“Nunca habíamos visto hombres así”: la increíble historia de las prisioneras japonesas que pasaron del miedo absoluto a la fascinación al encontrarse con los soldados estadounidenses que debían vigilarlas
Cuando el camión se detuvo levantando una nube de polvo rojizo, Aiko apenas se atrevió a levantar la mirada. Llevaba horas con las manos apretadas en el regazo, los nudillos blancos, el corazón golpeándole el pecho como si quisiera escapar antes que ella. A su alrededor, las otras mujeres guardaban el mismo silencio tenso: algunas miraban al suelo, otras apretaban entre los dedos un pañuelo, un rosario, un trozo de tela que les recordaba a casa.
El motor se apagó y, por un instante, el mundo quedó sumido en una calma extraña. Solo se oían las cigarras y el crujido de la madera del camión cuando los soldados estadounidenses se movieron afuera. Aiko contuvo el aliento. Durante meses les habían repetido que esos hombres eran salvajes, gigantes sin piedad que disfrutaban humillando a los prisioneros. Les habían descrito manos brutales, miradas frías, risas crueles.
—No los mires a los ojos —le había susurrado una enfermera mayor, en el barco, días atrás—. Cuanto menos llamemos la atención, mejor.
La lona se abrió de golpe, y un chorro de luz cegadora penetró en el interior. Aiko alzó la vista, tímida, preparada para encontrarse con la caricatura de monstruo que su imaginación había formado. En su lugar, vio algo tan diferente que, por unos segundos, su miedo se confundió con una extraña curiosidad.
Un hombre de uniforme caqui, con el casco ladeado y la piel tostada por el sol, se recortaba contra el cielo blanco. Era alto, sí, mucho más alto que la mayoría de los hombres que Aiko conocía, pero no tenía la expresión feroz que ella había esperado. Tenía los ojos claros, cansados, y una barba de varios días que le daba un aire desaliñado más que amenazante. Cuando habló, su voz fue firme, pero no gritó.
—All right, ladies… slowly. One by one. It’s okay. —Luego, como recordando algo, añadió en un japonés torpe pero comprensible—: Despacito… todo bien. No miedo.
Varias de las mujeres se miraron, desconcertadas. “¿No miedo?” repitió Aiko para sí, como si fuera una broma.

Bajaron del camión de dos en dos. El suelo estaba caliente, casi ardiente, y el aire olía a mar y a gasolina. En el improvisado campo de prisioneros, levantado en la costa de una isla del Pacífico, decenas de soldados estadounidenses se movían de un lado a otro, revisando listas, cargando cajas, bebiendo agua de cantimploras metálicas que brillaban al sol.
Aiko no pudo evitarlo: se quedó observándolos con una mezcla de sorpresa y desconcierto. Eran tan distintos a lo que había imaginado. Sí, algunos eran enormes, con hombros anchos y manos grandes, pero otros eran delgados, casi frágiles; algunos tenían el cabello muy claro, casi dorado, y otros lo llevaban tan oscuro como cualquier japonés. Había rostros pecosos, narices prominentes, mandíbulas cuadradas, gestos nerviosos, miradas distraídas. Parecían… humanos. Tan humanos como los hombres que ella había visto partir al frente con banderas y discursos.
—Mira sus ojos —susurró Hana, la amiga que viajaba junto a ella—. Son de colores diferentes… jamás había visto algo así.
Aiko asintió, incapaz de apartar la mirada. Uno de los soldados, sentado en una caja de madera, intentaba encender un cigarrillo, riendo con otro mientras un tercero se limpiaba el sudor con un pañuelo blanco. Llevaban uniformes llenos de polvo, botas gastadas, cascos abollados. Había algo desordenado en ellos, algo que no encajaba con la imagen de máquina perfecta que Aiko tenía del ejército enemigo.
—Nunca he visto hombres así… —murmuró, casi sin darse cuenta.
Fue entonces cuando apareció él.
