Creían que la devastación de Hiroshima y Nagasaki bastaría; en la selva de Tinian ya se preparaba un tercer artefacto y en Washington se discutía en secreto si soltarlo o no… hasta que una frase en una sala de reuniones y un mensaje desde Tokio detuvieron el plan a horas de hacerse realidad
Nadie en la isla de Tinian hablaba en voz alta de la “tercera”.
Era un secreto a voces, guardado en cajas de madera, en papeles cifrados, en miradas que se cruzaban y se apartaban rápido.
El coronel Frank Miller —jefe de operaciones especiales de la base— abrió el sobre con manos más cansadas que nerviosas. El mensaje venía de Washington, por vía segura, con la firma de un general cuyo nombre rara vez aparecía completo en ningún documento.
Leyó en silencio.
“Producción estima disponibilidad de siguiente componente especial a partir del 19 de agosto. Preparar tripulación y avión con discreción. Objetivo: ciudad estratégica por designar, sujeto a instrucciones posteriores. Mantener máxima reserva.”
Miller apoyó la espalda contra la pared del pequeño despacho.

En el calendario colgado junto a la mesa, dos fechas ya tenían un círculo rojo: 6 y 9 de agosto.
Las palabras “Hiroshima” y “Nagasaki” no estaban escritas allí, pero flotaban en el aire de la isla como un sabor metálico.
Ahora, el 19 esperaba su turno.
La orden no era una sorpresa total. El general Groves llevaba meses repitiendo que el Proyecto Manhattan no se detendría después de dos bombas. Había núcleos en producción, planes de entrega escalonados.
Pero una cosa era escuchar hablar de eso en abstracto, y otra muy distinta leer la instrucción clara de “preparar avión y tripulación”.
Miller se pasó una mano por la cara.
Sabía que, en otra sala, alguien en Tokio también estaba leyendo mensajes. Solo que del otro lado.
Los hangares de Tinian parecían inmensos vientres de metal.
Dentro de uno de ellos, el capitán James “Jim” Harris repasaba la lista de verificación de su B-29 modificado, uno de los pocos “Silverplate” capaces de llevar la nueva arma.
El avión no tenía todavía nombre pintado; querían evitar fotografías indiscretas.
Jim había volado como escolta el 6 de agosto, acompañando al “Enola Gay”. Había visto desde el aire la nube crecer, blanca primero, luego gris, luego algo sin nombre.
No había participado en Nagasaki; otra tripulación había tomado ese turno.
Parte de él se había sentido aliviado.
Parte de él se sentía ahora en deuda.
Su jefe de mecánicos, el sargento Lewis, cerró un panel con el destornillador.
—Motores listos, capitán —anunció—. A sus órdenes, este pájaro puede ir a donde le digan.
Jim asintió, sin entusiasmo.
—¿Y a nosotros, quién nos está listo? —bromeó, flojo.
Lewis lo miró.
—Llevamos años haciendo despegar aviones sin saber si vuelven —dijo—. Esto no es nuevo. La diferencia es lo que llevan dentro.
La conversación murió ahí.
Había cosas que, aunque todos pensaran, pocos se atrevían a decir.
En Washington, en una sala con cortinas pesadas y aire espeso, la discusión estaba a punto de hacerse seria.
El presidente Truman no estaba en la mesa; esa tarde, escucharía el resultado más tarde. El secretario de Guerra, Henry Stimson, presidía la reunión. A un lado, el almirante Leahy. Al otro, el general Marshall. Más allá, asesores civiles, un par de científicos, un representante del Departamento de Estado.
Sobre la mesa, un informe del día anterior: Nagasaki.
“Ciudad casi completamente arrasada. Víctimas estimadas: cifra aún por determinar, seguramente muy alta. Impacto moral: desconocido, pero significativo.”
Stimson se pasó el dedo por el borde del papel.
—Señores —empezó—, estamos aquí para hablar de algo que, francamente, me quita el sueño. Tenemos capacidad de producir más bombas. El general Groves asegura que la próxima podría estar lista para uso en cuestión de días. La pregunta no es si podemos. La pregunta es si debemos.
El general Marshall, normalmente parco, habló primero.
