Cuando mi novia, que siempre decía que “sólo era coqueteo inocente” con sus compañeros, estalló de rabia al verme tontear con sus amigas delante de todos, le dije: “ahora entiendes el dolor que me has hecho sentir todo este tiempo”
Si alguna vez has estado en una relación donde te dicen “estás exagerando” cada vez que algo te duele, sabrás que hay un punto en que ya no te queda voz.
Ese punto llegó para mí la noche que la vi explotar de celos… por algo que hasta entonces ella había defendido como “inofensivo”.
Pero no empecemos por el final.
Mi nombre es Marcos.
Tengo treinta y uno, trabajo como diseñador gráfico y, durante casi tres años, pensé que Sara era la persona con la que iba a envejecer compartiendo playlists y desayunos de domingo.
Nos conocimos en una boda, de esas donde sólo conoces al novio y te sientan en una mesa llena de desconocidos.
Ella era amiga de la novia.
Yo, el típico invitado de compromiso.
Recuerdo que el camarero estaba sirviendo vino tinto y ella, con una sonrisa amplia, dijo:
—¿Podría ser blanco, por favor? El tinto me da sueño y quiero bailar.
El camarero asintió, casi hipnotizado.
Yo hice un comentario ridículo del estilo:
—Entonces tendremos que cuidar que nadie mezcle tu copa con la mía, o me quedo dormido yo.
Ella se rió.
Y esa risa cambió todo.
Esa noche bailamos, hablamos de libros, de series, de la injusticia de que el postre sea siempre tan pequeño en las bodas.
Días después, empezamos a mandarnos mensajes.

Semanas después, éramos “Marcos y Sara”.
Meses después, yo ya no recordaba muy bien cómo era mi vida antes de sus notas de voz.
Sara tenía una energía que llenaba cualquier habitación.
Entraba y parecía que alguien encendía una luz más.
Era sociable, extrovertida, de esas personas que hacen amigos en la cola del supermercado.
Yo no soy tímido, pero tampoco soy de los que se ponen a hablar con cualquiera de su vida.
Así que supongo que, desde el principio, asumí que esa diferencia de carácter era parte del encanto.
Lo era.
Hasta que dejó de serlo.
El primer roce serio que tuve con su forma de ser llegó en una fiesta de la empresa donde yo trabajaba.
Llevábamos seis meses saliendo.
La invité para que conociera a la gente con la que pasaba ocho horas al día.
—Así, cuando me queje de mi jefe, le pondrás cara —bromeé.
Ella aceptó encantada.
Esa noche, después de dedicar los primeros diez minutos a saludar a todo el mundo, se integró en los grupos con una facilidad que me hizo sentir orgulloso.
La veía reír con mis compañeros, preguntarles por sus proyectos, hacer comentarios ingeniosos.
En un momento dado, me quedé hablando con mi jefe sobre un diseño que no acababa de salir.
Cuando terminé la conversación, busqué a Sara con la mirada.
Estaba cerca de la barra, con un grupo de compañeros míos.
Entre ellos, Javier, el típico guapo de oficina: alto, sonrisa fácil, siempre con un comentario graciosillo.
Me acerqué.
Justo escuché esto:
—Bueno, si tu chico no se porta bien, ya sabes dónde trabajo —dijo Javier, guiñándole un ojo a Sara.
Ella rió.
Y respondió:
—Igual te tomo la palabra.
Lo dijo en tono de broma.
Todo el mundo rió.
Yo también.
Por fuera.
Por dentro, algo se me encogió.
No porque pensara que se iban a ir juntos al baño en ese momento, sino porque esa línea, “igual te tomo la palabra”, rozaba un límite que yo no sabía bien cómo nombrar, pero sentí que se superaba.
Más tarde, en casa, cuando ya estábamos los dos en el sofá, se lo mencioné.
—¿Tienes algo con Javier? —pregunté, intentando sonar casual.
Sara puso cara de “¿qué dices?”.
—¿Javi? —se rió—. Por favor. Es el típico que tira fichas a todo lo que se mueve. Es así con todas. No significa nada.
—Ya —dije—. Pero no sé, cuando has dicho “igual te tomo la palabra”, me ha caído raro.
—Marcos… —se inclinó hacia mí, apoyando la cabeza en mi hombro—. ¿En serio vas a enfadarte por una broma de fiesta? Es su idioma. El mío también. Coqueteo inofensivo. Es divertido. Eso no quiere decir que me vaya a ir con él.
