Mi esposa llegó tambaleándose borracha a las ocho de la mañana, con olor a alcohol y risas ajenas pegadas a la ropa; cuando le pregunté dónde había estado me gritó que no le hiciera preguntas tontas y que no era asunto mío, pero lo que hice después no solo la dejó sin palabras, también cambió para siempre los límites, la lealtad y el futuro de nuestro matrimonio

No sé en qué momento exactamente dejé de reconocer mi propia casa.

Tal vez fue el día en que la taza de café de Lucía empezó a oler más a vino que a café. O cuando la risa que tanto amaba se convirtió en una carcajada un poco más alta, un poco más vacía, un poco menos nuestra.

Pero si tengo que elegir una escena, un momento congelado en el tiempo, es ese:

Sábado por la mañana. Ocho en punto. La luz de invierno entrando por la ventana de la cocina. El microondas marcando 08:00 con ese pitido insistente. Mis manos lavando dos tazas mientras el agua caliente me quemaba los dedos.

Y el clic de la puerta de entrada abriéndose.

Seguido por un golpe torpe.

Luego, su voz.

—¿Dónde está la llave? ¡Ah, ya…!

Y la risa.

Su risa, pero no.

Lucía entró a nuestra casa tropezando con la alfombra, con los zapatos en la mano, el rímel corrido, el pelo enredado. Llevaba la misma ropa con la que había salido el día anterior para “un after office tranqui con las chicas”.

Solo que el “after office” se había prolongado diez horas más de lo esperado.

El olor a alcohol llegó antes que ella.

Y se mezcló con el olor a tostadas que yo acababa de preparar para nuestros hijos.

—Mamá… —dijo Martina, de siete años, asomándose desde el pasillo—. ¿Viniste recién?

Lucía la miró con una sonrisa que intentaba ser normal.

—Mi amor… —balbuceó—. ¿No tendrías que estar dormida todavía?

—Son las ocho, Lucía —dije, sin levantar la voz, pero sin poder evitar que se me escapara la tensión—. Los chicos ya desayunaron.

Bruno, de cuatro años, salió detrás de su hermana con un dinosaurio de plástico en la mano.

—Mamá, hoy íbamos al parque —dijo—. ¿Te acordás?

Lucía parpadeó, como si la palabra “parque” viniera de otro planeta.

—Sí, sí, al parque… —musitó—. Después… en un rato vamos.

Se apoyó en la pared para no caerse.

Yo dejé las tazas en la pileta.

La miré.

La miré de verdad.

Llevábamos doce años juntos. Once de casados. Había visto a Lucía cansada, enferma, enojada, triste, feliz, histérica de risa. Pero nunca así: perdida en su propia casa, oliendo a bar ajeno, con la mirada nublada.

—Marti —dije, intentando mantener la calma—. ¿Por qué no llevás a Bruno al cuarto y le mostrás el dibujo que hiciste ayer? Ahora voy.

Mi hija me miró con esos ojos grandes y oscuros que son copia exacta de su madre.

Entendió más de lo que debería entender a su edad.

—Vamos, Bruno —dijo, tomando de la mano al hermano—. Vamos a jugar.

Cuando se fueron, me quedé a solas con Lucía en el pasillo.

Tenía una media rota, un aro menos, un botón de la blusa suelto.

Y una expresión desafiante bajo la borrachera.

—¿Y esa cara? —me dijo—. Pará un poco, Pablo… sí, es sábado, no lunes.

—Lucía —contesté—. Son las ocho de la mañana. Saliste ayer a las seis de la tarde. No respondiste mis mensajes. No atendiste mis llamadas. Llegás así, y encima delante de los chicos. ¿Querés explicarme qué pasó?

Rodó los ojos.

—Ay, Pablo… —hizo un gesto con la mano—. No me hagas preguntas tontas.

Ese tono.

Ese gesto.

Como si yo estuviera exigiendo un detalle insignificante y no, literalmente, saber si mi esposa estaba bien.

—No son preguntas tontas —dije, sintiendo cómo la sangre me hervía—. Soy tu marido. Soy el padre de tus hijos. Estuve toda la noche sin saber dónde estabas. Te estoy pidiendo que me digas qué pasó.

Me miró, con una mezcla de burla y cansancio.

Y dijo la frase que, en ese momento, me tiró al piso algo más que la paciencia:

—No es asunto tuyo.

Boom.

Tres palabras.

No es.

Asunto.

Tuyo.

