Arrojada desde el quinto piso en plena Nochebuena, la joven esposa embarazada sobrevivió de milagro al caer sobre el auto de su exmillonario novio, sin imaginar que aquella caída cambiaría para siempre todos sus destinos

La nieve caía en copos finos sobre la ciudad, como si alguien hubiera agitado un globo de cristal gigante. En los balcones parpadeaban luces de colores, se oían villancicos lejanos, y el aroma a pavo horneado se mezclaba con el humo de los puestos ambulantes de castañas. Desde fuera todo parecía una postal perfecta de Nochebuena. Pero en el quinto piso del edificio antiguo de la calle Miraflores, el ambiente era cualquier cosa menos navideño.

Elena sostenía una taza de té entre las manos, sentada junto a la ventana. Sus dedos estaban fríos, pese al vapor que se elevaba desde la taza. Se acarició el vientre redondeado con la otra mano y sintió un leve movimiento.

—Tranquilo, mi amor —susurró—. No pasa nada.

En realidad, sí pasaba. Detrás de la puerta del dormitorio, Rodrigo abría y cerraba cajones con brusquedad, haciendo temblar los viejos rieles de madera. Cada golpe era una sacudida más en la calma frágil que ella intentaba sostener desde hacía meses.

—¿Dónde está el sobre, Elena? —gritó él, saliendo al salón con la camisa medio abotonada y el ceño fruncido—. No lo encuentro.

—Te dije que lo dejaste sobre el mueble de la entrada ayer —respondió ella, evitando mirarlo directamente—. Al lado de las llaves del coche.

Rodrigo fue hasta la entrada, movió un par de revistas, un par de folletos del supermercado, y el sobre apareció. Lo tomó entre los dedos con un suspiro de alivio, pero su expresión siguió tensa. Había ojeras oscuras bajo sus ojos y una sombra amarga en la curva de su boca.

—Si lo hubieran robado, ¿qué hacíamos? —masculló—. Ese dinero es todo lo que nos queda para terminar el mes.

Elena se mordió la lengua. Sabía que no servía de nada recordarle que ese dinero no hubiera sido tan importante si él no hubiera perdido su trabajo por llegar tarde tantas veces, o si no hubiera gastado más de lo que tenían tratando de impresionar a amigos que ya no llamaban.

—Lo encontraste —dijo, con suavidad—. Eso es lo que importa.

Rodrigo la miró de reojo.

—Lo que importa —replicó— es que tú nunca te equivocas, ¿no? La perfecta Elena. La que antes salía en revistas de sociedad al lado del gran Gabriel Serrano, el millonario de oro.

El nombre de Gabriel cayó en la sala como un trozo de hielo. Elena apretó la taza con fuerza, hasta que sus nudillos se pusieron blancos. No era la primera vez —ni la segunda— que Rodrigo sacaba a Gabriel en medio de una discusión, como si fuera un invitado invisible sentado siempre entre ellos.

—No empecemos con eso hoy, por favor —pidió ella—. Es Nochebuena.

—Precisamente —rió él, sin alegría—. La noche perfecta para recordar que pudiste haber tenido una vida de lujo, chofer, mansión, viajes… y en cambio elegiste este quinto piso con goteras y un marido en paro.

Elena cerró los ojos un instante. La imagen de Gabriel apareció en su mente como un eco lejano: trajes a medida, relojes caros, sonrisas ante flases. Su exnovio, el joven empresario al que preguntaban en los programas de televisión cuál era el secreto de su éxito. Nunca fue un secreto que estaba enamorado de Elena. Hacía cinco años, el mundo los había visto como la pareja perfecta del momento.

Cinco años. Y parecía otra vida.

—Te elegí a ti —dijo ella, con calma—. Y no me arrepiento de eso.

Rodrigo soltó una carcajada amarga.

—Claro. Es lo que dices ahora. Pero cuando suena el teléfono y te quedas callada… cuando te llegan esos correos raros… ¿quién es, Elena? ¿Quién te busca?

Elena sintió un nudo en la garganta. Desde hacía semanas, alguien había estado llamando al fijo y colgando sin decir palabra en cuanto ella respondía. Al principio pensó que sería un error. Luego, coincidió con correos extraños que no mostraban remitente claro, solo una inicial: “G”. Nunca se había atrevido a abrir los enlaces adjuntos. No quería problemas, no quería preguntar, no quería volver a ese mundo.

—No sé quién es —respondió, y era verdad—. Y no quiero saberlo.

Rodrigo se acercó un paso. No la tocó, pero su presencia se hizo pesada, como una pared.

—¿Seguro? —susurró—. Porque yo sí me muero de curiosidad. A lo mejor es tu ex, el señorito Serrano, que se aburre en su mansión y quiere divertirse recordándote lo que perdiste.

Elena levantó la mirada por fin.

—Gabriel desapareció de mi vida hace años —dijo—. No sé nada de él. Creo que está fuera del país. O eso leí en un titular, no recuerdo cuándo.

Era cierto en parte. Lo había visto una vez más, de lejos, en una pantalla de televisión de un bar, hablando de inversiones. Había cambiado: menos sonrisa, más seriedad. Ella había desviado la mirada. Desde entonces, solo el silencio.