La palabra “inofensivo” se me quedó flotando en el aire.
—No me enfado —mentí—. Sólo… te lo digo.
Ella me besó.
Y la conversación se quedó ahí.
O al menos, eso creí.
Con el tiempo, me di cuenta de que ese tipo de “broma” no era algo puntual.
Era parte de su lenguaje con casi todos los hombres que le caían bien.
En un bar:
—Anda, qué guapo te has puesto hoy —le decía al camarero—. Así a una se le hace más fácil pagar la cuenta.
En una cena de amigos:
—Si vuestra relación no funciona, acuérdate de mí —soltaba, riendo, a un amigo de un amigo, delante de su novia.
En redes sociales, a un influencer local que admiraba:
“Si tuvieras menos seguidoras, te tiraba la caña.”
Siempre que yo ponía cara rara, ella respondía con lo mismo:
—Es humor. Coqueteo inocente. No seas dramático.
Yo me repetía que era celoso, que tenía que trabajar eso, que no podía cortar sus alas.
Al mismo tiempo, había escenas que me hacían un nudo en el estómago.
Como aquella vez en que, en una terraza, el camarero joven —que la había mirado con descaro desde que nos sentamos— le hizo un comentario del tipo “¿os apetece algo más… aparte de la bebida?”.
Yo estaba a punto de soltarle algo.
Me adelanté.
—No, gracias —dije, con un tono que dejaba claro que no me hacía gracia.
Sara, sin embargo, respondió:
—Si el postre lo traes tú, me lo pienso.
Risas.
El camarero encantado.
Yo… menos.
En el camino de vuelta a casa, exploté.
—¿Te hace falta decir eso delante de mí? —pregunté—. ¿No puedes ver que me incomoda?
—Lo estás sacando de quicio —replicó, molesta—. No he quedado con él a escondidas. Le he seguido una broma. ¿Sabes el tipo de comentarios que recibimos las mujeres cada día? Tenemos que sobrevivir como sea. A veces, decir algo así es mejor que ponerte borde.
—¿Y qué tal un “no gracias, tengo pareja”? —propuse—. No sé, llama loco, pero también funciona.
—Marcos, no quiero ir por la vida disculpándome por ser simpática —espetó—. Si te molesta tanto, igual el que tienes un problema eres tú. No quiero un novio policía que me diga cómo tengo que hablar.
Fue la primera vez que me dio la vuelta al argumento de esa forma.
Yo me quedé en silencio.
Me pregunté si de verdad el problema era mío.
Porque en general, Sara era cariñosa conmigo, atenta, presente.
No me ocultaba su móvil.
No se desaparecía días.
No había grandes señales de traición.
Sólo esos coqueteos, esas líneas lanzadas como si fueran globos.
Yo las veía como cuchillitos.
Ella las veía como chistes.
Las cosas se complicaron cuando cambié de trabajo.
Pasé de una agencia con horarios locos a un puesto más estable, con menos noches y más fines de semana disponibles.
De repente, tenía más tiempo.
Tiempo que quería compartir con ella.
Ella, en cambio, comenzó a tener más eventos.
Salidas de “equipo de trabajo”.
Copas con “los del gimnasio”.
Y, cómo no, “quedadas con los compis del coworking”.
Uno de esos “compis” era un tal Bruno.
Un tipo que, según ella, “tiene novia, además, ni de mi estilo, es sólo amigo”.
Otra vez.
En una de esas noches, ella llegó a casa a las 3:30 de la madrugada.
Yo estaba despierto.
No por celos.
Por preocupación.
No me había avisado de que se quedaría tanto.
No contestaba mis mensajes desde las doce.
Entró quitándose los tacones.
Olía a perfume y tabaco.
—Lo siento, lo siento, lo siento —dijo, al verme en el sofá—. Perdon. Se nos fue la hora. Bruno se puso a tocar la guitarra. Se montó una jam. ¡Hubieras flipado!
Quería enfadarme.
Preguntarle por qué no me había mandado un simple “llego tarde”.
En vez de eso, suspiré.
—Podrías haber avisado —dije—. Estaba preocupado.
Rodó los ojos.
—No seas intenso, Marcos —respondió—. Estaba con gente que conoces. No estaba en un callejón oscuro.
Y otra vez, la sensación:
De que mi malestar era “intensidad”.
De que mis límites eran “drama”.