En nuestra casa. Con nuestros hijos en el cuarto de al lado. Con sus zapatos en la mano y la cara manchada de maquillaje.

No es asunto tuyo.

Tragué saliva.

—¿Perdón? —alcancé a decir—. ¿Cómo que no es asunto mío?

—Ay, ya vas a empezar —suspiró, apoyándose en la pared, resbalando un poco—. Siempre con el dramatismo. Fui a tomar algo con mis amigas. Se alargó. Fin. ¿Qué querés? ¿Un informe? ¿Fotos? ¿Firma del mozo?

—Iba a empezar, sí —respondí—. A empezar a exigir el respeto mínimo.

Se rió.

Una risa corta, fea.

—No me digas “exigir” —escupió—. Porque el que vive exigiendo acá sos vos. Que si llego tarde, que si no te contesto un mensaje, que si no estoy de buen humor para escucharte hablar del trabajo… Estoy harta.

—Estoy exigiendo que me digas por qué desapareciste doce horas sin dar señales —dije—. Y que no llegues borracha a tu casa como si tuvieras dieciocho años.

—No estoy borracha —mintió.

Tropezó y casi se cae.

La agarré del brazo por reflejo.

Lo sacudió.

—No me toques —dijo—. Voy a dormir.

Intentó pasar, pero me interpuse.

—No —dije, esta vez con firmeza—. No antes de que hablemos. No voy a dejar que entres a la habitación, te tires en la cama y mañana hagamos de cuenta que no pasó nada.

Su cara cambió.

La borrachera y el enojo se mezclaron en una mueca.

—¿Y qué vas a hacer? —se burló—. ¿Castigarme? ¿Vas a decir “Lucía se portó mal, Lucía no puede salir más”? ¿Sabés qué? Ya me tenés cansada con tu papel de marido perfecto que nunca hace nada mal. Yo también trabajo, ¿sabías? Yo también tengo derecho a divertirme.

—Divertirte, sí —repliqué—. Desaparecer, no. Desconectarte del mundo y hacerme sentir un estúpido preocupado, tampoco. Si querés hacer vida de soltera, allá vos. Pero no me digas que no es asunto mío.

Me miró con un brillo raro en los ojos.

—No me hagas preguntas tontas, Pablo —repitió—. Te digo en serio. No es asunto tuyo dónde estuve, con quién estuve, qué hice. Vos ocupate de los chicos y dejame en paz.

Ahí.

La sospecha que había estado rascándome la puerta del pecho toda la noche, entró.

No es asunto tuyo dónde estuve, con quién estuve, qué hice.

Dónde.

Con quién.

Qué.

Podría haberle gritado “¿Con quién estuviste?”. Podría haber empezado a revisar su bolso, su teléfono, su ropa. Podría haber intentado oler si había otro perfume que no fuera el suyo.

No lo hice.

Algo dentro de mí se desconectó.

Como cuando se apaga un interruptor.

—Perfecto —dije, de pronto calmado—. Entonces, a partir de ahora, muchas cosas tampoco van a ser asunto tuyo.

Se quedó quieta.

—¿Qué? —preguntó.

—Nada —respondí—. Andá a dormir. Después hablamos.

La dejé pasar.

Se fue tambaleando por el pasillo, chocando con la puerta del baño antes de encontrar la del dormitorio.

Yo me quedé en la cocina, con las manos todavía mojadas, el olor a tostadas enfriándose, el sonido lejano de los dibujos animados que Martina le había puesto a Bruno para distraerlo.

Y un silencio nuevo en la cabeza.

No era resignación.

Era decisión.


No fue la primera vez que Lucía llegaba tarde.

Pero sí fue la primera vez que lo hacía borracha a las ocho de la mañana y con esa frase de “no es asunto tuyo” como escudo.

Hasta entonces, la historia había sido la de muchas parejas de nuestra generación: dos trabajos, dos chicos, poco tiempo, mucho cansancio. Yo, ingeniero en una empresa de software que parecía nunca dormir, llevando trabajo a casa, revisando correos a las diez de la noche. Ella, administradora en una firma contable, con clientes que creían que el mundo se acababa si su balance no estaba listo ya.

Hubo un tiempo en que salíamos juntos.

Que conseguíamos una niñera, nos íbamos al cine, a cenar, a caminar. O invitábamos amigos, jugábamos a las cartas, nos reíamos de cosas sin importancia.

Pero, poco a poco, esos momentos se fueron volviendo menos frecuentes.

