Este es un comprobante de transferencia —dijo—. A la cuenta del señor Hilario. Hace tres días le pagué la deuda de Rogelio. Completita. ¿O se te olvidó, Hilario?

Hilario se removió, incómodo.

—Fue un… acuerdo privado —musitó.

—Privado mis nalgas —soltó Beto, y varios jóvenes soltaron una risita nerviosa—. Aquí dice que el saldo quedó en cero. Que ya no hay deuda. Ni la casa, ni la ferretería, ni mis sobrinos son tuyos, Hilario. Y mucho menos Daniela.

La gente murmuró aún más fuerte. Un par de viejitos se persignaron.

—¿Es cierto eso, don Hilario? —preguntó el delegado, acercándose por fin.

Hilario carraspeó.

—El señor… —dijo, molesto—. El señor Alberto y yo llegamos a un acuerdo, sí. Quiso… saldar lo de su familia. Todo está en regla.

—Entonces, Rogelio —continuó Beto, volviéndose a mi padre—, ya no tienes excusa para hacer lo que estás haciendo. Ni deuda, ni trato, ni nada. Sólo tu orgullo herido.

Mi papá apretó los puños.

—Mete tus papeles por donde no te da el sol —escupió—. Esta es mi casa. Mi hija. Mis reglas.

Beto negó con la cabeza.

—No, hermano —dijo, con tristeza—. Daniela no es una propiedad. Y la humillación pública no es disciplina. Es violencia. Y cobardía.

Se acercó a mí, sacó una navajita de su bolsillo y empezó a cortar la cuerda.

—No te atrevas —gruñó mi papá, dando un paso adelante.

El delegado se interpuso.

—Rogelio —dijo, levantando las manos—. Ya estuvo. La deuda está pagada. No hay motivo para esto. Suelta a la muchacha.

—¡Claro que hay motivo! —bramó mi papá—. ¡Me desobedeció! ¡Quería irse! ¡Me iba a dejar como un perro!

—No te deja —dijo mi mamá, con voz temblorosa, dando un paso al frente—. Sólo… sólo quería estudiar, Rogelio. Yo… yo vi la beca. Es una oportunidad. Y… y tu mamá siempre decía que Beto y tú tenían cabeza para la escuela. Que hubiera dado lo que fuera porque alguno estudiara.

Mi papá la miró, como si nunca la hubiera visto.

—¿Tú también? —susurró—. ¿También estás contra mí?

—No estoy contra ti —dijo mi mamá—. Estoy con mi hija.

El segundo nudo en mi muñeca cedió. Beto me tomó suavemente de los hombros y me ayudó a incorporarme. Las piernas me temblaban, pero me mantuve de pie.

Sentí mil ojos sobre mí.

Respiré hondo.

—Yo no quiero estar contra nadie —dije, con la voz ronca pero alta—. Ni contra mi papá, ni contra mi mamá, ni contra mis hermanos. Pero tampoco quiero estar contra mí misma. Yo me gané esa beca. Estudié. Me quemé las pestañas. Nadie me regaló nada. Y no pienso pedir perdón por querer algo más que esta vida.

Miré a mi papá.

—Te amo, papá —dije—. Aunque ahora mismo me odies. Pero no me voy a dejar romper sólo para que encaje en el cuadrito que tú imaginaste.

Alguien aplaudió.

Fue Mariana, mi amiga, la misma que horas antes había querido ayudarme.

Luego aplaudió otra persona. Y otra. Y otra. Poco a poco, un aplauso tímido se volvió algo grande, caliente, que me envolvió como una cobija.

Mi papá los miró, atónito, como si no entendiera por qué el pueblo al que siempre controló ahora se atrevía a pararse de su lado… de mi lado.

—Basta —dijo el delegado—. Rogelio, te lo digo como amigo: llévatela a tu casa, habla con ella, pero no vuelvas a hacer algo así. Porque la próxima vez, no va a bastar con una plática. Esto… esto ya cruzó una línea.

Hilario, viendo que el ambiente ya no le favorecía, se esfumó como cucaracha cuando prenden la luz. Su estampa de “patrón” se desinfló un poco.

Mi papá me miró una última vez. Sus ojos estaban llenos de algo que no supe descifrar: rabia, vergüenza, miedo.