Lo peor es que, con el tiempo, me lo creí.
Empecé a callarme más.
A tragarme las incomodidades.
A decirme “no seas antiguo, las relaciones modernas son así”.
Hasta que dejó de serlo “moderno” y empezó a ser… doloroso.
La gota que colmó el vaso llegó de la forma más tonta.
Una noche de verano, organizamos una cena en casa.
Invitamos a mis amigos, a los suyos.
En total, unas diez personas.
Yo estaba contento.
Me gustaba ver las dos partes de nuestra vida mezclarse.
Mis amigos siempre decían que Sara era “un encanto”.
Las suyas, que yo era “muy majo, muy tranquilo”.
Esa noche, vinieron tres amigas de ella que yo conocía de oídas: Paula, Alba y Nerea.
Nunca habíamos coincidido todos juntos.
Trajeron vino, postre y energía.
Sara estaba radiante.
Iba de un grupo a otro, asegurándose de que todos estuvieran bien.
En un momento dado, me alejé un poco de mi círculo de conversación, cansado de hablar de trabajo, y me senté un rato en la barra de la cocina, desde donde se veía el salón.
Fue ahí cuando la vi.
Sara estaba con Bruno —sí, también estaba invitado— y con Paula.
Bruno estaba contándoles algo.
Ella se inclinó, riendo.
Le tocó el brazo.
Le dijo, casi pegada a su oreja:
—Si tú fueras soltero, nos metías en un lío a todas.
Bruno se rió, se apartó, dijo algo como “no me metas en broncas”.
Paula también se rió.
Yo sentí esa rabia vieja subir otra vez.
No por Bruno.
No por Paula.
Por esa forma de Sara de estar siempre al borde del precipicio, jugando con la idea de “tú y yo podríamos, pero no”.
Más tarde, la confronté.
—¿Así hablas con todos? —pregunté—. Lo de “si fueras soltero, nos metías en líos”.
Ella suspiró, harta.
—Marcos —dijo, cruzándose de brazos—. Es que de verdad me cansas con esto. Es humor. HUMOR. No me estoy llevando a nadie a la cama. No he quedado con nadie a escondidas. ¿Qué quieres? ¿Que sea una estatua de sal delante de todos los hombres? ¿Que lleve un cartel de “no hablo con nadie porque tengo novio celoso”?
—Quiero que no uses la idea de acostarte con otros como chiste constante —repliqué—. Me hace sentir… tonto. Como si nuestro compromiso fuera una broma también.
—Es tu problema —sentenció—. No el mío. Ve a terapia. De verdad.
Esa noche, dormimos espalda con espalda.
Yo, mirando el techo, preguntándome si mi malestar era realmente un “problema” individual.
O si había algo más.
A la mañana siguiente, me pidió perdón por el tono.
—Te quiero —dijo—. Si de verdad te hace daño, intentaré bajarle un poco al coqueteo. Pero entiéndeme: es parte de mi forma de ser.
Yo, como tantas veces, dije:
—Está bien.
No estaba.
Pero no lo sabía decir de otra forma.
Pasaron los meses.
La relación, por fuera, seguía.
Cumpleaños, fotos, viajes pequeños, cenas con amigos.
Por dentro, sin embargo, yo empezaba a sentir que teníamos un idioma diferente para nombrar lo mismo.
Para mí, lo que ella llamaba “coqueteo inocente” era, al menos, falta de respeto.
Para ella, mi incomodidad era un reflejo de mis inseguridades.
La tensión se acumulaba.
Hasta que, un día, algo en mí decidió hacer algo que no había hecho nunca:
Devolver.
No fue un plan premeditado.
No me levanté una mañana diciendo “hoy voy a hacerle sentir lo que yo siento”.
Ojalá pudiera decir que soy así de estratega.
No.
Fue más como… un resorte.
Todo se dio en una noche.
La del cumpleaños de Paula.
Paula, la amiga de Sara, cumplía treinta y organizó una fiesta en un bar de moda.
Sara estaba emocionada.
—Nos vamos a juntar todos —dijo—. Mis amigas, tus colegas, los del gimnasio, Bruno… Va a ser genial.
Yo no tenía muchas ganas de fiesta, pero quería evitar otra discusión, así que acepté.
En el bar, la música estaba alta.
Había gente que no conocía.
Gente que sí.
Paula estaba guapísima, con un vestido rojo.
Alba y Nerea también.
Sara iba radiante, como siempre.