Yo empecé a preferir el sofá y Netflix. Lucía empezó a preferir las salidas del trabajo: los “viernes con las chicas”, las “copas con el equipo”, las “despedidas de alguien”.

No me molestaba al principio.

Confiaba.

Ella siempre volvía alrededor de medianoche, a veces a las dos, con olor a cigarrillo ajeno y gin tonic, hablando de anécdotas, criticando al jefe, imitándolos.

Me hacía gracia.

Hasta que un día empezaron a aparecer grietas.

—¿Por qué no me contestaste? —le pregunté una noche, cuando volvió a las tres sin haber respondido ni un mensaje.

—No escuché el teléfono —dijo, quitándose los zapatos—. Estaba con música.

—Te mandé seis mensajes —insistí—. Te llamé tres veces.

—No vi nada, Pablo —se encogió de hombros—. No voy a estar mirando el móvil todo el tiempo. Estoy cansada de sentirme vigilada.

No quise ver entonces que lo que yo llamaba “preocupación” ella ya empezaba a etiquetar como “control”.

Y que, tal vez, en algún punto, habíamos dejado de hablarnos.

De verdad.


Después de aquella mañana, el día siguió como pudo.

Lucía durmió hasta las tres de la tarde.

Yo llevé a los chicos al parque igual, solo.

Jugamos en los columpios, comimos helado. Hice fotos con el celular, como siempre, pero no se las mandé a ella como otras veces.

Martina, en un momento dado, sentada en la hamaca, preguntó:

—¿Mamá está enferma?

No supe qué decir.

Mentirle a tu hijo es uno de esos nudos que nunca pensás que vas a tener que hacer tan pronto.

—Está cansada —respondí, buscando la palabra menos dañina—. Durmió poco.

Martina miró al suelo.

—Ayer Alejo dijo que su papá venía borracho a veces —comentó—. Y que su mamá se enojaba. ¿Vos estás enojado con mamá?

La sinceridad cruel y limpia de los chicos.

No quería arrastrarla a un bando.

No quería enseñarles que el conflicto se resuelve eligiendo equipo.

—Estoy preocupado —admití—. A veces, cuando los grandes tienen problemas, hacen cosas que no están bien. Lo importante es que los chicos sepan que no es su culpa. ¿Entendés?

Asintió, pero no del todo convencida.

—Yo no hice nada —dijo, como si necesitara oírlo.

Se me rompió algo.

—Claro que no —le dije, arrodillándome a su lado—. Vos y Bruno no tienen la culpa de nada. Nunca.


Esa noche, cuando los chicos se durmieron, Lucía apareció en la cocina.

Había dormido, se había duchado, se había puesto ropa limpia. Tenía otro aspecto, pero los ojos hinchados.

Se apoyó en el marco de la puerta.

—Tenemos que hablar —dijo.

—Sí —respondí—. Tenemos.

Se sentó frente a mí, en la mesa.

Preparé dos tés, más por tener algo que hacer con las manos que por necesidad.

—Lo de esta mañana… —empezó—. Fui una idiota. No tenía que hablarte así. No tenía que llegar así.

—En eso estamos de acuerdo —dije.

Me miró, buscando en mi cara un gesto que no encontraba.

—¿No vas a gritarme? —preguntó—. ¿Ni a preguntarme con quién estuve? ¿A revisar el celular? ¿A hacer el show completo?

Negué.

—No —respondí—. No voy a gritar. No voy a revisar nada. Y tampoco voy a preguntarte con quién estuviste.

Se sorprendió.

—¿No te importa? —dijo, con una mezcla rara de desafío y miedo.

—Claro que me importa —contesté—. Pero me importa más otra cosa: que vos creas que podés hablarme como me hablaste. Que pienses que no es asunto mío si desaparecés. Que uses el “no es asunto tuyo” conmigo, que soy tu esposo, como si fuera un vecino entrometido.

Se quedó callada.

—Si hubo otra persona —continué—, si hubo cualquier cosa que implique que nuestra relación no es lo que creía, eso, también, lo hablaremos. Pero antes de llegar ahí, hay algo más básico: respeto. Y eso lo rompiste vos sola, sin necesidad de ningún tercero.

Lucía se frotó la frente.

—No sé en qué momento me convertí en esta versión mía —murmuró—. No era así. Yo… solo quería… —buscó palabras—. Sentirme viva. No quiero ser solo “mamá” y “esposa”.

—¿Y creés que estar tirada borracha en un departamento ajeno te vuelve más viva? —pregunté, sin sarcasmo, solo con cansancio.

