Golpearon sin piedad al campesino equivocado en un camino de terracería, creyendo que nadie lo defendería; cuando su hijo misterioso volvió al pueblo, la banda descubrió demasiado tarde a quién se habían enfrentado

Don Mateo siempre decía que la tierra era el único lugar donde uno podía confiar sin miedo a ser traicionado.

“La tierra no miente, hijo,” repetía. “Si siembras frijol, no te va a dar espinas.”

Su pequeño rancho, en las afueras de un pueblo perdido en la sierra, era la prueba viviente de esa filosofía. Parcelitas ordenadas, surcos rectos, maíz que se inclinaba al viento como si saludara, gallinas que correteaban entre árboles de aguacate. Nada de lujos, pero tampoco de deudas. Nada de camionetas nuevas, pero sí de paz.

Esa paz empezó a romperse cuando comenzaron a aparecer camionetas desconocidas en el camino de terracería.

Primero fueron rumores: que un grupo armado se estaba metiendo en la zona, que habían pedido “cooperación” en el pueblo de al lado, que más valía no hablar demasiado.

Luego llegaron los primeros vecinos a contar sus historias, con los ojos bajos:

“Vinieron unos muchachos… muy jóvenes, pero malencarados. Preguntaron cuántas vacas tenía, cuánto sacaba de la cosecha. Dijeron que ahora ‘ellos cuidaban la zona’ y que les tocaba una parte.”

“¿Y qué hiciste?” preguntó Don Mateo, sentado en la banca de la plaza.

“Pues… pagué,” respondió el vecino, sin mirarlo.

Desde entonces, en las madrugadas, se escuchaban a lo lejos motores pesados que no eran de tractor ni de camioneta de campo. A veces, disparos al aire. A veces, nada más el silencio espeso que queda cuando la gente decide que es mejor no hacer preguntas.

Don Mateo no quería creer que esa ola también lo alcanzaría a él. A sus setenta y dos años, con las manos gastadas por el azadón, pensaba ingenuamente que nadie se iba a ocupar de un viejo con un pedacito de tierra.

“Yo no debo nada, yo no molesto a nadie,” decía. “¿Para qué se van a meter conmigo?”

Una tarde, su duda obtuvo respuesta.


El sol caía pesado cuando Don Mateo regresaba del potrero, machete al hombro, sombrero echado hacia atrás. El polvo se pegaba a su pantalón de manta. Sus botas traían la huella del día: barro seco, pasto, un poco de estiércol.

Al doblar una curva del camino, vio la camioneta.

Negra, vidrios polarizados, placas que no eran del estado. Estaba atravesada en medio de la terracería, cortándole el paso. Dos hombres recargados en la defensa trasera fumaban. Otros tres, armados, se habían adelantado unos metros.

Don Mateo sintió un nudo en la garganta, pero no se detuvo. Caminó con la mayor tranquilidad que pudo fingir.

Uno de los hombres dio un paso al frente. Tendría, a lo mucho, veinticinco años. Gorra, tatuajes en el cuello, una sonrisa que no llegaba a los ojos.

“Buenas tardes, don,” dijo. “Bonita tarde para caminar, ¿no?”

Don Mateo asintió, apretando el machete contra el hombro, no como amenaza, sino como quien se aferra a un bastón.

“Buenas tardes, muchachos,” respondió. “¿Se les ofrece algo? ¿Se les ofreció algo de tomar en el pueblo?”

“Nos ofrecieron puro silencio,” intervino otro, moviendo el arma de un lado a otro, no apuntando directamente, pero tampoco escondiéndola. “La gente aquí no es muy platicadora.”

El primero soltó una risita.

“Venimos a visitarlo, don,” dijo. “Ya fuimos al pueblo, ya hablamos con varios. Nos dijeron que usted tiene un terreno bueno, que saca bonito maíz, que vende aguacate. Y pues… ahora nosotros nos vamos a encargar de que todo siga tranquilo. Pero ya sabe cómo es esto… la tranquilidad no es gratis.”

Don Mateo respiró hondo.

“Yo ya estoy muy viejo para andar en problemas, mijo,” dijo despacio. “Lo poquito que saco es para comer yo y para mandar un poco a mi hijo.”

