Cuando ella me escribió “necesito tiempo para encontrarme a mí misma”, intenté respetar su espacio, pero dos días después la encontré en el lugar menos esperado y, sobre todo, con la única persona que nunca imaginé
El mensaje llegó un martes a las 10:47 de la noche.
Lo sé porque desde entonces he abierto esa conversación tantas veces que hasta me acuerdo del minuto exacto en el que mi vida, tal como la entendía, hizo un crujido silencioso.
Necesito tiempo para encontrarme a mí misma. No sé qué quiero. No es culpa tuya. Por favor, respeta esto.
Cuatro frases. Ni un corazón, ni un emoji, ni siquiera un “perdón” al final.
Me quedé mirándolo en la pantalla, sentado en el borde de la cama, con la luz apagada, como si el móvil fuera una linterna y el mensaje una especie de criatura extraña que podía desaparecer si no lo miraba directamente.
—¿Estás bien? —preguntó Diego, mi compañero de piso, asomando la cabeza por la puerta entreabierta—. Te oí suspirar desde el salón.
Le pasé el móvil.
Él leyó, frunció el ceño y luego levantó la vista.
—¿Lucía? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
Asentí.
—Hace dos horas estábamos hablando de qué serie ver el viernes —murmuré—. Incluso me mandó una foto del gato intentando meterse en la funda del edredón. Y ahora… esto.
Diego se apoyó en el marco de la puerta.
—¿Le llamaste?
—No —respondí, casi ofendido por la idea—. Me pidió que respetara esto. Si la llamo ahora, parezco un loco.
Se rascó la barba pensativo.

—O pareces alguien que no entiende qué está pasando en su propia relación y quiere una explicación —replicó—. No eres un loco, Marcos. Eres su novio.
“Eras”, pensé, pero no lo dije.
Lucía y yo llevábamos juntos casi tres años. Nos conocimos en una charla de la universidad sobre cine independiente; yo había ido por los puntos extra, ella porque realmente quería escuchar al director invitado.
Después de la conferencia, discutimos durante veinte minutos sobre si la película que habían proyectado era una obra maestra o una pretenciosidad insufrible. En algún momento entre “no has entendido nada” y “te tomaré más en serio cuando veas al menos tres películas de Tarkovski sin quedarte dormido”, me di cuenta de que me estaba enamorando.
Con Lucía todo siempre había sido así: intenso, rápido, lleno de opiniones fuertes y risas ruidosas. Nunca pensé que el silencio pudiera llegar también con la misma velocidad.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Diego.
Me encogí de hombros.
—Nada. Esperar, supongo. —Tragué saliva—. A ver cuánto dura este “tiempo para encontrarse a sí misma”.
Él hizo una mueca.
—Si necesitas que te distraiga, tengo pizza y un documental aburridísimo sobre ballenas.
—Gracias —intenté sonreír—. Pero creo que hoy solo voy a quedarme aquí… mirando al techo.
Diego asintió con una sonrisa triste.
—Vale. Si cambias de opinión, aquí estoy.
Cuando se fue, apagué el móvil y me tumbé boca arriba.
“Necesito tiempo para encontrarme a mí misma.”
Frase de manual, pensé. De esas que se dicen para no decir nada. Como cuando en las series el jefe te despide con un “no eres tú, es la empresa”.
Solo que esto no era una serie. Era mi vida.
Las dos primeras horas las pasé oscilando entre la negación y la autocrítica.
“Seguro que está agobiada por el trabajo”, pensé. “Últimamente la he visto estresada, con esas ojeras profundísimas, las entregas de la agencia esa de publicidad donde la explotan. Tal vez solo necesita… tranquilidad.”
Luego me culpé.
“Quizá he sido demasiado intenso. Demasiadas preguntas de ‘cómo estás’ y ‘en qué piensas’. Tal vez debí darle más espacio antes de que me lo pidiera así, de golpe.”
En algún momento de la madrugada, me venció el sueño. Lo poco que dormí fue lleno de imágenes mezcladas de Lucía en la charla de cine, Lucía en nuestro primer viaje, Lucía escribiendo en su libreta en un café y, finalmente, Lucía borrándose mensajes con el dedo, como si pudiera borrarme a mí también.