Luego se dio la vuelta y se perdió entre la gente.

7. La oferta

Beto me llevó a una banca, lejos del bullicio.

—¿Estás bien? —preguntó, mirándome las muñecas enrojecidas.

—Me duelen, pero he pasado peores —bromeé, aunque sentía que iba a desmoronarme.

Él sonrió, triste.

—Eres más fuerte de lo que yo era a tu edad —dijo—. A mí me amarraron una vez en el patio, y estuve gritando toda la noche. Al día siguiente me fui. No tuve el valor de enfrentar a mi papá como tú enfrentaste a Rogelio.

—Y mi papá… nunca se fue —dije—. Pero se quedó con el miedo adentro.

Nos quedamos en silencio un momento.

Luego Beto suspiró.

—Mira, sobrina —dijo—. Yo no soy ningún santo. Me fui cuando no debía. Fui cobarde. Pero aprendí algunas cosas. Y una de esas es que uno no puede esperar a que las cosas cambien por arte de magia. Hay que moverse.

Sacó otro sobre del manila.

—Te traje algo —dijo—. Tenía la idea de dártelo mañana, con calmita, en la casa. Pero, visto lo visto, mejor de una vez.

Me entregó el sobre.

—¿Qué es? —pregunté, recelosa.

—Ábrelo —sonrió.

Dentro había tres cosas: una carta impresa con el logo de la Universidad Nacional Autónoma de México, un folleto de una residencia estudiantil en la Ciudad de México y un boleto de autobús a la capital.

Las manos me temblaron.

—¿Qué…? —murmuré.

—Hace unos meses me enteré por tu profe Téllez que tú querías estudiar —dijo Beto—. Me encontró en Facebook. Me dijo que habías aplicado a una beca en Guanajuato. Le contaste que tu papá era complicado. Y yo pensé: “Esta historia ya la vi”. Así que le pedí que me pasara tus papeles. Los llevé a un amigo que trabaja en la UNAM, en Ciudad Universitaria. Hicimos las cuentas, y resulta que también tenías chance allá. Por tus calificaciones, por todo. Te aceptaron en Ciencias Políticas.

Volteé la carta. Ahí estaba: “Estimada Daniela Hayes Lucero… tenemos el honor de informarle…”

—No… no puede ser —dije, con la voz quebrada.

—Sí puede —dijo él—. Y además, yo tengo un pequeño taller de herrería en Ecatepec. No es un palacio, pero me ha ido mejor los últimos años. Puedo pagarte la renta en la residencia los primeros meses, en lo que encuentras chamba de medio tiempo. Ya tengo un contacto que necesita alguien que sepa computadora en una papelería. No es la gran cosa, pero alcanza.

Me quedé muda.

—No te estoy diciendo qué hacer —aclaró Beto—. Tú decides. Si quieres quedarte aquí, te apoyo. Si quieres irte, también. Pero si decides irte, no vas a estar sola. Esta vez no.

Me cubrí la cara con las manos. Lloré, por fin, sin vergüenza.

—No sé qué decir —balbuceé—. Es… es demasiado.

—No es demasiado —dijo él, poniendo una mano en mi hombro—. Es lo mínimo que puedo hacer, después de haber sido un mal hijo, un mal hermano y un tío ausente. Déjame, al menos, intentar ser un buen tío ahora.

Me reí entre lágrimas.

—¿Y mi papá? —pregunté, con miedo.

—Tu papá se va a enojar, claro —dijo—. Se va a sentir traicionado, abandonado, lo que tú quieras. Pero también se va a tener que hacer cargo de sus propias decisiones. Ya no tiene la excusa de la deuda. Y te digo algo: a veces el golpe que más duele es el que te obligan a mirar en el espejo. Hoy lo pusimos a verse. A lo mejor un día te entiende. A lo mejor no. Pero esa ya es bronca de él, no tuya.

Miré la carta, el boleto.

—¿Cuándo sale el camión? —pregunté.

—Mañana a las seis de la tarde —dijo.

Me limpié las lágrimas.

—Entonces tengo menos de veinticuatro horas para empacar mi vida —dije.