Un soldado de rostro serio, con el casco sujeto por la correa bajo la barbilla, se acercó acompañado de una enfermera estadounidense. En su brazo llevaba un brazalete con una cruz roja. Miró al grupo de mujeres y, con un japonés mucho más claro que el del primer soldado, dijo:
—Soy el sargento Thomas Miller. Pueden llamarme Tom. Estoy aquí para traducir. Las llevarán a una zona separada, solo para mujeres. Tendrán agua, comida y atención médica. Están bajo protección.
Las palabras “protección” y “atención médica” cayeron sobre ellas como una llovizna suave después de una larga sequía. Varias mujeres se miraron, incrédulas. Una de ellas rompió a llorar silenciosamente. Aiko sintió que el nudo de miedo en su pecho se aflojaba un poco.
“Este hombre habla nuestra lengua”, pensó, estudiando el rostro de Miller. No era tan alto como algunos de sus compañeros, pero sí más alto que la mayoría de los hombres japoneses. Tenía el cabello castaño oscuro, los ojos de un tono indefinible entre el verde y el marrón, y unas ojeras profundas. No parecía un monstruo. Parecía cansado.
Los días siguientes fueron una mezcla extraña de rutina y sorpresa. El campo de prisioneros tenía una sección cercada solo para mujeres, donde se les asignaron literas, mantas y ropa limpia. Les dieron jabón perfumado y toallas. El primer baño, con agua tibia, fue casi una ceremonia. Algunas de las prisioneras lloraron al sentir el olor del jabón, tan diferente al de los productos escasos y ásperos que habían usado durante la guerra.
La enfermera estadounidense, una mujer de cabello recogido y sonrisa amable, se presentó como Mary. No hablaba japonés, pero se hacía entender con gestos y algunas palabras sueltas que Miller le iba enseñando. Revisó heridas, entregó vendas, ofreció pastillas que Aiko no conocía pero que aliviaban el dolor y la fiebre.
Aiko, que había sido enfermera en un hospital militar japonés, observaba cada movimiento con atención profesional. Sin querer, empezó a ayudar: sujetando brazaletes, acomodando mantas, tranquilizando a las más asustadas. Miller se dio cuenta pronto.
—¿Eres enfermera? —le preguntó un día, mientras ella ayudaba a Mary a cambiar un vendaje.
—Fui entrenada… en un hospital militar —respondió Aiko, bajando la mirada.
—Entonces sabes más que muchos de nosotros —bromeó él, con una sonrisa cansada—. Podrías ser de gran ayuda aquí.
Ella no supo qué contestar. Le desconcertaba la facilidad con la que ese soldado, un “enemigo”, la trataba con respeto. No la miraba como a una vencida, ni como a una amenaza, sino como a alguien con habilidades útiles, como a una colega.
Las noches en el campo eran calurosas y llenas de sonidos: insectos, olas rompiendo a lo lejos, voces apagadas, radios que emitían música desconocida y noticias en inglés. Las mujeres se acostaban temprano, intentando dormir, pero el futuro incierto pesaba en sus pensamientos.
Aiko a menudo se despertaba y salía bajo la lona que servía de techo improvisado en su sección. Desde allí podía ver la zona de los soldados: sombras que iban y venían, luces de cigarrillos encendidos, siluetas recortadas contra la luna.
—Otra vez mirando —se burló con suavidad Hana una noche, al encontrarla despierta.
—Es que… —Aiko dudó—. No se parecen a nada de lo que nos dijeron. Son desordenados, hablan alto, se ríen fácilmente… y al mismo tiempo, los veo cargar mochilas enormes como si fueran ligeras, correr de un lado a otro como si el cansancio no existiera.
Hana sonrió, maliciosa.
—Y algunos son bastante atractivos, ¿no crees?
Aiko se ruborizó.
—No pienso en eso —protestó—. Solo… son diferentes. Nunca había visto hombres así.
La imagen de Miller, traduciendo pacientemente, vino a su mente. Se preguntó cómo habría aprendido su lengua. ¿En la escuela? ¿En casa? ¿Había conocido japoneses antes de la guerra?
Un día, mientras repartían comida, la curiosidad la venció. Miller estaba supervisando la fila, anotando algo en una libreta.
—Sargento —se atrevió a decir—, ¿por qué habla japonés?
Él levantó la vista, sorprendido por la pregunta directa.
