En una mañana de niebla sobre el Pacífico, un lento PBY Catalina se negó a morir: sus artilleros discutieron con su propio capitán, peleó contra catorce Zeros de caza cerrada… y regresó a la base con más victorias que agujeros

La primera bala no la escuchó nadie.

Solo la sintieron, como un golpe seco en el fuselaje, seguido de un silbido extraño y del ruido inconfundible del metal rasgado.

—¿Qué demonios fue eso? —preguntó el radiotelegrafista, levantando la cabeza de su equipo.

El PBY Catalina “Grey Gull” avanzaba pesado, tranquilo, a doscientos metros sobre un mar grisáceo y casi sin olas. Eran las seis y media de la mañana; el sol intentaba colarse entre una capa de nubes bajas, tiñéndolas de naranja sucio.

El teniente James Wallace —“Santiago” para la tripulación hispana que había ido recogiendo— echó una mirada rápida a los indicadores y luego al horizonte. No vio nada raro.

Hasta que el artillero de cola, el cabo Manuel Ortega, gritó por el interfono:

—¡Zerós! ¡A las seis, bajando!

La palabra “Zeros” cayó en la cabina como un cubo de agua helada.

El PBY no era, precisamente, un caza. Era un hidroavión de patrulla, voluminoso, con alas altas y un casco que le permitía amarizar. Iba cargado de combustible, bengalas, algo de armamento y mucha suerte. Su misión esa mañana era localizar cualquier indicio de fuerza naval enemiga, reportar y, si se daba el caso, rescatar a náufragos.

No estaba hecho para pelear contra un escuadrón entero de cazas ágiles y bien armados.

—¿Cuántos? —preguntó Wallace, la voz más firme que su estómago.

—Muchos —respondió Ortega—. ¡Por lo menos diez… no, doce… catorce! Vienen en línea, como si esto fuera una práctica de tiro al pato.

La discusión que ya habían tenido mil veces en la cantina, en voz baja, se presentó de golpe en la cabina en forma de elección.

El manual decía: “Ante contacto con cazas enemigos, prioridad: romper contacto, buscar nubes o regresar a base.”

El corazón de Wallace decía: “No hay nubes suficientes y la base está lejos. Y ellos ya nos han visto.”

—Capitán, si bajamos más, podemos amarizar —propuso el copiloto, el teniente de origen peruano Luis Salcedo—. Quizás pasen de largo. Nos escondemos entre las crestas de las olas.

—Y si amarizamos con esa gente disparándonos desde arriba —intervino Ortega—, nos convierten en tambores de práctica. Ni siquiera tendrán que apuntar.

Otra bala golpeó el ala, esta vez más cerca de la cabina. La vibración subió por los pedales.

Wallace apretó los dientes.

—Escuchad —dijo, abriendo el interfono a toda la tripulación—: ya no se trata de elegir si peleamos o no. Ellos lo han elegido por nosotros. Si amarizamos ahora, nos quedamos sin velocidad para maniobrar y sin ángulo de tiro. Si seguimos, al menos nuestras ametralladoras tienen algo que decir.

Salcedo lo miró de reojo.

—¿Estás diciendo que vamos a pelear contra catorce Zeros en un Catalina? —preguntó, incrédulo.

—Estoy diciendo que vamos a intentar que ellos se pregunten, más tarde, cómo demonios un Catalina les dio tantos problemas —respondió Wallace—. Y que regresaremos a casa para contarlo. O, como mínimo, que ellos tengan que explicar por qué este cacharro voló más de lo que debía.


A unos kilómetros de distancia, en el cielo que parecía hecho de papel de arroz rasgado, el teniente Saburo Ishikawa, líder del chutai de cazas Zero, también vio al Catalina.

Era una mancha solitaria contra el mar, lenta, pesada, casi insultante.

—Patito blanco a la vista —dijo sin malicia por la radio a sus hombres—. Hidroavión enemigo, rumbo noroeste, baja altura. No hay escolta.

Risas contenidas respondieron a su comentario.

Los pilotos del Zero estaban acostumbrados a acosar estos aviones lentos. Eran blancos agradecidos, grandes, con pocos recursos para defenderse. De vez en cuando uno se defendía con uñas y dientes, pero la historia casi siempre terminaba igual: fuego, humo, un chapoteo lejano.

