El técnico al que todos tomaban por obsesivo cuando llenaba el fuselaje de cuerdas, poleas y notas extrañas, hasta que una B-17 volvió a casa con medio estabilizador arrancado y su “loca” maraña de cables fue lo único que mantuvo el avión en el aire

A veces, las historias que parecen exageradas nacen de detalles tan pequeños como un nudo bien hecho o un trozo de cuerda olvidado en una caja de herramientas.

La de Diego Salas empezó así: con una cuerda.

No era piloto, ni comandante, ni jefe de escuadrilla. Su cargo oficial era “mecánico de vuelo y auxiliar de mantenimiento”, pero todos lo conocían por otro nombre: “el de los nudos”. Lo llamaban así porque no había esquina del avión que no hubiera estudiado pensando en cómo sujetarla, reforzarla o repararla en el aire con cuerdas, alambres o cualquier cosa que tuviera a mano.

—Si algún día falta el pegamento —bromeaban—, Diego va a intentar mantener el avión unido con hilo de coser y esperanza.

Él sonreía, sin ofenderse.

—La esperanza no se puede atar —respondía—, pero las chapas y las piezas sueltas, sí.

Su obsesión no venía de la nada. De niño, en el taller de su padre, había aprendido a arreglar casi cualquier cosa con recursos mínimos. Una silla coja, un portón que no cerraba bien, un carro viejo: todo era cuestión de observar, calcular fuerzas y encontrar el punto exacto donde un nudo podía hacer la diferencia.

Cuando terminó en una base aérea cuidando un enorme B-17 —una de esas máquinas que parecían ciudades voladoras, con su vientre lleno de compartimentos y sus alas extendidas como brazos gigantes—, Diego sintió que había encontrado el rompecabezas más grande de su vida.

Lo estudiaba sin descanso. Caminaba por debajo de las alas, se arrastraba por los pasillos internos, recorría los compartimentos de cola y observación. Llevaba siempre una pequeña libreta donde apuntaba ideas: “si se rompe aquí, se podría sujetar así”, “si falla este cable, se podría redirigir la tensión por allá”.

Al principio, sus compañeros se reían.

—¿Esperas que el cielo te dé tiempo para improvisar? —le preguntó un artillero una vez—. Lo que se rompe allá arriba, se cae. Punto.

Diego se encogió de hombros.

—Hasta que alguien encuentre cómo evitarlo —dijo—. Prefiero ser el raro que lo intenta que el que mira cómo algo se desprende sin hacer nada.


Un día, en un ejercicio de inspección, Diego estaba en la parte trasera del avión, cerca del conjunto de cola. El estabilizador horizontal y la deriva le imponían un respeto especial: sabía que, sin ellos, el avión se volvía ingobernable.

Repasó los largueros, las uniones, las bisagras de los timones. Tocó el metal, escuchó los pequeños ecos que le devolvía el fuselaje.

“Si algo se arrancara aquí”, pensó, “tendríamos segundos para hacer algo, o no tendríamos ninguno”.

Aquella tarde, cuando todos se fueron a cenar, él se quedó un rato más. Del almacén sacó una bobina de cable fino, resistente, y una bolsa con poleas pequeñas y mosquetones. Con la autorización de un oficial curioso pero indulgente, empezó a experimentar.

No añadía peso significativo, pero sí puntos de refuerzo. Desde el interior del fuselaje, instaló una especie de “red de seguridad” que conectaba partes clave de la estructura trasera con secciones más robustas. No era que pudiera impedir una ruptura grave, lo sabía; pero tal vez, si un impacto arrancaba parte del conjunto de cola, esa red podría evitar que el resto se desintegrara.

—¿Qué demonios estás haciendo ahí atrás, Salas? —preguntó el capitán Valverde una noche, al encontrarlo midiendo distancias con una cinta métrica.

Diego, colgando medio cuerpo dentro del fuselaje, apenas asomó la cabeza.

—No toque nada, mi capitán, que todavía no sé si esto es una genialidad o una tontería monumental —respondió, con una sonrisa tímida—. Estoy probando un sistema de rigging interno.

—¿Rigging interno?

—Una forma de que algunas cargas se redistribuyan si algo se suelta donde no debe. Pienso que, con los cables adecuados, podríamos evitar que una avería en cola signifique la pérdida total del control.