—No fue tan dramático… —intentó—. Nos quedamos en casa de una amiga, se nos fue la hora…

—¿Con quién estabas? —pregunté, por fin.

Me miró.

—Con las chicas del laburo —dijo—. Y con un par de amigos de ellas. No pasó nada, Pablo. Te juro. Mucho alcohol, baile, risas. Nada más.

La creí a medias.

Pero me di cuenta de algo clave: aunque hubiera pasado algo, aunque yo tuviera pruebas, la raíz del problema no se iba a resolver solo con saber si hubo beso, cama o nada.

La raíz del problema era que, en algún punto, Lucía había empezado a vivir como si estuviéramos en caminos paralelos, y no cruzados.

—Hay una parte de mí —confesé— que quiere ir por la vía vieja: revisar, controlar, prohibir. Decirte “no salgas más sin mí”, imponer horarios, castigos. Pero no quiero ser ese tipo de marido. No quiero estar en una relación donde la fidelidad depende de mi vigilancia y no de tu decisión.

Se le humedecieron los ojos.

—Entonces… —susurró—. ¿Qué vas a hacer?

Ahí fue donde hice algo que ni yo me esperaba cuando me vi esa mañana con las manos en el agua caliente.

Me puse proa a mí mismo.

—Voy a dejar de hacerme preguntas tontas —dije—. No las que te hago a vos. Las que me hago yo.

Frunció el ceño.

—No entiendo.

—Toda la noche me pregunté “¿con quién estará?”, “¿por qué no avisa?”, “¿me estará engañando?”, “¿soy yo el problema?”, “¿qué hice mal?” —enumeré—. Preguntas que me queman la cabeza pero que, sinceramente, no son las correctas. Las preguntas correctas son otras: “¿Quiero estar en un matrimonio donde mi esposa piensa que no es asunto mío dónde pasa la noche?”, “¿qué límites necesito poner para no desarmarme?”, “¿qué ejemplo les estamos dando a nuestros hijos?”.

Lucía se quedó helada.

—¿Estás diciendo que… —empezó—. que te querés separar?

Sentí el peso de la palabra.

Separar.

No la solté a la ligera.

—Estoy diciendo que necesito espacio —respondí—. Y que este… lo que sea que estamos haciendo… no puede seguir igual. Que si para vos mi preocupación es “control”, que si tu respuesta a mi miedo es “no es asunto tuyo”, entonces, sí, la palabra separación está en la mesa. Al menos, como posibilidad.

Las lágrimas le corrieron por la cara.

—No quiero perderte —dijo—. No quiero que los chicos crezcan con padres separados. No quiero…

—Yo tampoco —la interrumpí—. Pero no quiero que crezcan viendo escenas como la de hoy. No quiero que nuestra hija aprenda que puede desaparecer sin avisar y luego decirle a su pareja que no es asunto suyo. No quiero que Bruno piense que sus emociones son un estorbo.

Se tapó la cara con las manos.

—No sé qué me pasa —murmuró entre sollozos—. Estoy… agotada, frustrada. Siento que la vida que tengo no es la que soñé. Que estoy tapada de cuentas, de tareas, de demandas. Y cuando salgo con mis amigas y me emborracho, por un rato no siento el peso. Me siento… otra.

—¿Y esa “otra” le tiene que faltar el respeto a su familia para existir? —pregunté.

No respondió.

Nos quedamos en silencio un rato.

Los tés se enfriaron.

—¿Irías a terapia? —pregunté, al fin—. ¿Con alguien que te ayude a entender qué te pasa? ¿Y vendrías conmigo a terapia de pareja? No para demostrar quién tiene razón. Para ver si todavía hay algo sano que rescatar.

Asintió, sin mirarme.

—Sí —dijo—. Lo haría.

—Bien —respondí—. Porque, te aviso, Lucía: esta es la última vez que acepto un “no es asunto tuyo” en temas que claramente sí lo son. La próxima, en lugar de hablar de terapia, hablaremos de abogados.

Fue duro decirlo.

Pero era verdad.

Ella se secó la cara.

—Lo sé —susurró—. Y… tenés razón.


Empezamos terapia dos semanas después.

Primero, ella sola.

Luego, juntos.

En sus sesiones individuales, Lucía fue desarmando cosas que yo solo alcanzaba a intuir: la presión de su madre, que siempre le había repetido que “no dependas de un hombre, divertite mientras puedas”; la sombra de un padre ausente que aparecía y desaparecía; la culpa de sentir que la maternidad la había borrado un poco como persona.

