La francotiradora a la que acusaron de ser “demasiado blanda para apretar el gatillo” falló su disparo más importante… pero esa bala perdida cambió el rumbo del combate al alcanzar por accidente al jefe enemigo
Desde lo alto de la colina, el paisaje parecía tranquilo, como si la guerra fuera solo un rumor lejano. Los árboles desnudos se alzaban como dedos grises hacia un cielo nublado, y el viento traía consigo un frío que se colaba bajo el uniforme. Selene ajustó la mira de su rifle, respiró hondo y dejó que el mundo se redujera a un círculo de cristal.
Allí estaba su objetivo: un oficial enemigo que se movía entre sacos de arena, revisando mapas y dando órdenes con gestos secos. No era un comandante importante, según el informe, pero sus decisiones estaban complicando el avance de la compañía de Selene. Neutralizarlo debía abrir un pequeño respiro en esa zona del frente.
—Distancia, cuatrocientos setenta metros —susurró por el comunicador, sin apartar el ojo de la mira.
A su lado, agazapado, el sargento Bruno vigilaba con prismáticos.
—Viento leve de derecha a izquierda —respondió—. Nada que no puedas manejar.
Selene asintió, aunque él no pudiera verla. Ajustó un par de clics en la mira, apoyó la mejilla contra la culata de madera y dejó que su pulso se sincronizara con la respiración.
“Solo uno más”, se dijo. “Un disparo limpio”.
Pero en el fondo, sabía que no era “solo uno más”.

Su historia como francotiradora no había sido sencilla. Cuando se presentó voluntaria, meses atrás, más de uno levantó la ceja.
—¿Una tiradora? —se había burlado un soldado en el cuartel—. ¿Y también vas a pilotar un avión y manejar un tanque el mismo día?
—Deja que lo intente —había dicho otro, con ironía—. Si falla, al menos, tendremos una excusa para decir que lo intentamos.
Los comentarios se repetían una y otra vez, en versiones distintas. Algunos no lo decían en voz alta, pero lo pensaban. Selene lo veía en sus ojos.
En el campo de tiro, mientras aprendía a manejar el rifle de precisión, se concentraba hasta que el ruido alrededor desaparecía. No escuchaba las risas, ni las frases medio en broma, medio en serio. Solo el latido en sus oídos, el golpe suave del disparador, el pequeño movimiento del blanco al final del campo.
El instructor, un veterano llamado Ramírez, fue el primero en reconocerlo.
—No tiene que ver con fuerza —le dijo un día, mientras recogían los casquillos—. Tiene que ver con paciencia. Y tú tienes de sobra.
Fue Ramírez quien la recomendó para el pelotón de reconocimiento. Y allí, en medio de hombres acostumbrados a ver siempre los mismos rostros, empezó la segunda parte de su lucha: la de ser tomada en serio.
Un día, en una de las tiendas de campaña, la discusión se hizo inevitable.
Estaban revisando un mapa, sentados alrededor de una caja que hacía de mesa. El capitán Adrián explicaba la próxima misión: asegurar un cruce de caminos vital para el avance. En el plano, marcó con un círculo rojo la posición de un oficial enemigo que coordinaba los movimientos desde una colina fortificada.
—Necesitamos un tirador que pueda neutralizarlo antes de que pida refuerzos —dijo el capitán—. Sin eso, nos detendrán a medio camino.
El sargento Bruno, que entonces no la conocía bien, intervino:
—Pues ya sabe a quién pedirle, mi capitán. A Ramírez. Si hay alguien que pueda hacer ese disparo, es él.
Ramírez sonrió cansado.
—Ya no soy lo que era —respondió—. Mis manos tiemblan más de lo que me gustaría. Además —añadió, señalando a Selene con el mentón—, ya tenemos a alguien mejor.
Las miradas se volvieron hacia ella.
—¿Ella? —soltó alguien, incrédulo.
—¿La nueva? —preguntó otro.
—Con todo respeto, mi capitán —dijo Bruno, frunciendo el ceño—, no es momento de hacer experimentos.
Selene sintió el golpe de esas palabras, aunque siguió con el rostro firme. Dentro de sí, sin embargo, algo se tensó.
—No es un experimento —respondió Ramírez—. He visto sus agrupaciones. Tiene precisión, control de respiración, calma. Lo único que le falta es que la dejen demostrarlo.
La discusión escaló.
—Esto no es practicar con latas en el patio —insistió Bruno—. Es un disparo que decide si avanzamos o nos quedamos aquí, cavando trincheras para no retroceder. Si falla…
—Si falla, asumimos el riesgo como equipo —interrumpió el capitán Adrián, con voz firme—. Igual que hemos hecho cada vez que hemos enviado a alguien a una misión peligrosa.
