Cuando 20.000 hombres quedaron atrapados en un glaciar sin salida y 100.000 soldados avanzaban para aplastarlos, comenzó la trampa helada más mortal de la guerra: una batalla de nieve, miedo, ingenio y sobrevivencia donde cada decisión podía salvarlos o condenarlos a todos
El viento soplaba como si quisiera arrancar la piel. Agujas de hielo golpeaban los abrigos, la nieve se abría como monstruos blancos que tragaban hombres enteros, y el cielo gris parecía aplastar el mundo. A 30 grados bajo cero, incluso respirar dolía.
En medio de ese infierno blanco, rodeados por montañas que parecían tumbas gigantescas, 20.000 soldados aliados estaban atrapados. Frente a ellos, extendiéndose como una sombra interminable, avanzaban 100.000 soldados enemigos, seguros de que solo necesitaban empujar un poco para que todo terminara allí mismo, congelado en el silencio del invierno.
Pero antes de que esa trampa mortal se cerrara, hubo una noche en la que casi no hubo batalla. Hubo gritos. Hubo golpes en la mesa. Hubo decisiones que parecían imposibles.
Hubo una discusión que pudo cambiarlo todo.
La víspera del desastre, en un edificio frío que servía como puesto de mando, el ambiente estaba cargado de vapor, sudor, miedo… y rabia.
El coronel Santamaría, con el uniforme empapado por la nieve derretida, golpeó la mesa.

—¡Lo digo por última vez! —rugió—. Si intentamos movernos hacia el norte, moriremos congelados antes de enfrentar al enemigo. ¡Es suicidio!
El general Rivas no retrocedió.
—Y si nos quedamos aquí —respondió, sin levantar la voz pero con un filo peligroso—, seremos rodeados antes del amanecer. No podemos esperar refuerzos que nunca llegarán.
—và cuộc tranh cãi trở nên nghiêm trọng và căng thẳng… —susurró un capitán, temiendo que la discusión acabara en algo peor.
Los oficiales se miraban unos a otros, con la tensión en el aire como electricidad helada. Algunos tenían los labios morados, otros temblaban sin disimularlo.
—Tenemos veinte mil hombres —insistió el coronel Santamaría—. Ellos tienen cinco veces más. Cinco veces más, ¿me escucha? En campo abierto, en clima normal, ya sería una locura. Aquí, en este hielo maldito, es condenarnos.
—No pretendo abrir una batalla frontal —replicó Rivas—. Pretendo movernos hacia el paso del este, usar el terreno a nuestro favor y obligarlos a entrar en un cuello de botella. Allí podremos resistir.
—¿Resistir? —bufó Santamaría—. ¡Con los dedos congelados, la comida racionada y la mitad de los hombres enfermos! ¡No podemos resistir ni una hora más aquí!
La discusión se volvió más feroz. Gritos. Puños sobre la mesa. Mapas arrastrados. Radios que chirriaban. Oficiales intercambiando insultos velados que no habrían osado decir en tiempos normales.
El capitán Moretti intervino.
—¡Ya basta! —dijo con fuerza—. ¡Si seguimos discutiendo, mañana no quedará nada que decidir!
El silencio cayó como una manta pesada.
El general Rivas respiró hondo.
—Nos moveremos —dijo al fin—. Pero no hacia el norte. No hacia el este. Hay otra opción.
Todos lo miraron, desconcertados.
—¿Cuál? —preguntó Santamaría, desconfiado.
Rivas señaló un lugar en el mapa, casi oculto bajo una mancha de tinta.
—Hacia el desfiladero Helado. El más estrecho de la región. Solo pueden entrar diez hombres a la vez. Si bloqueamos la entrada… —miró a todos con gravedad— podremos convertir 20.000 soldados medio congelados en una muralla imposible de atravesar.
Una muralla humana.
Una muralla que podría frenar a 100.000.
—Es una locura —susurró alguien.
—Es la única opción —dijo Rivas.
La marcha comenzó antes del amanecer.
Los hombres caminaron en fila, cubriéndose la cara con bufandas heladas. El hielo crujía bajo sus botas, el viento arrancaba lágrimas que se congelaban en segundos.
Algunos cargaban compañeros heridos sobre improvisadas camillas hechas con ramas endurecidas. Otros caminaban con la mirada fija, como si avanzar fuera un acto automático, sin pensamientos.
El sargento Beltrán murmuró:
—Este frío… no es frío. Es una bestia que nos muerde desde adentro.
El soldado Ernesto, el más joven de la compañía, respondió con un hilo de voz:
—Sargento… ¿de verdad cree que el plan funcionará?
Beltrán miró al muchacho.
