“‘FINJO ESTAR ENFERMA’, confesó al fin la directora general al médico de la empresa, mirándolo a los ojos en la pequeña sala de revisión; él creía que solo atendía otro caso de estrés laboral, pero ella le susurró que inventaba malestares ‘solo para verte’ y esa admisión detonó una cadena de decisiones, renuncias, cambios y verdades que estremecieron toda la compañía”
En la torre de cristal donde se decidían fusiones, recortes y estrategias globales, Claudia Serrano era una leyenda. Fundadora y directora general de una empresa tecnológica en pleno auge, su foto aparecía en portadas de revistas con titulares como “La mujer que nunca se detiene” o “La ejecutiva que no conoce el descanso”.
Y, durante años, eso pareció cierto.
No se tomaba vacaciones. Contestaba correos de madrugada. Llegaba antes que todos y se iba después de que se limpiara la última sala de juntas. Los empleados bromeaban con que algún día descubrirían que era un robot.
Por eso sorprendió tanto cuando, de la noche a la mañana, empezó a ser vista con frecuencia saliendo del consultorio médico interno de la empresa: una puerta blanca al fondo del pasillo del piso 5, que hasta entonces le había sido completamente ajena.
—La jefa está viendo al médico —susurraban algunos, sin atreverse a especular demasiado—. Seguro el estrés ya le pasó factura.
Lo que nadie imaginaba era que, detrás de cada cita “urgente” con el doctor, no siempre había un síntoma real… sino algo que ni ella misma se atrevía a nombrar.

El médico discreto al que todos acudían… menos ella
El consultorio de la empresa era un espacio modesto comparado con las salas de reuniones: paredes blancas, una camilla, un escritorio, un par de estantes con expedientes. Lo atendía el doctor Andrés Morales, un médico clínico de unos treinta y tantos años, reputado por su profesionalismo y su manera tranquila de hablar con quien se sentara frente a él.
Conocía de memoria los patrones de la oficina:
Los analistas con gastritis.
Los gerentes con migrañas.
Los diseñadores con dolor de espalda.
Los becarios con ansiedad en silencio.
Había visto lágrimas, ataques de pánico discretos, presiones familiares. A todos los trataba con la misma mezcla de ciencia y humanidad que lo había vuelto una figura de confianza… para todos, excepto para una persona: Claudia.
Ella se mantenía lejos. No pedía citas, no mandaba a revisar su salud, no preguntaba nada. Hasta que un día, sin previo aviso, apareció en la puerta.
—Buenos días —dijo, sosteniendo una carpeta como si se tratara de una reunión más—. ¿Tiene un momento?
Andrés levantó la vista, sorprendido.
—Claro —respondió—. Pase.
Lo que empezó como una consulta rutinaria se convertiría, con el tiempo, en una visita recurrente… y en un dilema que lo dejaría sin sueño.
La primera consulta: “solo es cansancio”
Aquella primera vez, Claudia se sentó en la silla frente al escritorio, sin dejar de sostener su carpeta.
—Vengo por… mareos —dijo, bajando la mirada al expediente en blanco que Andrés había puesto frente a sí—. Y algo de dolor en el pecho. Seguramente es el estrés.
Andrés le hizo preguntas estándar:
—¿Duerme bien?
—Poco.
—¿Come a sus horas?
—A veces.
—¿Ha tenido episodios de ansiedad antes?
—No que yo recuerde.
La exploró con profesionalismo: presión arterial, frecuencia cardiaca, auscultación. Nada indicaba una urgencia física grave; lo que veía era más bien el cuadro clásico de alguien que vive en velocidad máxima desde hace demasiado tiempo.
—Su cuerpo le está pasando la factura —dijo con cuidado—. No es nada “raro”, pero sí serio. Necesita descanso, horarios más regulares. Y hablar con alguien sobre el nivel de presión que maneja.
Ella sonrió, con ese gesto afilado que usaba en las negociaciones difíciles.
—Descanso —repitió, como si fuera una palabra extranjera—. Eso no está en mi calendario.
Él no sonrió.
—Tendrá que ponerlo —respondió—. Si no, un día no será un mareo. Será una ambulancia.
Le recetó algo leve para el insomnio, le recomendó exámenes de rutina y le sugirió, con delicadeza, considerar apoyo psicológico.
Cuando ella salió del consultorio, Andrés pensó que quizá no volvería. Jefes así no suelen permitir que nadie les diga dónde está su límite.
Se equivocó.
Las visitas se vuelven costumbre
En las semanas siguientes, el nombre de Claudia comenzó a aparecer una y otra vez en la agenda del consultorio.
—Me duele el estómago.
—Hoy siento taquicardia.
—Creo que me va a dar algo, no puedo respirar bien.
