Creían conocer cada sonido de la artillería enemiga, se lanzaban al suelo esperando el estallido en la tierra… pero las nuevas granadas americanas empezaron a explotar suspendidas sobre sus cabezas, sin previo aviso, fruto de una discusión feroz entre oficiales que dudaban en usar un secreto guardado como oro
El Gefreiter Otto Brandt había aprendido a escuchar antes que a ver.
En el frente occidental, quien vivía más de una semana junto a la artillería entendía que el silbido de un proyectil decía casi tanto como el mapa.
Silbido largo, grave: estaba lejos.
Silbido agudo, cortado: estaba cerca.
Silencio: era tu turno de rezar.
Aquella mañana, en enero de 1945, en un tramo de bosque al oeste del Rin, los silbidos empezaron como siempre.
—Artillería americana —murmuró el Unteroffizier a su lado—. Ya nos han localizado.
—Al suelo —ordenó Otto.
Los hombres se lanzaron a la nieve, buscando instintivamente la protección ilusoria de los troncos y las trincheras superficiales que habían cavado la tarde anterior. Era una reacción grabada a fuego tras meses de bombardeos.
Otto se cubrió la cabeza con las manos, la mejilla contra la tierra helada.
Esperó el impacto.

El ruido llegó… desde arriba.
Un fogonazo blanco, una explosión seca, y luego un golpeteo como de granizo brutal sobre ramas, mochilas, cascos.
Varios árboles perdieron de golpe sus puntas. Trozos de corteza salieron volando. La nieve se levantó en pequeños surtidores alrededor.
—¿Qué fue eso? —jadeó uno de sus compañeros, con los ojos muy abiertos.
Otto levantó la vista apenas unos centímetros.
Vio humo colgando entre las copas, como un extraño fruto negro.
Otra granada silbó.
Instintivamente intentó pegarse más al suelo.
La explosión se repitió, otra vez en el aire, a unos siete u ocho metros por encima de su posición.
Vio cómo un grupo de hombres que corría hacia una zanja más profunda se detenía de pronto, como si algo invisible les hubiera cortado el paso.
Su cerebro, educado en las reglas de la guerra de trincheras, tardó unos segundos en aceptar la idea.
Las granadas enemigas… no estaban explotando al tocar tierra.
Estallaban antes.
En el aire.
Antes de “hitting them”, pensó más tarde, mucho después, cuando su alemán se mezcló con otros idiomas.
En aquel momento solo alcanzó a balbucear:
—Estallan… colgando.
Nadie, en su lado, sabía por qué.
A unos kilómetros detrás, en una vaguada embarrada convertida en posición de artillería, el capitán estadounidense Ben Miller tampoco tenía todas las respuestas.
Solo tenía órdenes… y un cajón.
Encima del cajón, pintado en letras negras, se leía:
“FUSES VT – PROXIMIDAD – SECRETO – NO PERMITIR CAPTURA”.
Dentro, había un montón de pequeños cilindros metálicos que, según le habían dicho, podían convertir sus viejos obuses de 105 mm en algo muy parecido a magia.
Y un dilema.
El teniente de fuego, Julio Rodríguez, estaba inclinado sobre el cajón, leyendo por tercera vez el documento que había llegado con el suministro.
—“Recomendado para uso en zonas críticas, especialmente contra tropas al aire libre o en bosque denso” —leyó en voz alta—. “Riesgo: si un proyectil queda sin detonar y en condiciones recuperables, el enemigo podría desvelar el principio de funcionamiento de este fusible, comprometiendo su efectividad futura. Se requiere criterio de mando para autorizar su empleo.”
El sargento Burns, viejo artillero de cejas espesas, soltó un bufido.
—Traducción: “tenemos un juguete nuevo, no lo rompan ni lo pierdan” —gruñó—. Mientras tanto, los chicos de infantería ahí delante se comen la artillería de los otros sin juguetitos.
Ben había escuchado ya una discusión parecida en la tienda de campaña del batallón esa madrugada.
El mayor a cargo del grupo de artillería había desplegado un mapa sobre la mesa.