En las sesiones conmigo, hablamos de todo lo que no habíamos hablado en años.

De cómo yo me refugiaba en el trabajo para no sentir el peso de la casa. De cómo me había acomodado a que ella se ocupara “de los chicos” mientras yo “traía el dinero”. De cómo, a veces, cuando ella salía, yo la envidiaba… pero nunca se lo dije.

—Es que vos siempre parecés tener todo bajo control —me dijo una vez, frente a la terapeuta—. Y yo me siento un desastre. Entonces, cuando vos me preguntás “¿dónde estabas?”, no lo siento como preocupación. Lo siento como juicio.

—Es que muchas veces sí te juzgaba —admití—. Pensaba “yo estoy acá cumpliendo y ella allá en un bar”. Y en lugar de decirte “me siento solo”, te decía “¿a qué hora pensás volver?”. Como si el reloj fuera el problema.

—Tu frase —intervino la terapeuta— fue “No me hagas preguntas tontas, no es asunto tuyo”. ¿Qué creías que estabas defendiendo cuando dijiste eso?

Lucía suspiró.

—Mi derecho a… no sentirme controlada —dijo—. A tener algo solo mío. A no tener que rendir cuentas.

—¿Y cómo te sentiste después? —preguntó la terapeuta.

—Como una idiota —confesó—. Porque era su derecho saber. Era nuestra casa. Eran nuestros hijos. Me pasé de la raya.

—La libertad —dijo la terapeuta— no es hacer cualquier cosa sin consecuencias. Es elegir sabiendo que tus actos impactan en otros. Y en vos. Y el compromiso no debería ser una jaula, pero tampoco un decorado. —Nos miró a los dos—. ¿Quieren seguir casados? En serio. No por costumbre. No por miedo.

Nos lo preguntó muchas veces.

Al principio, no supe qué contestar.

Hubo días en que la respuesta era “no”.

Otros, “tal vez”.

Con el tiempo, se fue inclinando hacia un “sí, pero distinto”.


Mientras hacíamos todo este trabajo, la vida seguía.

Los chicos seguían yendo al colegio, trayendo dibujos, peleándose por juguetes.

Yo seguía yendo a la oficina, peleándome con bugs, trayendo sueldo.

Lucía seguía trabajando en la contadora, lidiando con balances y jefes intensos.

Hubo recaídas.

Un viernes, dos meses después, se fue de nuevo a tomar algo.

Esta vez, avisó.

Esta vez, respondió mensajes.

Esta vez, volvió a las una y media.

Esta vez, entró a la casa en silencio, se sentó en la cama, me sacudió el hombro.

—Estoy acá —susurró.

Asentí, somnoliento.

—¿La pasaste bien? —pregunté.

—Sí —dijo—. Y no me desmayé en ningún sillón. Ni llegué sin saber cómo. Ni me creí que el mundo me debía algo.

Nos reímos un poco en la oscuridad.


¿Se resolvió de la noche a la mañana?

No.

El respeto no es un interruptor que se prende y apaga.

Es un músculo que se ejercita.

Y nosotros lo habíamos tenido atrofiado.

Empezamos a hacer pequeños cambios concretos:

Pusimos una regla: si alguno iba a llegar más tarde de lo acordado, mandaba un mensaje. No para pedir permiso, sino para cuidar al otro.

Dedicamos una noche a la semana a nosotros, sin chicos, sin amigos, sin pantallas. No siempre salíamos; a veces era pizza en el sillón, pero con conversaciones reales.

Nos repartimos tareas de la casa de una forma más equitativa. Yo dejé de “ayudar” y empecé a hacerme cargo. Eso también bajó parte de la presión que la llevaba a escapar.

Hablamos con los chicos de emociones. Les dijimos que los adultos también se equivocan, que también pueden pedir perdón.

Una noche, Martina, ya medio dormida, me dijo:

—Papá, ahora casi siempre estás de buen humor cuando mamá sale.

Me sorprendió.

—¿Antes no? —pregunté.

—Antes te ponías duro —dijo—. Caminabas fuerte. Decías malas palabras en la cocina. Ahora… decís “que la pase bien”.

La sinceridad infantil otra vez.

Me di cuenta de que yo tampoco estaba libre de culpa.

Que, aunque Lucía se había pasado mil pueblos con su “no es asunto tuyo”, yo también había alimentado una atmósfera de reproche.


Pasó un año.

Hubo fiestas, salidas, rutinas, enfermedades, logros.

