Le mandé diez mensajes sin respuesta durante toda la noche, pensando que estaba enfadada conmigo, pero a las dos de la madrugada recibí un “perdón” que vino acompañado de una foto que destrozó de golpe toda mi confianza
Hay pocas cosas más humillantes que mirar la pantalla del móvil cada dos minutos esperando una respuesta que no llega.
Sobre todo cuando estás seguro de que no has hecho nada malo.
O, por lo menos, eso crees.
Esa tarde de viernes, a las 18:47, mi pantalla mostraba lo siguiente:
Yo:
“Cariño, ¿a qué hora salís del bar? Paso a recogerte 😘”
Última conexión de Lucía: “en línea hace 1 min”.
Sin respuesta.
Nada grave, pensé.
Estaría hablando con sus amigas, o pidiendo la cuenta, o viendo un vídeo. No todo el mundo vive pegado a WhatsApp como yo.
Pero pasaron diez minutos.
Quince.
Veinte.
Y, como buena mente inquieta, la mía empezó a rellenar los huecos.

Lucía y yo llevábamos dos años y medio juntos.
Nos conocimos en la universidad, en un seminario de esos a los que vas sólo por los créditos extra.
Yo llegué tarde, buscando sitio al fondo. Ella se giró porque mi mochila casi tiró su botella de agua. Me pidió “perdón” aunque la culpa fue mía. Le dije “no pasa nada” aunque la mitad de su mesa estaba empapada.
Así empezó.
Compartiendo apuntes.
Compartiendo cafés.
Compartiendo playlists.
Al principio, todo parecía fácil.
Lucía se reía de mis chistes malos.
Yo me aprendía los nombres de sus compañeros de piso y sus primos.
Nos acostumbramos rápido a ser “Leo y Lucía”. Sonaba casi cursi, como nombre de serie.
La primera discusión seria llegó mucho más tarde.
Cuando empezó a trabajar en un bar de copas.
—Es algo temporal —me dijo, una tarde, sentados en el banco de siempre—. Hasta que encuentre algo de lo mío. El turno de tarde-noche se paga mejor.
—¿Y los borrachos? —pregunté, medio en broma, medio en serio.
—Estoy detrás de la barra —respondió—. No voy a estar bailando en la mesa. Además, no soy la única. Está el dueño, el camarero de siempre, un DJ… Pero si no te gusta, dímelo.
Ahí cometí el primer error.
No dije la verdad.
Que me incomodaba.
Que me imaginaba a tíos idiotas intentando ligar con ella.
Que me daba cosa que saliera del bar a las tres de la mañana sola.
Que me costaba confiar en ese entorno que no conocía.
En vez de eso, dije:
—Está bien. Confío en ti. Haz lo que quieras.
Porque no quería parecer controlador.
Porque no quería discutir.
Porque no quería que me pusiera en la categoría de “novio tóxico”.
Ella sonrió, aliviada.
No se habló más del tema.
Al menos, no en voz alta.
Al principio, todo fue como había dicho.
Los primeros meses, me mandaba fotos desde el trabajo.
Del bar vacío antes de abrir.
De las luces de colores.
Del DJ haciendo el tonto.
Más de una vez fui a verla.
Me sentaba en la barra, me ponía una cerveza, la miraba trabajar.
Era buena.
Rápida.
Simpatía por todos.
Una vez, un cliente borracho se pasó de listo.
Ella lo frenó en seco, con una sonrisa helada.
—La mano en el vaso, no en mí —le dijo.
El tipo se rió, pidió perdón y se fue a la pista.
Yo la miré con admiración.
Y con un puntito de orgullo idiota.
“Ésa es mi novia”.
Con el tiempo, empecé a ir menos.
No porque desconfiara más.
Sino porque nuestras agendas empezaron a desajustarse.
Yo entraba a trabajar temprano en una oficina.
Generaba informes, contestaba correos, asistía a reuniones interminables.
Ella dormía hasta las diez, desayunaba tarde, iba al gimnasio, después al bar.
Cuando yo volvía a casa, normalmente estaba saliendo.
Cuando ella volvía, yo ya dormía.
Nuestro horario de “pareja” se redujo a dos o tres ratos a la semana.
Sabíamos que era temporal.