Bruno apretó la mandíbula.
—Mi capitán, no es que no confíe en ella —mintió a medias—. Es que no tenemos margen de error. Y, sinceramente, no me parece justo que la responsabilidad caiga sobre la más nueva, solo porque a alguno se le ocurrió que sería buena idea.
La tensión aumentó. Las palabras se volvieron más duras, más directas. Selene escuchaba, sintiéndose al mismo tiempo presente y lejana, como si el debate fuera sobre otra persona.
Hasta que, de pronto, ya no pudo callar.
—Si tienen dudas —dijo, entrando en la conversación—, pónganlas sobre la mesa. Pero háganlo de frente. No detrás de mi espalda.
Todos se callaron. Bruno respiró hondo.
—Está bien —concedió—. Te lo diré directo. Me preocupa que, cuando llegue el momento de verdad, dudes. Que no aprietes el gatillo a tiempo. Que te tiemble la mano.
—A cualquier tirador le tiembla la mano la primera vez —replicó ella—. No tiene nada que ver con ser mujer o no. Tiene que ver con la carga que llevas en la mira.
Ramírez asintió, apoyándola.
—Yo también tuve miedo la primera vez —añadió—. Y la segunda. Y la tercera. Eso no me hizo menos efectivo.
La discusión se volvió aún más intensa. Las voces subieron de tono, las frases se cruzaron. “Responsabilidad”, “confianza”, “riesgo”, “experimento”, “justicia”. Cada palabra golpeaba como una piedra.
Finalmente, el capitán levantó la mano.
—Basta —ordenó—. Ya escuché suficiente.
Miró a Selene, luego a Bruno, luego al resto del grupo.
—La decisión está tomada. Selene será la francotiradora en esta misión. Si alguien tiene un problema con eso… puede discutirlo conmigo después. Pero no ahora.
La discusión no desapareció, solo cambió de lugar: de la mesa al interior de cada uno. Selene sintió el peso de los ojos sobre ella. Había ganado su primera batalla… pero ahora venía la más difícil.
Demostrarlo en el campo.

Y ahora, en la colina, con el frío mordiendo las manos enguantadas y el objetivo dentro de la mira, esa discusión volvía a su memoria como un eco.
“Te preocupa que dudes”, había dicho Bruno.
“Lo que me preocupa”, pensó Selene, “es fallar por intentar demostrar demasiado”.
Intentó vaciar su mente de emociones. Viento, distancia, respiración. El oficial enemigo se inclinó sobre un mapa, hablando con otro militar. Unas figuras detrás de él entraban y salían de una tienda de campaña. No era un escenario ideal: mucho movimiento, pocas ventanas claras.
—Podemos esperar —susurró Bruno—. Quizás se aparte a un lugar más despejado.
Pero el tiempo no jugaba a su favor. Sabían que en cualquier momento podía llegar un vehículo con refuerzos. Cada minuto de espera era un minuto en el que todo podía cambiar.
El oficial dio unos pasos hacia una mesa más cercana al borde de la posición. Selene ajustó la mira. El círculo se centró en el pecho del hombre. Respiró hondo, exhaló, dejó pasar un par de latidos.
Apretó el gatillo.
El disparo cortó el aire con un sonido seco. El retroceso fue controlado, casi familiar. Selene mantuvo el ojo en la mira, esperando ver al objetivo caer.
Pero el oficial no cayó.
En el instante justo después del disparo, una figura cruzó frente a él, moviendo unos papeles. El proyectil no impactó donde ella había calculado: se desvió apenas, lo suficiente. Vio cómo el hombre al que apuntaba se agachaba instintivamente, cubriéndose.
—Fallaste —susurró Bruno, con incredulidad.
Selene sintió que el estómago se le hundía. El oficial principal estaba vivo, agachado tras una barrera. El disparo había alertado a todos. Soldados corrían, se cubrían, miraban hacia la colina de la que había salido la bala.
—Cambio de posición —dijo Bruno—. ¡Ya!
Se arrastraron entre rocas, bajando unos metros para evitar que localizaran su punto exacto. Selene sentía la respiración acelerada, no solo por el esfuerzo, sino por la mezcla de rabia y frustración.
“Lo sabía”, imaginó la voz de Bruno en su mente. “Te iba a temblar la mano”.
Pero entonces, mientras se desplazaban, algo llamó su atención.
