Me dejaron esperando afuera… y en 4 minutos todo cambió
Era una tarde gris, de esas en las que el viento parece susurrarte que algo no anda bien. Llegué a esa casa puntual, tal como me habían indicado. Una cita breve, me dijeron, algo “rápido” para conversar sobre un asunto delicado. Toqué el timbre, escuché pasos apresurados al otro lado… y luego, silencio.
Pensé que abrirían enseguida, pero no fue así. Pasaron treinta segundos. Luego un minuto. Me acomodé la chaqueta, saqué el teléfono para revisar la hora. Dos minutos. El viento se volvió más frío. Y de pronto, noté algo raro: detrás de la cortina del segundo piso, una sombra se movía, como si alguien me estuviera observando sin querer ser visto.
Mi instinto me decía que algo estaba fuera de lugar. No era simple desorganización o descortesía. Era… como si no quisieran que yo entrara. Me acerqué más a la puerta, fingiendo ajustar los cordones de mis zapatos, y ahí escuché el primer sonido extraño: un golpe seco, metálico, que no provenía del piso, sino de algún lugar más profundo, como un sótano.
A los tres minutos y medio, un olor metálico, parecido al de la sangre, comenzó a filtrarse por la rendija de la puerta. Me quedé inmóvil. Mis latidos se aceleraron. Nadie más parecía notarlo; la calle estaba vacía.
A los cuatro minutos exactos, escuché un grito ahogado desde adentro. Fue tan rápido que podría haberlo confundido con un ruido cualquiera… pero no lo hice. El tono era desesperado, urgente.
Golpeé la puerta con fuerza. Nada. Golpeé otra vez, más fuerte. El silencio que siguió fue aún más inquietante que el grito. Y entonces, una voz —casi un susurro— habló desde el otro lado:
—Vete… antes de que sea demasiado tarde.
Retrocedí un paso. La voz era femenina, temblorosa, cargada de miedo. No sabía si era una advertencia para mí o un ruego para que yo no presenciara lo que estaba ocurriendo ahí dentro.
Miré alrededor buscando algún vecino, pero las ventanas de las casas colindantes estaban cerradas, como si todo el barrio supiera algo que yo ignoraba. Sentí que si me quedaba un minuto más, podría verme arrastrado a algo de lo que no habría salida.
Decidí dar un rodeo por la casa. Caminé hacia la parte trasera, donde encontré una ventana entreabierta. Me agaché para mirar adentro y lo que vi hizo que mi estómago se encogiera: tres personas vestidas de negro alrededor de una mesa, sus rostros cubiertos con máscaras blancas sin expresión. Sobre la mesa, una caja de madera abierta… y dentro, algo envuelto en tela roja que parecía moverse ligeramente.
No podía distinguir qué era, pero la tela estaba manchada. No solo con lo que parecía sangre, sino con símbolos dibujados con pintura oscura.
Uno de ellos levantó la cabeza y, a pesar de la máscara, sentí que me había visto. Me agaché de inmediato, el corazón golpeándome las costillas.
En ese instante, escuché la puerta principal abrirse de golpe. Volví al frente, y ahí estaba un hombre alto, de traje, con una sonrisa demasiado forzada.
—Perdón la demora —dijo—, justo estábamos… ocupados.
Su mirada me atravesó como un cuchillo. Me invitó a entrar, pero cada fibra de mi cuerpo me decía que no debía cruzar ese umbral. Sonreí débilmente, inventé una excusa y me alejé lo más rápido que pude sin correr.
Mientras caminaba por la calle, sentí que alguien me observaba desde la ventana del segundo piso. Y entonces entendí algo: si no me hubieran hecho esperar afuera, si me hubieran dejado entrar desde el primer momento… probablemente ahora no estaría aquí escribiendo esto.
Pero la historia no terminó ahí.
Esa noche, mientras intentaba dormir, recibí un mensaje anónimo en mi teléfono: una foto mía frente a esa puerta, tomada claramente desde adentro. Debajo, un texto breve:
“Te dimos tiempo para irte. No vuelvas.”
No respondí. No bloqueé el número. Simplemente dejé el teléfono sobre la mesa y me quedé sentado en la oscuridad, escuchando cada ruido de la casa, preguntándome si ya estaban más cerca de lo que yo quería creer.
Y aquí estoy, escribiendo esto no para asustarte, sino para advertirte: si alguna vez te dejan esperando afuera más de lo normal, pregúntate si es por descuido… o porque detrás de esa puerta hay algo que no deberías ver jamás.
Porque en mi caso, esos cuatro minutos no solo me salvaron la vida. También me dejaron con una pregunta que me perseguirá hasta el final: ¿Qué había en esa caja?
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