“Eso nos contaron,” dijo el muchacho de la gorra. “Que tiene un hijo que se fue, que estudió mucho, que ahora ni viene. Qué triste, ¿no? Que uno se mata en el campo y los hijos se olvidan.”

“Mi hijo no se ha olvidado,” respondió Don Mateo, con una firmeza que sorprendió a los presentes. “Nomás que su trabajo está lejos. Pero él sabe de dónde viene.”

Los hombres se miraron entre sí, divertidos.

“Pues justamente por eso venimos,” dijo el de los tatuajes. “Para que usted pueda seguir mandando dinerito. Nada más que ahora, antes de que salga la cosecha, va a apartar una parte para nosotros. La cuota, ya sabe. Algo simbólico. Un veinte por ciento, digamos. Pa’ que nos demos a la tarea de cuidar que no le pase nada.”

Don Mateo sintió cómo el corazón le golpeaba en el pecho. El veinte por ciento era la diferencia entre comer y aguantar hambre. Entre comprar semillas o dejar descansar la tierra.

“Muchachos,” dijo, escogiendo las palabras con cuidado. “Yo no tengo a nadie que me cuide. Pero tampoco le debo a nadie. Toda la vida he trabajado con estas manos. La única vez que firmé un papel fue cuando registraron mi parcela. No tengo más.”

“Qué bueno, don,” dijo el de la gorra, acercándose un paso más. “Entonces firme otro papel, pero de palabra. Digan que sí. Cada mes va a traer a la tienda del pueblo lo que se acuerde. Y nosotros… no nos volvemos a ver.”

“¿Y si digo que no?” preguntó Don Mateo.

El aire se detuvo.

Los hombres se miraron. Uno chasqueó la lengua.

“¿Que no?” repitió el de la gorra, como si probara la palabra por primera vez. “Mire que casi nadie nos dice que no, don. Y menos en su posición.”

“¿Mi posición?” Don Mateo levantó la barbilla. “Soy un campesino, muchacho. No tengo más que esta ropa y mi machete. No soy enemigo de nadie, pero tampoco cómplice de nadie.”

El grupo se tensó.

Uno de ellos, más joven, murmuró:

“Vámonos, ya. Es un viejo nomás. Deja que el jefe decida después.”

Pero el de la gorra parecía picado en su orgullo.

“Así empiezan los problemas,” masculló. “Uno dice ‘es un viejo nomás’ y mañana el viejo anda hablando en la plaza. No, don. No se ponga digno.”

Dio otro paso y, con un movimiento brusco, le arrancó el machete de la mano.

“Que quede claro quién manda,” dijo, aventando el machete a la orilla del camino.

Don Mateo sintió cómo se le subía la sangre.

“Eso,” dijo, “lo pagué con mi trabajo. No tienes derecho a tirarlo como basura.”

El muchacho sonrió de lado.

“¿Derecho?” dijo. “Aquí el derecho lo hacemos nosotros.”

Y, sin aviso, le dio un empujón en el pecho.

Don Mateo perdió el equilibrio y cayó de espaldas al polvo. Sintió el golpe en la columna, el aire escapándose de sus pulmones. Trató de incorporarse.

Otro pie, otro empujón. Otro golpe en las costillas.

No fue una golpiza larga. No hubo necesidad. Bastó con un par de patadas mal dadas, un rodillazo, un culatazo en el hombro. El viejo se encogió como hoja seca.

“Para que aprenda,” dijo alguien. “La próxima, que no se haga el valiente.”

Desde la loma, un niño que regresaba de la tienda con una bolsa de pan detuvo su bicicleta y observó, paralizado. Su manos temblaban tanto que casi deja caer el celular con el que, sin pensar, comenzó a grabar.

Lo que captó no fueron detalles, sino sombras: la camioneta, los hombres, el cuerpo de Don Mateo encogido, el polvo levantándose.

Luego, los motores rugieron. Las camionetas se alejaron dejando silencio y un viejo tendido junto al camino.

El niño guardó el video, guardó el celular y bajó pedaleando a toda velocidad hacia el pueblo.