En la posición enemiga, un hombre distinto cayó al suelo. No era el oficial al que había apuntado… pero tampoco era un soldado cualquiera. Llevaba un abrigo distinto, con insignias que brillaban incluso a distancia. De pronto, alrededor de esa figura se desató un pequeño caos.
—Espera… —murmuró Selene, volviendo a ajustar la mira desde la nueva posición.
Bruno, aún sin haber entendido, levantó de nuevo los prismáticos.
—¿Qué pasa?
—Mira al centro —dijo ella—. No al oficial al que le apuntaba… al otro.
Bruno obedeció. Localizó la figura caída. Vio cómo otros oficiales se abalanzaban sobre él, intentando levantarlo, cómo los gestos se volvían nerviosos, cómo algunos soldados miraban hacia los vehículos al fondo, como esperando órdenes… que no llegaban.
—No puede ser… —susurró.
—¿Qué ves? —preguntó Selene, con el corazón latiendo fuerte.
Bruno tardó unos segundos en responder.
—Selene… —dijo por fin—. Ese no era un oficial cualquiera. Es un comandante de alto rango. Lo vi en informes de reconocimiento. Pensábamos que estaba en otro sector.
Ella sintió un vértigo extraño.
—Pero yo… —balbuceó—. Yo no le apunté a él.
—La bala se desvió —razonó Bruno—. Fallaste el objetivo que te dimos… pero alcanzaste a alguien mucho más importante.
Mientras hablaban, el efecto del impacto se hizo evidente. Las órdenes dejaron de fluir con claridad. Los soldados se movían sin coordinación. Algunos intentaban reorganizar la defensa, otros se replegaban unos metros. Se veía confusión, incluso miedo.
La voz del capitán sonó por el comunicador:
—¿Informe de la colina?
Bruno respondió:
—El disparo no alcanzó al oficial que habíamos marcado… —hizo una pausa—. Pero al parecer, Selene ha neutralizado a alguien más importante. Creemos que se trata del comandante del sector.
Hubo unos segundos de silencio.
—Repita —pidió el capitán.
Bruno lo repitió, con más seguridad esta vez. Selene lo escuchaba con una mezcla de alivio y desconcierto.
—Comprendido —respondió al fin el capitán—. Prepárense. La confusión enemiga es nuestra ventana. La compañía se mueve en cinco minutos. Selene, Bruno, mantengan vigilancia y avisen de cualquier reorganización.
Selene cerró los ojos un instante.
Había fallado su objetivo original. No lo negaba. El cálculo había sido correcto, pero el movimiento inesperado de un hombre había cambiado la trayectoria práctica del resultado. Sin embargo, el efecto final había sido mayor de lo que cualquiera imaginó.
—Así que… —murmuró Bruno, a su lado—. “La nueva que iba a dudar” termina quitando del mapa a un comandante que ni siquiera estaba en el informe.
En su voz había asombro… y algo más: respeto.
—Fue un accidente —respondió ella, con sinceridad—. No era a él a quien buscaba.
—Tal vez —dijo Bruno—. Pero en este trabajo, los accidentes también cambian el rumbo de las cosas. Y solo ocurren si alguien tiene el valor de apretar el gatillo.

El avance de la compañía fue mucho menos duro de lo esperado. Sin la coordinación de su comandante principal, las fuerzas enemigas se movieron como piezas sin tablero. Algunas se retiraron, otras se quedaron en posiciones aisladas, sin saber si debían resistir o replegarse.
Horas más tarde, el cruce de caminos estaba asegurado.
En el puesto de mando provisional, el capitán Adrián revisaba el nuevo mapa cuando Bruno y Selene entraron.
—Informe completo —pidió el capitán.
Bruno relató los hechos con detalle: la posición, el disparo, el fallo, la figura que cruzó, el impacto inesperado, el reconocimiento visual del comandante. El capitán escuchó sin interrumpir.
Cuando terminó, se volvió hacia Selene.
—¿Quieres decir algo? —preguntó.
Ella dudó un instante.
—No fue el disparo perfecto —admitió—. No fue lo que yo había planeado. Pero fue el disparo que ocurrió. Y asumo la responsabilidad. Si usted decide que no fue suficiente…
El capitán levantó una mano, interrumpiéndola.
—Acabamos de tomar un cruce clave con menos resistencia de la esperada —dijo—. Los informes captados por radio indican confusión en las filas enemigas por la pérdida de su comandante. Eso se remonta a tu disparo.
Selene lo miró, sin saber qué esperar.
—En nuestra labor —continuó Adrián—, a veces el resultado no sigue el guion. Puedes fallar un objetivo y aun así cambiar el curso de una operación. Lo importante no es solo a quién apuntaste, sino qué cambió después de que decidiste actuar.