El capitán lo miró largo rato, evaluando. Podría haberle dicho que dejara de perder el tiempo, que siguiera solo los manuales. Pero algo en la determinación de Diego le llamó la atención.

—No quiero que añadas nada que pueda soltarse y convertirse en un proyectil dentro del avión —advirtió—. Ni que interfiera con los mecanismos normales.

—Jamás, mi capitán. Si estorba, lo quito. Pero si ayuda…

Valverde suspiró.

—Está bien. Haz tus inventos. Pero si alguien tropieza con una cuerda tuya, te vas a pasar una semana limpiando hangares.

—Trato hecho —dijo Diego.


Con el tiempo, su extraño trabajo comenzó a volverse parte del paisaje. Nadie entendía del todo qué había hecho exactamente, pero sabían que el B-17 que cuidaba estaba lleno de pequeños cables extra, mosquetones discretos, refuerzos casi invisibles que solo él podía explicar.

—Parece una telaraña —dijo una vez uno de los artilleros de cola, al ver un tramo de la estructura interior.

—Una telaraña bien pensada —corrigió Diego—. No está para atrapar moscas, sino para evitar que algo importante salga volando sin permiso.

—Sigues loco —replicó el artillero, riendo—. Pero me gusta volar con locos que piensan.

El apodo cambió con los meses: ya no lo llamaban solo “el de los nudos”, sino también “el de las cuerdas locas”. Él no se molestaba; sabía que, en el fondo, sus compañeros valoraban que hubiera alguien que se preocupara por lo que podía ir mal en el peor momento.

Y entonces llegó ese peor momento.


Era una mañana fría, con el cielo dividido entre manchas de nubes y claros brillantes. La tripulación de la B-17 se preparaba para otra misión de rutina dentro de lo que allí llamaban “lo normal”, aunque no había nada verdaderamente normal en despegar sabiendo que el regreso nunca estaba garantizado.

Diego, además de mecánico, formaba parte de la tripulación como observador y apoyo en vuelo. Comprobó una vez más los puntos que había reforzado con su rigging. Tocó los cables, verificó tensiones, inspeccionó los mosquetones.

—Si te dieran un día más, lo llenarías todo de cuerdas —bromeó el copiloto, Andrés.

—Si me dieran un día más —respondió Diego—, seguramente encontraría otra cosa que me preocupara. Así que mejor nos vamos ya, antes de que se me ocurran más ideas.

El comandante, el capitán Valverde, pasó lista. Todos respondieron. Motor uno, listo. Motor dos, listo. Tres y cuatro, en orden.

El despegue fue limpio. La B-17 se elevó con ese porte imponente que Diego nunca se cansaba de admirar. Desde la ventanilla, las pistas, los hangares y las personas se encogieron, convirtiéndose en miniaturas.

Durante un buen tramo, el vuelo transcurrió sin novedades. La rutina de voces, confirmaciones y ajustes llenaba el interior del avión. El ruido constante de los motores era, para ellos, un sonido casi tranquilizador.

Pero, en un instante que nadie olvidaría, la calma se rompió con una sacudida violenta.

Un estruendo reverberó desde la parte trasera del avión. La máquina tembló, la cola pareció ceder un poco, y un silencio extraño se coló entre los ruidos habituales: el silencio de algo que ya no estaba donde debía.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Andrés, agarrándose al panel.

La voz del artillero de cola entró inmediatamente por el intercomunicador, cortada por la respiración agitada:

—¡Algo ha impactado atrás! ¡Parte del estabilizador se ha ido! Repito: ¡hemos perdido un buen trozo de cola!

La B-17 se inclinó de forma abrupta. Valverde luchó con los mandos. El avión respondió de manera errática, como si de pronto hubiera olvidado cómo mantenerse recto.

—¡Diego, revisa el panel de configuración de cola! —ordenó el comandante.

Diego ya estaba en marcha, adelantándose a las palabras. Sabía que el conjunto de cola era la clave de la estabilidad. Si medio estabilizador se había ido, estaban al borde de convertirse en un avión que ya no obedecía.

Mientras se movía hacia la parte trasera, el sonido del viento cambiaba: se sentía más agresivo, como si intentara arrancar lo que quedaba. Se metió por los pasillos, agarrándose de las estructuras, sintiendo cómo la B-17 se estremecía bajo sus pies.

Cuando llegó a la sección trasera, el artillero de cola lo miró con los ojos muy abiertos.

