Creyeron que su viejo cañón de campaña era inútil contra los Panzer, le prohibieron tocar el tope de elevación y se burlaron de su “loca teoría”, hasta que su truco de ángulo prohibido convirtió aquel tubo olvidado en el verdugo de los tanques

El manual lo decía bien claro, en letras grandes y cuadradas:

“NO ELEVAR EL CAÑÓN MÁS ALLÁ DE LA MARCA ROJA.
PELIGRO DE VUELCO Y DAÑOS IRREPARABLES.”

A Miguel Herrera siempre le había molestado esa frase.

No porque no entendiera el peligro, sino porque sabía —en el fondo de sus huesos y en las cicatrices de sus manos— que el peligro más grande, esa tarde de 1944 en la campiña francesa, no estaba en que el cañón se volcara.

Estaba en los Panzer que ya se acercaban por el valle.


El 3.er Pelotón de Artillería del 45.º de Infantería llevaba dos días atrincherado en la colina al sur del pueblo de Vallon-sur-Rivière, un nombre demasiado bonito para un lugar que olía a tierra húmeda, sudor y miedo.

Los hombres, encorvados en sus pozos, miraban hacia el este.

De esa dirección venían el humo negro, el lejano trueno de motores y la noticia de que la división blindada enemiga, a la que se suponía contenida, seguía avanzando.

El “75”, como todos llamaban a su cañón de campaña de 75 mm, estaba emplazado detrás de un terraplén, apuntando al valle. Era un modelo veterano, con tantas campañas como marcas de pintura en su cureña. No era un cañón antitanque moderno, pero había demostrado que podía hacer daño si se apuntaba bien y se tenía paciencia.

Miguel, cabo artillero, se pasaba el pañuelo por la frente mientras revisaba por enésima vez la mira.

—¿Crees que aguantará otro día? —preguntó Ramón, su cargador, apoyado en una caja de proyectiles.

—Si nosotros aguantamos, él también —respondió Miguel, dando una palmada cariñosa al tubo—. Este viejo ha visto más guerra que todos los generales juntos.

A lo lejos, se escuchó un estruendo más cercano que los demás.

El sargento Dupont, jefe de pieza, asomó por el borde del parapeto, prismáticos en mano.

—Movimiento en el valle —advirtió—. Tanques. Muchos.

Los hombres se levantaron, la charla se cortó como con cuchillo.

Miguel respiró hondo y se sentó en su taburete junto al mecanismo de elevación.

Sus manos, callosas, encontraron automáticamente las manivelas.

Su padre, maestro albañil en un pueblo de Castilla, le había enseñado de niño a respetar las herramientas. “Toda herramienta es un trato”, le decía. “Si tú la cuidas, ella te protege.”

Miguel confiaba en pocas cosas más que en el cañón bajo sus manos.


Los primeros Panzer aparecieron como sombras grises entre los árboles a la entrada del valle.

Venían en fila, despacio, reconociendo el terreno. Sus torretas giraban como cabezas de animal alerta. Los siguieron semiorugas, infantería montada, camiones desnudos.

—Están buscando nuestras posiciones —murmuró Ramón.

—No les demos el gusto de encontrarlas gratis —contestó Miguel.

El teniente Gálvez, oficial de la batería, se acercó a la pieza con el mapa doblado bajo el brazo.

—Herrera, Dupont, escuchen —dijo, señalando el valle—. Los ingenieros pusieron minas en la curva del camino, aquí. —Tocó un punto con el dedo—. Cuando los tanques pasen la marca del granero quemado, volamos la carga. Ustedes se concentran en los laterales, los flancos. No pierdan tiempo disparándole a la frente de esos monstruos. Rebotarán.

—Ya hemos visto cómo saltan esos proyectiles —gruñó Dupont.

Miguel asintió, pero su mente ya estaba calculando ángulos.

El terreno no jugaba a su favor. El valle era como una cuchara: suave al principio, luego una bajada más pronunciada donde el camino se hundía un poco antes de subir de nuevo hacia el pueblo. Los tanques podían avanzar por ahí medio ocultos, solo con las torretas asomando.