En un momento dado, mientras ella estaba en la barra, vi que se acercaban a mí las amigas.
—¡Marcos! —dijo Paula, dándome un abrazo—. ¡Por fin te veo sin ordenador delante! Sara siempre dice que estás casado con Illustrator.
—Exagerada —respondí, riendo—. Sólo un poco.
Nerea se sentó a mi lado.
Alba se apoyó en la barra.
Empezamos a hablar.
De cosas ligeras.
Nada raro.
Hasta que, de pronto, Nerea soltó:
—Tú eres demasiado tranquilo para estar con Sara —dijo—. No sé cómo no te da un infarto con tanto estrés como se busca ella sola.
Lo dijo sin maldad.
Como comentario.
Pero me tocó un nervio.
—Digamos que he desarrollado cierta resistencia —bromeé—. He aprendido a respirar profundo cuando empieza a coquetear con el camarero.
Todas rieron.
—Eso es verdad —admitió Paula—. Sara es muy de lanzar fichas, pero no recoge ninguna. Es su rollo.
Alba añadió:
—A veces parece que se alimenta de la atención. Pero bueno, tú ya la conociste así, ¿no?
Hice una pausa.
Mire sus caras.
Amigas de Sara.
Conscientes de cómo es.
Y sin embargo, sinceras conmigo.
Fue como si, de repente, todas mis dudas se pusieran más claras.
Mi respuesta salió sola:
—Sí —dije—. La conocí así. Y estoy empezando a pensar que quizá yo también debería divertirme un poco.
Hubo un silencio de sorpresa.
Luego risas.
—¿Eso es un intento de coqueteo, Marcos? —preguntó Alba, alzando una ceja—. Porque te falta práctica.
—Muchísima —admití—. Pero igual hoy me apuntáis unas clases.
Fue una frase tonta.
En otra versión de mi vida, me habría sonrojado y habría cambiado de tema.
Pero esa vez, no.
Esa vez, me dejé llevar.
No dije nada irrespetuoso.
No insinué cosas que luego no quisiera sostener.
Sólo… jugué.
Respondí más al humor.
Miré a los ojos más de la cuenta.
Cuando Paula dijo “si no tuviera esta copa en la mano, te daba un abrazo fuerte por aguantar a nuestra loca favorita”, respondí:
—Yo por un abrazo fuerte cambio la copa cuando quieras.
Cuando Nerea comentó que su novio nunca le decía piropos, dije:
—Pues está ciego, porque esta noche no has pasado desapercibida.
Todo eso, sin tocar, sin invadir espacios.
ONG de coqueteo.
Nada que, objetivamente, Sara no hubiera dicho mil veces a otros.
Lo hice, en parte, por curiosidad.
En parte, por cansancio.
Obviamente, no pasó desapercibido.
Paula, que me conoce poco pero no es tonta, en un momento dado se inclinó y murmuró:
—¿Estás bien?
Yo sonreí.
—Sólo estoy siendo “inocente” —respondí—. Como Sara.
No insistió.
Pero me miró raro.
Una hora después, Sara apareció a nuestro lado.
Venía con Bruno.
Se sentó en el taburete contiguo al mío.
Me puso la mano en la pierna.
—¿La estáis cuidando bien? —le preguntó a sus amigas—. Que Marcos es muy tímido para este bar.
—No tanto —dijo Nerea, medio riendo, medio mirando la reacción de Sara—. Hoy está suelto.
Sara frunció el ceño, en plan “¿cómo que suelto?”.
—¿Ah, sí? —preguntó, forzando una sonrisa.
—Nada, chorradas —dije—. Coqueteo inocente. Ya sabes.
La frase la golpeó.
Lo noté en sus ojos.
Como cuando suena el eco de algo que creías controlar y, de repente, lo oyes desde fuera.
—¿Coqueteo… con quién? —preguntó.
Alba, demasiado honesta, intervino:
—Con nosotras un poco. Pero tranqui, eh, que hemos cobrado en cañas. Todo en plan broma.
Se rió para restarle peso.
Pero Sara ya estaba roja.
—¿Marcos? —repitió, mirándome—. ¿Me explicas?
—¿Qué quieres que te explique? —respondí, encogiéndome de hombros—. Llevo dos años escuchando que es “humor”, que “no significa nada”, que “soy antiguo” si me molesta. Hoy he pensado “igual es divertido”. Y la verdad… —miré a las chicas, que ahora estaban más incómodas que otra cosa—. Es curioso cómo engorda el ego cuando alguien te dice que te ve bien.