Cuando encontraron a Don Mateo, seguía consciente. Tenía el labio partido, un ojo hinchado y le dolía respirar.

“Fue un accidente,” insistía al principio, terco. “Me tropecé.”

Pero la gente del pueblo no era tonta. Sabían leer las marcas que deja la violencia cuando entra sin permiso.

La Guardia no apareció. El doctor del pueblo hizo lo que pudo con vendas, analgésicos y un regaño silencioso: “tenía que haber cedido, don; usted no está para andar peleando.”

Esa noche, mientras el pueblo bajaba persianas temprano, un mensaje cruzaba silenciosamente pantallas cientos de kilómetros más allá.

El niño había mandado el video a su hermano mayor, que trabajaba en la ciudad. Este, dudando, se lo envió a un conocido que “se movía en asuntos legales”.

El video llegó así, rebotando de mano en mano, hasta que cayó en el chat equivocado.

En un departamento del último piso de un edificio gris en la capital, un hombre de traje aún en mangas de camisa se sirvió un café frío cuando vibró su celular.

Mensaje de un número que no tenía registrado.

“Lic, mire lo que le pasó a un señor de por allá. Dicen que es el papá de un tal León, el que trabaja con usted. No sé si sea cierto, pero mire.”

El hombre —a quien todos en esa oficina conocían como León, aunque ese no era su apellido real— abrió el video sin mucho interés. Estaba acostumbrado a recibir imágenes duras: expedientes, fotos de escenas de crimen, documentos filtrados.

Al principio, sólo vio figuras borrosas.

Pero cuando el viejo levantó la cara, lo reconoció antes de que el corazón pudiera, siquiera, latir.

“Papá,” susurró.

La taza de café cayó al suelo y se hizo añicos.


En la capital, León no era campesino. Era el abogado estrella de una unidad especial del gobierno que, oficialmente, se dedicaba a combatir la corrupción. Extraoficialmente, él se había convertido en la pesadilla de varios grupos criminales y de varios políticos que negociaban con ellos.

Su verdadero nombre era Diego Mateo. León era un apodo que se había ganado por su manera de morder documentos hasta encontrar el punto débil.

Muy pocos sabían de dónde venía. Menos aún, que su padre seguía en el rancho, negándose a abandonar su tierra.

Cuando la imagen de Don Mateo golpeado apareció en la pantalla, algo dentro de Diego se rompió y, al mismo tiempo, se tensó.

Los colegas que estaban aún en la oficina levantaron la cabeza al escuchar el ruido de la taza rota.

“¿Todo bien, lic?” preguntó una secretaria asomándose.

Diego inhaló profundo.

“No,” dijo, con una claridad que asustó a todos. “No, no está todo bien.”


Las horas siguientes fueron un torbellino.

Primero, la llamada al pueblo.

“Tía, soy Diego.”

“¿Mijito? ¿Qué pasó? ¿Por qué llamas tan tarde?”

“¿Cómo está mi papá?”

Silencio.

El tipo de silencio que se llena con todo lo que nadie quiere decir en voz alta.

“Herido,” admitió la tía. “Pero terco. Dice que no te preocupes, que ya pasó.”

“No ha pasado nada,” respondió Diego, apretando los dientes. “Voy para allá.”

“¡No!” exclamó la tía, alarmada. “Mijito, no te acerques. Esta gente no es como los sinvergüenzas de la ciudad. Esta gente trae armas, camionetas, quién sabe qué. Tú allá estás seguro.”

Diego miró el video otra vez.

El machete en el suelo.

El pie que pateaba.

La gorra del muchacho.

“No puedo quedarme aquí,” dijo. “Es mi padre. Ése sí es mi mundo.”

Colgó antes de que ella pudiera insistir.

Luego, la discusión en la oficina.

“León, piénsalo bien,” le dijo su jefe, un hombre de barba canosa que lo conocía desde hacía una década. “Tú estás en la mira de gente pesada. Si te metes de forma personal en esto, te van a usar. Tu papá no necesita un héroe, necesita estar vivo.”

“Precisamente,” respondió Diego. “Y que yo sepa, cuando un grupo de cobardes golpea a un anciano indefenso, eso entra en nuestras competencias.”