Eso nos repetíamos.
—Cuando pille algo de diseño, voy a ser la primera en alegrarme de no llegar oliendo a humo —decía ella.
—Cuando eso pase, vamos a cenar como señores a las ocho, como la gente normal —bromeaba yo.
Pero los meses pasaban.
Y seguías siendo “temporal”.
La noche de los diez mensajes fue un viernes.
Yo llevaba toda la semana con un proyecto a cuestas.
Horas extra.
Estrés.
Pensé que el viernes por la noche sería buena idea compartir algo juntos.
—Hoy cierro pronto —me dijo ella por la mañana, mientras se ponía el abrigo—. Ha venido un DJ invitado y va a estar a tope, así que me han puesto turno de tarde pero salgo a las once. ¿Te vienes con los del curro después? Podemos tomarnos algo.
—Tengo mucho curro —admití—. Igual me quedo en casa. Pero te recojo. No quiero que vuelvas en taxi sola.
Rodó los ojos.
—Otra vez con eso… —protestó.
—Humoréame —insistí—. No me cuesta nada bajar en coche. Si no te recojo, no voy a ver tu cara en toda la semana.
Me miró.
Su expresión se suavizó.
—Vale —cedió—. Te aviso cuando estemos saliendo.
Nos besamos en el portal.
No hubo nada raro.
Nada que hiciera presagiar lo que iba a venir.
Por eso, cuando a las diez y media yo seguía frente al ordenador, y a las once… y a las once y media… y mi móvil no vibraba, empecé a mirar la pantalla de reojo.
A las 22:57, escribí:
Yo:
“¿Qué tal va eso?”
Nada.
A las 23:21:
Yo:
“Oye, ¿al final cierro tarde? Voy viendo si me hago algo de cenar o te espero.”
Nada.
A las 23:48:
Yo:
“Lucía, ¿todo bien?”
Nada.
Miré su última hora de conexión: “hoy a las 19:13”.
No había vuelto a conectarse desde poco después de entrar a trabajar.
Eso me tranquilizó un poco.
Pensé: “Está currando, ni mira el móvil. Luego me escribe”.
A las 00:15, mis pensamientos eran otros.
“Si sale a las once, ya debería haber acabado, recogido, cambiado de ropa, salido del bar, contestado un mensaje, aunque fuera un ‘espera’”.
Escribí:
Yo:
“Lu, dime algo. Me estoy preocupando.”
Nada.
A las 00:32:
Yo:
“Voy a pasar por el bar. Si ya saliste y estás con las chicas, perdona el agobio.”
Cogí las llaves.
Bajé al coche.
Conduje los quince minutos hasta el bar.
Había cola a la entrada.
Música alta.
Luces de colores.
Aparqué mal, con las luces de emergencia puestas.
El portero me reconoció.
—¿Qué pasa, Leo? —dijo—. Hoy no te he visto por aquí.
—¿Sigue Lucía? —pregunté, casi a gritos para que me oyera.
Me miró raro.
—Lucía no ha venido hoy —soltó—. Lleva dos días pillando descanso. Dijeron que tenía cosas que hacer. De hecho, creo que se ha ido de viaje, o algo así.
La música pareció volverse más grave.
—¿Cómo que no ha venido? —balbuceé—. Esta mañana ha salido de casa diciendo “voy al bar”.
—Pues aquí no, macho —insistió—. Pregunta dentro si quieres, pero ya te digo.
Mi corazón empezó a latir muy rápido.
No hacía falta entrar.
Sabía que si pasaba a la barra, vería a otra camarera en su puesto.
O al dueño.
Pero no a ella.
Subí al coche.
La llamé.
Primera llamada: tono, buzón.
Segunda: tono, buzón.
Tercera, cuarta, quinta…
Nada.
Mandé mensajes.
Uno detrás de otro, a medida que pasaban las horas, como quien tira piedras a un pozo sin fondo.
Yo:
“Lucía, ¿dónde estás?”
“He pasado por el bar, no estabas.”
“Si estás enfadada por algo, dímelo. Pero contesta.”
“No sé si ha pasado algo o qué.”
“Me estoy planteando llamar a tu madre. Y a la policía. No es broma.”
“Por favor, dime que estás bien.”