El timbre del teléfono fijo sonó justo en ese momento, cortando la tensión como un cuchillo. Rodrigo y Elena se quedaron inmóviles, mirándose. El anillo insistente llenó el salón. Uno, dos, tres tonos.

Rodrigo fue el primero en moverse. Caminó hacia el aparato con paso lento, casi teatral, sin dejar de mirarla.

—A ver quién nos llama en esta noche tan sagrada —dijo en voz baja.

Alzó el auricular.

—¿Diga?

Silencio. Elena pudo adivinarlo por la forma en que el gesto de Rodrigo se endureció. Luego, una respiración al otro lado de la línea. Muy suave, casi imperceptible.

—¿Quién es? —exigió Rodrigo—. Si no habla, cuelgo.

Entonces se oyó una voz, pero fue tan breve que Elena casi dudó de haberla escuchado.

—Feliz Navidad… —susurró una voz masculina, ronca, como si no estuviera acostumbrada a pronunciar esas palabras.

Rodrigo se quedó helado.

—¿Quién…?

Pero ya habían colgado. En un impulso de rabia, estrelló el auricular contra la base del teléfono, haciéndolo temblar.

—¿“Feliz Navidad”? —repitió, con una sonrisa torcida—. ¿Es algún tipo de broma?

—Rodrigo, por favor…

—¿Era él, verdad? —preguntó—. Lo reconociste por la voz, seguro. No me mires así, Elena. Yo también he visto entrevistas, yo también sé cómo suena.

El corazón de Elena dio un salto; había algo en esa voz que le resultó familiar, pero tan distorsionada por el tiempo y la distancia que no supo decir si era Gabriel o un recuerdo.

—No sé quién era —insistió—. Lo juro.

Rodrigo caminó hacia el balcón, abrió la puerta corredera con brusquedad y dejó entrar el aire helado de la noche. Las luces de la ciudad titilaban abajo, y los sonidos de risas y villancicos llegaban amortiguados.

—Siempre juras —dijo él—. Juras que no pasa nada. Juras que estás bien. Juras que no lo extrañas.

—Porque es verdad —respondió ella, poniéndose de pie con esfuerzo—. Rodrigo, estás cansado, estás nervioso. Mañana podemos hablar de esto con calma.

—¿Mañana? —se volvió hacia ella, con los ojos brillando de rabia y cansancio—. Siempre mañana. Pero el bebé llega en dos meses y no tenemos dinero, no tengo trabajo, y tú sigues con la cabeza en otro lado, quién sabe en qué recuerdo de lujo.

—Mi cabeza está aquí, contigo, con nuestro hijo —dijo ella, alcanzando el respaldo del sofá para sostenerse—. No me hables así. No es justo.

Hubo un segundo de silencio, pesado, espeso, en el que solo se oyó el televisor encendido sin sonido en una esquina, mostrando imágenes de un programa especial de Navidad. Una pareja famosa sonreía delante de un árbol enorme, rodeada de regalos.

Rodrigo apretó los puños.

—A veces —confesó, con voz baja— me pregunto si solo me elegiste porque eras demasiado orgullosa para seguir con un millonario. Porque querías demostrar que no eras una interesada. Y yo… yo fui tan tonto de creer que un tipo como él y un tipo como yo competíamos en igualdad.

Elena sintió que algo dentro de ella se rompía un poco.

—Yo te elegí porque me enamoré de ti —dijo, despacio—. Tú me hacías reír. Me escuchabas cuando nadie lo hacía. Me tratabas como una persona normal, no como un trofeo. Eso no fue un experimento, Rodrigo. Fue amor.

Pero él ya había cruzado una línea invisible. Caminó hacia ella, y esta vez sí la tomó del brazo, no con una fuerza brutal, pero lo suficiente como para que ella sintiera que no podía retroceder.

—¿Y ahora? —susurró—. ¿Todavía me amas, Elena? ¿Sigues creyendo que no te equivocaste?

—Si sigues gritándome, no lo sé —respondió ella, con una valentía que no sabía que tenía—. No puedo amar a alguien que me habla como si fuera su enemiga.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Rodrigo la soltó, como si se hubiera quemado.

—Ya… —murmuró—. Ya entiendo.

Elena dio un paso hacia atrás, respirando con dificultad. El bebé se movió de nuevo, como respondiendo al torbellino emocional. La puerta del balcón estaba abierta, y una ráfaga de viento helado hizo que ella se estremeciera.

—Voy a cerrar —dijo, y caminó hacia allí.

Rodrigo, en un arranque confuso, quiso adelantarse para hacerlo él. Sus manos se cruzaron en el marco de la puerta. Elena tropezó con una alfombra doblada, perdió el equilibrio y sus dedos se soltaron del borde metálico del balcón antes de que nadie pudiera reaccionar.

No hubo grito. Solo un jadeo ahogado. Y luego, el vacío.

Elena sintió que el mundo se volvía blanco. La barandilla del quinto piso se deslizó ante sus ojos, y por un instante vio las luces de Navidad como estrellas que giraban. El tiempo se estiró. Pensó en el bebé. Pensó en su madre, a la que hacía semanas que no llamaba. Pensó, inexplicablemente, en la risa de Gabriel en una fiesta de años atrás.