—Y para hablar con tu mamá —añadió Beto—. Y con tus hermanos. Y hasta con Rogelio, si tú quieres. Cerrar ciclos. No te vayas como yo, peleada. No lo hagas por mí. Hazlo por ti.

Asentí.

—Voy a intentarlo —dije.

8. Despedidas

Esa noche, mi mamá me abrazó tan fuerte que pensé que me iba a romper las costillas.

—Te fallé, hija —sollozó—. No debí dejar que te hiciera eso. No debí quedarme callada tanto tiempo.

—Tú también estabas atrapada —le dije, acariciándole el cabello—. No te culpes de todo.

—Pero soy tu madre —gimió—. Debí haberte protegido.

—Ahora me estás ayudando a irme, ¿no? —dije—. Es otra forma de protegerme.

Me miró, los ojos rojos.

—Te va a ir bien, ¿verdad? —preguntó—. Allá… en la ciudad.

Sonreí, aunque por dentro estaba muerta de miedo.

—No sé —respondí—. Pero prefiero intentarlo allá que quedarme aquí, amarrada.

Se rió entre lágrimas.

Óscar vino después.

—Eres una loca —dijo, pero me sonrió.

—Gracias —respondí—. Lo tomo como cumplido.

—Te vas a perder las mejores carnitas de la región —bromeó, tratando de no llorar.

—No creo que en la ciudad falten tacos —repliqué.

Se puso serio.

—Perdón por no haber hecho nada —murmuró—. Cuando papá te ató. Yo… me dio miedo meterme. Pensé que si te defendía, me tocaba a mí.

—Lo sé —dije—. Y no te culpo. Pero cuida a Sofi, ¿sí? Que no la agarren desprevenida.

Él asintió, solemne.

Sofi fue la más difícil.

Se quedó parada en la puerta de mi cuarto, con los brazos cruzados y la mirada clavada en el piso.

—¿Por qué tienes que irte? —soltó, de golpe.

—Porque aquí no puedo ser quien quiero ser —respondí—. Y porque si me quedo, me voy a apagar poco a poco. No quiero eso para ti, ni para mí.

—¿Y yo qué? —protestó—. Te vas y me dejas sola con ellos. Con sus gritos. Con sus dramas.

Me acerqué.

—No te dejo sola —dije—. Voy a estar a una llamada de distancia. Y cuando pueda, te voy a traer conmigo. O te voy a ayudar a ir a donde tú quieras. Te lo prometo.

Ella me miró, desconfiada.

—No prometas cosas que no vas a cumplir —dijo—. Papá siempre prometía que iba a dejar de gritar. Nunca lo hizo.

Tragué saliva.

—Yo no soy papá —dije—. Y no pretendo ser perfecta. Pero te lo juro por la Virgencita de San Juan: voy a hacer todo lo que esté en mis manos para que tú tengas opciones.

Nos miramos largo rato.

Luego Sofi corrió hacia mí y se me colgó del cuello.

—No te olvides de mí —murmuró, con la voz ahogada.

—Jamás —respondí.

9. Cara a cara

Me quedaba una persona con quien hablar.

Mi papá estaba en el patio, sentado en una silla de plástico, mirando la nada. La botella de tequila a medio vaciar en el piso.

Me acerqué despacio.

—Papá —dije.

No respondió, pero sé que me escuchó.

—Mañana me voy —continué—. A la Ciudad de México. Me aceptaron en la UNAM. Voy a estudiar Ciencias Políticas.

Él resopló.

—¿Y eso para qué sirve? —gruñó.

—Para entender cómo funciona el mundo —dije—. Y quizá, con suerte, para cambiar algo.

—El mundo no cambia —escupió—. La gente siempre termina igual. Mira a tu tío: se fue, regresó, y sigue siendo un insolente.

Sonreí un poco.

—Tú también cambiaste, papá —dije—. Para bien y para mal.

Él se tensó.

—¿Vienes a echarme en cara lo de ayer? —preguntó.

—No necesito echarte en cara nada —respondí—. Tú sabes lo que hiciste. Y sabes que estuvo mal.

Se quedó en silencio.

—¿Y vienes a pedirme permiso? —añadió, con tono desafiante.

Lo pensé un segundo.

