Ellos se burlaron de su “rifle por catálogo barato”, apostaron que no servía para nada, pero cuatro días después nadie volvió a reír cuando once francotiradores desaparecieron y el silencio cambió el curso de toda la patrulla

En la jungla húmeda, donde el calor parecía respirar en la nuca de cada soldado, el cabo Mateo Herrera caminaba el último en la fila. El barro le llegaba casi a los tobillos, las hojas húmedas pegadas al uniforme y el olor a tierra mojada mezclado con metal y miedo antiguo.

En sus manos no llevaba el fusil reglamentario que todos los demás consideraban “serio”. Llevaba su orgullo: un rifle largo, de madera clara, con detalles simples, sin adornos. Lo había comprado por correo meses antes de que lo enviaran al frente, usando casi todos sus ahorros de campesino. Lo llamaban, con sorna, “el rifle de catálogo barato”.

—Oye, Herrera —se burló el sargento López aquella mañana mientras descansaban a la orilla del sendero—, ¿ese palo dispara o solo sirve para espantar gallinas?

Las risas recorrieron la línea de hombres como una pequeña ola de alivio tenso.

—Dispara —respondió Mateo, sin levantar la voz—. Y llega más lejos que el tuyo.

—Sí, claro —intervino Gómez, el más joven—. Seguro también lava la ropa y hace café.

Volvieron a reír. Solo uno no sonreía: el teniente Ramírez, que observaba en silencio desde una roca, limpiando sus binoculares.

A Mateo le ardieron las orejas, no por la burla, sino por la discusión de la noche anterior en el campamento. Había terminado gritando, algo que casi nunca hacía.


La noche anterior, bajo la lona improvisada que les servía de techo, la humedad caía en gotas lentas. Algunos jugaban a las cartas, otros escribían cartas a casa, otros simplemente miraban la nada. La luz amarilla de la lámpara dibujaba sombras alargadas.

—Te lo digo por última vez, Herrera —había dicho el sargento López, serio esta vez—. Mañana dejas ese juguete en el campamento y tomas un fusil reglamentario. No estamos cazando conejos.

—Con todo respeto, mi sargento —contestó Mateo, apretando la mandíbula—, este rifle es más preciso. Yo lo conozco. Yo confío en él.

—Aquí no se trata de lo que tú confíes —replicó López, elevando el tono—. Se trata de lo que el reglamento dice. Y el reglamento dice que…

—El reglamento dice muchas cosas —interrumpió Mateo, por primera vez rompiendo su propio respeto casi religioso por la cadena de mando—. Pero cuando el sol se levante, el que va a tener que dar el primer disparo voy a ser yo. Y yo no quiero fallar.

Los murmullos se apagaron. Algunos levantaron la vista de las cartas. La tensión se volvió tan densa como el aire húmedo.

—¿Estás desafiándome, Herrera? —preguntó el sargento, dando un paso adelante.

—No —dijo él—. Estoy defendiendo el arma que sé manejar. Le ruego que lo entienda.

Los dos se quedaron frente a frente, respirando fuerte. El teniente Ramírez se acercó, dejando sus binoculares a un lado.

—Basta —dijo, con calma pero con un tono que no admitía discusión—. Sargento, déjelo con su rifle. Si sale mal, la responsabilidad será mía.

—Pero, mi teniente… —protestó López.

—He dicho que basta —insistió Ramírez.

Un silencio pesado cubrió a todos. Mateo sintió las miradas clavadas en su espalda. No sabía si sentirse agradecido o más presionado. El sargento apretó los labios, conteniendo la rabia.

—Como quiera, mi teniente —dijo por fin—. Pero cuando ese “rifle por catálogo” nos meta en problemas, no diga que no se lo advertí.

A partir de ese momento, nadie volvió a hablar del tema, pero las miradas de desconfianza siguieron acompañando a Mateo hasta que apagaron la lámpara y solo quedó el ruido de la jungla.


En aquellos días, el peligro no venía solo de la espesura, sino de unos tiradores enemigos que se escondían entre las ramas más altas. No se les veía, pero se les sentía. Un disparo aislado, un eco, y luego un compañero que caía sin saber de dónde había llegado la bala.

Desde hacía una semana, un grupo de francotiradores, ocultos en los árboles, había frenado todas las rutas de avance. Cada intento de moverse significaba correr el riesgo de perder a alguien. Y la tensión crecían en cada rostro.

—Once —murmuró el teniente Ramírez aquella tarde, con las manos apoyadas en el mapa—. Según los reportes, al menos once tiradores nos rodean en esta zona. Si no abrimos este camino, la columna quedará atrapada.

—Ya lo intentamos, mi teniente —dijo el sargento, cansado—. Cada vez que movemos una sección, perdemos a alguien. No podemos localizarlos.