Y entonces, el impacto.

No hubo el golpe duro y definitivo que se habría esperado contra el asfalto. En lugar de eso, sintió cómo algo cedía bajo su cuerpo, como una superficie que se hundía, amortiguando la caída. Hubo un estruendo de vidrio y metal, un chillido de frenos, y luego, oscuridad a medias.

Desde la calle, algunos peatones se detuvieron horrorizados. Una mujer gritó. Un niño se echó a llorar. Un perro empezó a ladrar sin parar. Encima de un coche negro estacionado junto a la acera, el cuerpo de Elena había dejado una marca profunda en el techo y el parabrisas.

Dentro del coche, el conductor se quedó sin aire por un segundo. Sus manos temblaban en el volante. No había tenido tiempo de entender qué era esa sombra que había caído delante de él cuando aparcaba. El corazón le golpeaba en la garganta.

—Dios mío… —susurró—. Dios mío.

Abrió la puerta, salió a la noche helada y corrió alrededor del coche hasta donde Elena yacía medio inclinada sobre el parabrisas roto, con la respiración agitada y los ojos entreabiertos.

—¡Señorita! ¡Señora! ¿Me escucha? —preguntó, inclinándose hacia ella.

Entonces la vio bien. El rostro pálido, el vientre abultado, un par de lágrimas heladas en las pestañas. Y unos ojos que se abrieron de golpe y lo miraron, incrédulos.

—Ga… Gabriel… —susurró ella, apenas consciente.

Él se quedó de piedra.

—Elena.

Su nombre salió de sus labios como si fuera un recuerdo muy antiguo que todavía dolía. Por un momento, la nieve, el ruido, la gente que se acercaba desaparecieron. Eran solo ellos dos, de nuevo, como en otra época.

—Tranquila —dijo él, sacudiéndose el shock—. No te muevas. Voy a llamar a una ambulancia. Todo va a estar bien.

Elena intentó decir algo más, pero un mareo la envolvió. Sintió, antes de que las luces se apagaran por completo, una mano cálida agarrar la suya con fuerza.

Arriba, en el quinto piso, Rodrigo se asomó al balcón, pálido como la pared. Vio a la gente arremolinada, el coche destrozado, la figura inmóvil sobre el parabrisas. Un hombre gritaba pidiendo ayuda. Las sirenas comenzaron a escucharse a lo lejos.

—No… —murmuró, retrocediendo—. No, no, no.

Se dejó caer en el suelo del salón, con la espalda contra la pared, las manos en la cabeza. Había querido alcanzar a Elena, agarrarla, y en cambio… En cambio, la alfombra, el tropiezo, el empujón torpe, la caída. Una imagen lo perseguiría para siempre: los dedos de ella buscando algo a lo que aferrarse y no encontrando nada.


El hospital olía a desinfectante y café recalentado. Las luces blancas del pasillo parecían no parpadear nunca. Gabriel llevaba dos horas sentado en la sala de espera, con las manos entrelazadas y la mirada fija en el suelo. Su coche estaba destrozado. Su noche, también.

Se había pasado años imaginando qué diría si volvía a ver a Elena. Había ensayado discursos silenciosos de reproches y también de perdón. Lo que nunca imaginó fue reencontrarse con ella así, caída del cielo —literalmente— sobre su parabrisas en una calle cualquiera, en Nochebuena.

Una enfermera se acercó, con expresión cansada pero amable.

—¿Gabriel Serrano?

Él se levantó de inmediato.

—Sí, soy yo. ¿Cómo está? ¿La mujer? Elena…

—La señora está estable —respondió la enfermera—. Tuvo mucha suerte. La caída fue grave, pero el impacto se amortiguó con el coche. Tiene contusiones importantes, algunas costillas fracturadas y tendremos que vigilarla de cerca. Pero está consciente.

—¿Y el bebé? —preguntó Gabriel, con un nudo inesperado en la garganta.

—El bebé sigue bien, por ahora —dijo la enfermera, con una pequeña sonrisa—. El médico quiere mantenerla en observación las próximas 48 horas. Si todo va bien, la gestación podrá continuar.

Gabriel cerró los ojos un instante, dejando escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.

—¿Puedo verla?

—Solo unos minutos —accedió ella—. Pero sin agitarla, ¿entendido?

Lo condujeron por un pasillo hasta una habitación privada. En la cama, Elena estaba conectada a un par de máquinas que emitían pitidos suaves. Tenía un vendaje en la frente y un moretón que empezaba a asomar en el pómulo. Aun así, incluso en ese estado, Gabriel la encontró hermosa de una forma que le dolió admitir.

Cuando él entró, ella abrió los ojos.

—Sabía… que no estaba soñando —murmuró, con una sonrisa débil—. De todas las formas posibles de reencontrarnos, elegiste la más dramática.

Gabriel rió por lo bajo, a pesar de todo.

—Yo iba tan tranquilo, buscando sitio para aparcar —respondió—. Si me hubieras dicho que ibas a caer desde el cielo, hubiera aparcado un poco más cerca de la puerta del edificio.