—Recuerden —añadió Ishikawa, profesional—: no se confíen. Pasadas rápidas, nunca quedarse demasiado tiempo delante de sus armas. Ataquen en parejas, como practicamos.

Quería hacer las cosas bien. La guerra ya no era la misma que al principio. El enemigo aprendía, mejoraba sus tácticas, endurecía su piel. Y los Zero, tan ligeros, no perdonaban errores.

Aún así, en su fuero interno, Ishikawa pensó que sería un combate sencillo.

No imaginaba que, unas horas más tarde, estaría de pie ante un mapa, discutiendo a gritos con otros oficiales que no creían lo que iba a contar.


Los Zeros se desplegaron en abanico, sus motores rugiendo agudos.

Desde el PBY, Ortega los veía crecer en el visor como moscas enfadadas.

—Ahí vienen —dijo, tratando de que su voz no temblara—. Dos por arriba, cuatro por la izquierda, otros… santa… nos rodean.

Salcedo tragó saliva.

—Ojalá esas ametralladoras viejas se hayan despertado de buen humor —murmuró.

Las posiciones en el Catalina estaban todas ocupadas.

En la nariz, el bombardero y artillero frontal, “Pepe” Rivas, tenía su Browning doble apuntando hacia adelante, por si alguno se atrevía a entrar de cara.

En las ventanillas laterales, en el vientre del fuselaje, dos artilleros manejaban sus armas como podían, limitados por el campo de tiro que les daban los marcos.

En la parte dorsal, justo detrás del ala, la torreta superior giraba, manejada por el cabo Jenkins, un tejano flaco con nervios de alambre.

Y en la cola, Ortega se ocupaba de mantener el “trasero” del avión cubierto.

—Maniobra evasiva Alfa —ordenó Wallace—. Bajo un poco, luego giro por sorpresa a la derecha. Ortega, Jenkins, prepárense para cruzar fuego. No podemos igualar su velocidad; tenemos que convertirnos en una caja llena de agujas.

La primera pasada de los Zeros fue un aullido de metal.

Entraron desde las nueve en punto, disparando. Las trazadoras verdes cruzaron por delante de la cabina; una de ellas se llevó por delante un trozo del flotador izquierdo. El PBY tembló, pero siguió.

Jenkins respondió con una ráfaga larga, casi por impulso. Vio un destello en el borde del ala de uno de los cazas. No cayó, pero se desvió.

—¡No son invencibles! —gritó, casi sorprendido.

—Recuérdalo —dijo Wallace—. Ellos también sangran.

Los ataques se sucedieron.

El cielo se llenó de trayectorias entrecruzadas, como si alguien hubiera dibujado un caos con lápices fluorescentes.

El Catalina, sin embargo, no se dejaba.

Wallace lo hacía deslizarse, rodar lo justo, cambiar de altitud lo mínimo necesario para que las pasadas de los Zeros quedaran medio fuera de sitio. No podía hacer nada radical: un avión tan grande no toleraba tonterías. Pero sabía aprovechar cada pequeño margen.

Salcedo, atento, leía el aire como segunda naturaleza.

—Vienen por arriba de nuevo —avisó—. Uno intenta entrar por el cono de cola. Ortega…

—Lo veo —interrumpió el español—. Ven, amigo, ven…

El Zero se alineó en la cola del PBY, confiado. Era la posición ideal: fuselaje ancho, blanco enorme.

Ortega esperó, los dientes apretados.

Apenas unos instantes antes de que el Zero empezara a disparar, Wallace tiró levemente de la palanca, haciendo que la cola bajara una fracción.

Ese pequeño movimiento cambió el ángulo lo suficiente para que el cono de fuego de Ortega se alineara mejor.

El artillero apretó el gatillo.

La Browning de cola escupió plomo. Vio el parabrisas del Zero estallar en pequeñas estrellas, luego una lengua de fuego.

—¡Uno menos! —lanzó, entre jadeos.

—Que no se te suba a la cabeza —gruñó Jenkins desde la torreta—. Todavía nos quedan trece.


En el mar, debajo, las trazas de las balas que fallaban levantaban pequeñas columnas de spray. Algunas golpeaban tan cerca que el ruido del impacto atravesaba el casco.

El mecánico de vuelo, “Chuy” Martínez, se movía entre los depósitos y el motor central, controlando fugas, oliendo posible combustible derramado.