—Se ha ido un buen trozo del estabilizador derecho —dijo, señalando hacia afuera—. Puedo ver el borde, está destrozado.

Diego asomó con cuidado. El hueco en la estructura era evidente: donde antes había una superficie lisa, ahora quedaban restos retorcidos de metal.

—No hemos perdido todo —dijo, más para sí mismo que para los demás—. Pero lo que falta es suficiente para volver loco al avión.

El intercomunicador crepitó.

—Aquí Valverde. Diego, necesito saber si hay alguna posibilidad de estabilizar esto. No podemos mantener el rumbo mucho tiempo así.

Diego respiró hondo. Sabía que, en ese momento, decir “no se puede” significaba resignarse a un escenario oscuro.

Miró alrededor. Vio su propia telaraña de cables, algunos tensos, otros vibrando por el esfuerzo. Una parte de su rigging ya estaba trabajando sin que nadie lo hubiera ordenado: había absorbido parte del golpe, evitando que toda la estructura trasera se desprendiera.

“Funciona”, pensó. “Pero no es suficiente todavía”.

Se acercó más, analizando las fuerzas invisibles que tiraban de la cola. El avión quería girar hacia el lado dañado; la asimetría lo estaba arrastrando.

—Mi capitán —dijo por la radio—, la parte que hemos perdido hace que el avión quiera girar hacia la derecha todo el tiempo. Usted va a sentir el mando como si alguien tirara de él sin descanso.

—Ya lo siento —respondió Valverde—. Es como si luchara con un gigante.

Diego apoyó una mano en la estructura interna y sintió las vibraciones, los pequeños crujidos. Su mente empezó a trabajar al mismo ritmo que en el taller de su padre, cuando una puerta estaba a punto de caerse y había que sujetarla con la cuerda justa y el nudo adecuado.

—Voy a intentar algo —dijo—. Necesito que mantenga el control como pueda. Si lo logro, el avión seguirá queriendo girar, pero un poco menos. Quizá lo suficiente para que los mandos no se rompan intentando compensar.

—Haz lo que tengas que hacer —respondió Valverde—. Esta máquina es tanto tuya como mía.


Diego abrió su bolsa de herramientas. Sacó más cable, mosquetones, poleas. El artillero de cola lo miró con una mezcla de miedo y esperanza.

—Dime dónde te ayudo —dijo.

—Necesito que sostengas esto aquí —indicó Diego, entregándole un cable—. Y que me digas si ves movimiento extraño cuando empiece a tensar.

El plan era simple en concepto, pero demandante en ejecución: crear una serie de tirantes internos que ayudaran a compensar la falta de superficie en un lado del estabilizador, transfiriendo parte de las cargas a secciones más robustas del fuselaje y, de paso, reduciendo los movimientos más bruscos.

No podían reconstruir lo perdido, pero sí podían intentar que lo que quedaba trabajara de forma más equilibrada.

Diego ancló un extremo del cable a un punto firmemente remachado del lateral interno. Luego, usando una polea, lo llevó hacia una zona donde la estructura todavía estaba sana. Cada mosquetón añadido era un nuevo camino para las fuerzas que, sin esa ayuda, habrían arrancado el resto.

El artillero anunciaba los cambios.

—Veo que la parte restante vibra menos cuando tensas… ¡Así está mejor, parece más estable!

Diego ajustó otra línea de cable, esta vez cruzándola con la anterior y formando una especie de X dentro de la cola. Aquello, sumado a los refuerzos que ya había instalado semanas atrás, convertía la parte trasera del avión en una red tensa.

El intercomunicador volvió a sonar.

—Diego, aquí Valverde. Estoy notando algo distinto. El mando derecho sigue duro, pero ya no está tan salvaje.

Diego sonrió, aunque nadie pudo verlo.

—Eso es porque ahora no está solo el timón peleando con el aire, mi capitán —respondió—. Ahora la estructura entera está ayudando a soportar el tirón.

Siguió trabajando. Cada tramo de cable que añadía se probaba de inmediato: un pequeño cambio en la sensación del avión, una vibración que se reducía, un giro involuntario que se hacía menos brusco.

Por primera vez desde el impacto, la idea de regresar a casa dejó de parecer un deseo remoto.


Pero no iban a ser solo los cables los que decidieran el final de esa historia. La tripulación entera empezó a ayudar a “equilibrar” el avión como podía.