—Desde el punto de vista puramente militar —dijo—, cada día que pasa sin rendición japonesa es un día de más muertos en China, en el Pacífico, en nuestras bases. Una tercera bomba, usada pronto, podría dar el golpe final a quienes aún dudan en Tokio.
El almirante Leahy frunció el ceño.
—O podría no cambiar nada esencial y habrá destruido otra ciudad —replicó—. No necesitamos más pruebas de lo que estos artefactos pueden hacer. Ya las tenemos.
—Lo que tenemos —intervino el asesor del Departamento de Estado— es un mensaje ambiguo desde Tokio. Hablan de “aceptar algunos términos de la declaración de Potsdam”, pero no lo hacen claramente. Siguen luchando en algunos frentes. Siguen disparando.
Un consejero científico, delgado, con gafas, carraspeó.
—Si me permiten —dijo—, entre la comunidad científica hay una inquietud creciente. Muchos de los que trabajaron en Los Álamos lo hicieron convencidos de que se trataba de adelantarse a Alemania. Alemania ha caído. Usamos la bomba en Japón, dos veces, para precipitar el fin. Pero una tercera… —buscó las palabras— una tercera se verá menos como una demostración necesaria y más como algo distinto. No sé si nuestra reputación global resistirá eso.
Marshall lo miró, frío.
—Profesor, con todo respeto —dijo—, los japoneses no están leyendo editoriales internacionales. Están cavando túneles, entrenando civiles, preparando una defensa hasta el último hombre. Tenemos informes muy claros de lo que significaría una invasión de la isla principal. ¿En cuántas bombas equivalen esas vidas?
La pregunta flotó.
Stimson intervino.
—Statistically, la cifra que manejamos para una invasión es enorme —dijo—. Pero no se puede reducir todo a números. También importan los símbolos. Dos bombas en menos de una semana ya han enviado un mensaje difícil de ignorar. Una tercera, tan pronto, podría interpretarse como la forma normal de hacer la guerra de ahora en adelante. ¿Queremos eso?
La tensión subió.
El asesor de Estado añadió:
—Además, la Unión Soviética acaba de entrar en guerra contra Japón. Si esperamos un poco, su avance en Manchuria podría ser otro factor de presión. Una tercera bomba ahora nos da prisa por algo que quizá se resolvería por cadena de acontecimientos en curso.
Marshall negó.
—O puede dar tiempo a que el alto mando japonés se reorganice, se endurezca, se convenza de que puede soportar más —adjuntó—. Ya han visto dos. Dos. Si después de Hiroshima y Nagasaki aún discuten, ¿qué les dice que no seguirán haciéndolo mañana?
La sala se llenó de argumentos cruzados.
Truman escucharía más tarde; por ahora, su equipo debatía como si el reloj no avanzara.
Pero avanzaba.
En Los Álamos, el siguiente núcleo también.
En el laboratorio del Proyecto Manhattan, en el desierto de Nuevo México, cajas de madera con etiquetas neutras llegaban a manos de hombres que sabían demasiado.
Robert Oppenheimer, con el rostro aún más delgado que meses antes, revisaba un memorándum de Groves.
“Progreso de montaje de tercer dispositivo: en curso. Componentes críticos previstos para finales de agosto. Preparar diseño de ensamblaje como Fat Man, con ajustes menores.”
En la otra mesa, el físico Leo Szilard sostenía un documento distinto: una petición.
Firmas de científicos pedían que antes de usar más bombas, se hiciera una demostración ante autoridades japonesas en un lugar despoblado, o que se buscaran otras formas de presionar.
—No nos escucharán —dijo, cansado—. Y si escuchan, será para decir que esto no es asunto nuestro. Ya lo hemos visto.
Oppenheimer se llevó un cigarrillo a la boca, manos temblorosas.
—Tal vez ya es tarde para detener la rueda —murmuró—. Pero todavía podemos poner piedras delante.
Groves entró en el despacho sin tocar, como de costumbre.
Su presencia llenaba la habitación.
—Doctor Oppenheimer —dijo—. Necesito su equipo listo para el tercer montaje. Washington quiere opciones. No garantías de usarlo, pero sí de poder hacerlo.
Oppenheimer lo miró.
Habían pasado de ser, al inicio, dos piezas de un mismo mecanismo —la urgencia contra Alemania— a ser, ahora, como dos planetas que se miran a través de una órbita forzada.