Al día siguiente, me desperté con la esperanza tonta de que hubiera otro mensaje, algo más, una explicación.
No había nada.
Solo la frase de anoche, brillando como una señal de neón en el chat.
En el trabajo, mi concentración fue un chiste.
—¿Podemos volver a empezar, Marcos? —preguntó Claudia, mi jefa, después de que revisara por tercera vez el mismo documento sin hacerle una sola corrección.
—Lo siento —murmuré—. No he dormido muy bien.
Me miró con esa mezcla de severidad y humanidad que la caracterizaba.
—Si necesitas irte antes, dilo —sugirió—. Prefiero que te tomes la tarde y vuelvas mañana con la cabeza despejada a que te quedes aquí arrastrando el ratón sin avanzar nada.
El orgullo me hizo negar.
—No, estoy bien —mentí—. Puedo con esto.
La realidad era que, cada vez que miraba la pantalla del ordenador, solo veía el rectángulo blanco de WhatsApp con el nombre de Lucía arriba.
A mediodía, Diego me escribió.
¿Alguna noticia?
Nada, respondí.
Estuve a punto de teclear:
¿Y si le escribo yo?
Pero borré el mensaje.
Si algo tenía claro es que no quería ser el tipo que ignora una petición de espacio a la primera de cambio. Habíamos hablado mil veces de lo importante que era respetar los límites del otro, de no replicar patrones de relaciones pasadas, de dar lugar a las crisis sin invadir.
Aguanta, me decía. Son solo unas horas, un día.
La tarde se hizo eterna, pero pasó.
Al llegar a casa, Diego estaba en el sofá, con una caja de pizza en la mesa y dos cervezas frías.
—Plan A: nos ponemos una película muy mala y la criticamos —anunció—. Plan B: me cuentas todo lo que estás imaginando y desarmamos cada teoría absurda. Plan C: ambas.
Me dejé caer a su lado.
—Plan C —dije.
Nos vimos una comedia horrible de un grupo de amigos que terminaba en boda. Nos reímos de los diálogos cursis, de las soluciones fáciles, del hecho de que todos los problemas se resolvían con un discurso bonito en medio de la lluvia.
En algún momento, Diego me miró.
—En serio —dijo—. ¿Qué es lo peor que crees que puede estar pasando?
Lo pensé.
Había evitado ponerle nombre a esa posibilidad, pero estaba ahí, agazapada.
—Que haya conocido a alguien —solté, de golpe—. Que este “necesito tiempo” sea un preámbulo para decirme “lo siento, me he enamorado de otra persona”.
Diego asintió despacio.
—Es una posibilidad —admitió—. Pero también puede ser otra cosa. Puede ser que esté en una crisis personal, que nada tenga que ver contigo, que esté asustada de repetir errores y haya reaccionado de forma torpe.
Me encogí de hombros.
—No lo sé —murmuré—. Lo que más me duele no es tanto qué sea, sino que no haya sido capaz de decírmelo cara a cara. Si no quiere estar conmigo, que lo diga con todas las letras. Prefiero una verdad dolorosa que este limbo.
Él me dio una palmadita en la pierna.
—Dale dos días —dijo—. Si en dos días no sabes nada más, entonces no estás obligado a seguir esperando una explicación que no llega.
Dos días.
Me parecieron una eternidad y, al mismo tiempo, un margen razonable.
Acordamos eso con Diego: cuarenta y ocho horas.
Después de eso, buscaría respuestas. Aunque me obligaran a mirar a lugares donde no quería mirar.
El jueves por la noche, justo cuarenta y ocho horas después de aquel mensaje, seguía sin haber noticias.
Ni un “¿cómo estás?”, ni un “sigo pensando”, nada.
Entré en su cuenta de Instagram —sí, lo sé, la dignidad a veces se aparca— y vi que había subido un story de un café.
Solo un café, una taza con un corazón de espuma y una frase:
Dame paciencia. Y café. Mucho café.
