El padre que perdió a su hijo en la guerra pero, años después, encontró inesperadamente a otro “hijo” en el rostro del enemigo al que había aprendido a odiar y tuvo que decidir entre el rencor y el perdón

Cuando la guerra terminó, a Pierre Moreau le quedó una casa en pie, dos manos fuertes para seguir trabajando y un silencio enorme donde antes estaba la risa de su hijo.

El pueblo, en el este de Francia, se levantaba poco a poco entre muros agrietados y campos llenos de marcas. Las vacas volvían a los prados, las campanas sonaban otra vez los domingos, y en la plaza se reabrieron algunas tiendas. Pero nada de eso le devolvía a Pierre lo que había perdido.

Su hijo, Luc, tenía dieciocho años cuando se fue al frente. Había partido con un uniforme demasiado grande y una sonrisa que quería parecer valiente. Llevaba una carta de su madre doblada en el bolsillo y un trozo de pan con queso envuelto en un pañuelo. A Pierre no se le olvidaría nunca la forma en que su mano se soltó de la suya en la estación.

—Volveré pronto —había dicho Luc, con más esperanza que certeza—. No te preocupes, padre.

No volvió.

La noticia llegó meses después, en una carta oficial redactada con frases cuidadas, llenas de palabras como “honor” y “sacrificio”. La hoja no mencionaba barro, miedo, gritos, solo hablaba de “caído en cumplimiento del deber”. Para Pierre, fue como si alguien hubiera puesto un sello frío sobre su vida.

Desde entonces, cada mañana despertaba, encendía el fuego, salía al campo, araba la tierra, alimentaba a los animales. A veces hablaba con los vecinos, a veces compartía una botella de vino barato. Cumplía con cada gesto necesario. Pero por dentro, una parte suya se había quedado congelada.

Cuando alguien mencionaba a “los de allí”, a los soldados del otro lado, Pierre apretaba la mandíbula. No gritaba, no se peleaba, no buscaba discutir. Solo guardaba un rencor silencioso, persistente, como una piedra en el zapato que no puedes quitarte.

“Si no fuera por ellos”, pensaba, “Luc seguiría aquí, quejándose del frío y riéndose del gato”.


Un año después del final de la guerra, el pueblo fue elegido para alojar a un pequeño grupo de prisioneros de guerra que esperaban repatriación. Llegaron en camiones, escoltados por soldados que parecían tan cansados como ellos. Llevaban uniformes grises, miradas bajas y manos vacías.

—Van a trabajar en las granjas —anunció el alcalde en la plaza—. No por castigo, sino para ayudar. Los campos no se cultivan solos.

Algunos vecinos protestaron. Otros se encogieron de hombros. Había quienes no querían verlos ni de lejos, y quienes pensaban que, si servían para levantar paredes y mover piedras, mejor.

Pierre se mantuvo en silencio, al fondo del grupo.

—Si enviaran a uno de esos a mi casa —pensó—, le diría que se marche. Mis manos me bastan.

No contaba con que el destino, o quizá el capricho de algún funcionario, tuviera otros planes.


Una mañana de otoño, mientras recogía herramientas en el granero, oyó pasos en el camino de tierra. Se asomó.

Un soldado francés se acercaba, acompañado por un joven delgado, con el uniforme gris gastado y una bolsa al hombro. Llevaba el pelo claro cortado muy corto y los ojos demasiado serios para su edad.

—Señor Moreau —saludó el soldado—. Necesitamos distribuir a los prisioneros entre las granjas. Este se quedará aquí, si no le importa.

Pierre sintió que algo se le revolvía por dentro.

—¿Aquí? —repitió, con la voz seca—. Yo no pedí a nadie.

El soldado se encogió de hombros.

—Nadie ha pedido —respondió—. Pero todos necesitamos ayuda. Sus campos son grandes y usted trabaja solo. No será por mucho tiempo. Solo hasta que todo esto se organice.

Miró al joven.

—Se llama Markus —añadió—. Habla un poco de francés. Es trabajador. No le dará problemas.

Pierre apretó los puños, pero no dijo lo que se le cruzó por la mente.

El soldado, quizá adivinando la resistencia silenciosa, añadió en voz baja:

—No tiene que hablar con él. Solo déjele tareas claras. La guerra ha terminado, señor Moreau. Alguien tiene que empezar a vivir como si fuera verdad.

