En la mansión de la familia Becerra, el lujo lo cubría todo… excepto el apetito de los niños.
Durante meses, los gemelos de Hernán Becerra, un magnate del sector energético, habían rechazado cualquier comida que se les sirviera. No importaba si era un festín de chef internacional o un plato simple de sopa casera: los pequeños solo jugaban con la comida o daban un par de mordidas antes de apartar el plato.
Los médicos descartaron problemas de salud graves. Los psicólogos infantiles hablaron de una “etapa” pasajera. Pero nada cambiaba. La frustración del padre crecía, no solo por la preocupación por la salud de sus hijos, sino por el misterio de por qué no querían comer.
Todo cambió el día que llegó Camila Andrade, la nueva niñera. Una joven de 27 años, de cabello oscuro y sonrisa serena, recomendada por una agencia internacional de cuidado infantil. Hernán no esperaba milagros; de hecho, dudaba que pudiera lograr lo que varios expertos habían intentado sin éxito.
Camila empezó a trabajar un martes por la mañana. Durante las primeras horas, simplemente observó: cómo los gemelos apartaban el plato, cómo miraban al vacío durante la comida, y cómo cualquier intento de insistir solo terminaba en llanto.
A la hora de la cena, ocurrió lo inesperado. En lugar de sentar a los niños en sus sillas como siempre, Camila apagó las luces principales, encendió unas velas aromáticas y llevó la comida a la mesa en pequeñas bandejas de madera. Luego, se sentó en el suelo con ellos, en círculo.
—Hoy vamos a comer como exploradores —dijo, con voz baja y misteriosa—. Esto no es comida… son provisiones secretas para una misión muy importante.
Los gemelos, intrigados, la miraron. Camila comenzó a narrar una historia: ellos eran aventureros en la selva, y el alimento en sus platos era lo único que les daría fuerza para atravesar un río peligroso y encontrar un tesoro escondido.
A cada bocado, describía cómo superaban un obstáculo:
—¡Mordida de pollo! Eso te da energía para saltar la roca…
—¡Un sorbo de jugo! Ahora puedes nadar más rápido…
En menos de quince minutos, ambos platos estaban vacíos. Hernán, que había observado todo desde la puerta, no podía creer lo que veía. Llevaba semanas rogando, negociando y hasta castigando… y ahora, sin presión, sus hijos comían como si nada.
Al día siguiente, Camila repitió la técnica, pero cambió la historia: ahora eran astronautas en una misión a Marte. El brócoli era “comida espacial verde” y el arroz, “combustible para la nave”. Otra vez, los platos quedaron limpios.
En solo una semana, los gemelos recuperaron el apetito y hasta pedían repetir. Hernán, impresionado, preguntó a Camila cómo se le había ocurrido algo tan simple pero tan efectivo. Ella sonrió y dijo:
—No es magia. Es respeto. Los niños no comen por obligación… comen porque quieren ser parte de algo divertido.
Pero lo que parecía una historia tierna pronto tomó un giro inquietante. Una tarde, mientras los niños jugaban, Hernán escuchó cómo le decían a Camila:
—¿Y cuándo vamos a hacer la cena secreta otra vez?
Intrigado, Hernán esperó a que los niños se durmieran y le preguntó a la niñera qué era esa “cena secreta”. Camila dudó, pero terminó confesando: de vez en cuando, les preparaba un plato muy especial con ingredientes que “no estaban en la despensa de la mansión”.
Esa misma noche, revisó las cámaras de seguridad de la cocina y vio algo que le heló la sangre: Camila entrando por la puerta trasera con una bolsa negra, vertiendo un polvo desconocido en las comidas y luego removiéndolo con cuidado.
Hernán, sin perder tiempo, envió muestras de los restos de comida al laboratorio privado de su empresa. El informe llegó en 48 horas: el polvo contenía una mezcla de hierbas naturales… pero también trazas de una sustancia conocida por sus efectos de relajación y aumento del apetito, normalmente utilizada en tratamientos clínicos para pacientes con estrés extremo.
Cuando confrontó a Camila, ella no negó nada.
—Señor Becerra, yo no les hago daño. Al contrario, les ayudo a volver a disfrutar la comida. Sin eso, seguirían rechazándola.
La situación se volvió un dilema moral. Por un lado, los niños estaban sanos, felices y comiendo bien. Por otro, una persona ajena a la familia estaba administrandoles algo sin el conocimiento del padre.
Hernán decidió consultar a un médico de confianza. El doctor aseguró que, en pequeñas dosis, la sustancia no era peligrosa, pero que no era correcto usarla sin supervisión médica. Además, advirtió que los niños podían volverse dependientes de ese estímulo para comer.
El millonario pasó varios días sin dormir, debatiendo qué hacer. Mientras tanto, en redes sociales comenzaron a circular rumores: un empleado de la mansión filtró que la “niñera milagrosa” tenía antecedentes de trabajar con familias ricas en casos “especiales” y que, en más de una ocasión, había sido despedida abruptamente sin que se supiera la razón exacta.
Finalmente, Hernán tomó una decisión radical. Convocó a Camila a su despacho y le entregó una carta de despido, junto con una compensación económica para que se fuera de inmediato.
—Hiciste que mis hijos comieran, y eso te lo agradezco. Pero no puedo permitir secretos en mi casa.
Esa noche, los gemelos se negaron a cenar. Preguntaron varias veces por Camila. Hernán, con el corazón encogido, trató de inventar juegos para animarlos a comer, pero no funcionó.
Con el tiempo, y con la ayuda de nutricionistas y psicólogos, los niños volvieron a tener una alimentación normal… aunque nunca con el entusiasmo que mostraron durante aquellas semanas con la niñera.
Hasta hoy, Hernán no sabe si tomar lo que pasó como una advertencia o como una lección: que incluso los gestos más dulces pueden ocultar secretos, y que, en su mundo de riquezas y apariencias, nada es lo que parece.
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