Ninguna pista más.
“Ella está haciendo su vida”, pensé, con una mezcla de rabia y tristeza. “Y yo aquí, paralizado.”
A eso de las nueve de la noche, cuando ya llevaba un rato dando vueltas por el piso como un león enjaulado, Diego se acercó con una idea.
—¿Te acuerdas de Marta? —preguntó.
—¿La compañera de piso de Lucía de la carrera? —asentí.
—Sí. —Se apoyó en la encimera—. La sigo en Instagram porque me cae bien. Subió algo hace un rato. —Me enseñó la pantalla.
Era una foto de una mesa alargada, con varios platos de tapas, copas de vino, gente charlando. El típico jueves de “afterwork” en un bar del centro.
En la esquina izquierda de la foto, borrosa pero inconfundible, estaba Lucía.
—Mira —dijo Diego, ampliando la imagen—. Está en el Bar Atenas. Ese de la plaza donde hacen el hummus que te gusta.
Algo en mi pecho se apretó.
Ahí estaba.
No “encontrándose a sí misma” en un retiro espiritual ni en un parque sentada bajo un árbol.
Estaba en un bar que conocíamos bien, rodeada de gente, con una copa en la mano.
Y yo, a cuatro paradas de metro, mirando la pantalla de otro.
Diego me miró, anticipándose a lo que iba a decir.
—No te estoy enseñando esto para que vayas a lo loco —advirtió—. Solo… quería que supieras que no está encerrada en casa llorando, si es lo que te imaginabas.
—No me la imaginaba llorando en casa —dije, con una risa amarga—. Me la imaginaba… No sé, escribiendo en un cuaderno, tomando decisiones, pensando en nuestra relación. No de fiesta.
Respiré hondo.
—Voy a ir —añadí.
Diego abrió mucho los ojos.
—¿Estás seguro? —preguntó—. Puede ser peor para ti. Verla allí, rodeada de gente, quizá con alguien… No sé si estás preparado.
—No sé si lo estoy —admití—. Pero tampoco puedo más con esta incertidumbre. Necesito verla. Escuchar de su boca qué significa ese mensaje. Aunque me duela.
Él asintió, resignado.
—Vale. Pero no vas solo.
—Diego, no hace falta que…
—Sí hace falta —me interrumpió—. No voy a dejar que te presentes ahí solo, con la cabeza llena de teorías, justo antes de un fin de semana. Si todo se va al carajo, al menos tendrás a alguien que te haga un bocadillo al volver.
Me reí pese a todo.
—Gracias, insoportable —dije.
—De nada, dramático —respondió.
El Bar Atenas estaba a rebosar, como casi todos los jueves. La plaza estaba llena de gente con abrigos, bufandas, cigarrillos en la mano. Música suave de fondo, murmullos, risas.
Al entrar, mis ojos buscaron instintivamente la mesa que había visto en la foto.
La encontré al fondo, cerca de la ventana.
Marta estaba allí, reconozco su pelo rizado y su risa. A su lado, otros compañeros de la agencia. Y, al otro lado de la mesa, Lucía.
Vestía una blusa negra de mangas transparentes que yo no le había visto nunca. El pelo suelto, los labios pintados de rojo, algo que solo solía hacer en ocasiones especiales.
Y no estaba sola.
A su derecha, muy cerca —demasiado cerca—, un hombre que no conocía.
Tendría unos treinta y cinco. Barba recortada, camisa blanca, reloj caro. Tenía su mano apoyada en el respaldo de la silla de Lucía, como si formara una especie de paréntesis sobre su espalda.
Ella reía algo que él le había dicho, inclinándose hacia él.
En ese momento, la realidad dejó de ser teoría.
Diego, a mi lado, murmuró:
—¿Nos vamos?
Me quedé inmóvil.
Podría haber sido una escena inocente, me dije. Podría ser un compañero, un amigo, alguien que se acerca demasiado, nada más. Podría…
Entonces lo vi.
Ese gesto.
Esa mirada.
Ella le tocó el antebrazo mientras reía, él le apartó un mechón de pelo de la cara.