Pierre no contestó. Miró al joven. Este sostenía la bolsa con ambas manos, como agarrándose a la única cosa que le pertenecía. Tenía el rostro flaco, pero no duro. Más bien parecía alguien al que la vida había empujado hacia algo que no había elegido del todo.

—Está bien —dijo finalmente Pierre, con brusquedad—. Que se quede. Mientras trabaje y no se meta donde no debe.

El soldado asintió, saludó y se alejó por el camino, dejando atrás una estela de polvo.

El silencio se instaló entre los dos.

—¿Markus? —repitió Pierre, midiendo la palabra.

—Sí, señor —respondió el joven, con acento, pero comprensible—. Markus Hoffmann.

Se hizo un pequeño esfuerzo por mirarse a los ojos. Fue suficiente para que Pierre, por un instante, viera algo que no esperaba: no vio a “un enemigo” abstracto, sino a un muchacho no mucho mayor que su hijo cuando se fue.

Apartó la mirada de inmediato.

—Tenemos trabajo —dijo, dando la vuelta—. No hemos terminado la cosecha. Sígueme.


Los primeros días fueron un intercambio de órdenes secas y obediencia silenciosa.

Pierre señalaba, Markus asentía. “Cava aquí”. “Lleva esto allá”. “No toques eso”. “Ten cuidado con esa valla”. El joven se levantaba antes del amanecer, recogía piedras, cortaba leña, arreglaba maderas, limpiaba el establo. No se quejaba. Tampoco iniciaba conversación.

Por las noches, se quedaba en un pequeño cuarto junto al granero, en una cama sencilla con manta gruesa. Pierre le dejaba un plato en la mesa de la cocina, a cierta distancia del suyo. Comían casi al mismo tiempo, pero sin hablar demasiado.

El odio de Pierre no era un fuego explosivo, sino un hielo firme. No insultaba a Markus, no lo trataba con crueldad. Pero tampoco lo miraba como a un igual. En su mente, seguía repitiéndose la frase: “Si no fuera por gente como él, Luc estaría aquí”.

Un día, mientras cortaban leña en el patio, Markus se cortó ligeramente la mano con el hacha. Sangraba poco, pero suficiente para hacerle soltar la herramienta.

Pierre lo vio, se acercó casi por instinto y, sin pensarlo, tomó un paño limpio de su bolsillo.

—Déjame ver —dijo, con brusquedad.

Markus dudó un segundo, luego extendió la mano.

Pierre se la tomó, la giró, examinó el corte.

—No es grave —murmuró—. Pero si se infecta, lo será. Ven.

Lo llevó al grifo, lavó la herida, puso un poco de alcohol y la vendó con cuidado. Sus dedos, acostumbrados a tratar con animales y herramientas, se movían con torpeza y delicadeza al mismo tiempo.

Markus no apartó la vista del gesto.

—Gracias —dijo, en voz baja—. Muchas gracias, señor.

Pierre soltó la mano, casi como si se hubiera dado cuenta demasiado tarde de lo que estaba haciendo.

—No quiero que te enfermes bajo mi techo —gruñó—. No complicarías solo tu vida, sino también la mía.

Pero, mientras volvía a guardar el paño, algo se aflojó un poco en su pecho.

Había sido la misma manera en que, años atrás, había vendado un pequeño corte de Luc cuando el niño se cayó de una bicicleta.


Con el tiempo, la rutina comenzó a limar las asperezas.

Markus empezó a anticipar algunas necesidades: buscaba leña sin que se lo pidieran, arreglaba una puerta que chirriaba, reparaba la cerca antes de que algún animal se escapara. Pierre, aunque no lo decía en voz alta, notaba la diferencia.

—Has trabajado en el campo antes —observó un día, mientras revisaban juntos el huerto.

Markus asintió.

—Mi padre tenía una granja —respondió—. No tan grande como esta, pero… similar.

—¿Dónde? —preguntó Pierre, casi sin querer.

—En una región de Baviera —dijo Markus—. Había bosque cerca. Y un río pequeño. —Hizo una pausa—. Tenía un hermano y una hermana.

Sus ojos se perdieron un segundo en el recuerdo.

Pierre sintió algo extraño: curiosidad.

—¿Y ellos? —preguntó, con cautela.

Markus dudó.

—Mi hermano… —bajó la mirada— no volvió del frente. Mi hermana y mis padres siguen allá. Eso espero.

La coincidencia le golpeó. “No volvió del frente”. La misma frase que pesaba sobre la casa de Pierre. Podrían haber estado en lados opuestos del campo, pero el resultado en sus hogares era el mismo: una silla vacía.