—Vengo a avisarte —dije—. No quiero pelear. No quiero irme con odio. Eres mi papá. Te debo la vida, la educación básica, los frijoles de todos los días. Pero también me debo algo a mí misma. Y esta es mi decisión.

Me miró, por fin.

Sus ojos estaban enrojecidos, no supe si por el tequila o por algo más.

—Te vas a olvidar de nosotros —dijo, con voz áspera.

—Eso nunca —respondí—. No me olvido de Dolores ni cuando sueño. Pero quiero que tengas claro algo: que yo me vaya no es un castigo hacia ti. Es un regalo hacia mí. Y hacia ti, si quieres verlo así. Porque si me quedo, vamos a seguir peleando. Y un día… un día quizás ya no haya vuelta atrás.

Él apretó los labios.

—¿Y quién va a atender la ferretería? —murmuró, como si ese fuera el argumento definitivo.

—Óscar —dije—. Y después Sofi, si quiere. O puedes contratar a alguien. Lo has hecho antes.

Sacudió la cabeza.

—Siempre te creí distinta —dijo—. Pero no pensé que fueras capaz de irte.

—Gracias —respondí—. Supongo que eso significa que te fallé.

Hubo un silencio largo.

Al final, dijo algo que no esperaba.

—Cuídate —susurró.

Me congelé.

—¿Qué?

—Cuídate —repitió—. La ciudad… es peligrosa. Hay gente peor que Hilario. Peor que yo. No confíes en cualquiera. No salgas de noche sola. Y… llama de vez en cuando.

El nudo en mi garganta casi no me dejó hablar.

—Lo haré —dije.

Nos quedamos así, en una especie de tregua silenciosa.

No nos abrazamos. No nos reconciliamos mágicamente. No se disculpó por lo que me hizo. Tal vez nunca lo haga.

Pero me dio la bendición más chueca del mundo.

Y, extrañamente, me bastó.

10. La salida

La tarde siguiente, la terminal de autobuses de Dolores me pareció más grande de lo que era.

Beto cargaba mi maleta. Mi mamá traía una bolsa con tortas envueltas en servilletas. Sofi llevaba un peluche viejo que insistió en que me lo llevara “para que no extrañes tanto”. Óscar caminaba al lado, serio, pero con los ojos llenos de orgullo.

—¿Lista, licenciada? —bromeó Beto.

—Ni tantito —contesté—. Pero vámonos antes de que me arrepienta.

Subimos al camión.

Cuando me senté en la ventanilla, vi a mi papá parado detrás de la cerca de la terminal. No se acercó. No levantó la mano. Sólo se quedó ahí, con los hombros caídos.

Yo levanté la mano desde adentro.

No sé si me vio.

No sé si quiso verme.

El camión arrancó.

Mientras Dolores se hacía pequeña en el espejo retrovisor, sentí que algo se rompía y algo se construía al mismo tiempo dentro de mí.

Beto, en el asiento de al lado, me pasó unos audífonos.

—Para que escuches música y no te pongas dramática —dijo, guiñando un ojo.

—Muy tarde —respondí, riendo entre lágrimas.

Puse una playlist cualquiera.

Miré por la ventana.

Guanajuato se desdibujó en curvas, cerros, casitas.

La ciudad se acercaba.

La vida cambiaba.

Y todo porque, una noche, mi familia me había traicionado y atado en público.

Y porque mi tío había decidido, por fin, no huir.

11. Epílogo: Plaza de Dolores, un año después

Un año después, regresé a Dolores por primera vez desde que me fui.

Ya no era la misma.

La ciudad me había curtido la piel. La UNAM me había abierto la cabeza. La residencia me había dado amigas raras y hermosas, un sentido de comunidad que no conocía. Ecatepec me había enseñado que el peligro tampoco era exclusivo de las grandes urbes: estaba en todas partes, pero también la solidaridad.

La primera noche que pasé en el taller de Beto, escuchando los ruidos de la calle, pensé: “Tal vez me equivoqué”. La segunda noche pensé: “Bueno, ya estoy aquí”. La tercera, cuando conseguí trabajo en la papelería, pensé: “Quizá sí puedo”.