—Capitán —informó—, tenemos un agujero en el ala derecha, cerca del depósito. No pierde mucho, pero si esto se calienta, podría empezar un incendio bonito.

—Añádelo a la lista —respondió Wallace, sin apartar la vista—. Por ahora, prefiero agujeros a silencio de motor.


En el otro lado del combate, Ishikawa fruncía el ceño detrás de sus gafas.

Aquello no se estaba comportando como un ejercicio de tiro.

—Cuidado con su fuego defensivo —advirtió por la radio—. No se queden quietos delante de sus posiciones. Ataquen por sectores, ¡no todos por el mismo lado!

Se dio cuenta de que, por un momento, sus pilotos habían actuado por instinto de grupo: todos querían rematar al pato a la vez. Eso los agolpaba, los hacía estorbarse, los ponía en la línea de fuego cruzado.

Algunos ya llevaban impactos menores.

Uno, el del borde de ala chamuscado por la primera ráfaga de Jenkins, cojeaba un poco en sus giros.

“No puede ser”, pensó Ishikawa. “No vamos a perder aparatos contra un hidroavión obeso.”

Esa incredulidad, que en él se tradujo en determinación, más tarde se transformaría en defensa apasionada cuando tuviera que explicar el resultado de aquella lucha.


Los minutos se hicieron largos.

El mar, abajo, no se movía mucho. El cielo, en cambio, era un ballet de locos.

—Munición al cincuenta por ciento —advirtió Jenkins, entre disparo y disparo.

—Cuarenta en la cola —respondió Ortega.

—Frontal, todavía bien —informó Rivas—. Nadie ha querido mirarme a la cara hoy.

Salcedo miró el reloj.

—Llevamos dieciocho minutos peleando —dijo—. Se me hacen como dieciocho días.

—Cuando lleguemos a veinte, les invito café a todos —respondió Wallace—. Si es que queda café en la base.

El “Grey Gull” llevaba ya varias cicatrices: un panel arrancado cerca del flotador, una ventana astillada en la sección central, un pequeño incendio que Chuy había logrado sofocar con un extintor antes de que se extendiera.

Pero seguía volando.

En cierto momento, uno de los Zeros se acercó demasiado por el lateral, confiando en que el ángulo muerto de la ventanilla le protegía. No se dio cuenta de que Rivas, en la nariz, había girado su arma hacia ese lado.

El artillero frontal disparó, las balas entraron por el costado del Zero, que se dobló como si alguien le hubiera cortado un cable invisible.

—Ese contaba como si fuera mío, que yo lo vi primero —protestó Ortega.

—Apunta que te debo medio Zero —replicó Rivas.

El humor, nervioso, era su forma de no pensar en lo obvio: cualquier ráfaga bien apuntada podía terminar con aquella improvisada heroicidad.


En la base, mientras tanto, la radio del oficial de servicio era un hervidero.

—Control, aquí Grey Gull, seguimos en contacto. Catorce Zeros al inicio, parece que hemos… reducido un poco su número —la voz de Wallace sonaba con chispazos de estática—. Solicitamos rumbo de retorno más cercano, combustible en descenso.

El oficial, joven y con sombras bajo los ojos, tenía la orden de insistir en que el Catalina regresara. Tenía también delante, sobre la mesa, el mapa con la posición aproximada de un grupo enemigo avistado hacia el sur.

Si los Zeros estaban ocupados con el Grey Gull, no estaban cazando otras cosas.

Miró a su superior, un comandante de rostro pétreo.

—¿Le ordenamos que rompa contacto y vuelva? —preguntó.

El comandante apretó los labios.

Sabía que si ese Catalina caía, alguien le preguntaría por qué permitió que siguiera luchando.

Sabía también que, si lo obligaba a retirarse, esos catorce —o los que quedaran— podrían volverse contra otros blancos menos preparados.

—Dígale… —decidió al fin— que si puede, rompa contacto, pero que confío en su criterio. Y que recuerde que un Catalina no es un caza. No quiero que se le olvide en la emoción.

El oficial tragó.

Repitió el mensaje.

En el aire, Wallace lo escuchó y soltó una carcajada breve.

—Eso me dice que se ha olvidado más de una vez —comentó Salcedo.

—Trabajo en ello —respondió Wallace.


La pelea continuó.

Quedaban menos Zeros, pero también menos munición.