—Y si se quedan abajo, detrás del lomo, solo veremos las torretas —añadió Miguel—. El flanco quedará tapado.

El teniente lo miró un segundo, luego al valle.

—Lo sé —dijo—. Por eso necesitamos que los frenes antes. Confío en tu puntería, Herrera. Haz lo que puedas.

La frase, en aquel momento, sonó como un voto de confianza.

Más tarde, se convertiría en la chispa de una discusión que ninguno de los dos olvidaría.


El primer intercambiar de golpes fue casi de libro.

Los Panzer avanzaron hasta la curva de la carretera. Una explosión levantó una nube de tierra; uno de los carros quedó detenido, humo saliendo de su parte frontal.

Los otros se dispersaron, abriendo abanico.

La batería de Miguel y las otras piezas en la línea abrieron fuego.

—¡Cuarenta grados! ¡Distancia mil doscientos! —cantó Miguel.

Ramón, rápido, cargó.

—¡Listo!

Miguel ajustó elevación y deriva. Respiró, exhaló, presionó el disparador.

El cañón rugió, retrocediendo; la bocanada de humo le llenó los ojos.

El proyectil voló, describiendo un arco tenso, y se clavó en la parte baja del lateral de uno de los tanques que maniobraba para salir del camino minado.

Un destello, una columna de humo. No hacía falta ver más.

—¡Impacto! —gritaron varios.

El siguiente disparo no fue tan afortunado. Pegó en un ángulo malo de la coraza frontal de otro tanque. El chispazo fue brillante, pero el monstruo siguió avanzando, como si le hubieran tirado una piedra.

—Te dije que no le apuntaras a la nariz —gruñó Dupont.

Miguel apretó la mandíbula.

—¿Y qué quiere que haga, sargento? —replicó—. ¡Nos está presentando solo la frente!

Mientras hablaban, los Panzer demostraron que tenían manual propio.

En lugar de avanzar como blancos ordenados en línea, se detuvieron justo detrás del pequeño lomo del terreno, donde la carretera se hundía.

Desde allí, sus torretas asomaban apenas, las bocas de los cañones como ojos malos.

—Malditos sean —murmuró Ramón—. Se esconden.

Ocultos tras el lomo, los carros quedaron en posición “hull-down”: solo la parte superior de la torreta visible. El flanco, el punto más vulnerable, quedaba cubierto por tierra.

Y aún así, ellos sí podían disparar.

Los primeros proyectiles enemigos comenzaron a caer sobre la colina. Uno explotó cerca de una pieza vecina, arrancando una rueda de la cureña. Gritos. Tierra que volaba.

Miguel se dio cuenta de que, en condiciones normales, su cañón casi no podía hacerles daño desde esa posición.

Los proyectiles que disparara contra la torreta, a ese ángulo raso, rebotarían o se desviarían.

Necesitaba algo distinto.

Necesitaba que los proyectiles cayeran desde arriba.

Recordó las láminas que le mostraron en la instrucción: el blindaje de los tanques era más grueso en frente y laterales; arriba, en el techo de la torreta, era mucho más delgado.

Recordó también una conversación en la cantina con un artillero veterano de la Legión que había estado en África.

—¿Sabes cómo derribábamos los tanques en el desierto cuando se plantaban en un maldito wadi? —le había dicho aquel hombre, bebiendo despacio—. No les disparábamos directo. Los bombardeábamos como si fueran trincheras. Alto ángulo, fuego curvo. Les caía encima, como lluvia de hierro. Los manuales se enfadaban, pero los tanques se enfadaban más.

En aquel momento, Miguel no le había dado demasiada importancia.

Ahora, esas palabras le golpeaban la memoria como un martillazo.

—Ramón —dijo, con los ojos aún en los Panzer—. ¿Recuerdas lo que contaba el legionario sobre disparar casi como obuses? Alto ángulo, dejar caer la granada sobre el techo del tanque.

Ramón tardó un segundo en atar cabos, luego abrió los ojos.

—¿Quieres disparar así con el 75? —se llevó las manos a la cabeza—. ¡Miguel, eso está prohibido! El manual dice…

Terminó la frase mirando a la placa roja pintada en el lateral del scudo:

“NO ELEVAR MÁS ALLÁ DE ESTE PUNTO.”