—Mi padre trabajaba en una empresa naviera en California —respondió, después de una pausa—. En nuestro barrio vivían varias familias japonesas. Crecí escuchando sus historias, sus canciones. Tenía un amigo que se llamaba Kenji. Me enseñó muchas palabras. Después, en el ejército, decidieron que eso podía ser útil.
Se encogió de hombros, como si fuera una casualidad más de la vida.
—¿Y ahora esos amigos…? —preguntó Aiko, y se detuvo, temiendo haber ido demasiado lejos.
Miller tardó unos segundos en responder.
—No lo sé —dijo, finalmente—. Después de Pearl Harbor, muchos fueron enviados a campos en nuestro propio país. Algunos se fueron, otros desaparecieron de nuestra vida sin explicación. —Sus ojos se endurecieron apenas un instante—. No todo es tan claro como la propaganda nos hace creer, ¿sabes?
Aiko sintió un estremecimiento. Había escuchado rumores de lugares similares en su propio país, campos de internamiento, pueblos vigilados, ciudades arrasadas. De pronto, el mapa de la guerra se le antojó lleno de espejos rotos: cada bando viendo solo una parte de la realidad, incapaz de comprender el reflejo completo.
Los días se convirtieron en semanas. El campo dejó de ser un lugar de puro miedo y se transformó en un espacio extraño donde la rutina, la curiosidad y la nostalgia convivían. Las mujeres japonesas empezaron a observar abiertamente a los soldados, ya sin esconder tanto sus miradas.
Les fascinaban sus gestos cotidianos: cómo se afeitaban ante pequeños espejos metálicos, cómo jugaban a lanzar una pelota en los ratos libres, cómo discutían alrededor de cartas desplegadas en las mesas. Notaban la diversidad entre ellos: algunos habían crecido en granjas, otros en ciudades, algunos hablaban rápido y con palabras que Miller no se molestaba en traducir, otros apenas abrían la boca.
—Mira ese de allá —decía una de las prisioneras, señalando con la barbilla—. Siempre se peina igual, como si estuviera a punto de ir a una fiesta.
—Y aquel —añadía otra—, guarda fotos en el bolsillo del pecho. Seguro que es su esposa… o su novia.
Aiko escuchaba, sonriendo a veces. Lo que al principio había sido una mirada de puro terror se había convertido, poco a poco, en una observación atenta, casi científica. Estudiaban a los hombres que debían interpretar como enemigos, descubriendo en ellos rasgos familiares: una forma de reírse igual que un hermano, un gesto idéntico al de un padre, un modo de caminar que recordaba a algún vecino.
Miller, por su parte, también observaba. Se dio cuenta de que, cada vez que él aparecía, un murmullo recorría el grupo de prisioneras. No era solo miedo; era algo más complejo. Sabía que, para ellas, él representaba a la vez el poder que las mantenía recluidas y la voz que les permitía pedir agua, medicinas, noticias.
Una tarde, cuando el sol ya empezaba a bajar, vio a Aiko sentada a la sombra de una lona, remendando una prenda. Sus manos se movían con precisión, la aguja entrando y saliendo de la tela con rapidez.
—Lo haces muy bien —comentó en japonés, deteniéndose a cierta distancia para no incomodarla.
Ella levantó la vista, sorprendida de que un elogio tan cotidiano viniera de un soldado.
—En mi casa lo hacíamos todo a mano —explicó—. Si una prenda se rompía, se arreglaba. No había muchas cosas que se pudieran tirar.
Miller asintió.
—Mi madre decía lo mismo… antes de que todo cambiara. —Se sentó en una caja cercana, manteniendo una distancia respetuosa—. A veces pienso en lo que diría si me viera aquí, en medio del océano, hablando japonés con una enfermera del otro bando.
Aiko lo miró con atención.
—¿Se avergonzaría? —preguntó, con una ligera ironía.
Él negó con la cabeza.
—Creo que me preguntaría si estoy comiendo bien. —Se rió, y esa risa, breve y sincera, hizo que varias mujeres cercanas levantaran la vista, curiosas—. Las madres son iguales en todas partes, supongo.