Elena hizo una mueca que pretendía ser risa y terminó siendo un gesto dolorido.

—No puedo reírme —dijo—. Me duele todo.

—Entonces no te haré chistes —prometió él, acercándose—. ¿Te han explicado los médicos…?

—Que el bebé sigue bien —asintió ella, pasando una mano sobre la sábana que cubría su vientre—. Eso es lo único que me importa ahora.

Lo miró fijamente durante unos segundos. Había preguntas suspendidas en el aire, preguntas que no pertenecían a esta habitación, ni a este hospital, ni a esta noche. Pertenecían al pasado, a la historia que dejaron inconclusa.

—¿Qué haces aquí, Gabriel? —preguntó al fin, en un susurro—. ¿En este barrio, en este momento…?

Él apoyó una mano en la barandilla de la cama.

—No fue casualidad del todo —admitió—. Llevo semanas viniendo a esta zona.

—¿Semanas? —repitió ella, confusa—. ¿Eras tú el que llamaba a casa?

—No siempre fui yo —se corrigió—. A veces colgaba antes de que contestaras. Otras, dejaba que sonara y luego… no tenía valor. Hoy, al fin, dije algo.

—“Feliz Navidad” —recordó ella.

Él asintió, un poco avergonzado.

—No era el gran discurso que había preparado todos estos años, pero fue lo único que se me ocurrió.

Elena dejó escapar un suspiro que mezclaba cansancio y algo parecido a ternura.

—Mi marido… —empezó, y luego se detuvo—. Rodrigo… se puso muy nervioso.

—Lo imaginé —respondió Gabriel, midiendo sus palabras—. Estaba en la calle, frente al edificio, cuando te vi en el balcón. No estabas sola. Vi una silueta detrás de ti. Después… todo pasó muy rápido.

Los ojos de Elena se nublaron. La imagen del momento exacto de la caída era todavía demasiado borrosa. Recordaba el tropiezo, la barandilla, el vacío. Recordaba, también, el rostro descompuesto de Rodrigo un segundo antes.

—Fue un accidente —dijo, casi más para sí misma que para él—. Tiene que haber sido un accidente.

Gabriel no respondió. Observó los moretones en su brazo, las marcas antiguas que solo alguien muy atento —o alguien que la amó alguna vez— podría notar. Un mal presentimiento le recorrió el cuerpo.

—¿Te ha hecho daño antes? —preguntó, con voz baja.

Elena tardó demasiado en contestar. Y ese silencio fue la respuesta más clara.

—No es un mal hombre —dijo, al fin—. Está perdido. Está sin trabajo, sin rumbo… Y yo… yo tampoco he sabido cómo ayudarlo. A veces dice cosas horribles, pero luego se arrepiente.

—Decir cosas horribles no hace caer a una persona desde un quinto piso —replicó Gabriel, tratando de mantener la calma—. Elena, quizás esto no fue solo mala suerte.

Ella apretó los labios. Una parte de sí misma quería defender a Rodrigo. Otra, recordaba noches en las que sus gritos la habían hecho temblar, puertas azotadas, insultos, objetos estrellados contra la pared. Nunca un golpe directo. Pero la línea, ahora, se había cruzado de una forma sin retorno.

—No voy a denunciarlo —susurró, con una determinación extraña—. No hoy. No así.

—Al menos habla con la policía —insistió Gabriel—. Van a hacer preguntas. Van a querer saber qué ocurrió. No tienes por qué proteger a alguien que no supo protegerte a ti.

Elena cerró los ojos un momento.

—No quiero pensar en eso ahora —dijo—. Solo quiero que el bebé esté bien. Y… entender qué haces tú de vuelta en mi vida.

Gabriel la miró con una mezcla de nostalgia y dolor.

—Perdí casi todo —confesó—. Tal vez lo leíste en algún titular, entre tantos otros chismes de economía. Invertí mal, confíe en socios equivocados. El “millonario de oro” se oxidó. Vendí la mansión, los coches, casi todo.

Elena abrió los ojos, sorprendida.

—No lo sabía.

—No me extraña —sonrió él, cansado—. Cuando desapareciste de mi vida, dejé de buscar tu nombre. Pensé que era la única forma de seguir adelante.

Se encogió de hombros.

—Intenté rehacer mi camino. Ahora trabajo con una fundación que ayuda a familias en situaciones complicadas. Donamos comida, asesoría legal, acompañamiento. La oficina nueva está aquí cerca. Por eso estaba en este barrio hoy. Y por eso… pude estar debajo cuando caíste.

Elena lo escuchó en silencio. Era difícil imaginar al Gabriel de antes, rodeado de lujo, repartiendo cestas de comida humilde en barrios como aquel. Y sin embargo, el Gabriel que tenía delante parecía más real, más humano.

—No fuiste tú quien me salvó —dijo ella, con una media sonrisa—. Fue tu coche.

—Mi pobre coche —rió él—. Era de las pocas cosas buenas que me quedaban. Ahora parece una escultura moderna tras el impacto.

Se miraron un instante, compartiendo una risa suave que, por primera vez esa noche, no dolía tanto.