—La situación es esta —había dicho—: tenemos informes de una concentración de tropas alemanas en este sector del bosque, preparando línea defensiva y, quizá, contraataque. Nuestros muchachos están escarbando enfrente. Si los dejamos fortificarse, mañana les costará mucha sangre sacarles de ahí. Si los golpeamos hoy, antes de que se entierren del todo, podemos ahorrarnos un infierno.
Ben había aclarado la garganta.
—¿Es ahí donde quiere usar los VT, señor? —preguntó—. Creí que esos fusibles estaban todavía reservados para defensa antiaérea.
El mayor había dudado.
Miró a través de la lona hacia la línea gris del bosque.
—Lo estaban —admitió—. Pero la orden que nos llega ahora dice “uso controlado en sectores clave”. Y este sector es todo lo “clave” que se puede pedir. Si los VT funcionan como dicen, esas granadas explotarán entre las ramas, justo encima de sus cabezas. No tendrán dónde esconderse.
El oficial de inteligencia, un capitán de gafas finas, había intervenido.
—Con todo respeto, señor, también dice aquí —señaló el documento— que si un VT queda sin detonar y los alemanes logran recuperarlo, podrían copiarlo. Sabemos que su ingeniería no es mala precisamente. ¿Queremos que, dentro de seis meses, ellos tengan algo similar para tirarlo sobre nuestras propias cabezas?
La discusión se volvió seria y tensa.
—Si no usamos esto, nuestros chicos de infantería seguirán cayendo hoy —replicó el mayor—. Si lo usamos, quizá caigan más dentro de seis meses si ellos copian la idea. ¿Qué riesgo le preocupa más?
—Pienso más allá de la colina inmediata, señor —insistió el de inteligencia—. Esta tecnología les da una ventaja brutal, sí, pero precisamente por eso debemos cuidarla. Además, no tenemos garantía de que todas las granadas exploten. Siempre hay fallos.
—Pienso en los chicos que están hoy en esa colina —respondió el mayor—. Esa es mi obligación. La suya, capitán, es hacerme considerar otras cosas. Ya lo hizo. Ahora me toca decidir.
Se había girado hacia Ben.
—Miller, su batería está mejor situada que las otras para cubrir ese bosque —dijo—. Y sus artilleros saben lo que hacen. Quiero que usted los use. Con discreción. No toda la dotación. Mezcle “normales” con VT, mantenga el volumen de fuego sin delatar que algo raro pasa. Y si esa posición está a punto de caer en manos alemanas, usted mismo vuela cualquier cajón que quede de esos fusibles. ¿Está claro?
Ben había sentido el peso de la responsabilidad caerle encima como un abrigo mojado.

—Claro, señor —dijo.
Ahora, frente al cajón y a las caras expectantes de Rodríguez y Burns, el eco de esa discusión resonaba.
—Capitán —dijo Rodríguez, con una mezcla de nervios y entusiasmo—, si esto funciona como dicen, podríamos arrasar esa primera línea y darle a los chicos de la 90.ª un poco de respiro. No van sobrados de milagros allá delante.
Burns escupió al barro.
—Y si no funciona, habremos gastado nuestros mejores trucos en un sector donde, al final, se decidirá todo a punta de bayoneta —murmuró—. He visto muchas “maravillas” que luego no eran más que propaganda.
Ben miró a uno, luego al otro.
—¿Cuánto tiempo llevan en el frente, sargento? —preguntó.
—Demasiado —respondió Burns.
—¿Y cuántas veces ha tenido un secreto como este a su disposición? —insistió Ben.
El sargento chasqueó la lengua.
—Nunca —admitió—. A nosotros nos dan el cañón y lo que venga, y a tirar.
—Pues hoy tenemos algo más —dijo Ben—. Y allá adelante están intentando meter la cabeza en la nieve para que no se la vuelen. No me apetece que mañana escriba cartas diciendo “lo sentimos, no usamos lo que teníamos por si acaso el enemigo nos lo copiaba”.
Rodríguez asintió.
—No puedo decirlo mejor —añadió—. Si esto nos da ventaja ahora, la tomamos.