El sargento Dupont, que escuchaba, intervino.

—Ni se te ocurra —advirtió—. Si subes más de la cuenta, la reculada nos manda el cañón a la cabeza. O lo volteas. O ambas.

Miguel exhaló.

Sabía los riesgos.

Había visto en un polígono cómo un cañón mal asegurado se levantaba de golpe al disparar con demasiada elevación. No había salido bien.

—Sargento —dijo con calma—. Si seguimos disparando así, rebotando en las frentes de esos Panzer, nos van a barrer la colina. Y luego el pueblo. Y luego quién sabe qué más. No tenemos artillería pesada cerca, ni aviación en este momento. Solo tenemos esto. —Le dio una palmada al tubo—. Si no experimentamos, morimos seguro. Si probamos, al menos hay una posibilidad.

Las palabras flotaron en el aire, cargadas de pólvora y miedo.

La discusión que siguió se volvió seria y tensa demasiado rápido.

—No seré yo quien firme tu carta de muerte —replicó Dupont—. Llevo veinte años detrás de cañones y sé cuando una idea es suicida.

—¿Más suicida que quedarse aquí esperando a que nos conviertan en coladores? —Miguel sintió cómo le subía la rabia—. ¡Mírelos, sargento! Están cómodos, escupiendo fuego desde esa depresión. Ni siquiera se molestan en moverse. Saben que estamos aquí y que, de este modo, no les hacemos cosquillas.

Un proyectil enemigo explotó más cerca. Trozos de tierra llovieron sobre ellos.

El teniente Gálvez, que corría entre las piezas coordinando disparos, se acercó atraído por los gritos.

—¿Qué ocurre aquí? —espetó.

Dupont se volvió hacia él.

—Herrera quiere hacer de nuestro cañón un mortero —dijo, con sarcasmo—. Subir más allá de la marca roja. Hacer fuego curvo sobre los tanques. Y matarnos a todos en el intento.

Gálvez miró a Miguel.

—¿Es cierto? —preguntó.

Miguel sostuvo la mirada.

—Sí —respondió—. Si elevamos más, podemos hacer caer las granadas casi verticalmente sobre ellos. El tanque no está blindado igual arriba. Necesito más ángulo. Solo unos grados.

—Te juegas volcar la pieza —insistió el sargento—. Y si la pieza se va, la línea tiene un agujero. ¡Se nos colarán por ahí!

—Ya tenemos un agujero, señor —Miguel señaló con la barbilla hacia el valle—. Se llaman “Panzer”. Y cada minuto que pasa lo hacen más grande.

La piel del teniente brillaba de sudor bajo el casco.

En la escuela de oficiales le habían enseñado a respetar los manuales, a confiar en las tablas, a seguir procedimientos. Pero también le habían dicho que la guerra real se reía de los planes perfectos.

Miró al valle, miró al cañón, miró a sus hombres.

—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó, al fin.

Miguel se inclinó hacia la parte trasera de la pieza.

—Si levantamos las colas sobre ese montículo de tierra —apuntó hacia una pequeña elevación detrás del escudo—, ganamos unos grados sin tocar la manivela al máximo. Y podemos cavar un poco bajo las ruedas para que la reculada tenga dónde ir. Además, amarramos la cureña con esas cadenas al tronco de ese árbol —señaló un robusto haya a pocos metros—. No es perfecto, pero evitará que la pieza salte demasiado.

Ramón lo miraba como si se hubiera vuelto loco y genio a la vez.

Dupont negó con la cabeza.

—No hay tiempo —refunfuñó—. Y aunque lo hubiera, esto va contra todas las normas.

—Las normas no tomaron en cuenta este valle —replicó Miguel—. Señor —se volvió hacia Gálvez—, déme diez hombres durante diez minutos. Si para entonces no estoy listo para disparar, seguimos con lo de siempre y me puede arrestar si seguimos vivos. Pero si funciona… —miró hacia el valle—, a lo mejor dejamos de ser blancos y empezamos a ser cazadores.

La palabra “arrestar” colgó en el aire.