Su jefe suspiró.

“En tu escritorio,” dijo, “hay expedientes que tocan a ese mismo grupo. Hemos estado juntando piezas durante años. Finanzas, contratos, rutas. Tú sabes mejor que nadie que, si te mueves mal, esos casos se caen.”

La tensión subió como mercurio en un termómetro.

và cuộc tranh cãi trở nên nghiêm trọng và căng thẳng… — la discusión se volvió seria y tensa de verdad.

“No me pida que saque a mi padre de la ecuación,” dijo Diego. “No puedo ser objetivo cuando lo veo tirado en un camino.”

“Por eso mismo,” replicó el jefe. “Porque eres humano. Y porque, si te equivocas, no solo se cae tu caso. Te matan a ti, rematan a tu padre y mandan el mensaje de que ni la ley ni la familia importan.”

Diego apretó los puños.

“Entonces, ¿qué propone?” preguntó. “¿Que me quede aquí llenando hojas de Excel mientras allá deciden si mi papá vuelve a levantarse o no?”

Su jefe lo miró largo rato.

“Propongo,” dijo al fin, “que usemos lo que ya tenemos. No como venganza, sino como justicia. Tú vas a ir al pueblo, sí. Pero no como un hijo loco buscando pleito. Vas a ir como un hombre preparado, con un plan, con respaldo. Déjame hacer unas llamadas. Esta gente —ya sabes quiénes— no solo golpean campesinos. Mueven dinero. Y el dinero deja huellas.”


Lo que siguió fue una coreografía extraña entre el dolor personal y la maquinaria lenta del Estado.

Mientras Diego organizaba su viaje y un discreto equipo de protección, otros compañeros revisaban expedientes con ojos nuevos:

“Este proveedor de fertilizantes… la empresa no existe, pero sí cobra millones del presupuesto local.”

“El presidente municipal de la región declaró un aumento en ‘seguridad rural’ justo después de que empezó la presencia de estos tipos.”

“Este rancho, registrado a nombre de una señora de 80 años que vive en otro estado, tiene movimientos bancarios que no cuadran.”

Hilos que llevaban tiempo sueltos, de pronto empezaron a tejerse con un rostro concreto: el de Don Mateo golpeado en el camino.

No se trataba solo de él. Jamás lo había sido. Pero ahora Diego tenía un motivo que le quemaba la sangre para acelerar lo que de por sí merecía hacerse.


Llegar al pueblo fue como entrar a un recuerdo al que le hubieran cambiado los colores.

Los mismos cerros, el mismo templo, las mismas calles de tierra… pero ahora con cortinas metálicas a medio abrir, miradas furtivas detrás de ventanas, motos nuevas estacionadas frente a la tienda.

En la casa, Don Mateo lo esperaba en una silla, vendado, con un ojo morado que apenas dejaba ver la pupila.

“Yo te dije que no vinieras,” fue lo primero que dijo. “Aquí no hay nada que puedas hacer.”

Diego sintió que el corazón se le hacía pedazos al ver a su padre así, pero no derramó lágrimas.

“No hacer nada es precisamente lo que nos trajo aquí,” respondió. “¿Por qué no me avisaste?”

“Porque tú tienes tu vida hecha,” gruñó Don Mateo. “Yo ya me la arreglaría. Eres un hombre ocupado. ¿Qué ibas a venir a hacer a este hoyo?”

Diego se arrodilló a su lado.

“Recordarte que no estás solo,” dijo. “Y pedirte perdón por no haber venido antes.”

Hubo un silencio incómodo. Don Mateo clavó la mirada en el piso.

“Tus estudios no fueron gratis,” murmuró. “¿Para qué te rompiste la cabeza tantos años si ahora vas a venir a pelear a puño limpio?”

Diego supo que era el momento de decir lo que no había querido decir nunca: a qué se dedicaba exactamente.

“Papá,” dijo. “¿Te acuerdas que te dije que trabajaba en un escritorio?”

“Pues sí. ¿Qué más hacen allá en la ciudad?” refunfuñó el viejo. “Puro papel.”