Burns resopló.
—Muy bien, capitán —cedió—. Pero si después de esto los alemanes nos devuelven el favor con su propio invento, quiero constancia de que a mí esto me pareció una idea peligrosa desde el principio.
—Constancia concedida —sonrió Ben, sin humor—. Rodríguez, prepárese para patrones de tiro mixtos. Half y half. Y explíquele a su gente una cosa: lo que van a hacer es nuevo, pero la muerte que causan no lo es. No se vuelvan locos. Solo hagan su trabajo, mejor.
Armar las granadas con fusibles VT no era, externamente, muy distinto a enroscar un fusible mecánico.
Lo que cambiaba era lo que no se veía.
Rodríguez caminaba entre las piezas, supervisando.
—Fila uno: primera y tercera granada con VT, segunda y cuarta, normales —ordenaba—. Fila dos: invertimos. Quiero que, si alguien se fija allá lejos, le cueste distinguir patrones.
Los artilleros, con los dedos fríos, enroscaban con cuidado los cilindros.
Algunos los miraban con recelo.
—Dicen que llevan radios dentro —comentó uno—. Que “sienten” cuando están cerca de algo y explotan.
—Dicen muchas cosas —respondió otro—. Yo solo sé que si detonan cuando están encima de Fritz y no encima de nosotros, me parecen de lo más simpáticos.
Burns, mientras tanto, revisaba por última vez la estabilidad de las piezas.
—Sin cambios en el ángulo, capitán —dijo a Ben—. Apuntamos como siempre para explosión a ras de suelo. El resto, estos bichos se encargarán.
Ben se acercó al teléfono de campaña.
Ordenó.
—Observador avanzado, aquí Batería Charlie. Listos para fuego de preparación en el sector acordado. ¿Visual?
La voz del teniente en el frente sonó jadeante pero firme.
—Visual sí, capitán —respondió—. Los veo moviéndose entre los árboles, cavando, arrastrando cajas. Son muchos. Están demasiado tranquilos. No esperan nada especial. Cuando quieran.
Ben respiró hondo.
—Primera salva, fusibles mixtos —dijo al teniente de fuego—. Marcador de zona. Vamos a ver qué hacen nuestros “radios”.
Rodríguez levantó la mano.
—¡Piezas uno a seis, fuego! —gritó.
El primer grupo de obuses salió con ese rugido amortiguado al que ya estaban acostumbrados.
En el bosque, Otto escuchó los silbidos y dio su orden de siempre: al suelo.
No sabía que el “comportamiento normal” acababa de expirar.

Las primeras explosiones aéreas dejaron al observador adelantado sin palabras durante un instante.
Había visto fuego de artillería de todos los tipos.
Había visto barreras de supresión, bombas fumígenas, ráfagas ajustadas.
Pero ver las granadas detener su carrera invisible y estallar justo en la franja de aire donde la mayoría de las ramas y cascos se encontraba fue otra cosa.
Tomó el teléfono con un movimiento casi torpe.
—¡Capitán! —casi gritó—. ¡Funcionan! ¡Están explotando justo en medio del bosque, no en el suelo! ¡Los tengo corriendo como locos!
La excitación se coló en la línea.
Ben apretó los labios.
—Mantenga la descripción profesional, teniente —dijo, aunque él mismo sentía un cosquilleo extraño en el estómago—. ¿Efectos sobre la tercera línea?
—Penetración —respondió el observador, recuperando un poco la compostura—. Las partículas bajan entre los árboles, detrás de los troncos. No hay lugar seguro salvo zanjas profundas. Los que estaban cavando menos se llevan la peor parte.
Rodríguez intercambió una mirada con Burns.
—Eso suena como si al fin tuviéramos un truco que ellos no —dijo en voz baja.
—Nunca lo tendrán, si hacemos bien lo de volar los restos —replicó Burns, medio convencido.
En el bosque, Otto y los suyos intentaban adaptarse a la nueva realidad.
—¡Más profundo! —gritaba el Unteroffizier—. ¡Cavad más profundo! ¡Las trincheras poco profundas ya no sirven!