Bruno, a su lado, habló:
—Mi capitán… también me gustaría añadir algo.
—Adelante.
—Fui de los que dudó de ella. Pensé que no podría con la presión. Pensé que fallaría… y que ese fallo nos costaría caro. Me equivoqué en todo menos en una cosa.
El capitán lo miró, curioso.
—¿En cuál?
—En que iba a ser un disparo que no olvidaría nunca —respondió Bruno—. Tenía razón en eso, solo que por motivos muy distintos a los que imaginaba.
Selene no pudo evitar sonreír, aunque sus ojos seguían serios.
—Ese fallo —añadió Bruno— nos dio una ventaja que ni habíamos planeado. Y yo, personalmente, le debo una disculpa.
Las palabras, que en otro momento habrían sido difíciles de decir, salieron con sinceridad.
—La acepto —dijo Selene—. Y también acepto que no todo salió como quería. Pero si algo aprendí hoy, es que la perfección no siempre es lo que decide la historia.
El capitán asintió, satisfecho.
—Toma nota de todo esto en el informe —dijo, dirigiéndose a Bruno—. Y en lo que respecta a la unidad… —miró a Selene—, a partir de hoy, nadie discutirá si estás preparada. Lo probaste bajo la presión real.
Esa noche, alrededor de una fogata improvisada, los murmullos eran distintos a los de semanas anteriores.
—Dicen que falló… —comentó uno.
—Sí, pero su disparo alcanzó al jefe que no sabíamos que estaba ahí —añadió otro—. Casi parece una historia inventada.
—Lo importante —observó Hugo—, es que cuando llegó el momento, no se paralizó. El que no se atreve a disparar, nunca va a tener “accidentes afortunados”.
Selene escuchaba de lejos, sin necesidad de acercarse. Estaba sentada sobre una caja, limpiando su rifle con movimientos mecánicos. Cada pieza, cada tornillo, era revisado como si fuera la primera vez.
Bruno se aproximó con dos tazas de bebida caliente y le ofreció una.
—Para el pulso —bromeó—. Dicen que ayuda.
Ella aceptó la taza, con una sonrisa.
—¿Y ahora qué? —preguntó—. ¿Cuál será el próximo objetivo que “fallaré por accidente”?
—Mientras el resultado sea igual de útil… —respondió él—, no creo que nadie se queje.
Se quedaron en silencio unos segundos, mirando las chispas que subían al cielo oscuro.
—¿Sabes qué es lo que más me impresionó? —dijo Bruno, de pronto.
—¿Qué?
—Que, aun cuando creíste haber fallado, seguiste calma. No entraste en pánico. No te bloqueaste. Cambiaste de posición, analizaste la situación, volviste a mirar. Esa parte no fue un accidente.
Selene pensó en ello. Tenía razón. El impacto en el comandante había sido inesperado, incluso improbable. Pero el hecho de que ella siguiera atenta le permitió entender lo que había pasado y avisar a tiempo. La suerte sola no explica una oportunidad aprovechada.
—Supongo que la paciencia sirve incluso cuando no sale todo según lo planeado —dijo ella.
—Y la terquedad —añadió Bruno, sonriendo—. La misma terquedad que te hizo aguantar aquella discusión en la tienda cuando todos parecíamos estar en tu contra.
Recordar aquella pelea, donde las palabras habían sido tan duras como cualquier ráfaga, ya no dolía igual. Ahora, vista desde la distancia, parecía el prólogo necesario a este capítulo.
Selene miró su rifle, luego al fuego, luego al cielo.
“Fallé el blanco que me dieron”, pensó. “Pero tal vez la vida tenga otras miras que nosotros no vemos al principio”.
En el frente, nadie podía saber qué disparo sería el decisivo, ni qué error terminaría abriendo una puerta inesperada. Lo único seguro era que, en el instante en que la mira se alineaba y el dedo tocaba el gatillo, había que atreverse a asumir esa incertidumbre.
Esa noche, antes de dormir, dejó el rifle apoyado junto a su litera. Pasó la mano por la culata, con algo de cariño.
—Mañana —susurró—, lo haremos mejor. Juntas.
Luego cerró los ojos, sabiendo que cuando la historia de aquel día se contara una y otra vez, quizá muchos olvidarían que ella “falló” el objetivo original. Solo se quedaría la frase repetida en los pasillos:
“La francotiradora que, al equivocarse de blanco, cambió el rumbo del combate”.
Y, tal vez, eso era suficiente.
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