Pierre cambió de tema. No estaba preparado para esa clase de espejos.

Pero la idea se quedó flotando.

“Él también ha perdido a un hermano”, pensó esa noche, mientras se servía una sopa. “Yo he perdido a un hijo. ¿Cuántas casas como estas habrá, a un lado y a otro?”


Un día de lluvia persistente, el trabajo en el campo era casi imposible. El techo del granero goteaba en algunos puntos, y la tierra se volvía barro.

Pierre se quedó en la cocina, arreglando una silla vieja, mientras Markus secaba herramientas y doblaba sacos. El viento golpeaba las ventanas.

—¿Siempre vivió aquí? —preguntó el joven de pronto.

Pierre lo miró, sorprendido. No estaba acostumbrado a que Markus iniciara una conversación.

—Sí —respondió—. Nací en esta casa. Y, si nada lo impide, aquí moriré.

—Es… bonito —dijo Markus, mirando las paredes—. Incluso con las marcas.

La cocina tenía algunas grietas en el techo, un mueble remendado, un reloj que a veces se atrasaba. Pero en las estanterías había fotos antiguas, una jarra de barro con flores secas y un paño bordado por la difunta esposa de Pierre.

Los ojos del joven se detuvieron en una fotografía pequeña, ligeramente inclinada, en un marco de madera. Se acercó un poco.

En ella, un muchacho de unos diecisiete años sonreía a la cámara, con el cabello revuelto y los ojos claros.

—¿Es… su hijo? —preguntó Markus, señalando la foto.

Pierre dejó de golpear la silla con el martillo. El ruido del metal contra la madera se detuvo.

—Era —respondió, después de un silencio—. Se llamaba Luc.

Markus apartó la mano, como si hubiera tocado algo delicado.

—Lo siento —dijo, en voz baja—. No quería…

—Cayó en la guerra —lo interrumpió Pierre, con una franqueza brusca—. Hace tres años. Recibí una carta que no decía nada y lo decía todo.

Markus se quedó quieto.

El aire en la cocina pareció hacerse más denso.

—Mi hermano también —confesó, después de unos segundos—. Era solo un poco mayor que yo. Se llamaba Friedrich.

Una parte de Pierre quería levantarse, salir, caminar bajo la lluvia hasta empaparse y no tener que escuchar aquello. Otra parte, más silenciosa, lo obligó a seguir sentado.

—Así que… —dijo despacio—. A ambos nos han arrancado un hijo del corazón.

Markus, sorprendido, levantó la mirada.

—No soy su hijo, señor —murmuró—. Y no puedo reemplazar a nadie.

Pierre asintió.

—Lo sé —respondió—. Nadie puede.

Sus ojos fueron de la foto de Luc al rostro de Markus. No se parecían, salvo en un detalle: los dos tenían esa mezcla de juventud y cansancio que dejan los tiempos duros.

—Pero… —añadió, casi sin oírse a sí mismo— es extraño trabajar con un muchacho que podría tener la edad que tendría Luc ahora.

La frase se quedó suspendida entre ellos.

Markus no supo qué responder. Se limitó a bajar la vista, con respeto.


Los días se hicieron semanas. El pueblo se acostumbró a ver a los prisioneros trabajando en los campos, arreglando muros, ayudando en tareas pesadas. Algunos vecinos empezaron a hablar con ellos, otros mantenían la distancia. Había quien no perdonaría jamás. Había quien, poco a poco, descubría que también sabían reír, contar chistes, cantar canciones de sus tierras.

En la granja de Pierre, el cambio fue lento, casi invisible, pero real.

Un sábado por la tarde, después de terminar de recoger patatas, se sentaron en el patio, agotados. El sol se filtraba entre nubes bajas.

Pierre sacó una botella de vino y dos vasos de metal. Vertió un poco en cada uno.

—No puedo ofrecerte gran cosa —dijo—. Pero hoy hemos trabajado bastante como para merecer esto.

Markus tomó el vaso, sorprendido.

—¿Para mí también? —preguntó.

—Si puedes cargar sacos de patatas como un hombre —respondió Pierre—, puedes beber un sorbo de vino como un hombre.

Chocaron ligeramente los vasos. El sonido metálico resonó en el patio.

—Por… —comenzó Pierre, dudando—. Por los que no están. Y por los que seguimos aquí, intentando no volvernos locos.

Markus asintió, serio.

—Por Luc —dijo—. Y por Friedrich.