—No sé si funcionará —respondió—. Solo sé que si nos quedábamos, no tendrías oportunidad ni de hacer esta pregunta.
Al llegar al borde del desfiladero Helado, el paisaje era imponente.
Una garganta estrecha entre dos paredes de roca blanca como huesos. El viento soplaba tan fuerte que parecía empujar a los hombres hacia atrás. El sonido reverberaba como un lamento.
—Aquí será —dijo Rivas, con la voz hecha de cansancio y determinación.
—Aquí resistiremos —afirmó Santamaría, que aunque había discutido hasta perder la voz, ahora entendía que solo tenían una opción: mantenerse de pie.
Los ingenieros colocaron cargas simples, movieron rocas, prepararon barricadas improvisadas. Pero la verdadera barrera serían los hombres.
20.000 contra 100.000.
En el papel, era imposible.
En ese desfiladero, era… quizá.
La primera oleada enemiga llegó cuando aún estaban acomodándose.
Como sombras negras en la nieve, avanzaron con confianza. Eran muchos. Demasiados. Pero solo los primeros cien lograron entrar al desfiladero.
Los soldados aliados, apretados en la entrada, formaron una línea sólida. Las balas chocaban contra las rocas. El eco hacía que cada disparo sonara como un trueno encerrado.
—¡Aguanten! —gritaba Santamaría desde el frente—. ¡No retrocedan un paso!
Ernesto temblaba. No sabía si por miedo o por frío.
—Sargento —murmuró—… vienen más…
—Que vengan —respondió Beltrán—. Aquí solo caben diez a la vez. Y nosotros somos diez mil veces más tercos.
La frase se volvió casi un mantra.
La batalla se extendió.
Primera hora: la entrada resistió.
Segunda hora: los enemigos comenzaron a dudar.
Tercera hora: el viento se volvió más feroz, afectando tanto a los atacantes como a los defensores.
Cuarta hora: los enemigos intentaron escalar las paredes del desfiladero, resbalando una y otra vez, cayendo entre gritos.
Quinta hora: la nieve empezó a arremolinarse de forma más intensa, reduciendo la visibilidad a unos pocos metros.
Sexta hora: los líderes enemigos empezaron a discutir, creyendo que había más defensores de los que realmente había.
Pero nada de eso se comparó con lo que ocurrió en la séptima hora.
El viento cambió.
Se convirtió en un huracán blanco.
La tormenta.
Un fenómeno tan repentino que ni los lugareños lo veían venir.
La nieve se levantó en remolinos, golpeó rostros, congeló rifles, hizo que las sombras enemigas se deshicieran como humo blanco.
Y entonces, el desfiladero entero se transformó en una trampa natural: un embudo de hielo donde el enemigo no podía avanzar ni retroceder.
—¡Aprovechen! —gritó Rivas—. ¡Usen el clima! ¡El hielo está con nosotros!
Los defensores, protegidos por las paredes, aguantaron.
Los atacantes, atrapados al aire libre, fueron obligados a retirarse… o caer congelados en su propia estrategia fallida.
Cuando la tormenta finalmente cedió, lo que quedó fue un silencio casi sobrenatural.
La nieve estaba teñida de marcas, casquillos, huellas… y quietud.
Santamaría miró alrededor, con la barba cubierta de escarcha.
—Rivas… —dijo, exhausto—. Lo logramos.
—Lo lograron ellos —respondió Rivas, señalando a los soldados acurrucados junto a las rocas—. Veinte mil hombres… que sobrevivieron a lo que debía haber sido imposible.
Ernesto se dejó caer sentado, respirando hondo.
—¿Cuántos…? —preguntó.
—Menos de los que imaginé —contestó Beltrán—. Más de los que creí antes de venir.
El general Rivas cerró los ojos un segundo.
—Quinientos metros de desfiladero —murmuró—. Veinte mil corazones. Y una tormenta que eligió nuestro lado.
Al terminar la guerra, muchos trataron de reconstruir aquel episodio.
Algunos dijeron que era un mito.
Otros afirmaron que exageraban los números.
Otros, que fue suerte.
Pero quienes estuvieron allí, en ese desfiladero helado, sabían la verdad:
Solamente la combinación de astucia, terquedad, unidad… y un clima brutal que no distinguía bandos, pero favoreció a quienes estaban mejor cubiertos… permitió que 20.000 hombres escaparan al mayor intento de cerco en esa región.
Y que 100.000 soldados se vieran obligados a retirarse ante lo que creyeron un ejército gigante… cuando en realidad era un grupo agotado, hambriento y decidido a no caer.
Una trampa helada.
La más mortal de la guerra.
Y la más inesperada.
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