Las palabras cayeron entre ellos con una simpleza inesperada. “En todas partes”, repitió Aiko en su mente. Empezaba a sospechar que muchas cosas eran, en efecto, iguales en todos los países, aunque la guerra se empeñara en convencerlos de lo contrario.
Una noche, durante una tormenta, el viento arrancó parte de la lona que cubría la sección de las prisioneras. La lluvia se coló de golpe, empapando mantas y colchones. Hubo gritos, confusión, carreras. Antes de que las mujeres pudieran organizarse, una docena de soldados, empapados ellos también, se apresuraron a sostener la lona, a colocar nuevos postes, a distribuir lonas adicionales.
Aiko, calándose de agua, vio a uno de los soldados resbalar y caer de rodillas en el barro. Sus manos enormes se hundieron en la tierra mojada, pero se levantó riendo. No se enfadó, no gritó. Solo siguió trabajando, con el uniforme pegado al cuerpo y el casco torcido.
—Están empapados —comentó Hana a su lado—. Podrían haberse quedado en sus barracas.
—Podrían habernos dejado a oscuras, con la lona rota —añadió otra mujer.
Aiko no dijo nada, pero algo cambió en su forma de mirar a esos hombres que corrían bajo la lluvia, sosteniendo la tela para que ellas no se quedaran sin techo. No eran héroes perfectos ni demonios sin alma. Eran… hombres. Hombres que podían caer, levantarse, reír, equivocarse, ayudar.
Con el tiempo, llegaron noticias fragmentadas del exterior. La guerra había terminado. En ciudades que Aiko conocía solo por nombre, edificios enteros se habían desmoronado, familias enteras habían desaparecido. Los soldados estadounidenses también hablaban en voz baja de lugares que habían dejado atrás, de amigos que no habían regresado, de heridas que no se veían pero pesaban.
Un día, Miller reunió a las mujeres en un círculo.
—Van a ser trasladadas —anunció, con tono formal—. El gobierno ha organizado su repatriación. Regresarán a su país.
Un murmullo recorrió el grupo: alivio, miedo, esperanza, todo mezclado. Volver a casa significaba reencontrarse con lo que quedara de sus familias, pero también enfrentarse a las ruinas, a los recuerdos de los que no volverían.
Esa noche, el campo estaba extrañamente silencioso. Aiko no podía dormir. Salió al aire libre y encontró a Miller junto a la valla, mirando hacia el mar oscuro.
—¿Está contento? —preguntó, acercándose lo suficiente para que él la escuchara.
—¿Porque se van? —respondió él—. Es… lo que tiene que pasar. Nadie debería vivir demasiado tiempo en un lugar como este.
Se quedaron callados unos instantes, oyendo el rumor de las olas.
—Cuando llegué —confesó Aiko—, no podía ni levantar la vista. Tenía miedo de sus botas, de sus manos, de sus voces. Pensaba que ustedes se reirían de nosotras, que nos tratarían como… cosas.
Miller la miró, serio.
—Cuando yo llegué al frente —dijo—, pensaba que todos ustedes eran fanáticos sin rostro, que nunca se rendían, que no sentían dolor. Pensaba que no había nada en común entre nosotros.
Sonrió, con una tristeza suave.
—Y ahora, cuando pienso en este lugar, recordaré las noches en que ustedes cantaban bajito, los días en que Aiko la enfermera regañaba a las otras porque no se tomaban la medicina, las risas de Hana cuando veía a mis hombres tropezarse.
—Yo recordaré sus botas llenas de barro —replicó ella, intentando no emocionarse—, el olor a café que siempre traía el viento desde su zona, y su mal acento al principio… ha mejorado mucho.
—Eso es un gran cumplido —dijo él, inclinando la cabeza.
El silencio que siguió no fue incómodo. Era el silencio de dos personas que saben que una etapa termina, que pronto tomarán caminos separados y solo conservarán fragmentos de esos días compartidos.
—Sargento —dijo Aiko, finalmente—. Cuando vuelva a casa, muchos me preguntarán cómo eran ustedes. Querrán saber si eran tan terribles como nos dijeron, si sus ojos eran tan duros como contaban las historias.