Pronunciaron esos nombres en voz alta, juntos, fue como abrir una ventana en una habitación cerrada desde hacía demasiado tiempo.

Bebieron un poco. El vino era áspero, pero cálido.

Pierre se dio cuenta de que, por primera vez, no veía en Markus un recordatorio de lo que había perdido, sino un muchacho que también cargaba sus propias ausencias.


La noticia llegó en una carta oficial, como siempre ocurría entonces.

Una mañana, el alcalde apareció por la granja con un sobre en la mano.

—Ha llegado la orden —anunció—. Van a empezar a repatriar a los prisioneros. En unas semanas, los camiones los llevarán al punto de concentración.

Markus estaba partiendo leña en el patio. Al escuchar la palabra “repatriar”, se detuvo en seco.

—¿Volveremos a casa? —preguntó, con una mezcla de alegría y temor.

El alcalde consultó la lista.

—Hoffmann, Markus —leyó—. Sí, estás en el grupo.

Markus soltó el hacha, se apoyó en ella. Por un instante, pareció que el mundo se le volvían las manos.

—Volveré a verlos —murmuró—. A mis padres, a mi hermana…

Pierre asintió, algo tenso.

—Es lo justo —dijo—. La guerra ha terminado. Cada uno debe volver a su lugar.

Pero cuando el alcalde se marchó, y Markus volvió al trabajo, un silencio extraño se instaló entre ellos.

El joven estaba más distraído. Sonreía de vez en cuando, sin motivo. Parecía más ligero. Sin embargo, cada vez que soltaba un saco o un cubo, su mirada se detenía un segundo en la casa, la cocina, el campo.

Pierre lo veía y sentía algo que no había esperado: una pequeña punzada de tristeza.

Se había acostumbrado a aquella presencia. A la segunda taza de café en la mesa. A la voz del muchacho cantando en voz baja alguna canción en su idioma mientras trabajaba. A las preguntas tímidas: “¿Cómo se dice esto en francés?”, “¿Cómo se planta este tipo de semilla?”, “¿Cómo era Luc?”.

Una tarde, mientras remendaban juntos una malla metálica, Markus se aclaró la garganta.

—Señor —dijo—. Cuando me vaya… —hizo una pausa—, quiero darle las gracias por no haberme tratado como un animal.

Pierre dejó la herramienta.

—No lo hice por ti —respondió, con una sinceridad áspera—. Lo hice porque no sé tratar a nadie así. Ni siquiera a quien lleva el uniforme que me quitó a mi hijo.

Los dos se quedaron callados.

Luego, Pierre añadió, más despacio:

—Al principio, te miraba y solo veía eso: un uniforme. Un lado del mapa. Pero con el tiempo… he visto otras cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Markus, casi en un susurro.

Pierre dudó, buscando palabras.

—He visto… —inspiró— a un muchacho que se levanta antes que yo, que trabaja hasta que le duelen las manos, que vende su esfuerzo por nada más que un plato de sopa y la esperanza de volver a casa. He visto a alguien que escucha, que pregunta, que recuerda el nombre de mi hijo con respeto. Y… —se le quebró un poco la voz— he visto, aunque no quiera admitirlo, al muchacho en el que Luc podría haberse convertido.

El silencio que siguió fue espeso.

Markus tragó saliva.

—Yo también… —empezó, tembloroso—, cuando llegué, solo veía en usted al hombre del país que había destruido mi pueblo. Pensaba que me insultaría, que me pegaría, que me trataría como a un enemigo. En cambio, me dio trabajo, comida, un techo, y… —sonrió apenas— me regañó como habría hecho un padre cuando rompí aquella pala.

Pierre soltó una pequeña risa.

—La pala era nueva —protestó, por inercia.

Markus bajó la vista.

—He perdido a mi hermano —dijo—. Y a mi padre no lo he visto en años. No sé cómo me mirará cuando vuelva. Pero aquí, estos meses… usted me ha mirado muchas veces como imagino que miraba a Luc. Incluso cuando estaba enfadado.

Pierre sintió un calor extraño en el pecho. Como si algo, que había estado demasiado frío durante demasiado tiempo, empezara a descongelarse de golpe.

—No eres mi hijo —dijo, con firmeza—. Eso nunca cambiará.

—Lo sé —respondió Markus.

—Pero… —continuó Pierre—, si algún día, cuando seas viejo, recuerdas este tiempo y piensas que aquí tuviste a alguien que te habló como le hablaría a un hijo, tampoco estarás equivocado.