“No eran papeles cualquiera,” aclaró Diego. “He pasado años persiguiendo a gente como los que te golpearon. Siguiendo sus empresas falsas, sus cuentas, sus tratos con políticos. Mi trabajo… es que esa gente termine ante un juez.”

Don Mateo lo miró, incrédulo.

“¿Y te dejan salir vivo?” preguntó.

“Hasta ahora,” respondió Diego. “Y quiero que siga así. Por eso necesito que me ayudes.”

La expresión del viejo cambió.

“No,” dijo de inmediato. “Yo no voy a ser el que te meta en la boca del lobo. Si ya estás metido, salte. Agarra tus papeles, tu mujer —si es que tienes— y váyanse lejos. Esa gente no perdona, hijo. No entiendes.”

Diego sintió que la discusión se calentaba otra vez.

“¿Y tú no entiendes que, tanto si nos metemos como si no, ya estamos en la mira?” replicó. “Te golpearon, papá. No es un aviso ligero. Hoy fuiste tú, mañana será el vecino, pasado mañana el maestro. Si todos nos seguimos agachando…”

“Yo no me agaché,” interrumpió Don Mateo, con orgullo. “Me tiraron, que no es lo mismo.”

Esa frase, dicha con terquedad de campesino, contuvo más dignidad que muchos discursos.

Diego cerró los ojos un instante.

“Precisamente,” dijo. “No quiero que vuelvan a tirarte. Ni a ti ni a nadie más.”


Los días siguientes fueron una mezcla rara de rutina y tensión.

Diego se movía por el pueblo con perfil bajo, saludando a viejos conocidos, visitando la plaza, acompañando a su padre al campo cuando podía.

Por las noches, en la casa de un pariente, se conectaba por videollamada con sus colegas en la ciudad.

“Confirmado,” le decía una analista. “La camioneta del video está ligada a una empresa de transporte fachada. La dueña es sobrino del presidente municipal.”

“Y el presidente municipal,” añadía otro, “tiene contratos inflados con el gobierno estatal que, curiosamente, aumentaron cuando el grupo armado apareció.”

No necesitaban decir el nombre del grupo. Bastaba con mirar alrededor: grafitis discretos, conversaciones a media voz, historias de miedo.

“Tenemos que ser quirúrgicos,” advirtió su jefe. “Si vamos de frente a la banda, van a desaparecer antes de que lleguemos. Pero si golpeamos el dinero, las relaciones, los cómplices de cuello blanco… podemos debilitarlos de verdad.”

Diego sabía que su enojo pedía otra cosa: acción directa, una detención espectacular, una foto de los muchachos que habían levantado el pie para golpear a su padre, ahora con las manos esposadas.

Pero también sabía, por experiencia, que los golpes de rabia suelen dejar más problemas que soluciones.

Había aprendido, a lo largo de los años, que la verdadera venganza era que las estructuras de impunidad se tambalearan, aunque fuera un poquito.

La venganza útil, al menos.

Aun así, había algo personal que no quería dejar pasar: mirar a los ojos al hombre de la gorra.

No solo como hijo, sino como enviado de algo más grande.


El encuentro ocurrió casi por azar, aunque en realidad llevaba días gestándose.

Una tarde, Diego acompañaba a su padre de regreso del potrero cuando, al doblar la misma curva donde ocurrió la agresión, volvió a ver la camioneta.

No era exactamente la misma, pero sí del mismo tipo. Vidrios oscuros, pintura limpia, música baja vibrando desde dentro.

Tres muchachos estaban recargados en la defensa hoy, fumando.

Cuando vieron a Don Mateo, se sonrieron como quien reconoce a alguien en un juego.

“Vea, don,” dijo uno. “El que se hace el valiente. ¿Ya pensó bien lo que hablamos?”

Don Mateo apretó la mandíbula, pero no respondió. Sus ojos se desviaron un segundo hacia Diego, como pidiendo contención.

Diego, sin embargo, dio un paso adelante.

“Buenas tardes,” dijo con una calma que no sentía. “¿Algún problema por aquí?”

Los muchachos lo miraron de arriba abajo.