La puerta se abrió y una mujer de mediana edad, con una carpeta en la mano, asomó la cabeza.

—Disculpen —dijo—. ¿La señora Elena Martínez? Soy la inspectora Lucía Ferrer. Necesito hacerle unas preguntas sobre lo ocurrido.

Gabriel se apartó, respetuoso.

—Yo… puedo esperar fuera —ofreció.

Elena dudó.

—Quédate —pidió, al final—. Por favor.

La inspectora tomó una silla y se sentó junto a la cama. Tenía el cabello recogido en un moño práctico y los ojos atentos de alguien acostumbrado a escuchar más de lo que la gente dice.

—Ante todo, me alegra saber que usted y su bebé estén fuera de peligro inmediato —dijo—. No quiero agobiarla, pero es importante que nos cuente lo que recuerde. Él —señaló a Gabriel— ya ha relatado lo que vio desde la calle. Usted estaba en el balcón con su marido, ¿correcto?

Elena tragó saliva.

—Sí. Discutíamos.

—¿Sobre qué discutían?

Elena dudó. Pensó en el teléfono, en la voz diciendo “Feliz Navidad”, en el nombre de Gabriel flotando como una acusación.

—Sobre tonterías —mintió a medias—. Dinero, nervios, ya sabe… Es Nochebuena, las emociones están a flor de piel.

La inspectora anotó algo.

—¿Su marido la empujó deliberadamente? ¿O tropezó usted?

La pregunta quedó suspendida. Elena sintió que la habitación se hacía más pequeña. Recordó la mano de Rodrigo en su brazo, el tropiezo con la alfombra, su expresión de horror al verla caer.

—Tropecé —dijo, finalmente—. Quise acercarme a la puerta, la alfombra se dobló y… perdí el equilibrio. Rodrigo intentó alcanzarme, pero no llegó a tiempo. Fue un accidente.

La inspectora la observó en silencio unos segundos, como si pudiera leer más allá de las palabras.

—¿Su marido le ha agredido alguna vez? —preguntó, sin rodeos.

Elena pensó en los gritos, las palabras duras, la sensación de caminar sobre cristales cada vez que entraba en casa. Pensó también en las noches en que él le había pedido perdón, en los regalos baratos, en las manos temblorosas que le habían preparado infusiones para las náuseas del embarazo.

—Nunca me ha golpeado —respondió—. Grita, se enfada, a veces dice cosas que duelen, pero… nunca me ha pegado.

—Las heridas no siempre son visibles —señaló la inspectora, con suavidad—. Si en algún momento quiere hablar de eso, o si necesita ayuda para estar segura, aquí tiene mi tarjeta.

Le dejó una pequeña tarjeta en la mesita, junto a una botella de agua. Se levantó.

—Por ahora, pondremos en el informe que se trata de una caída accidental —dijo—. Pero la investigación sigue abierta. Y, señora Martínez, no está obligada a proteger a nadie a costa de usted misma. Recuerde eso.

Se marchó, dejando un silencio espeso en la habitación.

Gabriel se acercó de nuevo.

—No voy a decirte qué hacer —dijo, con delicadeza—. Pero si alguna vez decides que no quieres volver a esa casa, no estarás sola.

Elena lo miró, con los ojos llenos de lágrimas.

—No quiero que me salves, Gabriel —susurró—. No quiero cambiar a un salvador por otro. Solo quiero… poder elegir algo que no sea miedo.

Él asintió.

—Entonces elige la calma —respondió—. Lo demás, lo vamos viendo. Poco a poco.


Rodrigo fue al hospital a la mañana siguiente. Llegó con el rostro demacrado, sin afeitar, y un ramo de flores que compró con las pocas monedas que le quedaban. Cuando preguntó por Elena, le dijeron que solo podía verla unos minutos.

Al entrar en la habitación, se encontró con Gabriel sentado en una silla, leyendo algo en el móvil. El ambiente se tensó al instante.

—Tú —escupió Rodrigo—. Claro. Debí imaginarlo.

Gabriel se levantó despacio.

—Yo me iba —dijo—. Venía de hablar con el médico. Ha dicho que todo va bien.

—Qué detalle, Serrano —se burló Rodrigo—. Hasta el médico habla contigo. Debe ser cosa del estilo de vida de los ricos.

—Rodrigo, basta —intervino Elena, con voz débil—. No estoy para peleas.

Él la miró, y por un segundo el enojo se derritió en preocupación real. Se acercó a la cama, dejó el ramo en la mesita y le tomó la mano con cuidado.

—Lo siento —susurró—. Lo siento tanto, Elena. No sé qué pasó. Solo recuerdo que te resbalaste y… y yo…

Las lágrimas le llenaron los ojos. No eran cocodrilo; eran sinceras, nacidas del miedo a haberla perdido para siempre.

—Yo también recuerdo eso —dijo ella—. Pero lo que pasó antes de que me resbalara también cuenta, Rodrigo. No fue solo la alfombra.

Él bajó la mirada.

—Lo sé —admitió—. Estoy hecho un desastre. Y te arrastro conmigo. No mereces esto.

Miró a Gabriel, con una mezcla extraña de gratitud y rencor.

