Cómo la artillería estadounidense se convirtió en el verdadero terror silencioso de los mandos alemanes, mientras sus tanques y su infantería parecían enemigos duros pero manejables en los mapas y trincheras de la guerra en Europa

En el verano de 1944, cuando el calor hacía vibrar el aire sobre los campos de trigo franceses y los mapas en los puestos de mando parecían arder bajo el peso de tantas flechas rojas y azules, el mayor alemán Ernst Keller descubrió una frase que se repetía en casi todos los informes que llegaban del frente occidental.

No hablaba de tanques.

No hablaba de infantería.

Decía, una y otra vez, con pequeñas variaciones:

“La artillería estadounidense es insoportable.”
“Su fuego es rápido, preciso, incesante.”
“Tenemos miedo del cielo, no de sus tanques.”

Keller, oficial de Estado Mayor, había pasado años estudiando el arte de la guerra terrestre: carros de combate, maniobras de infantería, defensas en profundidad. Había aprendido a respetar los blindados enemigos, a desconfiar de las emboscadas, a leer el terreno como si fuera un libro. Pero esos informes insistentes sobre la artillería lo incomodaban.

—¿De verdad la temen tanto? —preguntó una noche, levantando la vista del papel, a su amigo y compañero, el capitán de artillería Otto Brandt.

Otto, con el uniforme manchado de polvo y ojeras marcadas, no dudó un segundo:

—A sus tanques los podemos ver —respondió—. A su infantería la podemos medir.
Pero cuando su artillería empieza a hablar… todo lo demás deja de importar.

Los tanques y la infantería: enemigos “comprensibles”

Hasta aquel momento, el discurso en muchos círculos alemanes era relativamente cómodo. Los tanques estadounidenses se consideraban, en general, menos temibles que algunos de los propios carros pesados. Se decía que su blindaje era más ligero, que sus cañones no penetraban tan bien a larga distancia, que su diseño respondía más a la producción en masa que a la perfección técnica.

—Son muchos —repetían los comandantes de carros—, pero los conocemos. Sabemos dónde apuntar, en qué distancia evitarlos, en qué terrenos tenemos ventaja.

Lo mismo ocurría con la infantería. Los soldados estadounidenses eran vistos como valientes, sí, pero a menudo inexpertos al principio, con errores de despliegue y excesiva confianza en su material.

En reuniones informales, algunos oficiales se permitían incluso bromas despectivas:

—Sus tanques, sin su artillería detrás, no durarían tanto.
—Sus infantes sin radios y sin apoyo… serían solo soldados más.

Keller, que había estado en el frente del este antes de llegar a Francia, no se dejaba engañar por el tono burlón. Sabía que subestimar al enemigo era la forma más rápida de alimentar los cementerios. Pero aceptaba que, en términos puramente tácticos, muchas unidades alemanas aún se sentían capaces de hacer frente a los tanques y a la infantería estadounidense en condiciones favorables.

El problema era que esas “condiciones favorables” casi nunca llegaban… porque, antes de que entraran plenamente en juego, ya había comenzado a hablar la artillería.

La primera lección: un bosque y un reloj

La comprensión real de ese miedo llegó a Keller en un pequeño bosque, al borde de un pueblo cuyo nombre nadie recordaría años después.

Su misión era sencilla en apariencia: visitar una unidad de infantería que había resistido un ataque estadounidense y recoger impresiones para el Estado Mayor. Cuando llegó, encontró a hombres agotados, cubiertos de polvo y hojas, con la mirada perdida.

El comandante, un mayor llamado Vogel, lo recibió sentado en una caja de municiones vacía.

—¿Perdieron muchos hombres en el combate cuerpo a cuerpo? —preguntó Keller, abriendo su cuaderno.

Vogel negó con la cabeza.

—No hubo casi combate cuerpo a cuerpo —respondió—. A sus tanques los oímos venir. A su infantería la vimos moverse. Teníamos posiciones para contenerlos.

Hizo una pausa, apretando la mandíbula.