Markus levantó la mirada, y sus ojos brillaban.

—Lo recordaré así —susurró.


El día de la partida, los camiones se alinearon a la entrada del pueblo. Los prisioneros subían con pocas pertenencias: alguna ropa, cartas, pequeños objetos, recuerdos improvisados. Había lágrimas, sonrisas nerviosas, abrazos rápidos entre hombres que se habían apoyado unos a otros en tiempos difíciles.

Pierre y Markus caminaron juntos hasta el camino principal.

—Cuando llegue a casa —dijo Markus—, les hablaré de usted. De la granja, de la cocina, de la foto de Luc.

Se detuvo.

—Si alguna vez quiere escribir, el alcalde tiene la dirección de mis padres —añadió—. No sé si será importante para usted, pero… sería importante para mí.

Pierre asintió, guardándose la información en un rincón de la memoria.

—Si escribo —respondió—, será para decirles que su hijo sabe trabajar y que no los ha deshonrado. Y… —inspiró—, que aquí, en un lugar donde nadie los conoce, ha tenido a alguien que se preocupó por si comía, si dormía, si se abrigaba.

Llegaron junto al camión.

Los soldados llamaban por nombres.

—Hoffmann, Markus! —gritó uno, leyendo una lista.

—Voy —respondió el joven.

Se giró hacia Pierre.

No se atrevieron a abrazarse. Había demasiados ojos, demasiadas historias, demasiadas fronteras invisibles. Pero se miraron con una intensidad que decía lo que las palabras no alcanzaban.

—Adiós, señor Moreau —dijo Markus.

—Adiós, Markus —respondió Pierre.

Se inclinó apenas hacia adelante, en un gesto que no era militar, ni formal, ni frío. Era el saludo que un padre daría a un hijo que emprende un viaje.

Markus sonrió. Subió al camión, encontró un sitio en la parte trasera. Mientras el vehículo arrancaba, se inclinó hacia un lado y levantó la mano.

Pierre levantó la suya.

El camión se alejó, levantando polvo. Poco a poco, las figuras se hicieron pequeñas y se perdieron en el camino hacia el horizonte.

Pierre se quedó de pie, mucho tiempo después de que los motores dejaran de oírse.

No había recuperado a Luc. Esa herida seguiría formando parte de él. Pero, contra todo pronóstico, había encontrado algo que nunca habría imaginado: una forma de volver a mirar a un joven y verlo no como un enemigo, sino como alguien a quien cuidar, enseñar, escuchar.

Alguien a quien, en sus noches más sinceras consigo mismo, reconocería como “el hijo que la guerra me quitó en un lado y me devolvió, distinto, en el otro”.


Años más tarde, ya anciano, Pierre recibió una carta con matasellos extranjero.

Dentro había una foto en blanco y negro de una familia frente a una casa de campo: un hombre de unos treinta años, una mujer con delantal, dos niños pequeños riendo. Y, en un rincón de la imagen, un detalle que le hizo apretar la foto contra el pecho: clavado en la pared de la casa, colgaba un pequeño calendario con paisajes franceses.

La carta, escrita en un francés mejor que el que Markus hablaba en la granja, decía:

“Querido señor Moreau:

Me preguntaba si aún se acordaría de mí. Yo nunca he dejado de acordarme de usted.

Lo que soy hoy, como hombre, marido y padre, se lo debo también a aquellos meses en su granja.

Usted perdió a un hijo por culpa de la guerra. Yo perdí a un hermano. Pero, en medio de toda esa pérdida, usted me trató como ningún otro adulto me trató en ese tiempo: como alguien que merecía una oportunidad para no ser solo un uniforme.

Si algún día sus pasos lo traen a este lado de la frontera, aquí tendrá siempre un lugar en nuestra mesa.

Con gratitud,
Markus.”

Pierre, con las manos temblorosas, colocó la foto junto a la de Luc en la repisa de la chimenea.

A veces, al anochecer, se sentaba frente al fuego y miraba ambas imágenes. En una, el hijo que la guerra le había arrebatado. En la otra, el muchacho al que la misma guerra había arrojado a su campo, y que se había convertido, aunque nadie lo hubiera planeado, en una suerte de segundo hijo.

Y pensaba que, aunque el mundo se empeñara en dividir a las personas en bandos, lenguas y banderas, había historias —como la suya y la de Markus— que se empeñaban en recordar que, por encima de todo, la vida siempre intentaba encontrar la manera de unir lo que la guerra había roto.