—Si desplazamos peso hacia el lado contrario al daño, tal vez ayudemos a compensar —propuso Andrés desde la cabina.

—De acuerdo —respondió Valverde—. Que quienes no sean imprescindibles en un puesto concreto se muevan siguiendo las indicaciones de Diego.

Diego, con su conocimiento del interior del avión, improvisó una redistribución casi milimétrica.

—Artillero ventral, muévete al lateral izquierdo unos minutos. Operador de radio, desplázate también unos pasos en esa dirección. Yo me quedaré un poco más hacia la izquierda aquí atrás.

Parecía una danza extraña dentro del fuselaje: personas moviéndose dos o tres metros aquí y allá, siguiendo una lógica que solo él parecía ver del todo. Pero cada pequeño cambio alteraba el centro de gravedad lo justo para reducir la tendencia del avión a girar hacia el lado dañado.

—Increíble —comentó Andrés—. Siento los mandos un poco más… humanos.

—No lo olviden —dijo Valverde—, seguimos heridos. Pero si esto continúa así, quizá podamos intentarlo.

La palabra “intentar” significaba ahora “volver a casa”.


El regreso fue una combinación de técnica y nervios de acero. Valverde mantenía las manos en los mandos como si estuviera sujetando a un animal herido que podía descontrolarse en cualquier momento. Andrés vigilaba instrumentos, recalculando todo: consumo, velocidad, altitud.

Diego se convirtió en un puente constante entre la estructura trasera y la cabina.

—Si nota que el mando se endurece de golpe hacia ese lado, avíseme —decía—. Quizá pueda aligerar un poco la tensión aquí atrás.

En un par de ocasiones, tuvo que aflojar ligeramente un cable y tensar otro, como si afinara un instrumento delicado. Cada ajuste se convertía en un cambio sutil en la manera en que el aire golpeaba la cola.

El tiempo pareció alargarse. Cada minuto era una mezcla de preocupación y concentración total. Nadie pensaba en otra cosa que no fuera mantener la máquina en vuelo.

Finalmente, avistaron la zona de la base. Desde tierra, el espectáculo también era impactante.

—La B-17 viene dañada —anunció uno de los controladores—. Veo que le falta parte de la cola. No sé cómo sigue en el aire.

En la torre, algunos sacaron prismáticos. Vieron el borde destrozado del estabilizador, los remaches arrancados, la asimetría evidente. Y, sin embargo, el avión se mantenía. No recto como en un vuelo perfecto, sino con una inclinación constante que los pilotos corregían con esfuerzo.

—Vamos a preparar a los equipos de emergencia —ordenó el oficial al mando—. Pero que nadie pierda de vista esto: si esa máquina logra tocar la pista, será gracias a una mezcla de milagro y terquedad.

Valverde habló por el intercomunicador una última vez antes del descenso.

—Escuchen todos —dijo—. Hemos llegado más lejos de lo que muchos habrían creído posible con este daño. El trabajo de Diego atrás y la colaboración de cada uno han hecho que el avión nos haya traído hasta aquí. Ahora necesito que todos estén listos para un aterrizaje difícil.

Diego, cubierto de polvo, sudor y alguna mancha de sangre en las manos por pequeños cortes, se sentó en un punto que había calculado como óptimo: lo bastante adelante para no sufrir un golpe directo en la cola si algo fallaba, pero lo bastante cerca para seguir sintiendo cualquier crujido importante.

—Vamos, amigo —murmuró, apoyando la mano en la estructura—. Solo un poco más.


El aterrizaje fue tenso, pero controlado. La B-17 tocó la pista con un leve salto, luego otro. La estructura protestó, la cola vibró como si estuviera a punto de romper su último compromiso con la gravedad, pero los cables, poleas y refuerzos improvisados aguantaron.

Finalmente, el avión se deslizó hasta detenerse.

Hubo unos segundos de silencio absoluto. Nadie respiró.

Y entonces, casi al mismo tiempo, se escuchó un estallido de voces: equipos de tierra corriendo, compañeros aplaudiendo, mecánicos señalando la cola destrozada.

—¡No puede ser que haya llegado así! —exclamó uno—. He visto máquinas volver con agujeros, pero no con media cola arrancada.