—Gracias por… lo que hiciste —dijo a regañadientes—. Si no hubiera sido por ti…

—Fue cosa del coche —replicó Gabriel, restándole importancia—. Yo solo estaba en el lugar adecuado.

Rodrigo asintió.

—Pues gracias a tu coche, mi esposa y mi hijo siguen vivos. Eso es algo que no voy a olvidar.

Hubo un silencio incómodo. Elena retiró la mano, con suavidad.

—Necesito tiempo —dijo, mirando a Rodrigo—. Los médicos quieren que me quede aquí unos días. Después, no sé qué haré. Pero sé que no puedo volver a la casa como si nada hubiera pasado.

Rodrigo abrió la boca para protestar, pero algo en su mirada lo detuvo.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó, con voz rota.

—Quiero que busques ayuda —respondió ella—. Que hables con alguien. Un terapeuta, un grupo, yo qué sé. Porque lo que está pasando contigo no es algo que pueda arreglarse con flores y “lo siento”.

Él asintió, despacio.

—Lo haré —prometió—. Y… si algún día decides que ya no quieres estar conmigo, voy a tener que aceptarlo. Pero no quiero perder a mi hijo.

—Eso también lo hablaremos —dijo Elena—. Con calma. Con ayuda.

Rodrigo asintió de nuevo, como si cada palabra fuera un golpe. Luego se inclinó y besó su frente con cuidado.

—Feliz Navidad —murmuró, antes de salir de la habitación.

Cuando la puerta se cerró, Elena se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no sentía que se ahogaba. Sí, estaba asustada, herida, agotada. Pero el miedo ya no ocupaba todo el espacio. Había una rendija por la que se colaba algo distinto: posibilidad.

Gabriel volvió a entrar unos minutos después, tras haber dejado que ellos hablaran a solas.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No lo sé —admitió ella—. Pero creo que estoy… despierta.

Él sonrió con suavidad.

—Eso es un comienzo.


Los meses siguientes fueron un proceso lento, lleno de papeleo, terapias y decisiones difíciles. Elena no volvió al quinto piso. Con ayuda de la fundación en la que trabajaba Gabriel, encontró una habitación en una residencia para mujeres embarazadas en situaciones complicadas. No era lujosa, pero era cálida, limpia y tranquila. Nadie gritaba allí.

Rodrigo empezó un tratamiento para controlar su ira y su dependencia del alcohol. Iba a un grupo de apoyo dos veces por semana. Al principio lo hizo para demostrar que podía cambiar, para tener algo que presentar ante los asistentes sociales que llevaban el caso. Pero poco a poco empezó a ir por sí mismo, porque empezó a darse cuenta de que había heridas en él que venían de mucho antes de conocer a Elena.

La inspectora Lucía seguía el caso. Volvió a hablar con Elena un par de veces.

—Sigo necesitando tu versión exacta de lo que ocurrió —le dijo en una de esas visitas—. Si decides mantener que fue un accidente, lo respetaré. Pero quiero que sepas que, aun así, podemos establecer medidas de protección, por si las cosas no mejoran.

Elena lo pensó mucho. Al final, firmó un acuerdo para que, por el momento, Rodrigo no se acercara a ella sin previo aviso, salvo en las visitas supervisadas que tendrían lugar cuando naciera el bebé.

—No quiero destruirlo —explicó—. Solo quiero estar segura.

Lucía asintió, aprobando esa mezcla de compasión y firmeza.

Gabriel, por su parte, se esforzó en no invadir el espacio de Elena. La visitaba en la residencia, pero siempre avisando antes. Llevaba libros, fruta, pequeños detalles. A veces solo se sentaba con ella en la sala común, viendo series baratas en la televisión mientras compartían una manta.

Hablaban mucho del pasado. De la joven pareja brillante que fueron una vez. Del día en que ella, abrumada por la presión del mundo de Gabriel, le dijo llorando que no podía seguir. Él había reaccionado mal entonces, ofreciéndole más lujo cuando ella lo que necesitaba era menos ruido.

—Éramos dos niños jugando a ser adultos importantes —reflexionó Elena una tarde, mientras tejía una pequeña manta para el bebé—. Yo quería que me vieras, no que me presumieras. Y tú… tú querías que yo fuera tu refugio, pero no sabías apagar el foco cuando llegabas a casa.

Gabriel se rió, con cierta tristeza.

—Eso es verdad —admitió—. Y cuando te fuiste, en vez de preguntarme qué había hecho mal, me hundí en el trabajo. Me rodeé de más gente, más fiestas, más ruido. Fue como si hubiera decidido gritar más fuerte para no escuchar el silencio.

—Hasta que el ruido se cayó con el dinero —señaló ella.

—Hasta que el ruido se cayó con el dinero —repitió él, sin ofenderse—. Y entonces, en medio de los escombros, me acordé de ti de una forma distinta. No como la novia perdida del millonario, sino como la única persona frente a la que alguna vez fui honesto.

Se hizo un silencio cómodo. Elena miró la manita diminuta que asomaba en su vientre cuando el bebé se estiraba.

—No quiero que me rescates, Gabriel —insistió, por enésima vez—. Lo digo en serio.