En un momento dado, uno de los cazas enemigos logró colocarse en una posición casi perfecta por encima y detrás del ala derecha del PBY.

Jenkins giró la torreta, pero los segundos no le alcanzaban.

El Zero disparó.

Las balas entraron por la parte superior del ala, una de ellas atravesó la estructura y llegó a la cabina, zumbando entre Wallace y Salcedo como abeja enfadada.

Una de las puntas del panel de instrumentos saltó hecha pedazos.

—Eso ha sido cerca —murmuró Salcedo, con la voz algo más aguda.

—Demasiado cerca —respondió Wallace.

El Zero, satisfecho, se alejó un poco para girar y rematar.

Fue su error.

En esa breve separación, Ortega consiguió alinearlo en su visor de cola.

Disparó una ráfaga corta, casi por instinto.

El Zero pareció dudar, luego empezó a dejar una fina línea de humo.

—Ese no vuelve a casa con uniforme limpio —dijo el artillero.


En el otro bando, Ishikawa tomó una decisión difícil.

Miró a su alrededor: varios de sus hombres llevaban impactos, uno se había visto obligado a abandonar la formación, otro no respondía a la radio.

Aquel hidroavión había demostrado ser mucho más peligroso de lo que la lógica dictaba.

Sabía que, en términos de números fríos, podía insistir hasta derribarlo. Pero también sabía que cada minuto más en aquel combate era un minuto de exposición injustificada.

—Escuadrilla, aquí Líder —dijo por la radio—. Hemos gastado suficiente tiempo y munición en este objetivo. Rompan contacto. Regresamos al punto de reunión.

Hubo una protesta, breve, de uno de los pilotos más jóvenes.

—¡Pero, teniente, es solo uno!

—Es uno que ya nos ha costado demasiado —respondió Ishikawa—. Y que no compensa perder más aparatos. Orden de retirada. Ahora.

Los Zeros que quedaban obedecieron, algunos con más alivio que otros.

El cielo alrededor del Catalina empezó, lentamente, a despejarse.

La banda sonora se redujo al ronroneo del motor y al latido acelerado de los corazones a bordo.

Ortega fue el primero en darse cuenta.

—Se van —anunció, casi sin creérselo—. Están subiendo y girando. ¡Mírenlos! ¡Se largan!

Jenkins asomó la cabeza por la cúpula de la torreta.

Vio los cazas grises hacerse pequeños contra las nubes.

—¿Estamos… vivos? —preguntó, como si el concepto fuera demasiado abstracto.

Rivas, desde la nariz, soltó un silbido.

—No lo digas muy alto, que el océano es supersticioso —dijo—. Pero… por ahora, parece que sí.


El vuelo de regreso fue menos glorioso y más tenso.

El PBY había gastado buena parte de su combustible en maniobrar, pero Wallace y Salcedo hicieron cuentas, ajustaron mezcla, bajaron revoluciones lo justo.

—Con un poco de suerte y viento a favor, llegamos a la base —dijo Salcedo.

—Y si no, llegamos a alguna playa improvisada —respondió Wallace—. Pero de todas formas, ya hemos volado más de lo que cualquiera esperaba esta mañana.

Cuando por fin la silueta de la pista y el agua calma de la ensenada base aparecieron en el horizonte, hubo un suspiro general.

Los mecánicos, al ver el “Grey Gull” aproximarse, pensaron primero que era un milagro que todavía volara.

Los agujeros en las alas, los parches de pintura saltada, la tela arrancada en las enormes superficies de control le daban aspecto de ave que había salido de una tormenta de cuchillos.

Wallace amarizó con suavidad, casi con cariño. El casco del PBY besó el agua, levantó una estela blanca y se deslizó hasta detenerse.

Cuando la tripulación bajó, estaban agotados, sucios, con la ropa pegada por el sudor.

Y con sonrisas incrédulas.

El comandante de la base los esperaba en el muelle, expresión mezcla de preocupación y algo parecido al orgullo.

—¿Sabéis cuántos locos habría apostado a favor de que un Catalina aguantara un ataque así? —preguntó.

—Ni nosotros —respondió Jenkins, secándose la frente.


Al otro lado del océano, semanas después, en una sala de reuniones con paredes de papel traslúcido, el teniente Ishikawa estaba de pie frente a un mapa, señalando con un puntero la ruta de aquel extraño combate.