La tripulación comenzó a salir, uno por uno. Algunos cojeaban, otros tenían golpes, pero todos estaban vivos.

Diego fue de los últimos en bajar. Cuando puso un pie en la pista y miró hacia atrás, vio su telaraña de cables asomando por algunas aberturas. Desde fuera, parecía una locura: metal retorcido, cuerdas, mosquetones brillando al sol.

—¿Quién hizo todo este rigging ahí atrás? —preguntó un técnico de la base, incrédulo.

Valverde, que había bajado ya y se había acercado a ver el daño, respondió sin dudar:

—Él —dijo, señalando a Diego—. El “loco de las cuerdas”.

Diego se sonrojó un poco.

—No fue solo eso, mi capitán —dijo—. Ustedes trajeron la máquina hasta aquí. Yo solo… le puse una red por si quería desarmarse.

El comandante lo miró con una mezcla de orgullo y gratitud difícil de describir.

—Tu “red” nos regaló algo que muchos no reciben —dijo—: la oportunidad de seguir discutiendo en persona quién hizo qué.

Los compañeros se acercaron. Algunos, que antes se habían burlado de sus inventos, ahora lo abrazaban con fuerza.

—Nunca me había alegrado tanto de volar en un avión lleno de cables raros —bromeó el artillero de cola, con los ojos húmedos.


En los días siguientes, muchos ingenieros y técnicos revisaron la B-17 dañada. Estudiaron cada cable, cada nudo, cada punto de anclaje. No tardaron en darse cuenta de que aquella “locura” tenía una lógica precisa.

—No evitó que se arrancara la parte que se arrancó —dijo uno de los ingenieros—, pero sí evitó que la vibración se llevara el resto. Y los refuerzos internos estaban distribuidos de forma que la estructura pudo trabajar como un conjunto, no como piezas sueltas.

Algunos comenzaron a tomar notas. Se abrieron debates técnicos, se hicieron croquis. No era que fueran a copiar exactamente lo que Diego había hecho —cada avión y cada misión requerían su propio estudio—, pero su forma de pensar quedó registrada.

—Hay cosas —comentó un oficial de mantenimiento— que no se enseñan en manuales. Se aprenden cuando alguien decide ir un paso más allá de “lo suficiente”.

A Diego le ofrecieron participar en sesiones donde se recopilaban lecciones aprendidas. Por primera vez, las palabras “rigging de emergencia en vuelo” empezaron a sonar como un concepto serio, no como un chiste.

Él explicaba con humildad.

—Yo no tenía la certeza de que funcionaría —decía—. Solo sabía que, si no intentábamos distribuir las fuerzas y dar a la estructura algo con lo que cooperar, el avión iba a rendirse enseguida.

Uno de los más jóvenes técnicos le preguntó:

—¿De dónde sacó la idea de llenar el interior de cables?

Diego recordó el taller de su padre, las sillas cojas, las puertas torcidas.

—De mirar cosas a punto de romperse y preguntarme siempre: “¿Dónde puedo atar algo para que dure un poco más?” —respondió—. A veces, ese “poco más” es justo la diferencia entre caer y llegar a casa.


Años después, la historia del B-17 que volvió con media cola perdida se contaba con matices distintos según quién la narrara. Algunos la adornaban, otros la reducían.

Pero había un detalle que siempre se repetía: “voló gracias a un rigging loco que uno de la tripulación había preparado antes, cuando todos se reían de sus cuerdas”.

Diego nunca se consideró un héroe.

—Yo solo era el tipo al que le preocupaba que algo se soltara —insistía—. La tripulación entera hizo su parte.

Sin embargo, cada vez que alguien nuevo subía a un avión reforzado con alguna variante de su idea, miraba a su alrededor con un respeto distinto. Ya no veían solo metal: veían la suma de manos, pensamientos, pruebas, obsesiones aparentemente exageradas que, un día cualquiera, podían convertirse en la razón por la que un aparato herido lograra posarse sano y salvo en la pista.

Y entre todas esas manos, siempre habría espacio para la de aquel hombre que, cuando lo llamaron “loco”, decidió que era mejor ser el loco que llenaba el fuselaje de cables que el cuerdo que miraba cómo la cola se arrancaba sin tener nada preparado.

Porque, al final, el cielo no siempre da segundas oportunidades. Pero, de vez en cuando, se las concede a quienes se toman el trabajo de atarlas con un buen nudo.