“Un niño aterrorizado marca al 911 asegurando que ‘algo está pateando dentro de mi barriga’, obligando a un K-9 policial y a un oficial montado a irrumpir en una escena que parece imposible, revelando un secreto tan perturbador, tan fuera de toda lógica, que esa llamada infantil se convierte en una carrera desesperada contra el tiempo y en el descubrimiento más inquietante que jamás hayan enfrentado.”

La llamada llegó a las 18:42.
La operadora estaba acostumbrada a escuchar gritos, llantos, accidentes… pero no aquello.

—9-1-1, ¿cuál es su emergencia?

Una voz infantil, temblorosa, respondió:

—Señora… hay… hay algo pateando dentro de mi barriga.

La operadora creyó haber escuchado mal.

—¿Cómo dices, cariño?

—¡Algo se mueve adentro! —insistió el niño, respirando rápido—. ¡Me está pateando muy fuerte!

Hubo un golpe seco, como si el teléfono hubiera caído al suelo. Luego un gemido.
La operadora no dudó.

—Unidad K-9 y unidad montada, acudan de inmediato. Niño en posible peligro médico extremo.

El oficial Ramos, manejador de K-9, aceleró antes de que terminara la transmisión. A su lado, su pastor belga, Sombra, ya estaba inquieto, husmeando el aire como si presentiera algo.

—Tranquila, chica —murmuró Ramos sin apartar la vista del camino—. Ya casi llegamos.

La dirección llevaba a una casa al final de un barrio rural, rodeada de árboles altos que ocultaban el cielo. El oficial montado, la agente Herrera, llegó al mismo tiempo, su caballo inquieto, resoplando.

—¿Oíste la grabación? —preguntó Herrera, bajando la voz.

—Sí —respondió Ramos—. Y Sombra no está tranquila. Eso nunca es buena señal.

El perro gruñó suavemente, mirando la casa.

—Vamos —ordenó Herrera.

La puerta principal estaba entreabierta. Ramos tocó.

—Policía. ¿Hay alguien?

Nada.

Sombra tiró de la correa, desesperada por entrar. Ramos la liberó.

El perro corrió directo hacia un pasillo oscuro.

—¡Sombra, detente! —gritó Ramos, siguiéndola.

Herrera bajó del caballo, lo amarró a un poste y entró detrás de ellos con una linterna.

El interior estaba desordenado, pero no parecía una escena de pelea. Parecía… abandonado. Demasiado silencio. Demasiada quietud.

Entonces lo escucharon.

Un golpe. Luego otro. Después un sollozo infantil.

—¿Niño? —llamó Herrera—. ¿Dónde estás?

—Aquí… —respondió una voz frágil—. Me duele…

La puerta del baño estaba cerrada. Sombra arañaba con desesperación.

Ramos la abrió de una patada.

El niño estaba en el suelo, abrazando su abdomen con ambas manos. Tenía unos ocho años. Sudaba frío, temblando. Sombra se sentó a su lado, lamiendo suavemente su mejilla.

—Tranquilo, campeón —dijo Ramos, arrodillándose—. Ya estamos aquí. ¿Qué sientes exactamente?

El niño levantó la camiseta. Su abdomen se movió. Literalmente movió. Como si algo dentro empujara hacia afuera.

Herrera se cubrió la boca.

—Dios santo…

—Está pateando… —sollozó el niño—. Me duele mucho…

Ramos intentó mantener la calma, pero su corazón latía con fuerza.

—Vamos a llevarte al hospital. Todo saldrá bien, ¿de acuerdo?

El niño negó, aterrorizado.

—No puedo salir… mamá dijo que no podía…

Ramos intercambió una mirada con Herrera.

—¿Dónde está tu mamá? —preguntó ella.

El niño señaló hacia arriba.

—Allá… con las cajas…

Los oficiales subieron la escalera lentamente, preparados para cualquier cosa.
Sombra se quedó junto al niño, sin moverse un centímetro.