—Lo sé —respondió él—. Y créeme que lo agradezco. Porque esta vez… tampoco quiero ser tu salvador. Solo quiero estar cerca, si tú me dejas, mientras aprendes a salvarte sola.

Aquella noche de marzo, cuando por fin llegaron las contracciones fuertes, fue Gabriel quien corrió a buscar un taxi y quien le sostuvo la mano mientras la trasladaban al hospital. Rodrigo también fue avisado; llegó algo después, nervioso como un niño en su primer día de escuela.

El parto fue largo pero sin complicaciones graves. Al amanecer, Elena abrazó por primera vez a su hijo: un bebé pequeño, rojizo y furioso, que lloraba con una fuerza sorprendente para alguien tan diminuto.

—Hola, mi amor —susurró ella—. Bienvenido al mundo.

Lo llamó Mateo, “regalo de Dios”, no por ser especialmente religiosa, sino porque, después de caer desde un quinto piso, tenerlo vivo y sano le parecía lo más cercano a un milagro que había experimentado jamás.

En el pasillo, Gabriel y Rodrigo esperaban, cada uno perdido en sus pensamientos. A veces cruzaban miradas incómodas, pero ya no habían intercambiado insultos desde hacía tiempo. Estaban unidos, les gustara o no, por la vida de aquel pequeño ser que acababa de llegar.

Cuando la enfermera los hizo pasar, encontraron a Elena con Mateo en brazos. Parecía agotada, pálida, pero sus ojos brillaban con una luz nueva.

—Conozcan a Mateo —dijo, sonriendo—.

Rodrigo se acercó primero, con las manos temblorosas.

—Hola, campeón —murmuró—. Soy tu papá. Y prometo que… voy a hacer las cosas mejor.

Las lágrimas le surcaron las mejillas. Gabriel miró la escena con un nudo en el pecho, sintiendo algo parecido a una punzada de celos, pero también una extraña paz. Él sabía que ese niño no era suyo, y sin embargo, se sentía responsable, de algún modo, de que estuviera allí.

Cuando le ofrecieron sostenerlo, dudó.

—No sé si debería… —balbuceó.

—Claro que sí —dijo Elena—. Si no hubieras estado tú…

Él tomó a Mateo en brazos con cuidado, como si fuera de cristal. El bebé abrió los ojos un segundo, lo miró sin verlo y volvió a cerrarlos. Gabriel sintió que algo en su interior se ablandaba.

—Hola, Mateo —susurró—. Soy… un amigo de tu mamá.

Elena lo miró desde la cama. Amigo. Qué palabra tan sencilla y tan complicada a la vez.


Un año después, la ciudad volvió a vestirse de luces. Era de nuevo Navidad, y la nieve caía en copos tranquilos. El edificio de la calle Miraflores seguía en pie, con su quinto piso y su balcón que ahora tenía una barandilla renovada, más alta, instalada por orden del nuevo propietario. Elena no vivía allí desde hacía tiempo. Rodrigo tampoco. La vida los había llevado por caminos distintos.

Elena tenía ahora un pequeño apartamento en un edificio más modesto pero acogedor, con paredes pintadas por ella misma y dibujos de Mateo pegados por todas partes. Trabajaba media jornada en la fundación —la misma que le había tendido la mano— ayudando a otras mujeres a conocer sus derechos y a encontrar salidas. El resto del tiempo, estaba con Mateo, que ya daba sus primeros pasos tambaleantes y señalaba las luces del árbol diciendo “luz, luz” con entusiasmo.

Rodrigo seguía asistiendo a terapia. Había encontrado un trabajo en un taller mecánico. El acuerdo judicial establecía visitas supervisadas con Mateo, que ellos habían ido adaptando según la confianza crecía. No eran una pareja, ni se comportaban como tal, pero habían logrado algo que parecía imposible aquel diciembre anterior: hablar sin gritar. A veces, incluso, reír brevemente juntos cuando Mateo hacía alguna de sus travesuras.

—Nunca podré deshacer lo que pasó —le dijo Rodrigo una tarde, en una de esas visitas—. Pero quiero que sepas que esa caída… me abrió los ojos. No solo a lo que te hacía a ti. También a lo que me hacía a mí mismo.

—Lo importante es que Mateo crezca sin miedo —respondió Elena—. Eso ya es más de lo que tuvimos muchos.

Y en eso estaban.

Gabriel, por su parte, seguía trabajando en la fundación, pero ahora no lo hacía desde la nostalgia del millonario caído, sino desde una convicción nueva. Vivía en un piso compartido, sin lujos, y conducía un coche usado que todavía conservaba la vieja radio del anterior dueño, que solo sintonizaba bien una emisora. A veces, cuando la radio se llenaba de interferencias, recordaba el ruido de cristales del parabrisas destrozado de su antiguo coche. Nunca olvidó que aquel metal doblado le había robado casi todo lo que tenía y le había devuelto, a cambio, una segunda oportunidad para ser mejor.

Aquella Nochebuena, Gabriel subió las escaleras del edificio de Elena con una caja de cartón en las manos. Dentro había galletas horneadas por un vecino, un par de juguetes sencillos para Mateo y un pequeño regalo envuelto para ella: un cuaderno nuevo y un estuche de bolígrafos de colores.