El teniente sintió cómo dos fuerzas tiraban de él: la que decía “cumple el reglamento y sobrevive con la conciencia tranquila” y la que susurraba “si no arriesgas, hoy no sobrevives nadie.”

Otro impacto enemigo volvió a sacudir la colina.

Una voz gritó el nombre de alguien que no contestó.

Gálvez apretó los dientes.

—Diez hombres. Cinco minutos —dijo—. Y esto se queda entre nosotros. Si sale mal, será mi decisión, no la tuya. ¿Entendido?

—Entendido, mi teniente —respondió Miguel, ya poniéndose en pie.

Dupont emitió un bufido, pero no se interpuso.

—Más te vale que tu truco funcione, Herrera —gruñó—. Si no te matan los Panzer, lo haré yo con mis propias manos.


Los siguientes cinco minutos fueron una danza frenética de palas, sudor y órdenes cortas.

Los hombres, al principio desconcertados, pronto se contagiaron del ritmo de urgencia.

Dos cavaban bajo las ruedas, creando una pequeña trinchera para la reculada.

Otros empujaban, a empujones y maldiciones, las colas de la cureña sobre el montículo de tierra, usando postes como palanca.

Dos más traían cadenas, asegurándolas alrededor del tronco del haya y los ganchos traseros.

Miguel coordinaba, ojos saltando del cañón al valle y de vuelta.

Los Panzer seguían disparando desde su posición detrás del lomo, como si estuvieran a cubierto en una trinchera móvil.

—¡Rápido, rápido! —apremiaba—. Esto no es un jardín, es nuestra vida.

Cuando por fin las colas descansaron sobre el montículo y las cadenas se tensaron, el cañón parecía una criatura agachada, lista para lanzar un salto imposible.

Miguel se sentó de nuevo en su taburete y probó la manivela de elevación.

El ángulo subió, superando la marca roja, otros grados más.

La bala pintada en rojo en el goniometro parecía, de pronto, una advertencia lejana de otra época.

—¿Cuánto más? —preguntó el teniente, asomado.

Miguel calculó mentalmente, recordando las tablas, ajustando por instinto.

—Con este ángulo y la distancia que nos separa, la granada debería caer casi vertical justo encima de la depresión donde están —dijo—. O nos sale muy bien, o no volveré a tener que preocuparme por la marca roja.

Ramón tragó saliva.

—Listo para el suicidio creativo —murmuró, cargando.

Miguel cerró el ojo izquierdo, ajustó la mira, pero sabía que estaba disparando casi sin línea de visión directa. La intuición sustituía al hierro.

Respiró.

—¡Fuego! —ordenó.

El cañón rugió.

La reculada fue brutal, pero las ruedas, hundidas en la tierra, y las cadenas aguantaron. La pieza tembló, pero no saltó.

Los hombres contuvieron el aliento.

La granada describió una parábola alta, perdiéndose de vista detrás del lomo del terreno.

Hubo un segundo de silencio.

Luego, un fogonazo detrás de la cresta.

No vieron al Panzer, pero vieron una columna de humo negro elevarse en el lugar donde antes solo había humo gris de disparos.

—¿Ha sido…? —balbuceó Ramón.

En ese instante, una segunda explosión, más pequeña, siguió a la primera. Algo ardía donde antes no ardía nada.

Desde la depresión, uno de los Panzer asomó un poco más la torreta, como si un animal herido sacara la cabeza de su cueva. Quería ver qué había pasado.

Miguel sonrió sin humor.

—Ha sido —dijo.

El teniente Gálvez lo miró como si estuviera viendo por primera vez al hombre que tenía delante.

El sargento Dupont, que había estado apretando los puños, los relajó apenas.

—No te creas un héroe todavía —murmuró—. Esto puede haber sido suerte.

—La suerte es la prima de la puntería —contestó Miguel.

—Pues invita a esa familia a quedarse —refunfuñó Ramón—. Vamos a necesitarla.

Dispararon de nuevo.

Esta vez, Miguel ajustó un poco menos elevación, imaginando que los otros tanques, al ver el destino del primero, intentarían moverse.