Ramírez miró a su alrededor y sus ojos se detuvieron en Mateo, sentado en un tronco, limpiando con cuidado su rifle de madera clara.

—¿Qué tan lejos puedes ver con eso, Herrera? —preguntó el teniente.

Mateo se levantó, sorprendido. Todos lo miraron.

—Depende de la luz, mi teniente —respondió—. Pero si hay un poco de claridad y algo de contraste, puedo distinguir detalles que otros no ven.

—¿Y qué tan seguro eres con un solo disparo?

Mateo tragó saliva. Había practicado mil veces en su pequeño pueblo, apuntando a latas, a piedras lejanas, a ramas delgadas que apenas se movían con el viento.

—Lo suficiente como para querer intentarlo —dijo, sin darse aires.

El sargento bufó.

—Mi teniente, con todo respeto… Estamos hablando de tiradores que llevan meses en esta jungla. No son blancos estáticos.

—Lo sé, sargento —respondió Ramírez—. Pero lo que hemos hecho hasta ahora no ha funcionado.

Se volvió hacia Mateo.

—Tendrás tu oportunidad —dijo—. Mañana, al amanecer.

La discusión de la noche anterior, ya de por sí tensa, se había transformado ahora en algo más: una responsabilidad gigantesca sobre los hombros del hombre al que todos habían tomado por motivo de burla.


El primer día fue de búsqueda silenciosa.

Apenas apareció la primera luz, un gris tímido que se colaba entre las hojas, Mateo se adelantó solo unos metros, con el permiso de Ramírez. Llevaba el rifle preparado, el sudor en las manos y el corazón golpeando como tambor.

El resto de la patrulla se quedó a cubierto. La orden era clara: nadie dispararía a menos que él lo pidiera. El objetivo era localizar a los francotiradores sin delatar todas sus posiciones a la vez.

Mateo se arrodilló detrás de un tronco caído. Observó el horizonte vegetal: ramas, hojas, sombras. Nada se movía salvo algún insecto y un pájaro que cruzó rápido.

Recordó el consejo de su padre, en los campos de su pueblo:

“No busques al animal, hijo. Busca lo que no encaja en el paisaje. Una línea que no debería estar ahí, un color que no pertenece, una sombra demasiado recta.”

Respiró hondo. Miró cada árbol como si fuese un enigma.

Entonces lo vio: una línea vertical, gris, demasiado perfecta para ser una rama. Podía ser parte del tronco… o el contorno de un fusil apoyado. Apenas medio centímetro sobresalía de entre las hojas.

—Mi teniente —susurró por la radio—, creo que tengo uno.

—Proceda —respondió la voz, apenas audible.

Mateo apoyó la culata del rifle en el hombro, ajustó la mira con calma. El mundo pareció estrecharse hasta convertirse en un círculo diminuto: esa pequeña línea gris.

Exhaló, y en el punto más tranquilo de la respiración, apretó el gatillo.

El sonido fue seco, cortante. Un segundo después, algo cayó entre las ramas. Un casco rodó y golpeó una roca, haciendo eco.

—Uno menos —murmuró alguien en la patrulla.

Pero nadie se atrevió a celebrar. Sabían que los demás tiradores estarían alertas ahora.

Mateo cambió de posición, arrastrándose lentamente. No habían pasado cinco minutos cuando un disparo enemigo cruzó el aire, impactando cerca del tronco donde antes se encontraba. Si se hubiera quedado allí, no estaría respirando.

—Te están cazando —se dijo a sí mismo—. Pero no conocen tu rifle.

Durante el resto del día, Mateo no disparó de nuevo. Se limitó a observar, a aprender, a memorizar las zonas donde creía ver signos de presencia enemiga: una cuerda tensa, una sombra extraña, un destello mínimo.

Al caer la noche, regresó a la posición principal. Estaba agotado, empapado de sudor y barro.

—¿Solo uno? —preguntó el sargento, cruzado de brazos.

—Solo uno, mi sargento —respondió Mateo, sin confrontar.

El teniente no dijo nada. Solo miró el mapa, pensativo.


El segundo día, la presión aumentó.

—Ya perdimos demasiado tiempo —murmuró Gómez—. Los de arriba se están impacientando.

Mateo volvió a salir al amanecer. Esta vez, el plan era distinto. Ramírez ordenó pequeños movimientos de distracción, mientras Mateo cambiaba de posición en silencio, buscándoles ángulos nuevos a los árboles sospechosos.

El sol apenas se filtraba, pero suficiente para dibujar contrastes.

Vio un brillo mínimo, como un punto plateado en medio de un mar verde: tal vez la hebilla de un cinturón, o un pedazo de metal mal cubierto.