“Lucía.”
“Lucía.”
“Lucía, contesta.”
“No voy a poder dormir hasta que sepa algo.”
Diez mensajes.
Diez.
Sin respuesta.
Sin ni siquiera la marca de “recibido”.
Hasta que, a las 02:07, sonó.
No un mensaje.
Una llamada.
Su nombre en la pantalla.
No dudé.
Descolgué al primer tono.
—¿Lucía? —dije, con la voz más tensa de mi vida.
Al principio no se oyó nada.
Sólo ruido de fondo.
Música.
Risas.
Un vaso chocando con otro.
—Leo… —su voz llegó por fin—. Perdón.
Una sola palabra.
“Perdón”.
Dicha con esa textura espesa de la gente que ha llorado, o ha bebido, o ambas.
Me di cuenta de que estaba apretando el móvil tan fuerte que me dolía la mano.
—¿Dónde estás? —fue mi primera pregunta.
—Por ahí —respondió—. Estoy… bien. Perdón. Se me ha ido la olla. He perdido la noción del tiempo. No quiero que te preocupes. Estoy bien. Perdón.
“Por ahí”.
Ni siquiera un intento de inventar un nombre.
Ni siquiera “con Clara”.
Ni siquiera “en el cine”.
Estaba fuera de casa.
A las dos de la mañana.
Después de haberme dicho que iba a trabajar.
Y lo único que podía decir era “perdón”.
—¿Estás con alguien? —pregunté, con una calma que no sentía.
Se hizo un silencio.
—No quiero hablar de eso ahora —dijo, por fin.
Y supe.
No por confesión.
No por detalle.
Supe por ese rodeo.
Por no poder decir “no”.
Por no atreverse a mentir con un “estoy sola” sabiendo que, quizá, no le saldría natural.
Supe que estaba con alguien que no era yo.
Noté algo romperse dentro de mí.
No fue dramático.
Ni cinematográfico.
Fue más bien como cuando un vaso se raja sin romperse del todo: no lo ves, pero sabes que, tarde o temprano, se va a hacer añicos.
Tragué saliva.
—Vale —dije—. No quieres hablar de eso ahora.
—Estoy borracha —admitió—. No quiero decir cosas de las que me arrepienta. Sólo… —bajó la voz—. Perdón.
Podría haberle hecho la pregunta de rigor:
“¿Perdón por qué?”.
Pero ya no tenía doce años.
No necesitaba que me deletrearan la herida para saber dónde estaba.
En vez de eso, dije:
—Gracias por confirmarlo.
Esta vez el silencio al otro lado fue distinto.
—¿Por confirmar qué? —susurró.
—Que no estabas en el bar —respondí—. Que no se te había roto el móvil. Que no habías tenido un accidente. Que no estabas en un hospital. Que no era mi paranoia perseguiéndome. —Suspiré—. Que, cuando no contestabas a mis diez mensajes, era porque no te daba la gana, no porque no pudieras.
—No es así… —empezó.
La interrumpí.
—Lucía —dije—. Si lo que quieres es acostarte con otro, salir con otro, no verme, vivir otra vida… dilo. No me lo adornes con “se me fue el tiempo” o “ni miré el móvil”. No soy un crío. No hace falta que me inventes accidentes para justificar deseos.
Respiró hondo.
Oí cómo se apartaba un poco del ruido, quizá a un pasillo, quizá a la calle.
—Leo, no quiero hacerte daño —dijo—. Te lo juro.
Me reí, sin humor.
—Vas tarde —respondí—. Ya lo has hecho.
El ruido de fondo se apagó de pronto.
Quizá había salido a la calle.
—Yo… —balbuceó—. Empecé a quedar con alguien. Después del bar. Al principio era sólo “ven a tomar algo”. Luego era “quédate un rato más”. Y de repente… —buscó palabras—. De repente, estaba esperando sus mensajes más que los tuyos. Me hacía sentir cosas que… —se detuvo—. No sé cuándo se me fue de las manos. Me he engañado a mí misma pensando que eran “amigos”.
El nudo en mi garganta se apretó.
—¿Y pensar en mí? —pregunté—. ¿En lo que se me podría pasar por la cabeza si desaparecías? ¿En mi miedo? ¿En mis diez mensajes? ¿Eso no se te fue de las manos? Eso directamente lo soltaste.