La segunda granada cayó ligeramente más atrás, donde un Panzer maniobraba para salir de la trampa. Levantó tierra, humo. Cuando el viento disipó parte de la nube, la torreta del tanque estaba inclinada de forma rara, como si alguien le hubiera dado un golpe en la coronilla.

Los siguientes minutos fueron un ejercicio de precisión y nervios.

Miguel, con los hombros tensos, manejaba la elevación como un violinista en un concierto improvisado.

Una granada cayó corta; corrigiendo.

Otra cayó algo larga, levantando una lluvia de tierra que obligó a la infantería enemiga a echarse cuerpo a tierra.

Los Panzer, ahora conscientes de que la colina no era solo un blanco sino una amenaza real, intentaron moverse, retroceder, buscar otro ángulo.

Ese movimiento, que en otra circunstancia les habría dado ventaja, ahora los exponía brevemente.

Miguel los cazaba en esos segundos.

Hubo un momento en que el cañón reculado de una forma especialmente violenta; una de las cadenas se tensó tanto que el haya crujió.

—¡Se va a romper! —gritó uno de los soldados.

—Que se rompa el árbol, no el tubo —replicó Miguel, sin dejar de girar la manivela.

Cada disparo iba contra la teoría, contra la instrucción, contra lo que se suponía “imposible”.

Cada impacto que lograba, cada Panzer que dejaba de escupir fuego, se convertía en argumento a favor de que, a veces, desobedecer la marca roja era lo único sensato.

Tras el quinto disparo con ángulo prohibido, el valle comenzó a cambiar de color.

Los grises de los tanques se mezclaban con negros de humo y amarillos de tierra levantada.

Los Panzer que quedaban, viendo la suerte de sus compañeros, tomaron una decisión que ningún manual podía reprocharles.

Empezaron a retirarse.

Primero despacio, disparando de vez en cuando por encima del lomo.

Luego más rápido, buscando la protección de los bosques al este.

Los infantes, que hasta entonces habían venido pegados a sus carros como garrapatas, corrieron tras ellos.

Un murmullo recorrió la línea de defensa.

—¡Se van!

—¡Están retrocediendo!

—¡Se están largando!

Miguel, con las manos entumecidas, siguió unas milésimas más, apuntando lejos, por si alguno se atrevía a parar a medias.

Solo cuando el sargento Dupont le puso una mano en el hombro, dejando caer en ella todo el peso de su respiro, se dio cuenta de que no necesitaba disparar más.

El valle, por ahora, les pertenecía.


El silencio que siguió fue raro.

Después del estruendo, de la adrenalina, de los gritos, el chirrido de una cigarra en la maleza se oía como si estuviera dentro de la oreja.

Los hombres, uno a uno, se dejaron caer donde estaban, algunos riendo, otros llorando en silencio, otros simplemente mirando al vacío con los ojos muy abiertos.

Miguel se quitó el casco y dejó que el viento le enfriara la frente.

Sus manos aún temblaban sobre las manivelas.

Sabía, con claridad extraña, que la peor parte no había sido el riesgo físico.

Había sido ese momento, antes del primer disparo curvo, en que todos le miraron como si estuviera loco.

El miedo a equivocarse delante de ellos había pesado casi tanto como la posibilidad de volcar el cañón.

El teniente Gálvez se acercó otra vez, más despacio esta vez.

Lo observó unos segundos, como midiendo las palabras.

—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó al fin.

Miguel se encogió de hombros.

—De un tipo que conocí en una cantina —respondió—. Y de recordar que la gravedad también puede ser nuestra amiga.

Gálvez soltó una risa corta.

—La gravedad, el árbol, tus cadenas y tu poca vergüenza —dijo—. Acabas de hacer algo que, si mis instructores lo vieran, les daría un infarto.

Se volvió hacia el sargento Dupont.

—Sargento, ese truco no estaba en el manual, ¿verdad?

Dupont lo miró, luego al cañón, luego al valle lleno de humo.

—No, mi teniente —admitió—. Pero quizá debería estar.

La frase quedó flotando.

Más tarde, cuando los informes llegaron a los despachos y los despachos los convirtieron en palabras oficiales, nadie llamó a aquello “truco prohibido”. Lo redactaron como “uso innovador de la capacidad de elevación de la pieza para efectuar fuego de trayectoria curva sobre blindados en posición hull-down.”