Era la intimidad, ese idioma que uno reconoce aunque no quiera.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que sentí que se me subía a la garganta.
—No —dije, sorprendiéndome a mí mismo—. Voy a saludar.
Cada paso que di hacia esa mesa fue como atravesar una especie de gelatina espesa. La música sonaba más lejos, las voces se distorsionaban, mis piernas pesaban.
Cuando estuve a un par de metros, Marta me vio primero.
—¡Marcos! —exclamó, con la sorpresa sincera de quien no se esperaba ese encuentro—. ¡Qué haces aquí!
Todas las miradas se giraron hacia mí.
Lucía levantó la cabeza y, al verme, se quedó helada.
—Hola —dije, intentando que mi voz sonara neutra—. Vi a Marta subir una foto… y pensé en pasar a saludar.
No era del todo mentira.
El hombre a su lado me miró, curioso.
—¿Tú quién eres? —preguntó Marta, medio borracha—. ¿Tu gemelo malvado o el bueno? —se rió sola.
—Es Marcos —susurró Lucía, como si el nombre le costara—. Mi… —pareció buscar la palabra correcta—. Marcos.
No dijo “mi novio”.
No dijo nada que nos definiera.
Solo mi nombre, flotando en el aire.
—¿Te molesta si hablamos un momento? —le dije, mirándola solo a ella.
Ella tragó saliva.
—Ahora… estoy con mis compañeros —balbuceó—. Podemos hablar luego.
—Han pasado dos días —respondí—. Creo que “luego” ya es ahora.
Hubo un murmullo incómodo en la mesa.
El hombre a su lado intervino.
—Si quieres, podemos dejaros un momento —dijo, educado.
Lucía lo miró, nerviosa.
—No, de verdad, no hace falta —empezó.
—Hace falta —la interrumpí—. Tranquila, no voy a hacer una escena. Solo quiero cinco minutos fuera.
Diego, que estaba unos pasos atrás, observaba con atención, preparado para intervenir si aquello se descontrolaba.
Lucía dudó.
—Está bien —cedió al fin, levantándose—. Un momento.
Salimos a la plaza, donde el aire frío me golpeó la cara, devolviéndome un poco de claridad.
Nos quedamos de pie, frente a frente.
Por primera vez desde el mensaje.
Era la misma Lucía que había conocido en aquella charla de cine. Y, al mismo tiempo, otra distinta.
—No pensaba que vendrías —fue lo primero que dijo.
—Yo tampoco —respondí—. Pero hay un límite para cuánto silencio puedo soportar sin que se me caiga todo encima.
Ella se abrazó a sí misma, como si el frío le hubiera llegado de golpe.
—Te pedí tiempo —dijo—. No es justo que aparezcas así, sin avisar.
—Tiempo para “encontrarte” —repetí, casi con una sonrisa—. Y te encuentras aquí, con gente, con… —no dije “ese tipo”—. No pareces muy perdida.
Ella apretó los labios.
—No lo entiendes —murmuró.
—Entonces explícamelo —contesté—. Porque desde aquí lo que veo es que me mandas un mensaje pidiéndome espacio, desapareces dos días, no dices nada… y te encuentro en un bar, pegada a un tipo que no conozco. —Sentí que la voz se me quebraba y respiré hondo para controlarla—. Lo mínimo que merezco es honestidad.
Lucía desvió la mirada hacia una farola, como si buscara apoyo en el hierro.
—Él se llama Álvaro —dijo al fin—. Trabaja conmigo.
No dije nada.
—Llevamos meses hablando —continuó—. Empezó como… nada. Charlas de oficina, cafés rápidos. Lo típico. Me escuchaba quejarme del jefe, de los clientes, de todo. —Se rió sin alegría—. De ti, a veces. De la rutina. De cómo sentía que estaba… desperdiciando cosas.
Cada palabra era un pequeño martillo golpeando.
—No quería que pasara nada —añadió—. De verdad. Siempre pensé que podía mantenerlo en el terreno de “compañeros”. Pero últimamente… —se pasó una mano por el pelo—. Me sentía más… yo con él que en casa.