La tensión en el aire se podía cortar.
Bruno se esfumó discretamente hacia la pista.
Paula intentó cambiar de tema.
—Creo que necesito ir al baño —dijo—. ¿Alguien viene?
Se fueron ella y Nerea.
Quedamos Sara y yo.
Y Alba, que se hizo la tonta mirando el móvil.
Sara se inclinó hacia mí.
—¿Qué mierda estás haciendo? —susurró, apretando la mandíbula.
—Lo mismo que tú llevas años haciendo —murmuré de vuelta—. Coqueteo inofensivo.
Sus ojos echaron chispas.
—No es lo mismo —espetó—. Yo no me siento al lado de alguien que sé que estás con él todos los días a decirle “abrazo fuerte cuando quieras”.
—Ah, o sea —respondí—, que el contexto importa. Que no es lo mismo decir “igual te tomo la palabra” a mi compañero de trabajo que decirle a tus amigas que están guapas. Qué interesante.
Alba, incómoda, se levantó.
—Voy a por otra ronda —dijo—. ¿Alguien quiere algo?
Nadie contestó.
Se fue.
Sara y yo quedamos frente a frente.
—Estás siendo vengativo —dijo ella.
—Estoy siendo didáctico —repliqué.
—¿Y qué quieres enseñarme? —preguntó, desafiante.
La miré a la cara.
La música retumbaba.
La gente se movía.
Pero, para mí, en ese momento, sólo existíamos ella y yo.
—Quiero que sientas —dije despacio— ese pequeño nudo en el estómago cuando ves a la persona que amas jugando con la línea. Quiero que sientas lo que yo siento cada vez que le sueltas un “si estuvieras soltero, nos liábamos” a cualquier tío. Quiero que entiendas que no es “exageración”, que no es “drama”. Es dolor. Y hoy, por primera vez, lo estás mirando desde el otro lado.
Abrió la boca.
La volvió a cerrar.
Noté cómo sus manos temblaban un poco.
—No me gusta —admitió, en un hilo de voz.
—Ya —asentí—. A mí tampoco.
—Pero yo nunca he pasado de palabras —se defendió, más suave—. Nunca he cruzado la línea. Es diferente.
—Es diferente el resultado —concedí—. Pero la sensación… se parece. Y aunque no hayas pasado de palabras, siempre has minimizado cómo me hacían sentir las tuyas. Hoy, con dos frases, te has puesto nerviosa. Imagínate dos años.
Se quedó callada.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Es esto lo que tenías que hacer? —preguntó—. ¿En lugar de hablar, jugar a coquetear tú también? Me parece infantil.
Algo en mí se encendió.
—He hablado contigo mil veces —recordé—. Te he dicho que me duele, que me incomoda, que me hace sentir poco valioso. Me has llamado “dramático”, “antiguo”, “controlador”. Hoy, en una noche, has sentido sólo un poco de lo que yo llevo cargando meses. Y, de pronto, sí es un problema. Mágico.
Ella respiró hondo.
—Vale —dijo, apretando los labios—. Ya entendí. Me he visto a mí misma desde fuera. No me ha gustado. ¿Era necesario hacerlo así? No sé. Pero… —se le quebró la voz—. Ahora comprendo en serio cómo te puede doler que yo hable así con otros.
Sus lágrimas eran sinceras.
Lo supe.
Sara lloraba de verdad.
No por manipular.
No por dramatizar.
Cuando algo la tocaba, se le notaba.
—Ahora lo entiendes —asentí—. Esa era la frase que llevaba queriendo decirte mucho tiempo: “ahora entiendes mi dolor”. Lo que no sé es si eso cambia algo.
Se limpió la cara con la mano.
—Quiero que cambie —dijo—. Quiero cambiar yo. No quiero ser esa versión de mí que siempre necesita sentirse admirada por cualquiera. —Me miró—. Quiero que seas tú el único con el que juego así.
La idea me habría emocionado antes.
Ahora, me dejaba… frío y caliente a la vez.
Como si me pusieran un café que me había apetecido mucho pero me lo dieran después de haber desayunado solo veinte veces.
—¿Por qué ahora? —pregunté—. ¿Porque te dolió verme? ¿O porque de verdad has entendido algo de cómo he vivido esto?