“¿Y tú quién eres?” preguntó el de la gorra, que efectivamente era el mismo que aparecía de perfil en el video.

“Su hijo,” respondió Diego.

Hubo un pequeño silencio.

Luego, una risita.

“¿El hijo que nunca viene?” soltó el de los tatuajes. “Pues ya vino.”

“Di que ya se le pasó el coraje,” añadió otro. “Nomás fue un jalón de orejas la otra vez. Si ahora ya entendió, aquí no pasó nada. Todos felices.”

Diego clavó la mirada en el de la gorra.

“Yo vi el video,” dijo. “Eso no fue un jalón de orejas. Fue un abuso.”

El muchacho se encogió de hombros.

“Es que su jefe es muy terco,” dijo. “Teníamos que explicarle quién manda.”

Diego dio otro paso hacia ellos.

El arma en la cintura del muchacho brilló un segundo bajo la luz.

“¿Y quién manda?” preguntó.

“Nosotros,” respondió el de la gorra, subiendo la barbilla. “Y los que están detrás. Usted no sabe con quién se está metiendo.”

Diego sonrió sin alegría.

“Créeme,” dijo, “que sé exactamente con quién.”

Una parte de él quería cerrar la distancia, soltar un golpe, devolver cada patada en forma de puño. Pero otra parte —la que había pasado noches enteras leyendo expedientes, estudiando manuales, entrenándose para no perder la cabeza— tomó el control.

“Te voy a decir solo una cosa,” añadió. “Lo que hicieron no se va a quedar sin respuesta. Pero no la va a dar un solo hombre enojado. La va a dar la ley. Y cuando llegue, no va a preguntar si eres ‘mandadero’ o jefe. Va a preguntar qué hiciste tú, hoy, aquí.”

El muchacho lo miró con una mezcla de desafío e incomodidad.

“¿La ley?” repitió, burlón. “La ley no sube a estos cerros, compa. La ley somos nosotros.”

Diego sostuvo su mirada un segundo más, luego se apartó.

“Nos vemos pronto,” dijo.

Y siguió caminando, ayudando a su padre a pasar junto a la camioneta.

Detrás de ellos, uno de los hombres murmuró:

“Ese no habla como campesino.”

“Pues eso,” respondió otro. “Aguas. No vaya a ser que…”

La frase se perdió en el ruido del motor encendiéndose.


Las semanas siguientes demostraron que, a veces, la ley sí sube a los cerros… cuando le conviene.

Durante años, los expedientes contra la banda habían dormido en cajones distintos. Ahora, por la presión mediática que generó el video filtrado, la queja formal que se presentó con apoyo de una organización de derechos humanos, y la terquedad de Diego, los engranajes comenzaron a moverse.

Primero, una auditoría sorpresa en el municipio.

Luego, órdenes de aprehensión contra un par de funcionarios que habían servido de puente a los hombres armados.

Más tarde, cateos en propiedades que, oficialmente, eran granjas de pollos y, en realidad, bodegas de mercancía ilícita.

Los titulares hablaban de “operativo coordinado”, de “combate a la delincuencia”, de “golpe a las finanzas de un grupo criminal”. Nadie mencionaba al campesino golpeado en el camino.

Pero en el pueblo, todos sabían de dónde había empezado el hilo.

Un día, desde la loma, otro niño vio algo distinto: una caravana de camionetas… pero esta vez con siglas oficiales, con hombres y mujeres uniformados, con papeles en la mano y no armas al aire.

Los muchachos de la gorra no estaban ese día. Con el ruido, con las visitas constantes del “hijo del viejo” al pueblo, con los murmullos que viajaban más rápido que las noticias, alguien les había avisado que era hora de bajar de los cerros.

La captura espectacular que Diego había soñado no llegó. Ningún noticiero puso en pantalla el rostro del hombre que pateó a su padre.

Lo que sí llegó fue algo menos cinematográfico, pero quizá más profundo: los dueños del pueblo supieron, por primera vez, que no eran intocables. Que su nombre sí podía aparecer en un papel, no como los que ellos doblaban a su conveniencia, sino en uno con sello y firma, que decía “investigado”.

Algunos se fueron. Otros se escondieron. Los que se quedaron bajaron el tono.