Hubo también una conversación clave, una que creo que fue el verdadero punto de inflexión.

Estábamos en la plaza, un domingo a la tarde, mientras los chicos jugaban.

Lucía, mirando a Bruno en la hamaca, dijo:

—¿Sabés que todavía, a veces, me dan ganas de gritarte “no es asunto tuyo” cuando me preguntás cosas? Como un reflejo.

—¿Y por qué no lo hacés? —pregunté.

Sonrió, ladeado.

—Porque ahora sé que sí es asunto tuyo —respondió—. Y es asunto mío lo tuyo también. Eso descubrí: que confundí “privacidad” con “secreto”. Y no es lo mismo. Tengo derecho a tener espacios propios. Pero no a desaparecer del mapa y exigir que no te importe.

—Yo también descubrí cosas —dije—. Que mi preocupación muchas veces venía teñida de control. Que, en vez de decirte “te extraño”, te decía “estoy harto”. Y que te empujé un poco hacia afuera. No te justifico. Pero me miro.

Se recostó en mi hombro.

—¿Sabés por qué aquella vez te dije que no era asunto tuyo? —preguntó, en voz baja.

—¿Por qué? —respondí.

—Porque me daba vergüenza decirte dónde había estado —confesó—. No hice nada “imperdonable”, si podemos decirlo así. No me metí en ninguna cama. Pero sí coqueteé, sí jugué a sentirme deseada por alguien que no era vos. Y cuando llegué a casa y vi tu cara, y vi a los chicos, la culpa me pegó tan fuerte que salió en forma de desprecio. Era más fácil decirte que no te metieras que mirarte y decirte “me porté como una tonta”.

Me quedé en silencio.

No porque me doliera menos.

Sino porque era la primera vez que lo decía así.

Completo.

—Gracias por decirlo —dije—. Aunque sea tarde. Me hubiera dolido igual si me lo decías entonces. Pero, al menos, era la verdad.

—Por eso tardé —respondió—. No estaba lista para verla ni yo.

Miramos a los chicos.

Martina le gritaba a Bruno que no se soltara de la hamaca.

Él se reía como si el mundo fuera simple.

Ojalá un día entiendan que el amor de sus padres no fue perfecto, pero sí trabajado.


No todas las historias como la nuestra terminan así.

Algunas terminan en abogados, en mudanzas, en silencios eternos.

La nuestra podría haber sido una de esas.

Estuvo cerca.

Muy cerca.

A veces me pregunto qué hubiera pasado si, aquella mañana, yo hubiera elegido la otra versión de mí: el que revisa el celular, grita, rompe cosas, se va de la casa y no acepta ni una disculpa.

Tal vez también habría sido válido.

Cada uno sabe cuánto puede, cuánto quiere.

Yo elegí otra vía.

No por ser mejor persona.

Sino porque, en medio del enojo, hubo una pregunta que me apareció como un golpe de agua fría:

“¿Qué tipo de hombre querés ser para tus hijos?”

¿El que se queda sin decir nada?

No.

¿El que explota y hace un infierno de cada conflicto?

Tampoco.

Quise ser, o al menos intentarlo, el que pone límites, cuida su dignidad y, si hay margen para reparar, repara.

Si no lo hubiera habido, me habría ido.

Y esa también habría sido una forma de respeto hacia mí mismo.

Hoy, cuando alguien me cuenta que su pareja le dice “no te metás, no es asunto tuyo” ante cosas que claramente sí lo son, no le doy una respuesta rápida.

No digo “dejalo ya” ni “aguantá, se va a acomodar”.

Le pregunto:

—¿Vos qué necesitás para no desmoronarte? ¿Hay voluntad del otro lado de construir algo distinto? ¿Te estás haciendo las preguntas correctas o solo estás intentando controlar lo incontrolable?

Yo casi me pierdo en preguntas tontas.

Las mías.

Hoy, si Lucía llega tarde (porque a veces sigue pasando), me manda un mensaje.

“Se alargó la cena. Vuelvo a la una. Todo bien”.

Yo respondo.

“Ok. Me voy a dormir. Mandame un mensaje cuando llegues”.

A la una y diez:

“Ya estoy en casa”.

Yo miro la notificación, sonrío un poco y me duermo más tranquilo.

No porque la esté vigilando.

Sino porque los dos aprendimos que, en un matrimonio sano, lo más íntimo sí es asunto de los dos.

Y que, irónicamente, decir “es asunto nuestro” nos hizo más libres que aquel “no es asunto tuyo” que casi nos rompe.