Disparo.

Silencio.

Luego, el ruido sordo de un cuerpo que pierde su equilibrio. Dos.

Más tarde, otra figura demasiado rígida en una rama: no era una rama, sino el hombro de alguien camuflado. Mateo volvió a apretar el gatillo. Tres.

La patrulla empezó a mirar a Mateo de otra manera. Ya no era solo el del “rifle de catálogo”. Era el hombre que, con paciencia, iba desarmando poco a poco el círculo invisible que los mantenía atrapados.

Esa tarde, sin embargo, uno de los tiradores enemigos demostró que no estaban enfrentando a improvisados.

Mientras Mateo cambiaba de ubicación, una bala impactó la tierra tan cerca que una lluvia de barro le cubrió el rostro. Cayó al suelo, sintiendo el corazón en la garganta.

—Te tienen ubicado —advirtió la voz del sargento por radio—. Retírate.

Pero Mateo no se retiró. Se arrastró hasta una pequeña depresión en el terreno y empezó a observar en la dirección de donde había venido el disparo. La lógica decía que el enemigo habría cambiado de posición. Sin embargo, algo dentro de él le dijo lo contrario.

Vio entonces un pequeño movimiento: una hoja que se movió hacia la izquierda cuando el viento había dejado de soplar. Tal vez el cañón de un arma, ajustándose.

Disparo.

Esta vez, el grito ahogado que llegó desde la espesura fue la confirmación. Cuatro.

Cuando volvió al campamento, exhausto, el sargento López lo recibió con una mezcla de alivio y orgullo mal disimulado.

—Buen trabajo, Herrera —dijo, dándole una palmada en el hombro—. Pero no te acostumbres a que te lo diga.

Mateo sonrió, apenas. Sabía que quedaban muchos más.


El tercer día fue el más duro.

El enemigo, ya consciente de que alguien estaba cazando a sus tiradores, se puso más cuidadoso. Cambiaron de posición con frecuencia, usaron mejores escondites, aprovecharon cada sombra.

Mateo pasó horas enteras mirando a través de la mira, hasta que los ojos le ardieron. Empezó a notar detalles cada vez más sutiles: la curvatura distinta de una hoja aplastada, una mancha de barro fresca en un tronco, una rama cortada recientemente.

Ese día logró localizar a tres más. Dos de ellos cayeron con disparos limpios. El tercero intentó huir. Mateo lo vio desplazarse entre las ramas, rápido como un mono. Respiró hondo, adelantó el punto de mira unos centímetros para anticipar el movimiento y disparó.

Silencio. Luego, una cascada de hojas que caían. Siete.

Pero el precio fue alto. Uno de los tiradores enemigos, antes de ser localizado, alcanzó a herir a un soldado de la patrulla, que quedó tendido en el suelo, sujetándose el hombro.

—¡Médico! —gritaron.

Mateo, al escuchar el alboroto por la radio, cerró los ojos por un segundo. No se sentía un héroe; se sentía lento, responsable, como si cada segundo que tardaba en encontrar otro objetivo fuera una oportunidad más para que alguien cayera.

Esa noche, mientras intentaba dormir, el sargento se sentó a su lado.

—¿No puedes dormir, Herrera? —preguntó.

—No mucho, mi sargento.

—Nadie puede aquí —respondió el sargento, con un suspiro—. Escucha… Sobre lo de la otra noche. La discusión. Me pasé de la raya.

Mateo lo miró, sorprendido.

—Solo hacía mi trabajo, mi sargento.

—Y tú, el tuyo —replicó López—. Y lo estás haciendo mejor de lo que imaginé. Te juzgué por el aspecto de tu rifle… y no por lo que sabías hacer con él.

Hubo un silencio breve.

—Lo que estás haciendo por nosotros —continuó el sargento—, no lo vamos a olvidar.

Mateo asintió, sin saber qué decir. La discusión que había estado a punto de romper la confianza entre ellos ahora se transformaba en una alianza silenciosa.


El cuarto día amaneció con un aire distinto.

La patrulla ya no caminaba encorvada por la desesperación, sino con una tenue esperanza. Se sabía que quedaban pocos tiradores enemigos; las emboscadas eran menos frecuentes, los disparos aislados habían disminuido.

—Según los cálculos —dijo el teniente Ramírez—, deberían quedar cuatro, tal vez menos.

Mateo salió una vez más, con el rifle firme, la respiración controlada. El cansancio era real, pero también lo era la determinación de terminar lo que había empezado.

Encontró al primero del día en la copa de un árbol especialmente alto. Lo delató una sombra triangular que no coincidía con las ramas. Disparo. Ocho.