—Las dos cosas —contestó—. Verte con mis amigas me ha tocado el orgullo. Pero escucharte… —se llevó la mano al pecho—. Me ha resonado. He sido injusta. Te he ridiculizado por sentir. No quiero eso.
Yo me quedé en silencio un rato.
Mirando mi vaso.
Mirando la pista.
Mirándola a ella.
Tenía dos caminos, otra vez.
Seguir.
O irme.
No por venganza.
Por honestidad.
En ese momento, supe que la amaba.
Pero también que, en algún sitio, una grieta se había hecho más grande.
No porque yo hubiera coqueteado.
Sino porque para llegar a que ella entendiera, tuve que cruzar una línea que no quería cruzar.
Y ese simple hecho me mostraba que algo en la base estaba roto.
Le dije:
—No voy a ligar con tus amigas más. No lo he hecho por ellos. Lo he hecho por nosotros. Para mostrarte algo. Ya lo viste. No quiero seguir jugando a eso.
Asintió.
—Gracias —susurró.
—Pero —añadí, y la palabra pesó—. Tampoco sé si quiero seguir en una relación en la que mi dolor tiene que ponerse en escena para que se le crea.
Levantó la vista, abatida.
—¿Me estás dejando? —preguntó.
No respondí enseguida.
Elegí mis palabras como quien elige piedras para construir o para destruir.
—Te estoy diciendo —respondí al fin— que necesito tiempo. Para saber si puedo reconstruir la confianza en que, la próxima vez que te diga “esto me hace daño”, no me vas a llamar “dramático”. No sé si lo quiero reconstruir contigo. No lo sé hoy. Y no voy a decidirlo con música de fondo y alcohol.
Ella asintió, tragando saliva.
—¿Te vas? —susurró.
—Sí —dije—. Voy a casa. Solo.
Me levanté.
Paula me vio desde la barra.
—¿Te vas ya, Marcos? —preguntó.
—Sí —respondí, sin demasiadas explicaciones—. Gracias por la fiesta.
Quise darle un abrazo, pero me contuve.
No era momento de alimentar sospechas.
Salí del bar.
El aire de la calle, fresco, me golpeó la cara.
Mientras caminaba a casa, repetía mentalmente lo que le había dicho.
No estaba orgulloso de mi método.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, me sentía escuchado.
Por mí mismo.
Los días siguientes fueron extraños.
Hablamos poco.
Ella me mandaba mensajes del estilo:
“He estado pensando mucho en todo.”
“He pedido cita con una psicóloga.”
“No quiero perderte.”
Yo respondía escueto.
No por castigo.
Porque estaba cansado.
Cansado de ser siempre el que se ajustaba al humor del otro.
Quise ver si también era capaz de estar conmigo mismo sin necesidad de que la relación siguiera.
Sara, para su crédito, no se hizo la víctima.
No corrió a decir a todo el mundo que yo era “el malo”.
Reconoció, ante sus amigas, que “me ha estado tomando poco en serio”.
Alba, una tarde, me escribió aparte:
“No sé qué va a pasar con vosotros, pero gracias por la mini lección del otro día. Nos hizo pensar a todas. Incluyéndome. A veces hacemos chistes con cosas que a otros les hieren. Tú lo pusiste sobre la mesa sin gritar.”
Eso me dio cierta paz.
Yo no quería convertirme en el justiciero de nada.
Sólo en alguien que podía decir “esto duele” sin que lo invalidaran.
Después de unas semanas, Sara y yo quedamos en un parque.
Nos sentamos en un banco.
Sin contactos físicos.
Sólo palabras.
—He ido a tres sesiones de terapia —me contó—. Me han dicho que tengo una necesidad constante de validación. Que no soy mala persona, pero que juego con fuego. Que utilizo el coqueteo como moneda de autoestima. Que, cuando tú te quejabas, yo lo vivía como una crítica a mi “charme”, no como una petición de cuidado.
Asenté.
—Me alegra que alguien más te lo haya dicho —dije—. Ya me sentía disco rayado.
—También me han dicho —añadió— que lo que hiciste en la fiesta fue… impactante, pero efectivo. Que a veces sólo vemos el dolor del otro cuando nos toca nuestro propio orgullo.
—No es una técnica que recomiende —admití—. No quiero volver a tener que hacerlo. A nadie.
Nos miramos.
—¿Quieres seguir conmigo? —preguntó, sin rodeos.
Respiré hondo.