Pero cavar bajo fuego era casi imposible.
Los que estaban aún en superficie se veían obligados a elegir entre correr o quedarse, sabiendo que las explosiones no respetaban ya el viejo refugio de un tronco grueso.
—Parece… —jadeó Ernst, con la espalda contra la pared de la trinchera— …como si supieran exactamente dónde estamos.
Otto, que había visto estallar granadas “normalmente” muchas veces, sacudió la cabeza.
—No saben dónde estamos —dijo—. Han encontrado la forma de que no importe.
El bombardeo duró menos de lo que habría durado una preparación clásica.
El mayor no quería gastar todos sus VT en un solo día, por mucho que funcionaran.
Cuando la orden de alto al fuego llegó, los artilleros dejaron caer las manos, exhaustos.
El olor a pólvora colgaba en el aire, por encima del olor a barro y a lona húmeda.
Ben se apartó del teléfono, se masajeó el puente de la nariz.
—Informes, teniente —dijo a Rodríguez—. ¿Ritmo, temperaturas, fallos?
Rodríguez consultó sus notas.
—De las granadas armadas con VT, ninguna se ha quedado sin detonar según el observador —dijo—. Todas han explotado en el aire. No se han registrado detonaciones prematuras peligrosas para propios. En cuanto a las convencionales, comportamiento normal.
Burns intervino.
—Y por aquí, ninguna caja con fusibles intactos se ha acercado a la línea de contacto —aseguró—. El riesgo de que uno caiga del lado alemán sin explotar existe, claro, pero no es mayor hoy que cualquier otro día con las municiones que usamos.
Ben asintió.
—Transmita al mayor: tecnología comprobada, riesgo asumible… por ahora —dijo—. Y añada algo: los hombres de nuestros chicos allá delante quizá… duerman un poco mejor esta noche.
Rodríguez alzó una ceja.
—¿Cree que van a dormir? —preguntó.
Ben soltó una media sonrisa triste.
—Si saben que el otro lado ha pasado un día peor, a veces el cuerpo se permite descansar media hora —contestó—. Es todo lo que pedimos.
En el lado alemán, el efecto psicológico fue intenso.
Los que sobrevivieron al primer uso serio de los fusibles de proximidad lo contaron con palabras que rozaban lo místico.
—Las granadas explotaban… en el aire —decía Otto, semanas después, en un hospital de campaña—. Como si una mano invisible las detuviera justo encima y les hiciera estallar. Ni siquiera podías confiar en la sombra de un árbol. Era como si el cielo se cayera a pedazos.
Los médicos, menos propensos a la poesía, anotaron otra cosa: “Incremento de cuadros de ansiedad en soldados sometidos a fuego con detonaciones aéreas. Sensación de indefensión total.”
En los informes que subieron por la cadena de mando, los oficiales de artillería alemanes hablaron de “fuego de estallido alto”, “nuevos tipos de fusibles enemigos” y usaron palabras como “unheimlich” —inquietante— y “raffiniert” —sofisticado—.
Algunos intentos de explicar racionalmente el fenómeno surgieron.
—Podría ser un nuevo tipo de fusible cronométrico —aventuró un Hauptmann—, ajustado a una altura predeterminada.
—Si lo fuera —replicó otro—, ¿cómo explicas que siguieran estallando a la altura adecuada incluso cuando cambiamos la distancia entre nuestras posiciones? No era una única batería disparando siempre al mismo punto. Adaptaban el fuego con mucha rapidez.
La idea de que las granadas “sabían” cuándo estaban cerca de algo sólido tardó en calar.
Cuando por fin, hacia el final de la guerra, se recuperaron fragmentos de un fusible lo bastante intacto como para analizarlo, los ingenieros se pellizcaron.
—Han metido un pequeño… aparato de radio… aquí dentro —dijo uno, incrédulo—. Como un radar en miniatura.
Ya era tarde.
La guerra se estaba inclinando.
Años más tarde, en una aula en Estados Unidos, un profesor de historia militar mostraba a sus alumnos un viejo fusible de proximidad en una vitrina.