—Lo que no pudimos contener fue esto —añadió, señalando el cielo, aunque los proyectiles ya no caían.

Le mostró su reloj de pulsera, agrietado.

—Desde el primer disparo hasta que la última granada explotó aquí —dijo— pasaron menos de quince minutos.
En ese lapso, arrasaron tres de nuestras posiciones adelantadas, cortaron el camino de retirada y destrozaron nuestro puesto de observación.

Keller anotó el dato, incrédulo.

—¿Y cómo reaccionaron los tanques enemigos?

—Casi no hicieron falta —respondió Vogel—. Cuando llegaron, la línea ya estaba rota. Nuestra infantería seguía viva… pero desorganizada, sorda, con los nervios destrozados. Cualquier avance posterior, incluso mediocre, tenía muchas posibilidades de éxito.

El mayor hizo una última reflexión:

—A sus tanques los podemos detener con armas anticarro. A su infantería, con una buena posición defensiva.
Pero ¿cómo detienes una lluvia que cae desde kilómetros de distancia, guiada por observadores que no alcanzas a ver?

Keller no supo qué responder.

El enemigo que no se ve

Con el paso de las semanas, Keller empezó a identificar un patrón. Los informes que hablaban directamente de tanques estadounidenses eran descriptivos; los que mencionaban la infantería eran detallados; pero los que se referían a la artillería siempre llevaban un tono distinto: más emocional, más cargado.

“No podíamos asomar la cabeza.”
“Nos sentíamos cazados sin ver al cazador.”
“Cada vez que abríamos fuego, su artillería nos localizaba en minutos.”

En una ocasión, durante el análisis de una batalla cercana a una carretera estratégica, Klaus, un joven teniente de reconocimiento, lo resumió sin adornos:

—Prefiero enfrentarme a sus tanques que a su artillería, mayor.

—¿Por qué? —preguntó Keller.

—Porque el tanque lo puedo ver y decidir: me quedo, me muevo, lo flanqueo, me escondo.
Con la artillería, solo sé que en algún punto hay unos cañones apuntando a este lugar, manejados por gente que no conozco y guiados por ojos invisibles. No tengo duelo, solo impacto.

Esa idea se instaló en la cabeza de Keller: el enemigo visible, por muy peligroso que fuera, resultaba “aceptable”; el enemigo invisible, que golpeaba sin exponerse, generaba una inquietud distinta, más profunda.

Radios, teléfonos y una diferencia que dolía

Otto Brandt, el capitán de artillería, le enseñó a Keller otro aspecto del problema una tarde, en un puesto de tiro improvisado.

Sobre una mesa de campaña, desplegó sus mapas y una maraña de cables de teléfono de campaña.

—Nosotros dependemos todavía mucho de esto —dijo, señalando los cables—. Si se cortan por fuego enemigo, por caída de árboles, por un error… tardamos en restablecer la comunicación.

Le mostró luego un equipo de radio alemán, pesado, con varias piezas.

—Ellos tienen radios más ligeros distribuidos en niveles más bajos. Sus observadores avanzados pueden hablar con las baterías casi en cualquier momento, desde casi cualquier sitio.

Se inclinó sobre el mapa.

—Eso significa que, cuando un pelotón alemán abre fuego desde una casa, o desde un bosque, o desde una loma… en cuestión de minutos un observador estadounidense puede pasar las coordenadas y desatar un fuego concentrado sobre ese punto.

Keller imaginó la escena: un grupo de soldados sintiéndose seguros en un edificio; un intercambio de balas que parecía controlado; y, de pronto, el sonido creciente de las granadas, el suelo temblando, todos corriendo hacia ninguna parte.

—Y todo eso —añadió Otto— sin que veamos un solo cañón enemigo delante. Solo sentimos los efectos.

—Mientras tanto —reflexionó Keller—, a sus tanques los escuchamos, a su infantería la vemos…

—Y a su artillería solo la sufrimos —remató Otto.

“Dios de la guerra”: la frase que cruzó líneas

En una unidad de veteranos, uno de los soldados mostró a Keller un trozo de papel con una frase escrita en inglés, tomada de un panfleto que habían encontrado.