—¿Y qué hiciste cuando te sentías “más tú” con otra persona? —pregunté, aunque ya estaba viendo la respuesta.
Ella me miró por fin a los ojos.
—No quiero mentirte —dijo—. La otra noche… —tragó saliva—. Después de una reunión larga, nos quedamos hablando en el despacho. Todos se habían ido. Me acompañó a casa. Y… —cerró los ojos un segundo—. Me besó. Yo… no le aparté.
Lo dijo rápido, como quien arranca una tirita.
Sentí un vacío en el estómago, como si me hubieran metido la mano y arrancado algo.
—Gracias por decirlo —murmuré, sorprendiéndome a mí mismo con la calma de mi voz.
Ella me miró, atónita.
—¿No vas a gritar? —susurró—. ¿A decirme que soy lo peor? ¿A acusarme de…?
La palabra no salió.
“Engañarte.”
—Gritarte no va a deshacer nada de lo que ya pasó —respondí—. Y, sinceramente, no tengo la energía para hacer de escena de película en medio de una plaza. —La miré—. Lo que sí quiero es entender por qué, si llevas meses sintiendo todo eso, no me lo dijiste. Por qué la primera noticia que tengo es un mensaje de “necesito tiempo” y un beso con otro.
Lucía bajó la cabeza.
—Porque tenía miedo —admitió—. Miedo de que, si te decía “algo me pasa”, me dijeras “todo está bien, esto es normal, la rutina, ya pasará”. Miedo de que me miraras con esa cara tranquila tuya y me hicieras sentir culpable por no estar tan… estable como tú.
Su descripción de mí, “tranquilo, estable”, me cayó encima como un saco de arena.
Siempre había creído que eso era algo bueno que aportaba a la relación. Ahora veía que, quizá, también había sido una jaula para ella.
—Puede ser —asentí—. Puede que mi forma de “estar bien” te haya hecho sentir poco espacio para estar mal. Y lo siento. —Hice una pausa—. Pero nada de eso justifica que encontraras consuelo en otra persona a mis espaldas. Eso es una decisión tuya. No mía.
Ella asintió, con un hilo de voz.
—Lo sé —susurró—. No busco excusas. Solo… quería que entendieras cómo llegué ahí.
Nos quedamos un momento en silencio.
La música del bar se colaba por las puertas, suave.
—¿Qué quieres, Lucía? —pregunté de pronto—. Sin rodeos. ¿Qué quieres ahora?
Ella tardó un poco en responder.
—No lo sé —murmuró—. Y eso es lo peor. —Le temblaba la barbilla—. Parte de mí quiere volver corriendo a casa, abrazarte, pedirte perdón y hacer como si esto no hubiera pasado. Otra parte quiere irse lejos, empezar de cero, no sentirme atada a nada. Y otra… —miró hacia la ventana, donde se veía a Álvaro riendo con Marta—. Otra parte quiere explorar qué hay con él. Aunque sea horrible decirlo.
Fue como si me clavaran algo en el pecho.
No porque no lo hubiera sospechado.
Sino porque, al escucharla, quedaba claro algo que yo no quería ver: yo ya no era la única opción en su mesa.
—Marcos… —se acercó un paso—. Te quiero. De verdad. No ha sido una mentira estos años. Pero estoy… confundida.
Me reí, sin humor.
—Lo curioso de las confusiones —dije— es que, con frecuencia, se ordenan solas. Si tienes tantas partes queriendo cosas distintas… —la miré—. Una cosa sí sé: no pienso ser la parte que espera.
Ella se quedó quieta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Inspiré hondo.
—Que no voy a quedarme en pausa mientras tú te “encuentras” entre cafés, besos robados y mensajes ambiguos —respondí—. Que no voy a competir con alguien que ni siquiera tiene que jugar limpio. —Noté que me temblaba un poco la voz y respiré—. Puedes tomarte todo el tiempo del mundo para entender qué quieres. Pero no lo hagas desde el lugar de “tengo a Marcos esperando en casa por si esto no sale bien”.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Me estás dejando? —susurró.