El segundo fue más difícil. Se había camuflado tan bien que Mateo casi pasa de largo. Lo descubrió al ver un pájaro posarse en una rama y salir volando de golpe, como si algo lo hubiera espantado. Apuntó a ese punto y esperó. Vio una mínima inclinación. Disparo. Nueve.

El tercero lo vio a través de una abertura entre hojas. Solo se distinguía una mejilla, un fragmento de rostro enmarcado por pintura y tierra. Mateo dudó un segundo. A pesar de ser enemigo, no dejaba de ser un ser humano, con una historia, una familia, miedos similares a los suyos.

Cerró los ojos un instante, y cuando los abrió, recordó a sus compañeros heridos, a los que habían caído por disparos invisibles. Disparo. Diez.

El último fue el más silencioso de todos.

La patrulla avanzaba ya con mayor confianza cuando, de pronto, el teniente se detuvo. Sentía que algo no encajaba. Había aprendido, en esos días, a confiar no solo en el mapa, sino en el instinto.

—Herrera —dijo—. ¿Lo sientes?

Mateo miró a su alrededor. Todo parecía en calma. Demasiado en calma. Entonces oyó algo: no un disparo, no una rama rota, sino la ausencia total de los sonidos habituales de pájaros en un árbol cercano.

—Allí —señaló, levantando el rifle—. Ese árbol está demasiado silencioso.

Miró por la mira, escaneando cada rincón, cada hoja. Nada.

Entonces tuvo una idea. Dio un par de pasos hacia un lado, cambiando discretamente el ángulo. Y ahí lo vio: una pequeña franja de tela, del mismo color que el tronco, pero con una textura distinta.

—Te encontré —susurró.

Ajustó la mira, exhaló, y apretó el gatillo.

El disparo resonó, y un segundo después, algo cayó desde lo alto, golpeando ramas en su camino hasta el suelo.

Silencio.

Un silencio nuevo.

No era el silencio tensado por el miedo, sino uno en el que la jungla empezaba a recuperar sus sonidos naturales. Los pájaros volvieron a cantar tímidamente, los insectos continuaron su zumbido constante.

—¿Todos? —preguntó Gómez, con los ojos muy abiertos.

El teniente Ramírez miró a Mateo, luego al alrededor, luego de nuevo a Mateo.

—Once —dijo—. En cuatro días.

El sargento López se quitó el casco y pasó una mano por su cabello empapado de sudor.

—Once tiradores profesionales —añadió—, eliminados por un campesino con un “rifle por catálogo”.

Nadie se rió. No porque no hubiera motivo, sino porque el respeto se había impuesto a la burla.


De vuelta en el campamento avanzado, el rumor se propagó rápido. Otros pelotones escucharon la historia del cabo Herrera y su arma de madera clara. Algunos vinieron a verlo, a tocar el rifle, a preguntarle cómo lo hacía, qué veía él que otros no.

Mateo respondía con humildad:

—No es el rifle. Es conocerlo. Es saber que cada disparo cuenta.

Una tarde, mientras limpiaba el cañón con movimientos lentos, el teniente se acercó con una pequeña caja en la mano.

—Herrera —dijo—. De parte del mando.

Dentro había una insignia de reconocimiento y una carta doblada. Mateo la abrió con cuidado. No estaba llena de elogios grandilocuentes; era sencilla y directa. Decía, en resumen, que gracias a su puntería y determinación, la ruta había quedado abierta, salvando vidas y permitiendo el avance de la unidad.

—Es para ti —insistió el teniente—. Te la ganaste.

El sargento, que observaba desde unos pasos atrás, habló:

—Si hubiera hecho caso a mis prejuicios —admitió—, ese rifle se habría quedado guardado en una tienda, y nosotros seguiríamos atrapados aquí. Me alegro de haberme equivocado.

Mateo sonrió, con una mezcla de timidez y orgullo.

—No habría logrado nada sin ustedes cubriéndome la espalda —respondió—. Esto es del equipo, no solo mío.

Aun así, guardó la insignia en el bolsillo interior de su chaqueta. No porque quisiera presumirla, sino como recordatorio de aquellos cuatro días en los que su convicción fue más fuerte que las burlas, y en los que una discusión tensa casi le arrebató la oportunidad de demostrar lo que llevaba dentro.

Esa noche, mientras el cielo sobre la jungla se llenaba de estrellas que apenas se veían entre las copas de los árboles, Mateo se acostó junto a su rifle. Pasó la mano por la madera, recordando cada disparo, cada segundo de duda, cada mirada de desconfianza transformada en respeto.

—Al final —pensó—, no fue el precio del rifle lo que importó, ni de dónde vino. Sino lo que uno está dispuesto a hacer cuando todos dudan.

Y, por primera vez en muchos días, durmió profundamente, sin sobresaltos.