No contestó.
La escuché llorar.
Lloraba como había llorado otras veces: con esos sollozos que me habían movido siempre a abrazarla.
Esta vez, sin embargo, algo era distinto.
Me di cuenta de que, si la consolaba, no era por ella.
Era por la versión de ella que quedaba en mi memoria.
Y que esa versión… ya no existía.
—Quiero ir a casa —dijo, entre lágrimas—. Quiero hablar contigo cara a cara. Explicarte. No quiero que te enteres de esto… así. Por teléfono. A las dos de la mañana. ¿Puedes venir a buscarme?
Mordiéndome los labios, pregunté:
—¿Dónde estás?
—En casa de Diego —respondió, finalmente.
Diego.
El nombre me sonó.
Era el DJ nuevo.
El del bar.
El que, según ella, “tiene novia, está pilladísimo, me habla de videojuegos todo el rato, cero peligro”.
Ese Diego.
“Cero peligro”.
Me apoyé en la encimera.
—No voy a ir a buscarte a casa de Diego —dije—. Pide un taxi. Ya sabes hacerlo.
—Leo…
—Lucía —la corté—. Llevas meses saliendo con él en vez de conmigo. Puedes cerrar el círculo. No voy a ser tu chófer en esta historia.
—Te quiero —soltó de pronto, como un salvavidas.
La frase me atravesó el pecho.
Había sido mi droga durante dos años.
—Y yo a ti —respondí, sorprendiéndome a mí mismo.
Porque era verdad.
La quería.
Pero, por primera vez, me di cuenta de que querer no era suficiente.
—Pero el amor —añadí— no compensa cinco días sin contestar diez mensajes. No compensa que tu primera llamada después de ignorarme sea desde la cama de otro.
Chilló por dentro.
—No digas “cama de otro” —pidió—. Me hace sentir… peor.
—No estoy aquí para que te sientas menos culpable —dije—. Llama a un taxi. Cuando vuelvas, vas a encontrar mis cosas recogidas. Mañana hablamos de lo práctico. Esta noche… —miré el reloj—. Esta noche necesito dormir.
Colgué.
Sí.
Colgué.
No por crueldad.
Sino porque había llegado al límite de lo que podía escuchar sin entrar en bucle.
Puse el móvil en modo avión.
Me dejé caer en el sofá.
No dormí mucho.
Pero, por primera vez en cinco días, supe una cosa con seguridad:
Lucía no estaba secuestrada.
No estaba en un hospital.
No estaba inconsciente.
Estaba tomando decisiones.
Horribles para mí.
Pero decisiones.
Y eso cambiaba todo.
A la mañana siguiente, cuando sonó el timbre, ya había hecho dos cosas:
Meter mi ropa en dos maletas.
Escribir una carta.
No era una carta de amor.
Ni de odio.
Era una carta de límites.
Cuando abrí la puerta, allí estaba.
Lucía.
Con la misma ropa arrugada del día anterior.
El rímel corrido.
El pelo hecho un desastre.
Llevaba una mochila colgada al hombro.
—Leo… —empezó.
—Pasa —dije, apartándome.
Entró.
Miró alrededor.
Vio las maletas junto a la puerta del dormitorio.
Su cara cambió.
—¿Te vas? —preguntó, como si le costara creerlo.
—Sí —respondí—. A casa de Marcos. Me deja su habitación de invitados una temporada. Hasta que vea qué hago.
—Podemos hablarlo —dijo, acercándose—. No tienes por qué irte.
—No quiero vivir aquí contigo como si nada, sabiendo que cuando miras el móvil no soy yo quien te da mariposas —repliqué—. Tampoco voy a exigirte que lo dejes a él. No soy tu carcelero. Eres libre de acostarte con quien quieras. Pero yo soy libre de no dormir al lado de alguien que lo hace.
Se cubrió la cara con las manos.
—No ha sido sólo sexo —murmuró—. No digas “acostarte”. Me hace parecer…
—Lo que hiciste o no en esa cama sólo lo sabes tú —dije—. Pero, para mí, lo importante es que me mentiste. Día tras día. Y que cuando por fin decidiste ser honesta fue porque te pillaste los dedos con mis diez mensajes.