—General —dijo—. Algunos de mis hombres se preguntan si, después de Hiroshima y Nagasaki, es necesario seguir demostrando nada.
—Sus hombres están demasiado acostumbrados a hacerse preguntas —gruñó Groves—. Los hombres del frente, en cambio, solo pueden hacerse una: “¿estaré vivo mañana?”. Yo trabajo para ellos. Y cada día extra de guerra responde esa pregunta con más “no”.
Szilard intervino, atreviéndose.
—General, no hablamos de retirarnos del esfuerzo bélico —dijo—. Hablamos de calibrar la escala. Una tercera ciudad arrasada no solo afectará a Japón. Afectará a la manera en que el mundo se relaciona con nosotros. A futuras guerras. A… todo.
Groves clavó en él una mirada dura.
—Déjele ese problema al Departamento de Estado —cortó—. El suyo era hacer la bomba. Ya la hizo. El mío es terminar esta guerra lo antes posible. Y si Washington dice “preparen una tercera”, la vamos a preparar.
Se produjo un silencio tenso.
Oppenheimer bajó la vista al documento de Groves.
Sabía que, técnicamente, él no decidía dónde ni cuándo. Pero también sabía que, si quería poner freno, tendría que hacerlo ahora, con el único poder que le quedaba: la voz.
—Haré lo que pida el presidente —dijo, finalmente—. Pero pediré, de nuevo, que se considere mostrar primero y usar después. No me perdonaría no haber insistido.
Groves resopló.
—Anote sus opiniones —dijo—. Yo anotaré los requisitos logísticos. Así funciona esto.
En Tokio, en una sala blindada y sofocante, los miembros del Consejo Supremo de Guerra se miraban con el peso de siglos en los hombros.
La noticia de Nagasaki había llegado horas antes.
Se sumaba a la de Hiroshima, todavía mal comprendida.
Y, como ruido de fondo, el anuncio de que la Unión Soviética había declarado la guerra al Japón.
El ministro de Guerra, Anami, apretó el puño.
—Dos ciudades destruidas —dijo—. Pero el país aún vive. Hay aún divisiones enteras para la defensa. Civiles dispuestos a luchar con lo que tengan. La idea de rendirnos incondicionalmente es intolerable. Sería el fin de la nación como entidad independiente.
El ministro de Asuntos Exteriores, Tōgō, llevaba horas sin sentarse.
—Ministro, con todo respeto —replicó—, el fin de la nación como entidad física está en juego ahora. No hablamos de perder poder. Hablamos de perder ciudades una detrás de otra. Y ahora, de enfrentar también a los soviéticos en el norte. ¿Cuántas más bombas creen que pueden lanzar? ¿Dos? ¿Tres? ¿Diez?
Anami apretó la mandíbula.
—No sabemos —respondió—. Nadie sabe. Pueden estar blufeando.
—¿Y si no lo están? —preguntó Tōgō—. Estas armas no son como los bombardeos de Tokio. Lo que ocurrió en Hiroshima… —se interrumpió, buscando una forma de no decirlo con crudeza— es de otra naturaleza.
Las voces subieron.
Unos hablaban de honor, de tradición, de no capitular nunca.
Otros, de supervivencia.
En un rincón, escuchando en silencio, el emperador Hirohito absorbía cada palabra.
Sabía que, más allá de aquella sala, otras personas —en Washington, en Tinian, en Los Álamos— estaban enviando instrucciones, firmando órdenes, discutiendo también.
A diferencia de muchas otras veces, decidió intervenir.
Su voz, suave, cortó el murmullo.
—Si seguimos luchando —dijo con calma medida—, lo único que hará falta para destruir completamente la nación es una bomba más, o quizás dos. Lo he decidido. Debemos soportar lo insoportable y aceptar la declaración de Potsdam.
La frase cayó como un golpe seco en la mesa.
Por primera vez, alguien con autoridad incontestable había puesto un número, aunque fuera vago, al futuro: “una bomba más, o quizá dos”.
De algún modo, estaba discutiendo, sin saberlo, con el coronel Miller y su papel del 19 de agosto.
En Tinian, en el despacho de Miller, el teléfono seguro sonó más tarde de lo habitual.
—¿Sí? —contestó, con el documento del “19 de agosto” todavía encima de la mesa.