Esa pregunta, “¿me estás dejando?”, me atravesó porque, hace unos meses, yo jamás me habría imaginado diciendo “sí”.
Era yo quien temía que la abandonaran.
Quien siempre había cedido, bajado la voz, puesto excusas, aguantado “bromas”, evitado conflictos.
Pero ahí estaba. En la plaza, con el frío en la cara, el corazón doliendo… y una claridad que no esperaba.
—Lo que estamos dejando —dije—. Es esta versión de nuestra relación. La que permite que uno huya de los problemas en lugar de mirarlos de frente. La que tolera comparaciones constantes con exnovios. La que confunde estabilidad con comodidad para no hablar de lo incómodo. —Hice una pausa—. Me gustaría decirte que puedo seguir como si nada. Pero mentiría. Y ya hay suficientes mentiras en esta ecuación.
Ella rompió a llorar de verdad.
—No quería llegar a esto —sollozó.
—Yo tampoco —respondí—. Pero aquí estamos.
Quise acercarme, consolarla, tocarle el hombro. El impulso, el hábito, estaban ahí. Pero me contuve.
—Lucía —añadí, más suave—. No dejo de quererte de un día para otro. Esto no borra lo que hemos vivido. Pero sí cambia lo que puedo aceptar.
Se secó las lágrimas con la manga, respirando a trompicones.
—¿Y ahora qué? —preguntó, casi como un niño perdido.
—Ahora —dije—. Te vas a tu casa. Yo a la mía. —Pensé un segundo—. En los próximos días hablamos de cosas prácticas: piso, cosas, gatos… —intenté sonreír, sin éxito—. Y luego… tú te ocupas de ti. Yo de mí.
—¿No quieres que intentemos…? —dejó la frase en el aire.
Podría haber dicho “una terapia de pareja”, “darle otra oportunidad”, “poner normas claras”.
Quizá, en otro momento de mi vida, lo habría hecho.
Pero algo dentro de mí, esa pequeña parte que estaba aprendiendo a no conformarse con migajas, susurró una palabra clara: “basta”.
—No —respondí, con la voz temblorosa—. No quiero. —Tragué saliva—. Y me merezco poder decir eso sin sentirme el malo de la película.
Ella asintió lentamente, como si fuera procesando.
—Está bien —dijo al fin, con los ojos hinchados—. Si algún día… —calló—. No, nada. —Se pasó una mano por la cara—. Lo siento, Marcos. De verdad.
—Yo también lo siento —respondí.
Se dio la vuelta y volvió a entrar al bar.
Desde la puerta, la vi acercarse a la mesa, forzar una sonrisa, decir algo a sus compañeros. Álvaro la miró, preocupada. Ella negó con la cabeza. Marta me buscó con la mirada, pero yo ya me estaba girando.
Diego se acercó.
—¿Quieres hablar? —preguntó.
—Luego —dije—. Ahora solo… necesito caminar un poco.
—Voy contigo —asintió.
Caminamos por calles frías, sin decir nada durante unos minutos.
El silencio, por primera vez en días, no me resultó asfixiante. Era un silencio de digestión.
De cosas que, aunque dolieran, ya no eran desconocidas.
—Estoy orgulloso de ti, tío —dijo Diego al fin.
Me reí, sin ganas.
—No siento nada heroico ahora mismo —admití—. Solo… muy cansado.
—Lo sé —respondió—. Pero aun así, estoy orgulloso. Pusiste un límite que llevaba tiempo pidiendo estar ahí.
Lo miré.
—Tengo miedo de arrepentirme —confesé.
—Es normal —dijo—. Pero también piensa en cuánto te hubieras arrepentido de quedarte en un lugar donde te sentías cada vez más pequeño.
Los meses siguientes fueron una mezcla de duelo y descubrimiento.
Lucía y yo hablamos varias veces más, ya sin gritos ni reproches. Repartimos cosas del piso, organizamos quién se quedaba con qué, acordamos visitas para el gato.
Ella se mudó primero, a un estudio pequeño cerca de su trabajo. Supe, por redes sociales mutuas, que siguió viendo a Álvaro un tiempo. Luego, dejé de enterarme. Dejé de buscar.