—Te quiero —dije—. Mucho. Pero también me he dado cuenta de que, incluso si tú cambias, yo tengo que preguntarme por qué he aguantado tanto sintiendo que mis límites eran menos válidos. Eso no se arregla con un “perdón, voy a cambiar”. Eso lo tengo que trabajar yo. Y no quiero hacerlo dentro de la relación. No ahora.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
No lloró.
No hizo dramas.
Sólo asintió, con los labios apretados.
—Entonces… —dijo—. ¿Es un no?
—Es un “no por ahora” —respondí—. Pero sé que, en la práctica, es un no.
Se miró las manos.
—Gracias por ser honesto —susurró.
—Gracias por, al final, haber mirado de frente algo que llevaba pidiéndote que miraras mucho tiempo —contestar.
Nos levantamos.
Nos dimos un abrazo.
No de pareja.
De dos personas que, pese a todo, se tienen cariño.
—Cuídate, Marcos —dijo ella.
—Tú también, Sara —respondí.
Nos fuimos cada uno para un lado.
Supe, al mirar cómo se alejaba, que esa era probablemente la última vez que la vería así.
En mi vida.
En mi historia.
Hoy, cuando cuento esta anécdota —la de la fiesta, la del coqueteo “a la inversa”—, hay gente que me dice:
—Te la devolviste bien. Se lo merecía.
Otros dicen:
—Estuvo feo. No había necesidad. Te pusiste a su nivel.
Yo no lo veo en términos de “merecer” o no.
Ni de niveles.
Lo veo como el momento en que, por primera vez, pude poner en palabras, no sólo en quejas, lo que mi cuerpo llevaba tiempo diciéndome:
Que no estaba loco.
Que no era “dramático”.
Que el dolor que sentía cada vez que veía a mi pareja jugar en el borde no era una tontería.
Era… dolor.
Y sí, la forma que encontré de mostrarlo no fue perfecta.
Fue humana.
Tanto como mi decisión de no seguir adelante, aunque ella estuviera dispuesta a intentar cambiar.
Porque entendí algo:
Que no es suficiente con que la otra persona entienda tu dolor.
También hace falta que tú te preguntes qué necesitas para no volver a llegar a ese punto.
En mi caso, la respuesta fue clara:
Necesito estar con alguien que entienda “no me gusta cuando haces eso” a la primera.
No después de que yo tenga que hacerle sentir lo mismo.
Necesito estar con alguien para quien el respeto no sea una lección práctica, sino una condición básica.
Y, sobre todo, necesito ser yo alguien que confíe en su propia percepción, que no se llame “intenso” cada vez que algo le duele.
La noche que coqueteé con las amigas de mi novia no la recuerdo con orgullo.
Pero sí como el principio de una conversación conmigo mismo que llevaba años posponiendo.
Una conversación que empezó con una frase que por fin pude decir, sin miedo a que me llamaran dramático:
“Ahora, por fin, entiendes mi dolor. Ahora me toca a mí entender qué hago con él”.
News
Una confesión inventada que sacudió las redes: Alejandra Guzmán y la historia que nadie esperaba imaginar
Ficción que enciende la conversación digital: una confesión imaginada de Alejandra Guzmán plantea un embarazo inesperado y deja pistas inquietantes…
Una confesión imaginada que dejó a muchos sin aliento: Hugo Sánchez y la historia que cambia la forma de mirarlo
Cuando el ídolo habla desde la ficción: una confesión imaginada de Hugo Sánchez revela matices desconocidos de su relación matrimonial…
Una confesión inventada sacude al mundo del espectáculo: Ana Patricia Gámez y la historia que nadie esperaba leer
Silencios, miradas y una verdad narrada desde la ficción: Ana Patricia Gámez protagoniza una confesión imaginada que despierta curiosidad al…
“Ahora puedo ser sincero”: cuando una confesión imaginada cambia la forma de mirar a Javier Ceriani
Una confesión ficticia que nadie esperaba: Javier Ceriani rompe el relato público de su relación y deja pistas inquietantes que…
La confesión que no existió… pero que millones creyeron escuchar
Lo que nunca se dijo frente a las cámaras: la versión imaginada que sacudió foros, dividió opiniones y despertó preguntas…
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la Cocina Podía Ganar una Batalla
La “Idea Insana” de un Cocinero que Salvó a 4.200 Hombres de los U-Boats Cuando Nadie Más Pensó que la…
End of content
No more pages to load