Le tendí la carta.
—¿Qué es esto? —preguntó, en voz baja.
—Mi “perdón” —respondí—. Tú me mandaste un “perdón” a las dos de la mañana, desde casa de otro. Este es el mío. —La miré—. Perdón por no haber visto antes que tú estabas ya a kilómetros de aquí. Perdón por no haber hablado cuando sentía cosas raras. Perdón por haberme callado tantas veces por miedo a ser “el novio pesado”. Ya no voy a hacerlo.
La abrió.
No voy a reproducirla entera aquí.
Era larga.
Había frases como:
“No te odio, pero tampoco puedo mirarte igual.”
“No quiero que esto acabe en gritos. Quiero que acabe con la verdad sobre la mesa.”
“Si algún día me buscas, que no sea porque te arrepentiste con la resaca del domingo, sino porque de verdad has hecho un trabajo contigo misma.”
“No vuelvas a decirle a nadie que “se te fue el tiempo” cuando en realidad lo invertiste con otra persona.”
Cuando terminó de leerla, tenía la cara llena de lágrimas.
—No sé qué decir —susurró.
—No tienes que decir nada ahora —respondí—. Sólo quiero que entiendas que la mentira no se borra con un mensaje a las dos de la mañana. Ni con un “te quiero” desesperado. Ni con una noche volviendo a casa oliendo a otro. Se trabaja. Con el tiempo. O no se hace. Pero yo no voy a quedarme aquí esperando a ver qué decides.
Se acercó un paso.
—¿Y si te pido que lo intentemos? —preguntó—. ¿Que vayamos a terapia? ¿Que dejemos el bar? ¿Que corte con Diego? ¿Qué todo esto haya sido… un mal capítulo?
La miré.
Y me pregunté, de verdad, qué quería.
¿Quería perdonarla?
¿Quería intentarlo?
¿Quería que esto fuera “sólo un mal capítulo”?
La respuesta me dolió, pero fue clara.
—No —dije—. No después de cinco días desaparecida y un “perdón” a las dos de la mañana. No después de que la señora de recepción del bar me mirara raro cuando pregunté por ti. No después de que tu madre me escribiera pensando que estabas en un hospital. No así.
Ella se dio la vuelta.
Se apoyó en la mesa de la cocina, llorando en silencio.
Yo terminé de cerrar las maletas.
Las llevé a la puerta.
Cuando las estaba sacando, se giró.
—Ojalá hubiera tenido el valor de hablar contigo antes de meterme en todo esto —dijo—. Te habría dolido igual, pero no de esta manera.
—Ojalá —coincidí—. Pero el valor que no tuviste tú lo tengo yo ahora. Para irme.
Nos quedamos mirándonos unos segundos.
Lo suficiente para que todos los recuerdos se condensaran en un nudo en la garganta.
—Adiós, Lucía —dije.
—Adiós, Leo —respondió.
Bajé las escaleras.
No hubo persecución.
Ni carrera dramática.
Ni “espera”.
Sólo el sonido de mis pasos y el de la puerta cerrándose arriba.
Los meses siguientes fueron una mezcla de duelo y descubrimiento.
Duelo por la relación.
Descubrimiento de quien era yo sin “Leo y Lucía”.
Marcos me hospedó en su habitación de invitados.
—Aquí no se llora solo —me dijo, la primera noche—. Se llora compartiendo cervezas y viendo partidos.
Intentó que riera.
A veces lo consiguió.
Otras, no.
Hubo noches en las que me desperté creyendo que ella estaba a mi lado, porque había pegado un giro extraño en la cama.
Hubo tardes en las que abría el móvil por inercia para contarle algo, y lo cerraba de golpe al recordar que ya no era “mi persona”.
Hubo días en los que la rabia me quemaba.
—¿Cómo pudo desaparecer así? —pensaba—. ¿Cómo pude yo creer todas sus excusas?
Hubo otros en los que la pena me ahogaba.
—Era mi amiga antes que mi novia —me decía—. Y la he perdido también.
Lloré.
Hablé.
Escribí lo que no me atrevía a decir.
Fui a terapia.
