«“¡Cocinad para todos, también para nosotros!”: los cocineros japoneses capturados que quedaron paralizados cuando los soldados británicos les entregaron las ollas, el sorprendente olor a arroz en un campo de guerra, la orden que nadie entendió y el giro inesperado que desmontó todo lo que creían saber sobre el enemigo»

En los libros de historia se habla de generales, batallas y tratados. Pero rara vez se menciona a quienes, con un delantal en lugar de medallas, sostuvieron la vida cotidiana en medio del caos: los cocineros. En uno de los episodios menos conocidos del conflicto en el Pacífico, un grupo de cocineros japoneses capturados quedó totalmente desconcertado por una orden británica que desafió todas sus expectativas:

“Cocinad para todos. Para vuestros hombres… y para los nuestros.”

La frase, aparentemente simple, cayó como un trueno en la pequeña cocina improvisada de un campo de prisioneros. No era solo una instrucción logística. Era una ruptura total con la lógica del “ellos contra nosotros” que había gobernado hasta entonces.


Un campo en una isla que no salía en los mapas

La historia transcurre en una pequeña isla del Pacífico, una de tantas que rara vez aparecían en los titulares, pero que conocieron el peso del conflicto como pocas. Allí, una guarnición japonesa había resistido durante meses hasta que finalmente se vio obligada a rendirse frente a las fuerzas británicas.

El campo de prisioneros instalado después no tenía nada de cinematográfico: barracones de madera, alambradas, un hospital de campaña y, en un rincón, una cocina a medio montar hecha de planchas de metal, ladrillos mal alineados y ollas abolladas. A un lado, prisioneros japoneses exhaustos. Al otro, soldados británicos igualmente cansados, con el uniforme empapado por la humedad.

En medio de todo ello, un pequeño grupo de hombres japoneses tenía un rol singular: eran los antiguos cocineros del destacamento, acostumbrados a hervir arroz al amanecer y preparar sopas sencillas para sus compañeros.

Cuando fueron hechos prisioneros, creyeron que ese capítulo de su vida estaba cerrado. Jamás imaginaron que el olor del caldo calentándose volvería a mezclarse con el ruido de las botas británicas.


El día que los sacaron de la fila

Tras la rendición, los cocineros se mezclaron con los demás prisioneros en las filas de registro. Bajaban la cabeza, respondían a señas, entregaban pertenencias. Eran uno más en una masa de uniformes derrotados.

Hasta que, un día, mientras estaban formados para el reparto de raciones, un oficial británico se detuvo frente a ellos. Consultó una lista, frunció el ceño y, con ayuda de un intérprete, hizo una pregunta que los dejó perplejos:

—¿Quiénes de vosotros trabajabais en la cocina?

Hubo un silencio tenso. Algunos dudaron: ¿era otra forma de separarlos? ¿Sería un castigo? ¿Trabajo forzado? Al final, tres hombres levantaron la mano con timidez. Uno de ellos, Tanaka, había sido el responsable principal de la pequeña cocina japonesa antes de la rendición.

El oficial asintió, hizo una seña y los apartó de la fila.

El corazón de Tanaka se aceleró. Había visto demasiadas cosas como para confiar en cualquier orden inesperada. Mantuvo la mirada baja, preparado para lo peor.


La instrucción imposible

Los llevaron a la estructura improvisada que hacía de cocina del campo. Sobre una mesa había sacos de arroz, algunas latas, verduras de aspecto cansado y unos cuantos utensilios. El oficial británico los observó en silencio un instante. Luego, con la ayuda del intérprete, pronunció la frase que ninguno de ellos olvidaría jamás:

—A partir de hoy, cocinaréis aquí.
—¿Para quién? —se atrevió a preguntar Tanaka, con la voz apenas audible.
La respuesta llegó, clara, casi contundente:
Para todos. Para los prisioneros japoneses… y para los soldados británicos.

Los tres hombres se miraron atónitos. No entendían. ¿Cocinar para el enemigo? ¿Usar sus manos, entrenadas para alimentar a sus compañeros, para llenar también los platos de quienes habían ocupado la isla?