Un mayor, sentado al fondo, lo miraba con ceño fruncido.

—¿Me está diciendo, teniente, que catorce cazas Zero no pudieron derribar un solo hidroavión enemigo? —preguntó, incredulidad evidente.

Ishikawa sintió el calor subirle a la nuca.

La discusión había entrado en terreno serio, casi humillante.

—Señor, no era un hidroavión indefenso —respondió—. Estaba bien manejado. Usó todos sus puestos de tiro de manera coordinada. Maniobró dentro de sus posibilidades, aprovechando cada ángulo.

Otro oficial, más joven, intervino.

—La propaganda enemiga exagera —dijo—. Dicen que derribó a varios de los nuestros. Eso no es posible. Un Catalina no puede hacer eso.

—Lo vi yo mismo —dijo Ishikawa, apretando el puño—. Uno de nuestros aparatos cayó tras un impacto directo en la cabina. Otro regresó con daños graves. No estoy aquí para discutir si el enemigo “puede” o no. Estoy aquí para reportar lo que ocurrió.

El mayor resopló.

—En cualquier caso —dijo—, no debieron insistir tanto. Los cazas son recursos valiosos. La doctrina dice…

—La doctrina no estaba en ese cielo —lo cortó Ishikawa, quizá con más dureza de la que convenía—. Estábamos nosotros. Hicimos lo que creímos correcto. Cuando vi que la relación costo-beneficio dejaba de tener sentido, ordené la retirada. No había honor en seguir gastando vidas y aviones en algo que solo demostraría que podemos matar a un único hidroavión a cambio de perder media escuadrilla.

Hubo un silencio tenso.

El mayor lo midió.

—Sus cifras serán revisadas —dijo al fin—. Mientras tanto, mejor concentremos nuestra atención en los próximos enfrentamientos. No quiero que mis hombres le teman a un aparato de patrulla más que a un caza enemigo.

Ishikawa inclinó la cabeza.

Por dentro, sin embargo, se prometió algo: si volvía a cruzarse con un Catalina, nunca más lo subestimaría.


En el libro de guerra de la unidad, años más tarde, el relato del “Grey Gull” ocupó apenas unas páginas.

“Patrulla de largo alcance. Contacto con numerosa formación de cazas enemigos. Combate sostenido durante aproximadamente veinte minutos. Daños en varias posiciones. Se reclamaron varios atacantes destruidos o seriamente dañados. El aparato regresó a base. La misión fue considerada un éxito improbable.”

En la cantina, en cambio, la historia creció, como crecen las buenas historias.

—¿Catorce Zeros, dices? —preguntaba un piloto nuevo.

—Catorce al principio, sí —respondía Jenkins, ya con más canas y menos miedo—. Al final, creo que solo nuestros propios agujeros nos disparaban.

Ortega, desde su rincón, levantaba la mano.

—Y no olvides quién les dio la primera sorpresa en la cola —recordaba—. Ese Zero nunca supo que un Catalina sabía morder.

Wallace, cada vez que le pedían que contara la historia, empezaba igual:

—Fue un día en el que el manual decía una cosa, el corazón otra y los Zeros la contraria. Y en medio estábamos nosotros, con este avión más grande que nuestra paciencia.

Nunca presumía de “ganar”.

—No sé si “ganamos” —decía—. Sobrevivimos. Dimos más problemas de los que ellos esperaban. Hicimos que, en algún lugar, un oficial japonés tuviera que explicar por qué un Catalina regresó a casa. Para mí, eso basta.

Y en noches tranquilas, cuando el viento soplaba sobre el agua y el hangar quedaba en silencio, a algunos les parecía escuchar, en la distancia, el eco de aquella batalla: el rugido grave del motor del PBY, el agudo bramar de los Zeros, las risas nerviosas de una tripulación que se había atrevido a pelear cuando todo indicaba que debían caer.

Los pilotos japoneses no podían creer que un solo Catalina hubiera resistido a catorce Zeros.

La tripulación del Catalina, décadas después, todavía se preguntaba cómo lo habían logrado.

Tal vez fue buena puntería. Tal vez buena suerte.

Tal vez fue, simplemente, la mezcla extraña de miedo y terquedad que hace que algunos hombres decidan que, aunque el manual diga “huye”, sus manos, ese día, prefieren quedarse en los mandos y ver qué pasa si pelean.