Había aprendido a tomar el metro sin perderme. A decir “no, gracias” con firmeza a los tipos que se acercaban demasiado. A sentarme en la biblioteca y realmente creer que tenía derecho a ese espacio.

Volví a Dolores con la frente en alto.

No como la niña humillada atada al kiosko, sino como una mujer que todavía tenía miedo, sí, pero ya no dejaba que el miedo decidiera por ella.

La plaza seguía igual: el kiosko, las bancas, los helicópteros de las jacarandas, los puestos de elotes.

La única diferencia notable era un pequeño mural en una de las paredes del jardín, pintado por chicos de la prepa: una muchacha desatándose las manos, con un fondo de libros y caminos.

—Lo hicieron los del taller de arte —me explicó Sofi, que ahora llevaba el cabello teñido de azul en las puntas—. Dice el profe que fue “inspirado en sucesos recientes del pueblo”.

—Qué descarados —dije, sonriendo.

—¿Te molesta? —preguntó ella.

Miré la pintura.

No era yo, pero podría haberlo sido.

—Al contrario —respondí—. Me recuerda que lo que pasó no sólo me pasó a mí. Le pasó al pueblo también. Y que ahora ya sabemos qué caras ponemos cuando nos atrevemos a decir “no”.

Mi mamá se nos unió, cargando una bolsa con pan.

—Ya viste que Óscar remodeló la ferretería —dijo—. Le puso un letrero nuevo. “Ferretería Hayes & Hermanos”.

—¿Y papá? —pregunté.

—Anda por allá, checando el inventario —dijo ella—. Está más callado últimamente. Y deja que Sofi salga con sus amigas sin hacer tanto escándalo. A veces se le sale lo controlado, pero ya no es lo mismo.

Asentí.

—Beto y yo nos vamos a ver con el presidente municipal —dije—. Queremos proponer un programa de becas para la prepa. Para que otras no tengan que irse amarradas.

—Me parece bien —dijo mi mamá, orgullosa.

Nos sentamos un rato en una banca.

Vi pasar a Hilario, más viejo, menos altanero. Saludó de lejos, con un gesto neutro. Ya no tenía la misma aura de señor intocable. Después de que Beto hizo públicos algunos papeles y otros se animaron a hablar, el SAT había tenido una larga conversación con él.

En la otra esquina, un grupo de chavas adolescentes se tomaba selfies, riéndose, sin pensar que alguien podría atarlas ahí por no obedecer.

Me encontré deseándoles que nunca lo vivieran.

—¿Te arrepientes de algo? —preguntó Sofi, de la nada.

Lo pensé.

—Me arrepiento de no haber pedido ayuda antes —dije—. De haber creído que tenía que quedar bien con todos menos conmigo. De no haberte contado las cosas a ti, a mi mamá. Pero de irme… no. De eso no.

Ella sonrió.

—Yo ya estoy juntando mis papeles —confesó—. Quiero estudiar Diseño. A ver si consigo algo en León, o quién sabe, igual y también me voy contigo a la ciudad.

—La capital no se va a ir a ningún lado —dije—. Pero tú sí te puedes quedar atorada si no te mueves. Cuando quieras, te ayudo con las solicitudes.

Me miró seria.

—Esta vez no me vas a dejar aquí tirada, ¿verdad? —preguntó.

—Esta vez voy a caminar contigo desde el principio —respondí.

Nos dimos la mano.

El sol empezaba a bajar, tiñendo la plaza de naranja.

La banda de la casa de cultura empezó a tocar una canción.

Reconocí la melodía.

“Caminos de Guanajuato”.

Sonreí, sin ironía esta vez.

Porque ya no me dolía pensar en caminos. Ya no me dolía pensar en Dolores. Ya no me dolía pensar en mi familia.

Sí, me habían traicionado una noche y me habían atado en público.

Sí, todavía había cicatrices en mis muñecas, invisibles pero presentes.

Pero también tenía algo más fuerte que todo eso: la certeza de que me había desatado.

Que, cuando mi tío entró con ese sobre manila, no sólo pagó una deuda económica. Abrió una puerta.

Yo decidí cruzarla.

Y ahora, cada vez que vuelvo a esa plaza, me paro frente al kiosko, levanto las manos, las estiro, siento la sangre correr.

Libre.

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