Cuando ella abrió la puerta, el aroma a sopa caliente y canela lo recibió, junto con los ojos brillantes de Mateo y la sonrisa cansada pero tranquila de Elena.

—Pensé que ya no vendrías —dijo ella—. Rodrigo pasó hace un rato a dejar el regalo de Mateo. Dijo que se iría a cenar con su hermana.

—Estuve ayudando a repartir cenas con la fundación —explicó Gabriel—. Estas fechas son intensas.

—Pasa —lo invitó ella—. Mateo, mira quién ha venido.

—¡Gabi! —gritó el niño, tambaleándose hacia él.

Gabriel se agachó para abrazarlo. Era increíble cuánto podía crecer un ser humano en un año.

—Traje refuerzos —anunció, levantando la caja—. No es mucho, pero…

—Es perfecto —dijo Elena—. Aquí lo importante no es el lujo, ¿recuerdas?

Lo dijo con una sonrisa cómplice. Pasaron a la pequeña sala, donde un árbol modesto, lleno de adornos de papel hechos por Mateo y por los niños de la residencia, iluminaba la esquina.

Cenaron juntos. Nada espectacular: sopa, un pollo al horno que Elena había preparado con paciencia, pan tostado. Hablaron de cosas sencillas: el vecino del tercero que había adoptado un gato, la nueva campaña de la fundación, el primer “mamá” que Mateo había dicho en voz clara. La televisión seguía encendida en un volumen bajo, mostrando el típico programa de Nochebuena donde artistas famosos cantaban villancicos.

En un momento dado, la cámara del programa enfocó a un empresario conocido hablando de donaciones, rodeado de brillo y lentejuelas. Gabriel, sin querer, se quedó mirando.

—Hace unos años —dijo—, yo estaba ahí. Dando discursos sobre responsabilidad social con un reloj carísimo en la muñeca.

—Y ahora estás aquí, comiendo sopa caliente con nosotros —señaló Elena—. No sé tú, pero a mí este escenario me gusta más.

Él la miró, agradecido.

—A mí también —admitió.

Cuando el reloj de la televisión marcó la medianoche, las campanas sonaron, la gente brindó en pantalla y los fuegos artificiales empezaron a estallar en la distancia, visibles desde la ventana.

Elena se levantó, tomó a Mateo en brazos y se acercó al cristal. El niño señalaba el cielo iluminado diciendo “¡boom! ¡boom!” entre risas. Gabriel se colocó a su lado, sin tocarla, pero lo suficientemente cerca como para sentir el calor de su hombro.

—Hace un año —murmuró Elena, sin apartar la vista de las luces—, pensé que esa noche iba a ser el final de todo.

—Y fue el final de algo —respondió Gabriel—. Pero también el principio de otra cosa.

Ella asintió.

—No sé qué seremos tú y yo dentro de un año —dijo, con honestidad—. No quiero prometer nada que no pueda cumplir. Ya hice demasiadas promesas vacías en mi vida.

Gabriel sonrió, con esa serenidad nueva que había aprendido a base de pérdidas.

—No necesitamos promesas —dijo—. Con que sigamos aquí, tratando de ser mejores que ayer, me basta. Lo demás, si tiene que llegar, llegará.

Elena lo miró por un segundo, y en sus ojos había gratitud, cariño, y algo que aún no se atrevía a nombrar.

—Gracias por estar bajo mi caída —dijo, medio en broma, medio en serio—. Y no hablo solo del coche.

—Gracias por no dejar que mi orgullo de exmillonario arruinara esta segunda oportunidad —respondió él—. Me costó, ¿eh?

Rieron, suavemente. Mateo, ajeno a todo, aplaudió a los fuegos artificiales con entusiasmo.

En la calle, alguien empezó a cantar un villancico. En algún lugar, un teléfono sonó con un “Feliz Navidad” sincero, sin silencios culpables al otro lado de la línea. En otro edificio, quizá, alguien discutía como ellos lo habían hecho un año antes. Pero esa noche, en ese pequeño apartamento lleno de luz y de aroma a sopa, la Navidad ya no era el escenario de una caída, sino el testigo discreto de una vida que, poco a poco, encontraba su equilibrio.

Elena apoyó la frente en el cristal unos segundos, cerró los ojos y respiró hondo. No estaba curada de todos sus miedos. No había respuestas perfectas ni finales de cuento de hadas. Pero tenía a su hijo, un techo seguro, y la compañía de alguien que ya no la ponía en un pedestal, sino a su lado.

Y, sobre todo, tenía algo que un año antes había perdido casi por completo: la certeza de que merecía una vida sin violencia, sin gritos, sin caer desde ninguna altura para que la tomaran en serio.

Fuera, la nieve seguía cayendo. Dentro, el pequeño Mateo se quedó dormido en brazos de su madre, con el ligero zumbido de la televisión de fondo y el corazón lleno del calor de una Navidad tranquila.

A veces, pensó Elena antes de dormirse también en el sofá, los milagros no llegan en forma de estrellas, sino de coches abollados, amistades que regresan con otros ojos y el valor silencioso de empezar de nuevo.