Fue entonces cuando uno de ellos susurró, casi sin aire:

—Esto… esto va en contra de todo lo que nos enseñaron.


El shock en la cocina

Los cocineros japoneses habían crecido con la idea de que la comida era algo íntimo, casi sagrado, especialmente en tiempos de guerra. Cocinar para los suyos era una forma de resistencia silenciosa, de cuidado mutuo. Pero cocinar para los soldados británicos era otra cosa. No sabían cómo interpretarlo.

El oficial, viendo la confusión, intentó explicar:

—Alguien tiene que cocinar. Vosotros sabéis hacerlo. Aquí todos necesitan comer. Todos son seres humanos con hambre. El arroz no entiende de bandos.

La frase sonaba extraña en la mezcla de inglés y japonés torpe, pero el mensaje quedó claro. Aun así, el choque interno era enorme. Tanaka miró las ollas, miró a sus compañeros y luego al oficial.

—¿Y si nos negamos? —preguntó.

El intérprete tradujo la pregunta. El oficial suspiró.

—Entonces seguiremos ocupándoos en otras tareas, pero seguirá faltando comida caliente para todos. Incluidos vosotros.

No había amenaza explícita. No había gritos. Solo una especie de lógica fría, difícil de refutar. Cocinar significaba que los prisioneros tendrían comida mejor preparada. Pero también significaba aceptar que el enemigo se sentara al otro lado del mismo olor a sopa.

Ese dilema fue, para muchos de ellos, más difícil de enfrentar que cualquier guardia armado.


El primer arroz compartido

Finalmente aceptaron. No por obediencia ciega, sino porque la idea de dejar a sus propios compañeros sin comida caliente les resultaba insoportable.

Encendieron el fuego. El olor a humo húmedo se mezcló con el del arroz lavándose, el de las verduras cortadas y el de las latas abiertas con esfuerzo. Poco a poco, la cocina comenzó a parecerse de nuevo a lo que había sido antes de la rendición: un lugar donde el tiempo se mide en hervores y no en disparos.

Cuando el primer gran caldero estuvo listo, se organizó una fila doble. De un lado, prisioneros japoneses, tensos, desconfiados, pero con la esperanza clavada en el estómago. Del otro, soldados británicos, curiosos, intentando disimular que tampoco estaban acostumbrados a ese tipo de escena.

Los cocineros servían en silencio. Levantaban la vista lo justo para no derramar la comida, bajaban la cabeza cada vez que reconocían un rostro japonés conocido, se quedaban un segundo congelados cuando llenaban una taza británica.

En un momento dado, uno de los soldados británicos se acercó de nuevo a Tanaka. Señaló el cuenco, sonrió levemente y dijo en un japonés rudimentario que había aprendido quién sabe dónde:

—Oishii… good.

Deliciosa… bueno.

Tanaka se quedó helado. No sabía si reír, llorar o dar un paso atrás. Solo atinó a asentir, con la mirada perdida.


Un espacio extraño donde el enemigo tiene hambre igual

Con los días, la rutina se consolidó. Cada mañana, los cocineros se levantaban antes que el resto, organizaban ingredientes, encendían el fuego y se preparaban para alimentar a dos grupos de hombres que, hasta hacía poco, se habrían enfrentado sin dudarlo.

En la cocina, las fronteras se volvían difusas. Mientras removían las ollas, los cocineros escuchaban palabras inglesas repetidas una y otra vez: “rice”, “soup”, “more”, “thank you”. Aprendían a reconocer gestos de hambre, de cansancio, de gratitud.

Había escenas que, de haber sido descritas en voz alta, habrían parecido imposibles: un soldado británico dejando discretamente un saco de patatas junto a la puerta de la cocina, un prisionero japonés ajustando mejor el fuego para que la comida no se pegara y alcanzara para todos.

Nadie lo decía, pero todos lo sabían: allí, en torno a las ollas, el enemigo no desaparecía… pero tenía hambre igual.