—Creo que ellos llaman a la artillería “dios de la guerra” —dijo, con un acento terrible.

Keller sonrió sin ganas.

—No son los únicos —respondió.

En más de una ocasión, escuchó a sus propios hombres, en momentos de sinceridad brutal, decir:

—Que vengan sus tanques, que vengan sus soldados… pero que paren esos cañones.

Era curioso: el imaginario popular mostraba al tanque como la máquina más temible, la que avanzaba aplastando todo, la que encarnaba el terror moderno. Sin embargo, para muchos soldados de infantería que pasaban horas pegados al suelo, lo que más los marcaba eran esos minutos eternos de explosiones alrededor, donde la vida se resumía en no estar justo donde caía la siguiente granada.

—El tanque tiene forma, sombra, ruido reconocible —explicó un suboficial de una compañía castigada—. La artillería es solo una presencia que cae del cielo. Y cuando viene en serio, no hay valentía que arregle la situación.

Una batalla, tres miedos

En una ofensiva cerca de un río, Keller tuvo la oportunidad de observar un día entero de combate desde un puesto de mando avanzado.

Primero, llegaron las noticias de tanques estadounidenses al otro lado del río. Los comandantes alemanes reaccionaron con una mezcla de preocupación y profesionalismo. Sabían dónde colocar sus armas anticarro, qué puentes volar, qué rutas bloquear.

—Si cruzan por aquí —indicó uno de ellos sobre el mapa—, podremos emboscarlos desde esta altura.

Más tarde, se reportó movimiento de infantería enemiga. De nuevo, preocupación, pero también claridad: posiciones de ametralladoras, campos de tiro, reservas preparadas para contraatacar.

—Sabemos cuántos hombres pueden meter en ese sector —dijo otro—. Sabemos cuánto tardan en reorganizarse.

Y entonces, sin aviso espectacular, comenzó el fuego de artillería.

No fue un disparo aislado, sino un patrón. Caían proyectiles sobre cruces de caminos, sobre posibles puntos de reunión, sobre posiciones de mando. Los teléfonos sonaban sin descanso:

—Línea cortada en la compañía tal.
—El observatorio adelantado ha quedado destruido.
—La reserva no puede moverse: la carretera está bajo intenso fuego.

Keller vio cómo el tono de las voces cambiaba. Frente a los tanques, hablaban de “opciones”. Frente a la infantería, de “medidas”. Frente a la artillería, aparecía otra palabra:

—No podemos hacer nada hasta que pase el fuego.

Los minutos se volvían horas. Cada intento de mover una unidad se encontraba con nuevas explosiones. El plan cuidadosamente trazado en el mapa quedaba interrumpido por una realidad que no estaba representada en líneas, sino en círculos invisibles de muerte potencial.

Más tarde, al repasar los datos, Keller lo resumió en su cuaderno:

“Tres miedos diferentes:

Al tanque se le teme como a una bestia que embiste.
A la infantería se le teme cuando se acerca demasiado.
A la artillería se le teme siempre, incluso cuando está lejos.”

La diferencia entre respeto y temor

A medida que el año avanzaba, Keller comenzó a distinguir algo importante en el tono de sus compañeros.

Hablaban de los tanques estadounidenses con respeto profesional: conocían sus capacidades, sus límites, sus fortalezas. Los veían como herramientas poderosas, pero sujetas a la lógica del terreno y a las leyes de la física.

De la infantería, empezaron a reconocer su capacidad de adaptación, su tenacidad, su mejora constante. Había dejado de ser el enemigo “torpe” de los primeros encuentros. Pero, aun así, se hablaba de ellos como de un adversario contra el que aún era posible competir directamente en muchas situaciones.

La artillería, en cambio, generaba otra cosa: temor. Un temor que no siempre se decía en voz alta, pero que se leía entre líneas en los informes, en las miradas, en la manera en que los hombres se agachaban al primer silbido en el aire.