Arriba, había un olor extraño. A humedad. A encierro. A algo más… algo metálico.

El ático estaba lleno de cajas viejas y frascos de vidrio. Herrera apuntó la linterna.

—Ramos… mira esto.

En las cajas había cuadernos, dibujos infantiles, informes médicos, radiografías… todas del mismo niño. Todos con anotaciones obsesivas, como si alguien documentara cada detalle de su crecimiento.

Pero lo peor estaba en los frascos.

Frascos pequeños, etiquetados con meses y fechas.
Dentro había… insectos. Extrañamente grandes, deformes, como si hubieran sido criados artificialmente.

—No me gusta esto —susurró Herrera.

Ramos abrió un libro. Sus ojos se ensancharon.

—Herrera… creo que la madre hacía experimentos con él.

En las páginas había fotos del niño durmiendo y anotaciones frías:
“El sujeto muestra resistencia.”
“Nuevo organismo casi listo para implantación.”
“Dolor esperado. No intervenir.”

Fue entonces cuando oyeron la puerta principal azotarse abajo.

Sombra ladró salvaje.

—¡Ramos! —gritó Herrera—. ¡Alguien está en la casa!

Bajaron corriendo.

Una mujer estaba en el pasillo, descalza, cabello desordenado, ojos enormes y vacíos.

—No deberían estar aquí… —susurró con una voz rota—. Él es parte del proyecto…

—Señora, dé un paso atrás —ordenó Ramos.

Ella sonrió. Una sonrisa torcida.

—Ya es demasiado tarde. Pronto nacerá.

El niño gritó.

Un grito de dolor puro, desgarrador, animal.

Sombra se lanzó tipo flecha hacia él mientras Ramos corría. El abdomen del niño se agitaba violentamente.

—¡Herrera, llama una ambulancia YA! —rugió Ramos.

La mujer trató de acercarse.

—Tiene que completarse —susurró—. Lo prometí.

Herrera la sujetó contra la pared.

—¡No se acerque al niño!

Sombra se posicionó frente al pequeño, protegiéndolo, gruñendo hacia la mujer.

El niño jadeó, llorando.

—Me… me va a romper…

Ramos lo tomó de los hombros.

—Escúchame. Respira. Estoy contigo. No voy a dejar que nada te haga daño, ¿me oyes?

El niño asintió, llorando.

—¿Qué tienes adentro? —preguntó Ramos con suavidad.

—No sé… mamá dijo que era… especial…

El abdomen volvió a moverse.
Herrera regresó.

—Ambulancia en camino. Dos minutos.

La mujer empezó a reír.
Una risa quebrada, delirante.

—Van a verlo… van a ver mi creación…

Ramos sintió un escalofrío.

—Herrera, llévala afuera. Ahora.

Ella la arrastró fuera mientras la mujer murmuraba incoherencias sobre “fusión”, “desarrollo acelerado” y “renacimiento”.

Ramos levantó al niño con cuidado.

—Aguanta, campeón. Ya casi llega ayuda.

—Tengo miedo… —susurró él.

—Yo también estaría asustado. Pero eres más fuerte de lo que crees.

Sombra se mantuvo pegada a ellos, vigilante, lista para atacar cualquier amenaza.

A lo lejos, sonó la sirena.
Y por primera vez desde que la llamada entró, el niño dejó de temblar.

En el hospital, los doctores descubrieron algo que nadie esperaba:
no era un parásito.
No era un animal.
No era un tumor.

Era una masa viva, desconocida, adherida por error durante un experimento de modificación genética clandestino realizado por su propia madre, obsesionada con crear “una nueva especie”.

El niño sobrevivió.
La madre fue arrestada.

Ramos y Sombra visitaron al pequeño cada día hasta que pudo sonreír de nuevo.

Nunca olvidó la frase que el oficial le dijo aquella noche:

—Cuando tengas miedo, llámame. No importa qué sea lo que esté “pateando”. Siempre vendré por ti.

Y lo decía en serio.