La voz al otro lado era de Groves.
—Coronel, aquí el general —dijo—. Información preliminar: Japón ha aceptado, con condiciones, los términos de Potsdam. La cuestión del emperador está en discusión. El presidente está evaluando. Por ahora, se suspende cualquier acción relacionada con la tercera unidad. Repito: suspendida. Mantenga todo en estado de espera, pero no hay autorización para proceder.
Miller sintió un nudo en la garganta.
—¿Eso significa que no tendremos que…? —no se atrevió a completar.
Groves, por una vez, sonó menos rotundo.
—Significa que, si en los próximos días las cosas se concretan, esa tercera nunca saldrá —respondió—. Si no se concretan, el papel del 19 sigue aquí. No cuelgue todavía las herramientas, coronel.
Días después, el anuncio oficial de la rendición fue emitido.
En Tinian, en Washington, en Los Álamos, en Tokio, en un campo alemán donde Otto intentaba entender otra parte del mundo, la noticia llegó con matices distintos.
En un almacén de la base, cajas con componentes metálicos quedaron apiladas, sin viajar nunca al Pacífico.
En la mesa de Miller, el papel de la tercera fecha se quedó sin círculo rojo.
Jim Harris se enteró de que su B-29, el que había sido señalado discretamente para una misión que nadie nombraba, volvería a ser “solo” un bombardero más.
Se sentó en la escalera del avión.
Lewis, el mecánico, se acercó.
—¿Aliviado? —preguntó.
Jim dudó.
—Más que nada… vacío —respondió—. Pasé una semana mentalmente preparándome para soltar algo que no quería, y ahora me dicen que no hará falta. Me alegro. Pero me pregunto cuán cerca estuvimos de que sí hiciera falta.
Lewis se encogió de hombros.
—Quizá esa palabra “falta” sea la clave —dijo—. A algunos les faltó coraje para seguir. A otros les faltó freno para detenerse. Y en algún punto, por una vez, las dos faltas se compensaron.
Años más tarde, en un aula universitaria, un profesor de historia proyectaba en la pantalla la imagen de una agenda de 1945 con varias fechas subrayadas.
—La mayoría conoce el 6 y el 9 de agosto —dijo—. Lo que pocos saben es que había planes concretos para usar otro artefacto a finales de mes, y más después. No eran fantasías. Eran órdenes en papel, rampas en Tinian, núcleos en Los Álamos. Y también eran discusiones en salas como esta, donde civiles y militares debatían si cruzar una línea más.
Un estudiante levantó la mano.
—Profesor —dijo—, entonces, ¿qué “detuvo” la tercera bomba? ¿El emperador? ¿Truman? ¿Los científicos?
El profesor sonrió con una mezcla de cansancio y respeto por la pregunta.
—La detuvo una combinación incómoda —respondió—: el miedo de unos, la presión de otros, la entrada de la Unión Soviética en la guerra, la intervención del emperador, el cálculo político de Truman de que dos eran “suficientes” para el mensaje sin volverse inaceptable hasta para sus propios ciudadanos. No fue una sola persona o un solo gesto. Fue un amasijo de decisiones tomadas bajo tensión casi insoportable.
Pausó.
—Y, sí —añadió—, en el fondo de todo, estuvo la realidad física de bombas adicionales en preparación. La idea de que, si Japón no se rendía, la tercera caería. El plan existía. No era un mito. Lo que se volvió mito, por suerte, fue su ejecución.
El aula se quedó en silencio.
En algún lugar, quizá en una sala de estar tranquila, un veterano como Joe Ramírez o Jack Halpern veía esas explicaciones en la televisión y pensaba en cuántas discusiones, papeles, cables y silencios se escondían detrás de cada línea de esos libros.
Porque la historia del “secreto plan norteamericano para lanzar una tercera bomba” no era solo la de un calendario con fechas.
Era la de un coronel en Tinian leyendo un documento que le pedía prepararse para algo que no quería nombrar.
La de científicos en el desierto cuestionando su propia obra.
La de ministros japoneses debatiendo si soportar “una más” era posible.
La de un presidente en Washington que, por una vez, decidió decir “basta” antes de usar todo lo que tenía.
Y la de una bomba que nunca se lanzó, pero cuya sombra ayudó a empujar a todos los demás hacia la puerta de salida.
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