Los síntomas eran siempre vagos, fluctuantes, sin un correlato claro en los estudios que empezaron a hacerse con regularidad. Los análisis de sangre salían aceptables, la presión era ligeramente alta en días clave, pero nada explicaba la frecuencia de las consultas.
Una mañana, Andrés la miró con cuidado mientras ella describía un nuevo malestar genérico.
—¿Y cómo se siente… además del cuerpo? —preguntó—. Anímicamente.
Claudia se tensó.
—Bien —contestó, demasiado rápido—. Cansada, pero bien.
—Viene muy seguido —se atrevió a decir él—. Y no siempre encuentro algo físico que explique todo.
Ella se cruzó de brazos.
—¿Insinúa que exagero? —preguntó, con un tono que cualquier otro empleado habría confundido con una amenaza.
Andrés sostuvo la mirada sin retroceder.
—No —respondió—. Insinúo que quizá hay algo más que no está diciendo. Y que sería mejor hablarlo que seguir acumulando pastillas que no necesita.
Hubo un silencio tenso.
Claudia miró el reloj, la ventana, el escritorio. Al final se levantó.
—Gracias, doctor —dijo, volviendo a ponerse la máscara de ejecutiva impenetrable—. Tengo una junta.
Y se fue.
Pero regresó.
Una y otra vez.
La frase que lo cambió todo: “Finjo estar enferma”
Paso a paso, consulta a consulta, el tono fue cambiando.
Ya no llegaba siempre con gesto marcial, sino a veces con la cara ojerosa, el maquillaje corrido, el saco desabrochado.
—No sé por qué sigo viniendo —admitió un día, sin carpeta en la mano—. Supongo que aquí… no tengo que decidir nada.
Andrés escuchaba. Tomaba nota. Daba consejos que iban más allá de los fármacos: desconectar el teléfono por las noches, delegar tareas, poner límites claros.
Hasta que, en una de esas visitas, el consultorio se convirtió en un escenario inesperado.
Claudia entró sin golpear, cerró la puerta tras de sí, se dejó caer en la silla y, antes de que él pudiera formular la pregunta habitual, soltó:
—Hoy no me pasa nada.
Andrés parpadeó.
—¿Nada? —repitió.
Ella negó con la cabeza.
—Nada que el laboratorio pueda medir —dijo—. No me duele el pecho, no tengo mareos, no he tenido ataques de ansiedad. Y aun así pedí que agendaran la cita.
Él se recostó ligeramente en el respaldo.
—Claudia… —empezó.
Ella lo interrumpió, con una honestidad que desarmaba cualquier protocolo:
—Finjo estar enferma —admitió, bajando la voz—. No siempre. A veces exagero. A veces tomo un síntoma pequeño y lo convierto en excusa. Solo para… —hizo una pausa, tragó saliva, se obligó a terminar la frase— …solo para verte.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, pesadas, imposibles de ignorar.
El límite ético que no podía cruzarse
En cualquier otra historia, tal vez esa confesión habría sido el inicio de una trama romántica sin más cuestionamientos. Pero en ese pequeño consultorio, las reglas eran distintas.
Andrés sintió un nudo en el estómago. No porque no le provocara nada lo que acababa de escuchar —era humano, y no era ciego—, sino porque, precisamente por eso, tenía que pisar con cuidado.
—Claudia —dijo, eligiendo bien cada palabra—. Aprecio su sinceridad. De verdad. Pero lo que acaba de decir es… serio.
Ella sonrió nerviosa, intentando restarle importancia.
—Lo sé, suena dramático —dijo—. No se asuste. No voy a hacer nada raro. Solo… me di cuenta de que aquí me siento distinta. Menos armada. Y que usted… me mira como persona, no como cargo. Y me asustó darme cuenta de cuánto espero esas consultas.
Él se inclinó hacia adelante, apoyando los antebrazos en el escritorio.
—Yo tengo una responsabilidad —respondió—. Soy médico de esta empresa. Usted es la directora general. No puedo, no debo, mezclar eso con… otra cosa. Por usted, por mí, por todos.
Ella asintió, sin ofenderse.
—Lo sé —dijo—. No esperaba que me dijera que siente lo mismo, ni que se declarara, ni nada de eso. Solo… ya no quería seguir mintiendo. Ni a usted, ni a mí. Estoy harta de fingir hasta mis malestares.
Hubo un silencio largo, menos tenso que los anteriores, más vulnerable.
—Entonces empecemos por ahí —propuso él—. Nada de fingir síntomas. Si viene, que sea porque de verdad necesita hablar. Y si lo que necesita no es un médico, sino otro tipo de apoyo, habrá que buscarlo.
Más allá del enamoramiento: el verdadero problema
Lo que siguió a esa confesión no fue un romance clandestino, sino algo más complejo: un proceso de poner las cosas en su lugar.