Miller inspiró hondo.
—¿Y qué les dirás? —preguntó, como si el aire se hubiera vuelto más pesado.
Aiko miró hacia los barracones, donde algunos soldados fumaban, donde la radio sonaba bajo, donde una risa estallaba de vez en cuando.
—Les diré que nunca había visto hombres así —respondió—. Hombres que podían cargar un fusil y, al mismo tiempo, sostener la lona de nuestro techo bajo la lluvia. Hombres que hablaban alto, que reían fuerte, que tenían miedo y no siempre lo escondían. Hombres que comían chocolate y se lo compartían con nosotras cuando pensaban que nadie los veía. Hombres que, a pesar de todo, seguían siendo hijos de alguien… igual que los nuestros.
Miller apretó la mandíbula, conmovido.
—Eso es más de lo que muchos de nosotros merecemos —susurró.
Aiko negó con la cabeza.
—No se trata de merecer —dijo—. Se trata de recordar la verdad.
Al día siguiente, los camiones se alinearon para llevar a las prisioneras al puerto. Había cajas de suministros, maletas improvisadas, mantas dobladas con cuidado. Mary, la enfermera estadounidense, abrazó a algunas de las mujeres, sin preocuparse por el protocolo. Miller se limitó a inclinarse, con respeto, ante el grupo.
Cuando Aiko subió al camión, se volvió por última vez. El sol de la mañana iluminaba el campo polvoriento, los postes, las lonas, las torres de vigilancia. Y en medio de todo, vio a los soldados que había observado durante tantas semanas: unos desperezándose, otros arrastrando cajas, otros despidiéndose con la mano.
No vio monstruos ni héroes perfectos. Vio hombres cansados, jóvenes y no tan jóvenes, que un día tendrían que regresar a sus casas y explicar lo inexplicable a quienes nunca habían visto el frente.
Miller levantó la mano, en un saludo silencioso. Aiko respondió con una leve inclinación de cabeza. No había palabras suficientes en ningún idioma para resumir todo lo que habían aprendido uno del otro en ese lugar perdido del océano.
Años más tarde, ya de regreso en su país, con el cabello canoso y las manos marcadas por el tiempo, Aiko guardaba en una caja pequeña sus recuerdos más valiosos: una foto descolorida de su familia, un trozo de tela de su viejo uniforme de enfermera, una diminuta envoltura arrugada con letras en inglés que una vez había protegido un trozo de chocolate compartido a escondidas.
Cuando su nieta le preguntó, en una tarde tranquila, cómo habían sido aquellos días, Aiko sonrió con melancolía.
—Yo también tenía miedo —le contó—. Pensaba que el enemigo era un monstruo. Pero luego los vi reír, tropezar, cantar canciones que no entendía… y comprendí que el mundo es más grande que nuestras historias de guerra.
La niña la miró con ojos muy abiertos.
—¿Y eran tan diferentes como decían?
Aiko miró por la ventana, hacia el cielo.
—Eran diferentes —respondió—, pero no como nos habían enseñado. Eran hombres que no habíamos visto nunca, eso es cierto. Pero, en el fondo, tenían los mismos miedos, los mismos sueños. Esas cosas no dependen del uniforme.
Guardó silencio un momento, tocando con sus dedos la vieja envoltura de chocolate.
—Si algo aprendí —añadió—, es que, aunque el mundo nos diga quién es el enemigo, nuestros propios ojos pueden contarnos otra historia cuando por fin lo tenemos delante.
La niña se acurrucó a su lado, y Aiko sintió, fugazmente, el olor del jabón perfumado, de la tierra mojada bajo la lluvia de aquella isla, del café que el viento traía desde el campamento de los soldados que habían cambiado para siempre su idea de la palabra “enemigo”.
Y en el fondo de su memoria volvió a ver aquellas figuras altas, desordenadas, ruidosas, que un día la llenaron de pánico y, con el tiempo, de una extraña y silenciosa fascinación.
—Nunca habíamos visto hombres así —susurró para sí, una vez más—. Y gracias a eso, nunca volví a ver el mundo de la misma manera.
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