La cuota dejó de llegar a la tienda.

No por milagro. No por completo. No para siempre. Pero sí lo suficiente como para que Don Mateo volviera a dormir un poco mejor.


Una tarde, ya con las primeras lluvias, Diego se sentó con su padre en la orilla del surco.

“Yo quería otra cosa,” admitió. “Quería ver a ese chamaco de la gorra frente a un juez. Quería oírlo decir ‘me equivoqué’.”

“Yo también,” confesó Don Mateo. “Quería verlo pedir perdón, aunque fuera de dientes para afuera. Pero mire…” señaló el cerro, el camino sin camioneta atravesada, el aire menos denso. “A veces no nos toca ver todo.”

Diego se recargó en el tronco de un árbol.

“No sé si hicimos lo suficiente,” dijo.

“Nunca es suficiente,” respondió el viejo. “Pero más triste es no hacer nada.”

Se quedaron en silencio, escuchando el canto lejano de un gallo.

“¿Te arrepientes de haberte ido de aquí?” preguntó Don Mateo de repente.

Diego lo pensó.

“No,” dijo. “Si me hubiera quedado, tal vez ahora sería como esos muchachos. O estaría enterrado en un hoyo que no tiene ni cruz. Allá aprendí cosas. Allá puedo hacer ruido. Y ahora sé que ese ruido puede servirte a ti.”

“La ciudad te cambió la forma de hablar,” dijo Don Mateo, con una sonrisa pícara. “Pero no te cambió el corazón.”

Diego rió por primera vez en semanas.

“Y a ti no te cambió nada,” respondió. “Ni siquiera una golpiza.”

Don Mateo se encogió de hombros.

“Ya te dije,” insistió. “A mí me tiraron, que no es lo mismo que agacharse.”


En el pueblo, la historia de Don Mateo y su hijo se volvió leyenda de pasillo.

Contaban que unos hombres muy malos habían golpeado al viejo, sin saber que su hijo era un licenciado pesado, que trabajaba “allá con el gobierno”, que manejaba papeles que asustaban más que las armas.

Algunos adornaban el cuento, diciendo que el hijo había llegado con escolta, que se había enfrentado a los malhechores a gritos, que casi se armaba una balacera. Otros bajaban la voz y, con respeto, decían:

“Ese muchacho vino a lo suyo. No gritó, no sacó pistola. Sacó papeles. Y eso a veces vale más.”

Lo cierto es que, tiempo después, cuando los periódicos ya hablaban de otras cosas, cuando los titulares se habían ido a otras tragedias, en ese pedacito de sierra el mensaje seguía flotando:

No todos los campesinos están solos.

No todos los hijos se olvidan.

Y no todos los golpes quedan sin respuesta, aunque la respuesta tarde y no sea perfecta.

Una noche, antes de volver a la capital, Diego se acercó a la parcela y hundió las manos en la tierra húmeda.

“La tierra no miente, papá,” dijo. “Pero los hombres sí. Voy a seguir peleando para que, algún día, se parezcan un poquito más a esto.”

Don Mateo lo miró con los ojos brillosos.

“Nomás acuérdate,” le dijo. “Que aunque te creas muy león de ciudad, aquí siempre vas a ser el hijo del viejo Mateo. Y eso, pa’ mí, ya es ganancia.”

Se abrazaron torpemente, como hacen los hombres que no acostumbran demostrar afecto. Ninguno dijo “te quiero”, pero ambos lo sintieron.

Diego subió a la camioneta oficial que lo esperaba en la entrada del pueblo. Mientras se alejaba, vio por el retrovisor a su padre empequeñecerse entre la polvareda, firme como un árbol viejo que ha aguantado demasiados vientos.

El grupo armado que lo había golpeado jamás imaginó quién era su hijo.

No un vengador con pistola.

No un héroe de película.

Simplemente un hombre que decidió que el miedo no era argumento suficiente para renunciar a la justicia.

Y a veces, en un país donde muchos se acostumbran a callar, esa decisión —tomada en un escritorio y en un camino de terracería al mismo tiempo— es el golpe más fuerte que se puede dar.