Andrés, consciente de los límites, pidió asesoría a la responsable de bienestar y recursos humanos de la compañía, sin dar nombres al principio. Explicó, en abstracto, la situación: una persona en posición de poder que empezaba a depender emocionalmente de su médico interno.
La respuesta fue clara:
—No puedes seguir siendo su médico principal —le dijeron—. No es sano ni para ella ni para ti. Hay un conflicto evidente. Necesitamos derivarla.
Claudia, por su parte, aceptó, sorprendiendo a todos, una sugerencia que había rechazado mil veces: tomarse unos días reales de descanso y comenzar un acompañamiento psicológico fuera de la empresa.
—No quiero seguir usando esta oficina como refugio —dijo—. No es justo para ti. Ni para mí. Si tengo cosas que resolver, las tengo que resolver como adulta, no escondiéndome detrás de recetas.
La noticia que nadie entendió al principio
Un mes después de aquella conversación incómoda y liberadora, la empresa recibió dos noticias inesperadas:
La CEO había solicitado oficialmente un periodo de pausa parcial en sus funciones para reorganizar su carga de trabajo y delegar responsabilidades.
El doctor Andrés Morales renunciaba a su puesto como médico interno para abrir una consulta independiente.
Los rumores estallaron, como era de esperar.
—Seguro hubo algo entre ellos.
—Lo habrán descubierto.
—La jefa lo corrió.
—Él no quiso seguir el juego.
La realidad era menos novelesca y más humana: ambos habían entendido que para poner límites de verdad, tenían que dejar de encontrarse dentro de un rol que distorsionaba todo.
En su carta de despedida, Andrés escribió:
“Agradezco la confianza de todos estos años. He decidido dar un paso hacia otro tipo de práctica, después de comprender que la salud en entornos laborales requiere no solo atención médica, sino cambios profundos en la forma en que trabajamos y nos relacionamos”.
Claudia, por su parte, envió un mensaje interno muy inusual para su estilo:
“He decidido reestructurar mis funciones para que la empresa no dependa tanto de una sola persona. Nadie es una máquina. Yo tampoco. Si quiero que esta organización sea sostenible, debo empezar por serlo yo”.
El reencuentro lejos de la empresa
Meses después, cuando los roles se habían acomodado, cuando Claudia ya no veía el consultorio como una salida de emergencia, ni Andrés tenía el logo de la empresa en su bata, se reencontraron por casualidad en una cafetería cerca de un parque.
Ya no eran “la CEO” y “el médico de empresa”.
Eran dos personas que habían sobrevivido a una frontera peligrosa sin cruzarla.
—¿Cómo está? —preguntó él, con una sonrisa sincera.
—Aprendiendo a no fingir ni siquiera en casa —respondió ella—. A decir “no puedo más” antes de que el cuerpo me obligue. Y… sin faltar a la verdad… a extrañar nuestras conversaciones. Pero desde otro lugar.
Andrés asintió.
—Ahora podemos hablar sin que yo tenga un expediente en la mano —dijo—. Sin estetoscopio. Sin bata.
Ella lo miró, con calma.
—¿Te gustaría que un día… tomáramos un café sin calendario de empresa? —preguntó—. Sin excusas. Sin síntomas.
Él respiró hondo.
—Sí —contestó—. Creo que ahora sí podría. Pero no porque seas mi paciente. Ni mi jefa. Sino porque eres Claudia.
Lo que de verdad cambió con aquella frase
Al final, la frase “finjo estar enferma solo para verte” no se convirtió en el slogan de un escándalo prohibido, sino en el detonante de algo mucho más difícil y valioso:
Una mujer que vivía en modo autopiloto aprendió a reconocer su propia soledad, su necesidad de ser vista más allá del cargo y su responsabilidad de cuidarse.
Un médico entendió que su trabajo no es llenar de recetas un vacío emocional que no le corresponde llenar, y que también tiene derecho a protegerse.
Una empresa fue empujada, aunque no lo supiera, a revisar por qué su directora general tenía que esconder sus necesidades detrás de un pretexto médico.
Lo que pasó en aquella pequeña sala de revisión no fue una escena de telenovela, sino un momento incómodo, honesto y transformador en el que alguien se atrevió a decir:
“Estoy fingiendo. No solo la enfermedad. Estoy fingiendo que puedo con todo. Estoy fingiendo que no necesito a nadie.”
Y alguien enfrente decidió no aprovechar ese desarme, sino ayudar a reconstruir desde el límite correcto.
Porque, al final, no fue una historia de amor prohibido, sino una historia sobre la valentía de dejar de mentir. Incluso —y sobre todo— cuando la mentira es “solo” que te duele el cuerpo… y en realidad lo que está pidiendo ayuda es el corazón.
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