Fui a terapia, por sugerencia insistente de Diego.
Allí, sentado frente a una mujer con gafas y un cuaderno, empecé a hilar cosas que antes estaban sueltas.
Que Lucía no era la primera persona con la que había permitido comparaciones hirientes.
Que, de niño, escuchar a mi padre decir “tu hermano sí que es listo, tú eres el despistado” me había dejado una marca. Que ver a mi madre tragarse sus propias heridas me había enseñado que el amor era aguantar.
Y que, sin querer, había convertido esa aguante en virtud, incluso cuando me dolía.
La terapeuta me preguntó:
—¿Qué significa para ti “dejar de aguantar”?
Pensé en Lucía, en Sergio, en Álvaro, en aquel bar.
Pensé en mí, en la plaza, diciendo “no voy a ser la parte que espera”.
—Significa no aceptar ser la segunda opción en la vida de nadie —respondí—. Ni siquiera en la mía.
Ella sonrió.
—Ese es un buen comienzo —dijo.
Un año después, estaba sentado en el mismo café donde había ido con Lucía tantas veces a hablar de películas y proyectos. Esta vez, frente a mí, estaba Andrea, una amiga de la oficina que se había convertido lentamente en algo más que amiga.
Reíamos por algo que habían dicho en la radio.
En un momento, ella hizo un comentario sobre su ex.
—Él siempre llegaba tarde a todo —dijo, rodando los ojos—. Daba igual si era una cena importante, una película o una videollamada. Era como su superpoder.
Luego me miró.
—Sé que a veces lo menciono mucho —añadió—. Si te molesta, dímelo.
Me sorprendió esa atención.
—No me molesta que hables de tu pasado —respondí—. Todos tenemos uno. —Hice una pausa—. Me molestaría si lo usaras para compararme. Si cada cosa que hago tuviera un “pues él lo hacía mejor” al lado. —Sonreí—. Y eso no lo haces.
Ella sonrió también.
—Aprendí la lección —dijo—. Yo estuve en el otro lado de eso. No quería que nadie lo sintiera conmigo.
Tomé un sorbo de café, sintiendo una mezcla de gratitud y alivio.
La vida no se había convertido de repente en un cuento sin dolor. Todavía había días en los que me despertaba con la imagen de aquella noche en la cabeza, con Lucía en la barra, con su mensaje en bucle.
Pero, poco a poco, ese recuerdo dejaba de ser una herida abierta para convertirse en una cicatriz que, aunque no me gustara, formaba parte de mi historia.
Y, sobre todo, había algo que ya no estaba dispuesto a negociar: mi lugar en mi propia vida.
Cuando pienso en aquel mensaje —“necesito tiempo para encontrarme a mí misma”— y en cómo, dos días después, la encontré, sí, pero no sola, me doy cuenta de que ella, de alguna manera, sí se encontró.
Encontró partes de sí misma que quizás no sabía que estaban ahí. Encontró sus contradicciones, sus miedos, sus impulsos.
Yo también me encontré.
No en una carta, ni en un café, ni en una charla de cine.
Me encontré en mi propio “no”.
En ese momento frío de la plaza en el que decidí que, aunque la amaba, me amaba también lo suficiente como para no quedarme donde no me elegían con todo.
A veces, cuando Diego se burla de mi “fase intensa de autoayuda” y me dice que ahora soy “Marcos 2.0”, le respondo con una sonrisa:
—No. Solo soy Marcos, pero con la espalda un poquito más recta.
Y cuando hablo con alguien que está en ese lugar difuso entre el “necesito tiempo” y el “no sé qué quiero”, no doy consejos grandilocuentes.
Solo les digo:
—Está bien darle tiempo a quien quieres. Pero también está bien darte tiempo a ti mismo para decidir cuánto puedes esperar sin miedo a perderte en el proceso.
Porque, al final, eso fue lo que aprendí aquella noche.
Que no se trata solo de quién se encuentra primero.
Sino de no desaparecer tú, mientras el otro se busca.
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