La conversación que Tanaka no pudo olvidar

Una tarde, mientras limpiaban los utensilios, el intérprete se acercó a la cocina acompañado de un suboficial británico de mediana edad. Este señaló a Tanaka y pidió hablar con él.

El corazón del cocinero volvió a encogerse. ¿Habrían hecho algo mal? ¿Había quejas? Se limpió las manos en el delantal y se acercó con cautela.

El suboficial, con la ayuda del intérprete, dijo algo que Tanaka nunca olvidaría:

—En mi casa, mi padre decía que el que cocina para otros tiene en sus manos algo más que comida. Tiene, aunque sea por un rato, la posibilidad de que el mundo sea un poco menos salvaje.

Hay frases que parecen demasiado grandes para un barracón de madera. Pero allí, entre restos de arroz y agua sucia, se volvieron increíblemente pesadas.

Tanaka no respondió de inmediato. No sabía cómo. Al final, solo pudo inclinar ligeramente la cabeza.

Esa noche, mientras removía una olla, se dio cuenta de que algo había cambiado. Ya no estaba cocinando solo para “los suyos” bajo vigilancia del enemigo. Estaba cocinando para personas que, aunque llevaran uniformes distintos, compartían una misma necesidad básica.


El choque interior: ¿traición o supervivencia?

No todos los prisioneros japoneses veían aquella situación con buenos ojos. Algunos susurraban en los barracones:

—Al final, estáis trabajando para ellos.
—Cocináis para quienes nos derrotaron.
—Eso no es un honor.

Los cocineros cargaban con esas miradas críticas. Pero también sabían que, sin esa cocina, muchos comerían peor… o no comerían.

—Si negarse a cocinar fuera una forma de resistencia que ayudara a alguien, lo haría —dijo uno de ellos una noche—. Pero lo único que conseguiríamos es que todos pasáramos más hambre. Ellos y nosotros.

La guerra había puesto sus vidas boca abajo. Ahora, la cocina las ponía en un punto imposible de clasificar: ¿estaban cooperando con el enemigo o simplemente evitando que el hambre decidiera por todos?


Después de la guerra: el recuerdo que no encaja en los discursos

Años más tarde, cuando los prisioneros fueron repatriados y la isla quedó como un punto más en los archivos militares, los cocineros volvieron a sus países, a sus familias, a sus vidas civiles. Algunos abrieron pequeños restaurantes, otros trabajaron en comedores, otros cambiaron de oficio.

Pero todos compartían un recuerdo que no era fácil de contar en voz alta:

“Hubo un tiempo en el que, siendo prisionero, cociné para quienes nos habían derrotado… y también para mis compañeros. Y en esa cocina, el mundo parecía un lugar extraño donde el enemigo se acercaba con el cuenco vacío y decía gracias.”

No era una historia heroica en el sentido clásico. Tampoco era una confesión cómoda para quienes querían ver el pasado solo en blanco y negro. Era un relato que hablaba de contradicciones, de tensión, de humanidad incómoda.


La orden que, sin quererlo, lo cambió todo

Cuando aquel oficial británico dio la orden de que los cocineros japoneses alimentaran a todos, seguramente pensaba en términos prácticos: aprovechar habilidades, mantener el orden, asegurar que nadie se debilitara demasiado.

Lo que tal vez no imaginó es que esa decisión abriría un espacio mínimo pero real donde el enemigo dejaba de ser una figura abstracta y se convertía en alguien que se acercaba con el mismo gesto que cualquier persona hambrienta.

Para los cocineros japoneses capturados, el shock no fue solo recibir aquella orden. Fue descubrir, día tras día, que compartir fuego, agua y arroz con el “otro lado” no borraba el dolor de la guerra, pero sí les recordaba algo que casi todos parecían haber olvidado:

Antes de ser soldados, prisioneros o vigilantes, todos, absolutamente todos, necesitaban comer. Y a veces, el simple acto de llenar un cuenco podía hacer que el mundo, por unos minutos, pareciera un lugar un poco menos dividido.