Bonita forma de decir “se saltó la marca roja.”

A Miguel lo llamaron al puesto de mando días después.

Le hicieron preguntas, muchas, sobre ángulos, sobre estabilidad, sobre riesgos.

Un coronel, de ceño tan fruncido que parecía que nunca había visto un chiste, le dijo:

—Herrera, si todos mis artilleros empezaran a inventar jugadas así, tendría más piezas dañadas que Panzer en retirada.

Miguel respiró hondo.

—Con respeto, mi coronel —respondió—, si ese día hubiéramos seguido el manual al pie de la letra, hoy no tendríamos ni piezas ni hombres que dañaran.

Hubo un silencio espeso.

Luego, el coronel exhaló.

—Lo sé —admitió—. Y por eso, aunque me duela el alma decirlo, voy a pedir que tomen nota de lo que hizo. Para que, si otros se ven en una ratonera como esa, tengan al menos la opción sobre la mesa. Eso sí… —lo miró serio—. No vuelva a hacerlo sin pensarlo diez veces.

—Ese día lo pensé once —dijo Miguel.

El coronel, contra todo pronóstico, sonrió.


Años después, en un campo de entrenamiento al otro lado de un océano ya en paz, un grupo de jóvenes artilleros se reunió alrededor de un cañón de 75 mm restaurado.

El instructor, un hombre de cabello canoso y acento castellano suavizado por el tiempo, señalaba el mecanismo de elevación.

—El manual sigue diciendo lo mismo de siempre —explicaba—: no elevar más allá de la marca roja.

Uno de los reclutas levantó la mano.

—¿Entonces nunca podemos disparar con más ángulo? —preguntó—. ¿Ni aunque los tanques se escondan detrás de un lomo como el de la foto que nos enseñó en clase?

El instructor se quedó un segundo mirando el horizonte, donde unas colinas suaves recordaban otras, más lejanas.

—Digamos que… —dijo— esos son los límites seguros. Los que garantizan que la pieza no se vuelque en condiciones normales. Pero hay días en que la guerra se ríe de las condiciones normales.

Uno de los chicos sonrió.

—¿Y qué se hace esos días, cabo? —preguntó.

El hombre se pasó la mano por la vieja cicatriz en la muñeca, recuerdo de un retroceso especialmente brusco.

—Esos días —respondió—, uno recuerda que el cañón es una herramienta, no un dios. Y que, si conoce bien sus tripas y el terreno, a veces puede pedirle un esfuerzo extra. No se lo aconsejo a cualquiera. No lo lean en ningún libro como licencia para hacer locuras. Pero…

Se detuvo, dejando que el silencio llenara la curiosidad.

—Pero si alguna vez están detrás de un tubo como este y ven Panzer —o lo que quiera que haya en la próxima guerra— asomando solo la cabeza detrás de un lomo de tierra, y saben que detrás de ustedes hay gente que no puede correr… recuerden que un día, en un valle de Francia, un idiota decidió elevar un poco más y el mundo no se acabó por ello. Al contrario.

Los reclutas rieron.

Uno de ellos, el más serio, se acercó al cañón y tocó la placa roja con los dedos.

—¿Y usted vio ese truco alguna vez? —preguntó—. ¿Estuvo ahí?

El instructor sonrió, una sonrisa que se arrugaba en torno a los ojos.

—Digamos que… lo vi de cerca —dijo—. Tan cerca como se puede ver el humo en el techo de un Panzer desde una colina, con las manos aún temblando en la manivela.

Se alejó unos pasos, dejando que los muchachos midieran con la mirada el tubo, la marca, el árbol imaginario que podría servir de ancla.

La guerra, pensó, siempre encontraría formas nuevas de obligar a los hombres a discutir con sus miedos y sus manuales al mismo tiempo.

Pero también, a veces, les daba la oportunidad de descubrir que el ángulo desde el que se mira un problema puede convertir algo inútil en algo decisivo.

Como aquel día en que un cañón de 75 mm dejó de ser un invitado en la fiesta y se convirtió, con un pequeño giro más allá de lo permitido, en un asesino de Panzer.