—Este cacharro —explicó— fue uno de los mayores avances tecnológicos de la Segunda Guerra Mundial. No por su tamaño, sino por cuando y cómo se usó. Y no fue una decisión sencilla.
Un alumno levantó la mano.
—Señor —preguntó—, ¿por qué tardaron tanto en usarlo sobre tierra si era tan eficaz?
El profesor sonrió.
—Por miedo —respondió—. Miedo a que el enemigo lo copiara. Miedo a cruzar una línea moral, también. Había quienes decían: “si hacemos explotar granadas sobre la cabeza de tropas a la intemperie, ¿dónde está la diferencia con…?” —se interrumpió, buscando una palabra cuidadosa— “…otras cosas menos aceptables.”
—¿Y al final qué pesó más? —insistió el alumno.
—Pesó la necesidad de salvar a los propios en momentos críticos —respondió el profesor—. Cuando se presentó la oportunidad de usarlos para impedir que los alemanes consolidaran una línea o lanzaran un contraataque que habría costado miles de vidas americanas, se decidió asumir el riesgo. Uno de los informes menciona, literalmente: “el enemigo nunca supo qué le golpeó; nuestras granadas explotaron en el aire antes de llegar al suelo”.
Otra alumna intervino.
—¿Y los soldados alemanes? —preguntó—. ¿Qué pensaron?
El profesor miró un momento el fusible, luego a sus alumnos.
—Al principio, que era brujería, según algunos testimonios —dijo—. Luego empezaron a llamarlas “granadas que nos buscan”. Sintieron lo mismo que sentían nuestros hombres cuando les caía encima un nuevo tipo de arma: desconcierto, miedo, adaptación. Nadie en el bosque de Otto Brandt aquel día sabía qué pasaba realmente. Solo sabían que su viejo truco de pegarse al suelo había dejado de ser suficiente.
Otto Brandt, ya mayor, sentado en su sala de estar en una pequeña ciudad de Alemania, vio un documental en la televisión.
Hablaban de “los secretos tecnológicos aliados”. Aparecieron imágenes de granadas explotando en el aire, sobre maniquíes, sobre maquetas de árboles.
El narrador, con tono grave, decía:
“Las tropas alemanas, acostumbradas a que la artillería enemiga estallara al impactar contra el suelo, se vieron sorprendidas cuando, hacia 1944-45, las granadas americanas empezaron a detonar en el aire. No sabían que estaban enfrentándose a los primeros fusibles de proximidad electrónicos…”
Otto apretó la taza de café entre las manos.
—Así que eso era —murmuró—. Un pequeño oído en cada granada.
Su nieta, curiosa, se asomó.
—¿Abuelo? —preguntó—. ¿Tú estabas allí cuando…?
Él asintió despacio.
—Estaba debajo de un pino —dijo—. Pensé que el árbol me protegería. Y de pronto el cielo estalló justo encima. Nunca había sentido algo así. Nos cambió la manera de tener miedo.
Ella frunció el ceño.
—Suena horrible —susurró.
—Lo fue —respondió Otto—. Pero también entendí algo con los años: al otro lado, alguien tuvo que discutir mucho antes de decidir usar eso sobre nuestras cabezas. No eran demonios. Eran hombres intentando que los suyos no murieran mañana en otra colina.
Se quedó un momento en silencio.
—Al final —añadió—, las granadas explotaban igual, con o sin magia. La única diferencia era cuándo. Y ese “cuándo” cambió el curso de más de una batalla.
Apagó el televisor.
En la vitrina de la esquina, entre fotos viejas, había una pequeño cilindro metálico, deformado, que un compañero había recogido de la nieve aquel día y que él había conservado sin saber muy bien por qué.
Ahora, por primera vez, supo ponerle nombre.
Fusible de proximidad.
El arte de hacer que las granadas exploten en el aire… antes de tocarte.
Nunca lo supieron en 1945.
Ahora lo sabía.
Y no estaba seguro de que eso hiciera la memoria más fácil de digerir.
Pero al menos, pensó, cerrando los ojos, le ponía lógica a un miedo antiguo.
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