La psicóloga, una mujer de unos cincuenta, me dijo algo que se me quedó clavado:
—Los diez mensajes no te exponían sólo a que ella te mintiera —explicó—. Te exponían a que tú mismo vieras, en el silencio, cuánto te estabas mendigando algo que tenías derecho a recibir sin mendigar: atención, respuesta, respeto.
Tenía razón.
Yo no era responsable de su infidelidad.
Pero sí era responsable de no volverme a poner en el lugar de dar diez veces y recibir cero.
Aprendí mucho.
Sobre mí.
Sobre mis límites.
Sobre cómo, la próxima vez que algo me oliera raro, no iba a esperar al mensaje número diez para decir “eh, algo no cuadra”.
Seis meses después, recibí un mensaje de un número que nunca había borrado, pero que ya no estaba en mi lista de “favoritos”.
Lucía.
“Hola. Sólo quería decirte que he leído tu carta un montón de veces. Y que, aunque tarde, la entiendo. Estoy en otro sitio ahora, literal y mentalmente. No quiero volver, ni creo que tú quieras que lo haga. Pero quería darte las gracias por no tratarme como un monstruo en los mensajes, ni con tus amigos. Lo sé porque me lo ha contado Clara. Sé que podrías haber hecho de esto un show y no lo hiciste. Yo no tuve ese respeto contigo cuando te mentí. Tú sí conmigo. Aprendo de eso. De verdad. Te deseo cosas bonitas. Lu.”
Lo leí.
Dos veces.
No contesté.
No por rencor.
Sino porque ya no tenía nada que añadir.
Había algo de paz en dejarlo así.
Ella, en su camino.
Yo, en el mío.
Sin fotos borradas con rabia.
Sin historias compartidas que se tiran a la basura.
Sin necesidad de que el otro se arrastre para uno sentir que “ganó”.
No había ganadores.
Tampoco perdedores.
Había gente que se equivocó, que hirió, que aprendió.
Y yo, que alguna vez mandé diez mensajes sin respuesta, aprendí a reconocer el valor de uno solo:
El que me mandé a mí mismo cuando decidí irme de un lugar donde mi “¿estás bien?” podía quedarse en leído dos días sin que a la otra persona le temblara el pulso.
La próxima vez que la vida me ponga frente a un chat vacío, sé que voy a mirarlo distinto.
No preguntándome “¿qué habré hecho yo?”.
Sino preguntándome:
“¿Quiero estar con alguien para quien es normal dejarme en silencio hasta las dos de la mañana mientras hace su vida con otra persona?”
Y, más importante aún:
“¿Quiero ser yo alguien que aguanta eso?”
La respuesta, ahora, es no.
Al final, la historia de los diez mensajes y del “perdón” a las dos de la madrugada no fue el final de mi confianza en el amor.
Fue el inicio de mi confianza en mí.
Y eso, aunque no lo parezca, es una muy buena forma de empezar otra historia.
News
Una confesión inventada que sacudió las redes: Alejandra Guzmán y la historia que nadie esperaba imaginar
Ficción que enciende la conversación digital: una confesión imaginada de Alejandra Guzmán plantea un embarazo inesperado y deja pistas inquietantes…
Una confesión imaginada que dejó a muchos sin aliento: Hugo Sánchez y la historia que cambia la forma de mirarlo
Cuando el ídolo habla desde la ficción: una confesión imaginada de Hugo Sánchez revela matices desconocidos de su relación matrimonial…
Una confesión inventada sacude al mundo del espectáculo: Ana Patricia Gámez y la historia que nadie esperaba leer
Silencios, miradas y una verdad narrada desde la ficción: Ana Patricia Gámez protagoniza una confesión imaginada que despierta curiosidad al…
“Ahora puedo ser sincero”: cuando una confesión imaginada cambia la forma de mirar a Javier Ceriani
Una confesión ficticia que nadie esperaba: Javier Ceriani rompe el relato público de su relación y deja pistas inquietantes que…
La confesión que no existió… pero que millones creyeron escuchar
Lo que nunca se dijo frente a las cámaras: la versión imaginada que sacudió foros, dividió opiniones y despertó preguntas…
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la Cocina Podía Ganar una Batalla
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la…
End of content
No more pages to load