—No es solo su potencia —explicó Otto en una conversación nocturna—. Es su volumen de fuego, su rapidez para cambiar de objetivo, su capacidad de coordinar baterías dispersas como si fueran un solo puño.

Bebió un sorbo de café frío.

—Mientras nosotros calculamos si tenemos suficiente munición para una preparación larga, ellos parecen capaces de sostener horas de fuego. Y eso, Ernst, mina la confianza de cualquiera.

Keller asentía. En sus notas, añadió:

“Nuestros soldados pueden aceptar que el tanque enemigo sea mejor en algún aspecto. Pueden aceptar que la infantería enemiga sea más numerosa.

Lo que les cuesta aceptar es que, aunque se escondan, aunque se dispersen, aunque usen el terreno… una buena parte de su destino dependa de unos cañones que nunca verán.”

La última reflexión en un mapa vacío

Cuando la guerra se acercaba a su fin y los mapas en la mesa de Keller ya tenían pocas fichas propias que mover, el mayor dedicó una noche a revisar sus cuadernos de campaña.

Encontró comentarios antiguos sobre los tanques enemigos: “numerosos”, “resistentes”, “bien apoyados por infantería”.

Halló notas sobre los soldados estadounidenses: “inexpertos al principio”, “rápida mejora”, “buena coordinación con apoyo”.

Y, sobre todo, páginas enteras dedicadas a la artillería: horarios, densidades de fuego, testimonios de posiciones borradas del mapa en cuestión de minutos.

En la última página de uno de los cuadernos escribió, con letra más lenta que de costumbre:

“Decimos que no temíamos a sus tanques. Decimos que nos creíamos superiores a su infantería.

Pero si somos sinceros, lo que de verdad nos hacía sentir pequeños era su caparazón invisible de artillería, lista para caer donde un observador levantara la mano.

El tanque y el soldado enemigo eran rostros concretos.
La artillería era la sensación de que, en cualquier momento, el suelo podía abrirse sin aviso.”

Cerró el cuaderno y lo guardó.

Epílogo: lo que recordaron los que volvieron

Años más tarde, cuando los uniformes fueron reemplazados por ropa civil y los mapas dejaron de marcar frentes para convertirse en simples ilustraciones de libros, los veteranos alemanes se reunían a veces en tabernas tranquilas.

Hablaban de los tanques enemigos, sí. Recordaban duelos a corta distancia, maniobras arriesgadas, emboscadas.
Hablaban de la infantería estadounidense, de su acento, de sus canciones, de su manera de caminar, de su abundancia de material.

Pero cuando alguien mencionaba la artillería, el ambiente cambiaba.

—¿Te acuerdas de aquella mañana en la colina? —decía uno, y los demás asentían sin necesidad de más detalles.
—¿Te acuerdas del sonido, del suelo vibrando, de no saber dónde meterte?

No describían escenas heroicas. Describían sensaciones: la espera tensa, el silbido en el aire, los segundos en que uno no sabía si la siguiente explosión caería a diez metros o justo encima.

Para ellos, la artillería estadounidense no era solo un arma potente. Era el recordatorio de que, en esa guerra, el enemigo no estaba encarnado únicamente en el soldado que se veía frente al visor, sino también en esas decisiones tomadas a kilómetros de distancia, convertidas en coordenadas y en fuego implacable.

Keller, en una de esas reuniones, lo resumió con calma:

—A sus tanques los enfrentamos. A su infantería la miramos a los ojos.
A su artillería… solo la escuchamos. Y a veces, escuchar basta para tener miedo.

Nadie lo contradijo.

Porque, al final, los tanques y la infantería estadounidenses fueron los que avanzaron sobre carreteras y campos, los que entraron en pueblos y ciudades. Pero para muchos de los que estuvieron al otro lado, el verdadero terror de aquel enemigo estaba en algo que no llevaba rostro ni uniforme: en esa voz lejana de acero y fuego que podía caer en cualquier momento sobre una trinchera, una colina, un cruce de caminos.

Invisible, pero decisiva.